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verba volitant... scripturae manent...

 

LA REVISTA "BIBLIOTECA DE MÉXICO" DEJÓ DE EDITARSE ESTE AÑO. DE ALLÍ HEMOS RESCATADO LA SIGUIENTE CONVERSACIÓN, AÑOS ANTES DE QUE A SARAMAGO SE LE GALARDONARA CON EL NOBEL.


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Conversación en La Habana

Noé Jitrik y José Saramago

Noé Jitrik

Este comienzo de conversación es menos fácil de lo que parece porque tiene condicionantes: por un lado, algo persigo, no en el sentido de escuchar determinadas palabras, sino que pretendo publicar lo que resulte y eso, se sabe, siempre condiciona; por el otro, pretendo evitar el convencionalismo de la entrevista: quisiera que el intercambio sea abierto e imprevisible. ¿Cómo empezar entonces_ Estuve pensando en una posibilidad: no sé si has leído uno de los libros póstumos de Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio; discurre sobre lo que llama "cualidades de la escritura". Una de ellas es la "claridad" o la "transparencia". Si ves adónde voy podrías, tal vez, relacionar esta idea con tu propia experiencia de escritura.

José Saramago

Yo pienso ante todo que cuando uno, en algún momento de su vida, empieza a hablar de lo que para él son las cualidades de la escritura es porque, por la edad o por la experiencia, se ha alejado de una escritura compleja que eventualmente practicó en un momento anterior; es probable que esté empezando a pensar que aquello no estaba bien o, si no es eso, que la cualidad suprema o superior de la escritura, o una de ellas, es la claridad. Pienso, entonces, que una reflexión semejante es una consecuencia de la edad. A lo mejor, a los cuarenta años, Calvino tenía otra idea sobre la escritura. Si entonces alguien le hubiera preguntado quizás habría contestado reivindicando una escritura rica, compleja y todo eso. Esta es una consideración de orden general: tal vez, insisto, por estarse acercando al tramo final de su vida, se le ha ido de las manos el gusto por lo complejo y necesitó claridad para seguir escribiendo o, peor que eso, proclamó que ésta es una cualidad de toda escritura. Y cuando digo "peor" es porque con una afirmación semejante se borran otras cualidades, a veces contrarias, que la escritura puede tener; en este caso, la escritura compleja, barroca y elaborada. Se me ocurre que a Calvino no le gustaría leer ni oír a uno de los escritores que ha escrito mejor en portugués, un hombre del siglo XVII, el jesuita Padre Antonio Villegas, que dijo en uno de sus sermones –escribió textos sacros además de cartas-, algo complicado que se podría resolver de una manera más sencilla: lo sabemos, cuanto más hemos vivido, menos vamos a vivir y los amores, las ficciones, cuanto más duren menos van a durar. A veces –y yo no estoy en contra de la claridad- uno es más eficaz diciendo las cosas de una manera compleja que si las dijera de una manera directa, clara y luminosa.

N. J.

Yo creo que la claridad, si se percibiera, debería ser porque surge de un movimiento auténtico; digo esto porque existe una ideología de la claridad, como si fuera el requisito para que la literatura sea accesible; dicho de otro modo, claridad como comunicación. Tengo la impresión de que Calvino, si no lo traiciono, hablaba de la claridad como una "cualidad" que no necesariamente es antagónica de la complejidad, sintáctica o ideológica. ¿Una luminosidad que se desprende de una escritura? Yo escuché hoy (31 de enero de 1992) tu lectura de dos fragmentos y, por tu relación con el español, había palabras o frases que se me escapaban un poco pero no me parecía que eso implicara una pérdida o un sacrificio de mi parte sino que lo que yo percibía en tu prosa era, precisamente, un cierto giro envolvente que genera, metafóricamente, un efecto de luz. Me parece que esto va por ese lado, como una situación –no un requisito- que brota de una escritura. Y eso, creo, buscamos todos, más allá de la nitidez de las ideas o de la expresión directa, simple y sencilla.

