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ANÁLISIS, COMENTARIO Y DEMÁS

 

Literatura

El sadismo vs Oscar Wilde

Fue el mejor escritor de habla inglesa a fines del siglo XIX, sin embargo su vida terminó entre el descrédito y la humillación mientras su obra, más de 100 años después, es revalorada cada día.

DICIEMBRE. 2005. No llevaba ni 10 minutos de haber fallecido cuando se aplicó la primera humillación al cadáver de Óscar Wilde: un cirujano se acercó, introdujo unas pinzas en la boca, y le retiró dos dientes de oro. A las pocas horas se realizó en Londres un numeroso funeral que quedó completo con la última voluntad de Wilde: pidió que sus restos fueran enterrados en el cementerio Pierre Lachaise, de París, donde también yacen varios incomprendidos más como Baudelaire y Jim Morrison, entre otros.

Su final fue horrible, pero también cerró con lo que había sido una constante en buena parte de sus obras, esto es, ponerse del lado del desheredado, del repudiado, del traicionado por las apariencias. El Príncipe Feliz, uno de sus cuentos más conocidos, es un interesante ejercicio de autoflagelo del protagonista, una estatua a la cual una golondrina, a petición suya, comienza a despojarlo de sus diamantes y joyas hasta que el monumento es enviado a la basura "por inservible". La realidad habría de ser igual de cruel con Wilde, quien divirtió a miles de lectores y espectadores con sus libros y obras de teatro para luegp ser repudiado, como la estatua, "porque ya no embelllecía el panorama".

Sin embargo, y al igual que el Príncipe Feliz, Wilde terminó saliéndose, así fuera post mortem, con la suya; hoy se le considera, junto con Dickens y Robert Louis Stevenson, el mejor escritor de la Inglaterra victoriana, etapa con la que se le identifica automáticamente y la cual irónicamente, terminaría por hundirlo.

                              Temido por su sagacidad

Cuando Oscar Wilde nació en Irlanda, ésta era aún parte de Gran Bretaña. Pertenecía a una familia de artistas donde el estímulo y cultivo de las artes era tan natural en su hogar como para muchos británicos lo es pasarse de copas en un pub. Desde pequeño de distinguió por lo extraño, en especial por las combinaciones un tanto estrambóticas de su ropa aunque, de haberse vestido así en los sesenta, habría pasado inadvertido.

Wilde era admirador de la Grecia antigua, y aprendió la lengua con extraordinaria facilidad ("fue tan rápido que a veces pensé que sólo lo estaba recordando", confió a un amigo suyo) y ya en la universidad barrió con todos los campeonatos de oratoria. Su ingenio era tal que muchos le temían. Y aunque sus modales eran suaves, casi afeminados, sus compañeros de clase lo consideraban heterosexual.

Poco después se casó con Constance Lloyd, una mujer que le dio dos hijos y ganó cierta respetabilidad aunque también consideraba que la mujer, "con cada niño que traía al mundo", se hinchaba y adquiría un aspecto grotesco.

Desde la adolescencia había caminado por la frontera con el homosexualismo, donde finalmente cayó cuando su amigo Robert Ross lo sedujo y se lo llevó a la cama. A partir de entonces so homosexualidad, latente por tantos años, comenzó a aflorar. Sin embargo su talento también experimentó una transformación similar.

A partir de 1890 la fama de Oscar Wilde comenzó a extenderse por toda Inglaterra. Viajó a Estados Unidos donde ya había círculos literarios que lo adoraban y en Francia también ya comenzaba a tener seguidores. Ese año Wilde estrenó la primera de sus cuatro grandes obras; la última de ellas La importancia de llamarse Ernesto, era una crítica feroz, pero muy refinada--como todo lo que escribía-- a la sociedad victoriana, pues denunciaba la hipocresía y la obsesión por las apariencias que habían marcado a ese periodo. Para entonces ya no había dramaturgo que se le acercara en toda la isla.

Sin embargo en una de esas presentaciones teatrales conoció tras bambalinas a Alfred Douglas, apodado Bosie, un tipo también homosexual, vividor, posesivo y marrullero. Era hijo del marqués de Queensberry, el mismo que dictó las reglas para el boxeo moderno. La vida personal del marqués no era muy agraciada: otro de sus hijos se había quitado la vida tras ser chantajeado por su homosexualidad de modo que, temeroso del "que dirán" en una sociedad victoriana, había prohibido a su hijo que viera a Wilde.

