Georgette es nada

Miguel Báez Durán
        Es lunes y, cuando entra al colegio, Leticia percibe el estruendoso ronroneo de sus tripas, esa sensación en el intestino, ese reflejo del miedo a encontrarse con Georgette. Se detiene y mira, más allá de la reja, el lugar de descarga acostumbrado por las madres. Espera ya, con resignación, la recién adquirida camioneta, orgullo de Georgette y de sus padres. Retoma el camino hacia el aula y, en el trayecto, intenta explicarse la transición de rápida amistad a recalcitrante odio.
        A Georgette la conoció al pasar a quinto grado. Ella era nueva en su grupo. Tras un mes de escrutinios desconfiados y frecuentes burlas por su afrancesado nombre o su largo cuello, Leticia fue la primera en romper la burbuja a la que los demás confinaron a Georgette sólo por ser la nueva. Con el tiempo, el mero compañerismo se trastocó por constantes confidencias. La niña de mirada profunda le compartió la intimidad de su casa, la invitó a más de una cena con sus padres, le mostró su ejército de muñecas y sus juguetes caros. A cambio, Georgette obtuvo la aprobación general del grupo. Todos los alumnos del quinto B se maravillaron por las fiestas organizadas por la madre de Georgette o los paseos dominicales o las meriendas o los pequeños regalos. Pronto, la nueva había comprado el aprecio y la admiración hasta de los niños y las monjas –aunque a ellas ya las tenía compradas desde el momento en que los acomodados padres les confiaron la media educación, de ocho a una, de la hija.
        Las vacaciones de Navidad y el invierno trajeron la distancia entre Leticia y Georgette. Nunca entendió esa boca fruncida luego de soltar un chiste o hacer reír a los demás con su peculiar voz. A Georgette ya no le caían en gracia sus bromas. Cuando resaltó, con un comentario mordaz, la verruga en la frente de la hermana María, la maestra de español, Georgette la observó desde su pupitre con encono y sólo dijo: “Eres una naca”. Al cabo, terminaron los requerimientos, la amabilidad y la efímera concordia. Por las sucesoras en el cariño de Georgette, Leticia se enteró de reuniones y meriendas a las que no fue invitada.
        El derrumbe de modales falsos se presentó con Ernesto y Socorro, la flamante mejor amiga de la señorita volubilidad. Aún cuando ya la primaria entera y una que otra monja sabían bien de las pueriles infidelidades de Ernesto –unas manos trenzadas, un beso en la mejilla— con una alumna de tercero, Leticia fue denunciada como la autora del chisme. La hostilidad tuvo su confirmación cuando Georgette y otras niñas la acorralaron en el baño para defender a Socorro de la secreta cornada, secreta y a voces. “Di que no es cierto que lo viste con otra. Lo inventaste porque eres una corriente”, le dijo. Sola y atrapada por esa red de rostros desfigurados, le fue imposible oponer resistencia. A tanto desprecio gratuito, Leticia optó por tragarse cada palabra sobre Ernesto. En delante, chismosa y argüendera serían sus otros nombres. Socorro ni siquiera estuvo ahí. Cuando la liberaron triunfantes sus celadoras, se llevó consigo una promesa hecha por Georgette: “Me las vas a pagar, naca”. Y, al decirlo, como si su retorcida mente pudiera prever el futuro, sonó el timbre que daba final al recreo. Georgette no volvería a hablarle.
        Cumplió y atacó. No de frente, donde Leticia lo esperaba. Sino a los lados, donde dolía más. Fue en febrero, después de comunicarle sus intenciones con un puntapié que casi le despoja el equilibrio durante la cenicienta imposición característica de la cuaresma, cuando Georgette acusó a un alumno de sexto de quererle enseñar el pajarito. El niño en cuestión era el hermano de Leticia. Ante la directora pesaron más las influencias económicas y políticas del encanijado padre de Georgette que las súplicas de la familia de Leticia. Sin más, su hermano fue corrido.
        Después, una compañera diferente llegaba todos los días a su lugar para compartirle la última amenaza o el nuevo insulto de Georgette: “Va a decirle a su papá que deje al tuyo sin trabajo; va a denunciar a tu hermano, el cochino, a la policía; dice que tu mamá se pinta como prostituta; dice que hueles a rata muerta”. El caso de Leticia fue ejemplar para otras. Ya no se descuidaron. Dejaron de llamarla avestruz aún en su ausencia, de mofarse por sus atolondrados pasos o de vituperar su nombre.
        Leticia asimiló la tirria en su contra. Pero lo que nunca pudo descubrir fue el motivo. Tan de súbito Georgette había mudado sus afectos sustituyéndolos por ese resentimiento sin razón que Leticia no halló respuestas. Aborreció por ser aborrecida.
        Ahora se pasea, con mochila al hombro, frente al aula. Ahí mismo, el viernes pasado, su enemiga presumió con voz audible: “No puedo ir a la fiesta porque mis papás me van a llevar a Orlando”. Y agregó unas sílabas mágicas para las más ignorantes: “Al-mun-do-de-Dis-ney”. Mientras Georgette le embarraba en el rostro, cual pedazo de excremento, su costoso viaje, Leticia pensó: “Que se muera la mugre avestruz y que se mueran sus papás también”.
        Distingue por la ventana el pupitre vacío de la rival y se introduce en el salón. Algunos de sus apodos circulan por el aire en murmullos. Leticia piensa: “Que no regrese nunca la mugre avestruz”. La repentina aparición de la directora obliga a todos a ser esculturas silentes. La hermana Soledad, maestra de matemáticas, sirve de preámbulo, con sus mejillas húmedas, al tajante anuncio de la otra: “Niños, deben ser muy buenos con Georgette porque sus papás han muerto”. Horas más tarde se enteraría del estúpido ahogamiento de dos adultos en los límites del mun-do-de-Disney. Leticia ya no tiene miedo ni odio, ya no ronronean sus tripas. Sin sus padres, Georgette es nada.

Publicado en Acequias el otoño de 1998.

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