J. S.

Coincido contigo. Lo puedo decir de este modo: si observo lo que hago, no puedo escribir si no veo lo que escribo. Y verlo quiere decir iluminarlo y, por lo tanto, el escrito no tiene por qué tener, a priori, claridad ni transparencia. Yo desearía entrar en esto por otro lado, siguiendo algo que está por ahí, que no sé cómo se dice en español, pero en portugués se dice translucidez. No es la transparencia, que es lo que no ofrece obstáculo, sino algo que se sabe que está ahí pero que no hay por qué decir cómo es, que hay que insinuarlo en el espíritu del lector provocando una impresión muchísimo más fuerte que si se hiciera como el reflejo del espejo o la transparencia total. Aunque la crítica dice que yo me acerco, libro con libro, a una escritura más transparente --lo cual no me gusta porque la transparencia de la escritura es un concepto banal--creo que mis textos muestran, y a mi me gustaría más que eso se viera tal como yo lo veo, una translucidez que, creo, se encuentra en mi manera de escribir; quizás se lo pueda llamar estilo, quizás de otro modo, de una de esas muchas maneras con que intentamos nombrar, casi traducir, cómo la escritura expresa lo que expresa, cómo se hace con las palabras. Pero, obviamente, eso no es una respuesta porque las palabras no son más que las palabras y, a propósito, a veces digo que ninguna palabra es poética en sí misma y que lo que la hace poética es la que está al lado, interactuando. Es como si una palabra regalare y diera algo a la que la sigue o la precede. Y bien, esa interacción produce, quizás, un juego de luces y de sombras, una especie de ondulación de la escritura, en la que los puntos claros, no diré fuertes, alternan con los oscuros. Esta continua ondulación es equivalente en la escritura, desde mi punto de vista, a lo que es la translucidez para la mirada.

N. J.

Hoy, al escucharte leer, pensé, y me vuelve la sensación al escucharte razonar, que mi dificultad contigo consiste, básicamente, en que voy para el mismo lado, de modo que no tengo demasiadas resistencias. En otras palabras yo pienso en términos muy semejantes. Por ejemplo, en un trabajo que hice hace cerca de 20 años sobre Alturas de Macchu Picchu, propongo una teoría según la cual las imágenes se constituyen por la contaminación de los semas que residen en las palabras que se reúnen. Pueden surgir, así, de un verbo y otro verbo, no necesariamente de un sustantivo y un adjetivo, aunque también de esa relación; no es por lo tanto el valor del adjetivo lo que potencia al verbo sino la relación secreta que se establece entre los campos semánticos de las palabras. Por otro lado, en cuanto a lo que dijiste acerca de la producción de una ondulación: yo lo sentí hoy y me dije que el movimiento que percibía coincide con mi propia búsqueda. Es un "ritmo", que no tiene una cualidad musical o que no reproduce la cadencia de la música, ni ritmos poéticos métricos metidos en la prosa, sino que podría estar dado, en tu caso, por un sistema asociativo que estaría bastante lejos del surrealista; sería una asociación controlada, dirigida, sin extravío de la voz del enunciador; es un campo o recipiente en el cual, por las relaciones que establecen las palabras, se va produciendo una marcha desgarbada, cautelosa, tentativa, a la que llamo ritmo si poder explicar bien en qué consiste.

J. S.

Yo sustituiría "ritmo" por "compás", que dice más; la palabra ritmo no te da una sensación de marcha, sino de movimiento, es decir que tiene una ley; es verdad que el compás tiene también en su interior una ley quizás más rígida que el ritmo y que puede alterar los ritmos, pero tiene algo de procesional, ligado a los tiempos y que, en este caso -y ya voy a eso de la asociación-, me lleva a veces a lo siguiente: estoy escribiendo, tratando de decir algo, y ya lo he dicho todo, ya está todo. En principio no hay nada más qué añadir pero ocurre que en la lectura mental -que no necesita hacerse en voz alta- el compás del escrito quedó en el aire y eso no lo puedo aceptar. Es verdad que el sentido está allí, completo, pero si añado dos, tres, cuatro, cinco palabras, nada cambia, pero el añadido tiene otra función: llenar una totalidad; si no lo hago, el escrito se quedaría en el aire.

N. J.

Con riesgo de pérdida, ¿no es así?