El marqués y el autor de El retrato de Dorian Gray (otra crítica, por cierto, al victorianismo, pues era secreto voceado que la reina estaba obsesionada por "conservar su lozanía y juventud" y se aplicaba una cantidad tremenda de menjurjes para la piel) se encontraron en un café de Londres. En una charla más o menos civilizada, el marqués le propuso que dejara de ver a Bosie. Más tarde el marqués comentó a un amigo "tiene una plática extraordinaria, y lo admiro. Pero no permitiré que dañe más mi reputación".

Cuando Bosie insultó a su padre en una misiva, éste mandó un tarjeta a Wilde donde le llamaba "sodomita". Luego de ello el novelista decidió demandarlo por difamación, en un juicio donde los amigos de Wilde le advertían que no tenía pisibilidad alguna de ganar. Sin embargo, y aguijoneado por Bosie, Wilde se enfrentó al marqués en la Corte.

                                      El humillante final

Efectivamente, el juicio hizo trizas todos los argumentos esgrimidos por Wilde y su defensa pues había pruebas irrefutables de su homosexualidad. Cuando al fin se le declaró culpable, el público aplaudió. Como si tratara de ponerse sal a la herida, el juez comentó "después de todo lo que he visto aquí, lamento que no exista una pena más severa contra el inculpado".

Wilde fue enviado a la prisión de Redding, desde donde escribió la última de sus grandes obras. Increíblemente volvió a reunirse con lord Douglas y a justificar su proceder. El desencanto llegó cuando Wilde quedó en bancarrota pues entonces Douglas, como una arpía, lo abandonó.

En 1901, a los 46 años, falleció Oscar Wilde por una infección contraída en prisión. Como extraña coincidencia, también ese año moría la Reina Victoria tras lo cual lentamente la moralina iba diluyéndose de la vida inglesa (ver recuadro). Poco después el mundo comenzó a redescubirir a Oscar Wilde ya que, tras el juicio, su obra había quedado fuera del alcance del público. Fue entonces cuando el mundo literario quedó convencido de que Wilde había sido un genio cuyo estilo habría de influir decisivamente en novelistas como F. Scott Fitzgerald, autor de El Gran Gatsby, John dos Passos y aun Hemingway, quien se familiarizó con sus libros durante su estancia en París. Asimismo su lenguaje teatral se adaptaba sin dificultad al ser llevado al cine, como ocurrió con El retrato de Dorian Grey o La importancia de llamarse Ernesto (1).

Por supuesto que hoy suena a flagrante violación a los derechos humanos enviar a juicio a alguien debido a sus preferencias sexuales. Sin embargo ello ocurrió con Oscar Wilde, autor al cual algunos críticos consideran cursi y un tanto infantil. No perciben que, detrás de ello, yacía una afilada denuncia social. Fue, en tal sentido, un digno sucesor de Dickens.
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(1) El título en inglés es The importance of being Earnest, un juego de palabras de Wilde pues es así como se denomina a alguien poseedor de un gran poder de atracción tanto físico como monetario. Lamentablemente, este giro no puede ser traducido al español sin perder su sentido original.

Recuadro

La era victoriana

Se atribuye la era victoriana al periodo 1837-1901 durante el cual se marcó también el momento de máximo poderío de Inglaterra y el inicio de su decadencia, etapa en que la reina Victoria fue la soberana más influyente de Europa y buena parte del mundo.

Cuando aún era adolescente, Victoria heredó el trono británico. Se casó con su primo Alberto de Sajonia a los tres años de su reinado pero Alberto falleció en 1861 con lo cual Victoria pasó, del desenfado y la alegría, el recato y a la moral puritana. Así pues, en Gran Bretaña y todos sus territorios se ordenó a los súbditos manejarse dentro de una moral religiosa social e inflexible, evitar caer en los pecados de la carne, sucumbir a los placeres terrenales y a evitar atraer al diablo mediante conductas licenciosas; el manto de la moral victoriana cayó así sobre un país que ya había sufrido bastantes excesos por parte de sus reyes y reinas.

