Muerte para Elisa
Miguel Báez Durán
La
mujer cruzó el umbral que más temía. La puerta que
daba al jardín se cerró de un golpe. Las imágenes
que encontró ante sus ojos se convertían en diminutos animales
que le devoraban el corazón y las entrañas. El cuerpo de
su hijo, sumergido en el mar de la noche, era semejante a un péndulo
en movimiento. Un lento oscilar indicando que, de haber llegado a casa
minutos antes, la tragedia no hubiera sucedido. Ese cadáver suspendido
era, para la mujer, el ser más amado. Ella fue la primera en encontrarse
con la triste realidad. Fue la primera en enfrentarse a su hijo colgado
de una cuerda. En el preciso momento en que asimiló la muerte del
muchacho, había creído escuchar las notas de la caja de música
que su pequeño le regaló diez años atrás con
motivo del día de las madres. Su esposo, el padrastro del joven,
trató de consolarla al saber la noticia y más tarde hizo
lo mismo durante el funeral. Pero las manos del hombre le parecieron sumamente
congelantes y tiesas al sentirlas en la piel. La novia del hijo, quien
había terminado con la relación la noche de la tragedia,
también se presentó a dar el pésame. Ella no tuvo
las fuerzas suficientes como para reclamarle a la muchacha por el rompimiento
y por las desgarradoras consecuencias que había tenido. Sólo
le exigió, ante su manifestación de hipocresía, que
saliera de la funeraria y no se acercara a su familia nunca más.
Ni siquiera pudo sentir vergüenza, después de que el esposo
se quejara de tal falta de cortesía, porque la incertidumbre sobre
las razones del suicidio eclipsaba todas sus demás emociones.
La madre, a los pocos días, se obsesionó por completo con
la caja de música y con la canción que de ella emanaba. Su
hogar sufrió de la embriaguez que producía la tonada "Para
Elisa", compuesta por Beethoven. El sentimiento de adoración por
el objeto la llevó a instalar un altar frente al cual platicaba
todas las noches con la fotografía del hijo. La sensación
apretada de su pecho era un síntoma de la exagerada fuerza con la
cual lo había amado. Al encender las veladoras para iluminar el
congelado rostro del joven, pensaba que no había otro querer más
fuerte en el mundo que el de una madre y, por lo tanto, no había
otro dolor más intenso que el padecido por esa misma madre al ver
a su hijo muerto, al observar su cuello apretado por una soga y su cadáver
pendiendo de un árbol. Para ella, la caja de música contenía,
encerrada, el alma de su hijo. Ese objeto melodioso, con cada nota que
emitía, estaba dándole vida a las palabras del muchacho muerto,
el centro de su pasión. El delirio de la mujer escaló a tal
grado que, a dondequiera, llevaba consigo la caja. Las murmuraciones también
escalaron y decían que la pobre había perdido la razón
a raíz del suicidio.
Un día, al quedarse sola y después de dormir media tarde,
encontró el altar destrozado, la foto del hijo hecha pedazos y la
cajita musical yacente sobre la alfombra de la habitación, moribunda
después de soportar la devastadora presión de un pie intruso.
La mujer se preguntó cómo pudo alguien entrar, sin hacer
el menor ruido, hasta su alcoba y profanar el santuario del hijo muerto
destruyendo también sus ganas de vivir. Llegó a la conclusión
de que tal vez un desconocido o una desconocida, quizás un fantasma
o un ser sin rostro había matado por segunda ocasión a su
pequeño. Hasta el cadáver parecía aún estar
pendiendo de la cuerda a juzgar por el vaivén de las ramas. Ella
juró encontrar al culpable de tal atrocidad. Se lo dijo al marido
cuando él llegaba del trabajo. Le contó todo lo sucedido
durante esa tarde. Examinaron la habitación del altar y lo único
sorprendente que hallaron fue un trozo de uña rota. El esposo la
cuestionó y le hizo las mismas preguntas que ella ya se había
formulado antes. Nadie era capaz de entrar a la casa sin forzar puertas
o ventanas; su seguridad siempre había sido inquebrantable. El esposo
le recomendó visitar a un médico o a un psiquiatra. Y ella,
durante los siguientes días, cayó en una depresión
terrible. Las conjeturas del hombre comenzaron a sembrar dudas en ella.
Sobre su cabeza aterrizó la increíble posibilidad de que
se estuviera volviendo loca y de que hubiera destrozado, con sus propias
manos, el altar, bloqueando el recuerdo de tan traumática experiencia.
No. Era imposible. Pero, aún negando tal alternativa, la caja de
música enmudeció desde esa tarde. Al percatarse del hecho
y empujada por la culpabilidad, encerró bajo llave el objeto dentro
de la habitación del altar.
El esposo se vio obligado a viajar al extranjero la semana siguiente para
atender los negocios de su mujer. Ella lo dejó ir a sabiendas de
que debía cuidar la única herencia que ahora le quedaba de
su primer marido. Se quedó completamente sola y sumida en sus locuras.
La caja de música salió, sin explicación alguna, del
encierro y volvió a cantar con las mismas notas de antaño.
Parecía como si el hijo hubiera regresado y se encontrara furioso
con la madre por haber destruido el altar. Escuchaba los pasos, la melodía
de la caja, el abrir y cerrar de las puertas. Pero no hallaba a nadie.
Estaba sola. Por fin, decidió encerrarse en la alcoba hasta que
su esposo regresara.
A la medianoche, la caja volvió a hablar. Los pasos subieron con
lentitud por las escaleras. Ella se levantó aterrorizada de la cama.
Supo que el fantasma de su hijo se hallaba en el pasillo, al otro lado
de la puerta. Preguntándose dónde encontrar escondite y así
evitar el doloroso encuentro, dirigió su cuerpo a la ventana y pensó
ocultarlo detrás de las cortinas. Pero, en vez de refugio, encontró
otra vez esa imagen en el jardín. La cuerda pendiente de una de
las ramas del árbol. En ese instante, la puerta se abría.
La mujer gritó y pudo sentir una punzada en el pecho. Se dejó
caer sobre la cama mientras el corazón dejaba de latirle. La madre
pronunció el nombre del hijo muerto antes de morir, experimentando
la misma desilusión sufrida por su niño cuando la soga le
succionara el alma. Sus ojos miraron, en el último momento, a una
pareja. Miraron a su esposo y a la novia de su hijo. Sobre la exquisita
mano de la joven, alterada únicamente por la uña rota, vio
reposar la caja de música. La caja de música que aún
tocaba "Para Elisa".
Publicado en La tolvanera
el 11 de marzo de 1996.
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