J. S.

Sí, la pérdida de un flujo narrativo que, desde mi punto de vista, es muy importante: yo no puedo permitir que haya huecos, lo que busco es siempre un continuo que, si lo logro, debería llevar al lector de la última página a la primera y de la primera a la última, como si navegara por un río en una balsa, sin detenerse nunca. En una sola respiración si eso fuera posible. Es como si un cantante se quedara en el aire por falta de notas o de música. Es verdad que se puede decir que lo que ha cantado hasta ahí está bien y no necesita más, pero la falta, cómo decirlo, está en el cuerpo, y la lectura, como ejercicio de los músculos -que también lo es-, evidencia la necesidad de que el movimiento se complete. Esto no tiene nada que ver con la idea de prosa poética sino con el sentido del compás.

N. J.

Yo no renunciaría, por mi lado, a la noción de ritmo porque la concibo como organización en el espacio, o sea que retomo su fondo o residuo etimológico, que remite, como tú sabes, al desplazamiento y cuyo uso primero era propio de los ejércitos.

J.S.

Esto no quiere decir que yo rechace esa noción; el ritmo está ahí pero tiene que sujetarse a algo más profundo y oculto, eso que los italianos llaman basso continuo; por supuesto, me apropio indebidamente de esta expresión porque significa otra cosa; lo que quiero decir es que tú puedes no darte cuenta de que está ahí pero lo sientes si eres un lector atento.

N. J.

Yo hablaría de un latido que, al mismo tiempo, es una trama y algo más: una urdimbre, si vale la metáfora textil. Prefiero esta palabra porque trama se confunde con argumento, noción que no tiene nada que ver: algo va palpitando por debajo, como una respiración que, por otra parte, es un ideal que uno persigue. Además, me parece que se trataría de capturar al lector, o a la lectura, en esa gran respiración, como si fuera una campana, un inmenso globo imaginario del que no pudiera salir pero entendiéndolo como aquello que se persigue, nada deliberado ni perverso sino una empatía, precisamente una respiración común.

J. S.

Me encanta lo que estás diciendo, lo estás expresando del modo que yo lo expresaría; es lo que yo traté de decir antes y voy a tratar de retenerlo para usarlo cuando pueda. Eso de la asociación es muy interesante porque, tú lo has entendido perfectamente, muchos pueden decir "eso va por el lado de la asociación de ideas" y, por lo tanto, sería algo que está ahí, en la lectura misma, o bien el lector advierte que el narrador lo lleva como si estuviera disponiendo de su voluntad, es decir que lo empuja, a veces con mucho cariño, a veces no. pero conviene hacer la diferencia, y me gustó que lo dijeras, entre la asociación surrealista, que llevaría al automatismo, y lo que yo hago, que no tiene nada que ver. De todas formas, debo reconocer que yo funciono siempre por asociación. Hasta el punto de que un crítico portugués ha dicho, y ahora me doy cuenta, que yo hago una escritura "desprogramada", que sabe adónde va pero no sabe por dónde va. Esto es muy claro: es como si yo supiera que quiero ir ahora a Santiago de Cuba pero no sé si ir por el mar, por la montaña o por el aire. Al salir de La Habana algo que ocurre o me ocurre me lleva a decir "este camino o el otro son los más adecuados", sin perder nunca la idea de que hay que llegar a Santiago. Eso me da una gran libertad y, sobre todo, me permite vivir en la imprevisibilidad; yo me siento a punto de decir algo, pero no sé cómo lo diré y no está programado, no está preconcebido ni preimaginado, necesito ponerme ahí, escribir la primera palabra -esto no es automático, tengo que pensar- y quedarme a ver lo que resulta; pero no lo hago de una manera caótica, abriendo la puerta a todo lo que venga, sino siempre con un sentido de orientación, dejando de lado lo que podría dañar, aprovechando lo que completaría, siempre reservándome un amplio espacio en el que la escritura funciona no sólo en su ondulación esencial sino también con una ondulación secundaria de búsqueda de sus motivos.

N. J.

Me parece que eso hace que tu prosa sea muy saturada, en el sentido de que esa libertad que reclamabas es también para la digresión, para la aparición de un tipo de saber que no tiene mucho que ver con lo que estás contando sino con tu propia existencia de narrador. Eso te legitima y te quita de enmedio -y me parece que ése es el carácter o el núcleo esencial de lo que podríamos llamar una escritura "moderna"- todo sentimiento de culpa respecto de si la prosa es o no objetiva, si se cuenta o no se cuenta una historia, si se le debe algo o no al lector. La digresión, en este caso, sería el lugar por donde se filtra un universo más amplio que el del tema que estás tratando o del punto al que quieres llegar.

J. S.

Yo siento que me estás exponiendo en la plaza pública, desnudo casi. Eso me lleva a lo que he dicho en alguna revista o en encuentros con lectores: yo, como escritor, tengo una terrible duda que no aclararé nunca sobre la existencia del narrador. Quizá si no escribiera como escribo lo tendría muy claro, reconocería la existencia del narrador, pero mi escritura me lleva a encontrar algo muy seguro, muy cierto, que puedo expresar así: mire usted, ahí tiene un libro que es mío, lo escribí yo y ahí se cuenta una historia, con personajes, situaciones, etcétera; pero, atención, lo más importante no es la historia que se cuenta sino una persona que el libro lleva dentro y esa persona es el autor, soy yo. De ahí, entonces, esa necesidad de expresarlo todo, hasta cosas que no tienen que ver directamente. A veces pueden tener que ver indirectamente pero, en ese amplio espacio en que te mueves y en el que entra el sistema de asociaciones con que te alimentas y construyes tu relato, lo que está ahí es todo lo que brinda una experiencia vital, antigua, que no es solamente mi experiencia sino mi herencia cultural, mi país, mi cultura, la gente que he conocido, todo lo que, a veces, viene no muy a propósito pero aun así ilumina lo que estoy escribiendo. En suma eso es la desprogramación. Es lo que me gusta, lo único que puedo hacer y, por lo tanto, se trata de hacerlo lo mejor posible. Es eso, pero con una consecuencia: se constituye una relación muy especial con el lector. Dicho de otro modo, la recepción de un libro que ha sido escrito en estas condiciones es diferente -y eso no tiene que ver con la calidad literaria- y, en mi opinión mejor, más humana, más cálida, más fuerte, más cómplice, con mayor reconocimiento entre humanos, que una escritura más canónica o dogmática o autoritaria -aunque la verdad es que tan autoritaria es una escritura como las otras…

N. J.

…todas las escrituras lo son, por definición…

J. S.

…pero a lo que me refiero es a que esta manera de decir construye un puente de comunicación directa, de otra naturaleza, con cada uno de los lectores.

N. J.

A mí me parece que en esta afirmación y en el sistema y calidad de las digresiones, su sustancia y su entramado, y en la posibilidad de que aparezca ese depósito que un autor trae y que al mismo tiempo implica una eliminación del engaño, en el sentido de un narrador que pretende no ser nadie, hay una reafirmación, paradójica por cierto, de cierta actitud racionalista que sería algo así como un resto del viejo humanismo. Lo digo porque estos términos corresponden a una forma de vida conocida, que nos resulta muy segura en el sentido ético de la palabra humanismo y sobre la que se ha actuado durante siglos. En tus palabras no hay refutación sino una reformulación que alberga una esperanza de persuasividad; es casi un modo de hablarle a la gente para inducirla, benévolamente, a que considere de nuevo alguna de sus propias condiciones de existencia racional en este mundo tan caótico, y tan terrible y, yo diría tan disuelto, no necesariamente disolvente. No sé qué te parezca; últimamente a poca gente le gusta ser calificada de racionalista.

J. S.

Eso me cae muy bien porque yo me veo a mí mismo como alguien que ha intentado, durante toda su vida, hacer las cosas de una manera racional o, mejor dicho, según la razón. La verdad es que soy racionalista y el hecho de que escriba historias que son, en apariencia, todo lo contrario de una razón mecánica o determinada por una ley, no quita que sean algo así como "cuentos filosóficos" en el sentido volteriano, iluminista. En el fondo, a través de refranes, yo siempre estoy introduciendo la sabiduría popular que, como se sabe, es innegablemente un producto racionalista. Tengo el sentimiento de que ese conocimiento empírico es, aunque la ciencia lo refute, un instrumento racional de interpretación de la naturaleza. La introducción de refranes, y a veces como leit-motiv -en Historia del Cerco de Lisboa siempre se está volviendo a un refrán cuyo equivalente sería "hasta en el mejor paño cae una mancha"-, permite hacer nuevas lecturas de ellos; si hasta ese momento podrían tener una lectura única, o en el mejor de los casos una lectura directa y otra simbólica, al pasar por la trama de la novela y enfrentar una situación concreta, se abre una manera nueva o distinta de entenderlos.

N. J.

Tú hablaste de la memoria como una dimensión del universo de tu escritura. Por otra parte, me mencionaste, días atrás, tu origen campesino. Yo quisiera relacionar ambos planos con un libro que quizás tú conozcas, Puerca tierra de John Berger. Su literatura es, y sin aludir a un género, "campesina", producto de una decisión y un proyecto: él llega de Inglaterra y se instala en un pueblo de la alta Saboya, convive con los campesinos y a la manera de los experimentalistas, pero con otro registro, describe -yo prefiero decir "escribe"- el universo campesino. El intento es notable porque Berger no hace naturalismo, dicho sea en su homenaje; observa con gran dramatismo y justifica su interés por ese mundo mediante una especie de teoría marxista del campesino, asumida y declarada. Si bien ese fundamento podría desviarlo a un doctrinarismo no ocurre así: hace pese a todo, literatura y, en mi opinión, de la buena. Esto me lleva no a hacer una comparación innecesaria sino a preguntarte por tu memoria campesina. ¿Cómo es para ti, cómo fue, cómo es lo que estás escribiendo?

J. S.

Yo no sabría ni podría hacer lo que está haciendo Berger porque la verdad es que irme a un pueblo y quedarme ahí para ver lo que hace la gente, cómo habla y todo eso, y luego escribirlo, me supera. Pero, en lo que se refiere a mi estructura mental, reitero que mi materia es siempre la memoria, más de las cosas que de lo que yo mismo he vivido. Y no es que haya una decisión de mi parte; es algo que sale de dentro ya lo que yo simplemente obedezco. En cuanto a mi memoria campesina, debo decirte que el tema es un poco complicado porque si bien yo me fui con mis padres a la ciudad cuando era muy chico hasta los 25 ó 30 años volvía a mi pueblo con frecuencia. En suma, aunque haya vivido en la ciudad mis memorias son las del pueblo. En verdad, son pocas las cosas importantes que recuerdo de la ciudad; lo que me ha alimentado y formado es mi memoria del campo. Con la excepción de unas crónicas que escribí entre 1968 y 1978 -en el fondo lo que hacía con ellas era fijar o cuajar memorias antes de que se transformaran en otra cosa-, cuando escribí Levantado del suelo, que es mi única novela campesina, los personajes no fueron la gente de mi pueblo; se trata de otra región, con características muy distintas: está al sur del Tajo, mientras que la mía está al norte. Hay cosas comunes, eso es claro, pero incluso la mentalidad de la gente es muy otra. No obstante, además de los datos objetivos que recogí, lo más auténtico y sustancial de lo que se está diciendo sobre el campo, sobre la relación del hombre con la naturaleza, del trabajo, la tierra, la semilla, los animales, viene más bien de lo que la memoria me ha devuelto en el acto de escribir una novela que no era de mis tierras, ni de mi pueblo, ni de mi gente; se ha alimentado mucho más de esa memoria que del os datos que habría debido recoger si hubiera olvidado mi infancia y hubiera tenido que aprender todo de nuevo. Incluso temas como el de El año de la muerte de Ricardo Reis salen también de mi memoria de ese tiempo. Y cuando se trata de Memorial del convento, situado en el siglo XVIII, es la memoria que yo puedo tener de ese siglo, que no es de hechos sino de lecturas, de reflexiones, de cosas que aprendí cuando niño y me hablaban del siglo XVIII y no sabía muy bien qué era eso. Creo, incluso, que la memoria conserva hasta hoy mucho más de lo que uno cree: cada uno de nosotros no es más que la memoria que tiene y lleva adentro y nada más.

N. J.

Mientras hablabas yo estaba pensando en algo que puede parecerte delirante: si en tu sistema de escritura gravita la digresión, que es algo análogo, en el plano del discurso, a un ir a un lugar sin saber exactamente por dónde, me pregunto si ambos rasgos no responden a una experiencia fundamental que podríamos llamar "campesina", el campo como lugar en el que los caminos no preexisten sino que se van trazando a medida que se quiere llegar a alguna parte. O sea, si la digresión o el metafórico trazado de caminos no son también un efecto de memoria campesina. Te lo digo porque no me puedo desprender de una primera imagen personal: apenas aprendí a leer, empecé a leer libros y me recuerdo, de niño en el campo, leyendo contra el sol de occidente, sentado contra una pared y mirando el entorno. Era como si el campo me permitiera leer, como si estuviera asociado a un tipo de lectura. Creo que nunca he abandonado esa posición: durante toda mi vida he estado leyendo contra el sol, en algún lugar de una soledad particular que sólo la idea de campo podría interpretar. Esto que pienso para mí, como un núcleo inmodificable, podría ser, en tu caso, la condición del zigzagueo, del detalle, la morosidad, la ausencia de temor a terminar. Hoy dijiste, al mostrar un libro: "es muy largo"; ese "tengan cuidado, sepan con quién se meten" es una expresión de delicadeza pero también de cautela, aunque no hubiera cautela en tu propia aventura de escribirlo. ¿No será todo eso, una u otra cosa, también memoria del campo?

J. S.

Puede que sí. La verdad es que yo no sería el escritor y el hombre que soy sin el campo. No puedo imaginarme fuera de una relación muy íntima y prfounda con el campo, ya sea a través de la memoria, ya directamente con el paisaje. Aun cuando escriba novelas urbanas, sé dentro de mí que he sido hecho por el campo. Es muy interesante algo que me ha ocurrido ahora, que no tiene tanto que ver con la memoria sino con la sensación de continuidad. Muchas veces, al mirar una montaña por ejemplo, pienso que ella estaba allí con esa forma hace mil años, y otros ojos la miraban. Eso me da una sensación de continuidad que no proviene del echo de que yo pueda leer que hace mil años un señor que estaba aquí, en Cuba, miró esa montaña sino que viene directamente de lo que estoy viendo porque lo ha mirado otro antes que yo. Esto tiene que ver con la memoria, pero constituye algo más complejo. Me produce casi un vértigo mirar una sierra, una montaña, el mar, que es siempre igual, las olas que vienen a morir a la playa, ese rumor que se ha estado escuchando desde hace millones de años.

N. J.

Estamos hablando de lo mismo. Creo, además, que es del o que hay que hablar porque hablar de otra cosa en relación con una obra sería pura cortesía. Hay que hablar de eso porque una escritura vea recorriendo y ligando diferentes planos y así tiene que ser leída. En mi opinión, al hacerlo la escritura impide que desaparezcan, pero una escritura plena, no aquella que obedece a un programa o a una cierta recepción. Llegando a este punto, o a esta palabra, me animo a conjeturar que la idea de la recepción te tiene ligeramente sin cuidado.

J. S.

Completamente sin cuidado.

N. J.

Dadas las condiciones de riesgo en que se ejecuta tu propuesta no podría ser de otro modo; si se asumen sinceramente tales riesgos lo que ocurra con el libro que empieza a circular es asunto de otros, no del que lo produce. Y me parece bien.

J. S.

Lo más extraordinario es que la escritura que conlleva estos riesgos –por ejemplo la invención y el experimento que pueden llevar a la incomprensión de un texto- podría ser la consecuencia de un hecho que está muy claro en mis novelas: es que la comprensión no existe y, como no existe, el lector tiene que construirla y ése es su problema. Que no exista no depende de que yo me haya dicho en un momento determinado de mi labor "bueno, ahora tengo que buscar algo que sea moderno, de vanguardia o algo así". Yo he querido, tan sólo, abandonar la preocupación y entregar esta tarea al lector. Eso ocurrió cuando estaba escribiendo Levantado del suelo. Antes había escrito Manuel de pintura y caligrafía, que va por donde van todos, con todo y puntuación y, en un momento determinado, alrededor de la página 30, empecé a escribir como si estuviera hablando, o sea mezclando el discurso directo con el indirecto, eliminando toda la puntuación y funcionando como si estuviera componiendo música. Lo digo en este sentido: la música y la palabra es casi lo mismo en cuanto a que para hablar y hacer música usamos sonidos. Entonces, si eso es así, cuando yo estoy con un interlocutor y le hablo y me habla, no sentimos la necesidad de puntualizar las cosas hasta el punto de decir "vea, ahora le voy a preguntar, ah, y usted tiene que darse cuenta de que yo le voy a poner un punto de interrogación". No, ni modo; muy sencillamente estamos hablando, hacemos el juego de la música, de la entonación, de la suspensión, y el interlocutor me entiende. Esto tiene que ver con el ejercicio muscular del lector. Frente a un libro mío el lector sabe lo que le espera, no tiene auxilio ni guía, tiene que poner todo lo que le falta y lo que le falta es todo, porque le falta la entonación, la música de la palabra dicha y tiene que ponerlo según su lectura, que no puede ser más la autoritaria, a que incluye la comprensión. De alguna manera tiene que dar la forma final al texto. Pero hay algo más. A la hora de escribir todos tenemos problemas: las palabras adecuadas no vienen, no nos está gustando lo que sale. Pero yo tengo un problema más: si no me veo a mí mismo escribiendo como si estuviera hablando, no me sale nada y si llego a escribir en el sentido exacto, justo, preciso de la palabra "escribir", es porque me siento suelto, como me gusta y como pienso que mi interlocutor, el lector, me entenderá.

N. J.

Al comienzo señalaste que una palabra se apoya en otra, hacen un grupo y este grupo busca el apoyo de otros en una múltiple confluencia de la que tú tienes que ser el primer lector. Y cuando la recepción te satisface, cuando encuentras que todo está sonando bien, piensas que el otro lo puede entender y admitir.

J. S.

Esa idea del autor como primer receptor me parece muy bella, y te confieso que jamás se me había planteado y es la evidencia misma, sobre todo en libros como éstos. O sea, que si yo no estoy "recibiendo", y ésa era la dificultad de la que te hablaba antes, no puedo seguir.

N. J.

Esto se relaciona con algo que te dije cuando, al encontrarnos aquí en La Habana, empezamos a conversar; fue sobre la idea de "corrección". Yo situaría la corrección, luchando contra las ideas tradicionales acerca de ella, como una posibilidad de perfeccionar la primera recepción; o sea, que si tú corriges tu propia escritura es porque se ha dado una primera y básica recepción que, a partir de ahí, puede potenciarse hacia un tercero. Lo interesante es que en Historia del Cerco de Lisboa tú la conviertes en el tema, aunque a mi juicio aparente. En realidad es, me parece, esa dimensión de la escritura como lo que tiene que cumplirse en ese primer receptor que es el escritor mismo. No sé si es claro.

J. S.

Sí, lo es, pero en esa novela a c debe entenderse, quizás, de otra manera. El autor engaña un poco porque sabe que tiene que corregir, sabe que podría corregir inmediatamente y no lo hace y mantiene, por un tiempo, a veces por dos o tres páginas, a veces mucho más, al lector en un error introducido deliberadamente, y el lector se quedará con esa idea hasta que, por fin, se haga la corrección. Yo diría que lo que está ocurriendo en mis novelas, no en todas y no siempre, es una corrección continua en la que el narrador –ahora lo admito, lo acepto- está volviendo atrás para reponer, para aclarar o mirar de otra manera, y no siempre para corregir. Aquí volvemos a la ondulación, pero no solamente como continua sino como recursiva, volver atrás para seguir adelante. A veces me dicen "usted tiene muchísima imaginación" y yo digo "no, no es verdad"; "usted inventa mucho", no, yo no invento, yo no tengo imaginación, yo lo que hago es poner a la vista de la gente lo que está ahí; y eso es el alimento de lo que hago. Y a propósito, una vez más la memoria: te voy a contar una anécdota que tiene una importancia fundamental en lo que hago, no en la escritura misma sino en la persona que soy que después pasa a mi escritura. Hace muchísimos años, cuando era adolescente, empecé a ir a la ópera en Lisboa. Mi padre conocía a un señor de allí, que cuidaba la puerta. Le dijo: "Mira, a este hijo mío le gusta la música" y entonces me permitía entra y yo subía, cuando todo el mundo estaba ya en sus lugares, hasta…

N. J.

…el paraíso…

J. S.

…el paraíso. Y ahí, ya sabes cómo es, se ve la mitad del escenario, los cantantes están aquí y los vemos, se van a otro lado y no los vemos más. Pero el paraíso está por encima de la Tribuna Real que tiene, como todas las Tribunas Reales, una corona…

N. J.

Nosotros lo llamamos palco…

J. S.

Nosotros llamamos "palco" al escenario. Pues sí, el Palco real. La corona, no sé por qué motivo, no estaba completa, sólo tenía tres cuartas partes; el que faltaba, o la falta del último cuarto, se veía desde el paraíso. La gente de abajo, en cambio, veía la corona en todo su esplendor. Para mí, en el paraíso, la corona no era una corona, sino un hueco lleno de telarañas. Esto me produjo una impresión tan fuerte que siempre vuelvo a este recuerdo. Esto quiere decir que hay que ver todas las cosas en su círculo completo, que nadie ni nada puede ser entendido en una mirada única: hay que dar la vuelta y ver si falta un cuarto y si no falta ninguno hay que intentar ver lo que hay dentro. Pienso que esto tuvo una importancia decisiva en mí; por eso, digo que no invento, que pongo a la vista lo que está ahí, pero como la mirada normal de la gente no ve, apenas reconoce, cuando se trata de hacer algo que implica decirle "atención", "mira", si se resiste y se pone una mirada oblicua sobre las cosas, las cosas parecen inventadas aunque sean las mismas. Por eso digo que no invento nada, "eu nao invento nada, lo atua a vista".

N. J.

¡Es increíble esto que está sucediendo! Lo que has dicho me hace pensar que hay una reflexión compartida por gente que ni siquiera se conoce, como tú y yo. Yo intuía que eso pasaba y ahora se confirma. El punto de partida de mi libro El balcón barroco, es el palco real del Teatro de Munich; verlo me permitió pensar que un acto teatral podía estar interferido por otro espectáculo, el de los reyes y el del palco mismo, al atraer la mirada del público y, en cierto modo, carcomerla. Es curioso que palcos reales…

J. S.

Hay muchas coincidencias.

N. J.

Eso me da un gran placer. Otra cosa es la imagen de gente que "no ve", tal vez ni siquiera mira; ahora bien, para poder mirar y ver hay que poder hacerlo y quererlo. En mi libro Historia de una mirada, que discurre sobre los escritos de Colón, trato de mostrar cómo en lo que ve y descubre está contenido todo lo que vendrá después; en suma, si realmente se ve no hay necesidad de inventar nada, en el sentido trivial de una literatura como pura invención de lo que no existe. En este modo de acercarse al hecho literario al mismo tiempo que se asume su índole compleja, se pueden ver relaciones muy simples con las cosas.

J. S.

Sí, mis libros descansan sobre cosas muy simples y debo decir que no necesito más.

N. J.

Y que son del común, sólo que el común no lo sabe. Habría por lo tanto una posibilidad de hacer literatura con cierta libertad y sin romperse demasiado la cabeza sobre finalidades o teleologías, haciendo lo que está en un orden circular de las cosas, en la mirada que simplemente presta atención a lo que se pone frente a ella y lo reorganiza en la palabra, poniéndose entero en ella.

J. S.

Yo no sé si en español existe el verbo reparar.

N. J.

Sí, por supuesto, "reparar en".

J. S.

Esto me parece muy importante porque en portugués tenemos ver, olhar y reparar. Olhar es una relación; ver es algo que estás recibiendo más lo que has mirado antes; reparar es volver a mirar para descubrir en lo mirado lo que verdaderamente es o lo que podríamos entender que es.


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