Durante el periodo victoriano se dio la Revolución Industrial así como la exploración de más y territorios para la Corona, entre ellos la India, Australia, Africa y buena parte del Caribe al tiempo que se cimentaba la superioridad sobre Francia, su enemigo histórico. Pero el recato y la moral victorianas fueron siempre una fachada: cada vez que un Estado quiere imponer la moralidad a sus gobernados el resultado es desastroso, lo cual incluye debajo de esa superficie un mundo lleno de hipocresía, doble o triple moral, apariencias y huecos sermones. Eso fue lo que pasó en Gran Bretaña y sus colonias.

Se encargó a los diáconos interpretar la Biblia y sus dictados divinos de modo que muy pronto y dentro de su muy personal perspectiva, todo pasó a convertirse en pecado, ya fuera fumar, leer los libros de Dickens, comer pan los domingos, dibujar, dar discursos, beber alcohol en las fiestas de guardar, guiñar un ojo, comer a deshoras, dormir en "paños menores"... la represión victoriana alcanzó lo más recóndito de la sociedad, y todos fingían que cumplían las normas, al menos en la superficie.

La única manera de comprar amoralidad era mediante el dinero, de manera que el mercado negro de la prostitución tanto femenina como masculina se quintuplicó en tres décadas; debajo de la moralina victoriana había un universo de 30 mil prostitutas tan sólo en el área de Londres, todas ellas sin control sanitario alguno de modo que la gonorrea, la sífilis y otras infecciones atacaron por igual a todas las clases sociales. Y dado que la sífilis provoca olopecia, o caída del pelo, los altos magistrados --clientes asiduos, aunque en sus discursos ensalzaban los "valores victorianos"-- encontraron la solución perfecta para evitar posibles burlas: portaban pelucas blancas para disimular su calvicie. Aún hoy las pelucas blancas son utilizadas en varios países miembros de la Commonwealth como parte de la indumentaria, aunque su origen haya tenido otro propósito.

El victorianismo veía en los niños a lo virginal, lo puro y a lo que había que defender de las tentaciones malignas, por tanto se les encerraba para que no cayeran en tentación y se les tenía a dieta de hambre para evitar que sucumbieran al pecado. El ayuno incluía también todo lo relacionado con la sexualidad de modo que muchas niñas pasaban por momentos traumáticos al tener su primera menstruación mientras que para los niños el reprimir las primeras "punzadas" de la pubertad retardaba su proceso de madurez (obvia decir que la masturbación y cualquier otro autoplacer físico eran pasaporte a la condenación eterna).

No extraña, por tanto, que en una sociedad reprimida, las novelas de ficción hayan tenido tanto éxito en la Inglaterra victoriana, a veces como vía de escape y otras como sutiles denuncias. El es el caso, por ejemplo, de Robert Louis Stevenson, un escocés incapaz de adapartse a los dictados del victorianismo. Stevenson escribió La isla del tesoro, obra que realiza un balance entre los valores humanos y la codicia mientras que su también célebre Dr. Jekyll and Dr Hyde desenmascaraba, con un ingenio irrepetible, a la doble moral basada en las apariencias y los prejuicios, dardo que también Oscar Wilde utilizaría varias veces en su obra.

Pero hubo alguien que fue lo inverso a otros escritores. Era un clérigo y profesor de matemáticas de Oxford quien en sus ratos libres tomaba fotografías de niñas desnudas, entre ellas Alice Lidell, alias Lewis Caroll, a quien Charles Dodgson inmortalizaría en Alicia en el país de las maravillas. De acuerdo con prácticamente todos sus biógrafos, Caroll era un pederasta que supo cubrir su afición mediante lo que los sicólogos llaman sublimación, esto es, la manifestación de los deseos reprimidos mediante otros medios, en este caso la fotografía. Un producto victoriano auténtico.

Aunque el rostro de la soberana se volvía más flácido e hinchado, ésta insistía en que sus súbditos le recordaran lo bella que era y lo lozano que lucía su rostro. Lo que ocurría físicamente a la reina era un símil de lo sucedido a la etiqueta victoriana, cada vez más despreciada, más obsoleta y más decadente aunque en la superficie se porfiara en lo contrario. Y de nuevo la dictadura de las apariencias: hasta su muerte, en 1883, un valet de nombre John Brown estuvo al servicio de Victoria y aunque nadie se atrevía a expresarlo abiertamente en los pasillos de palacio, se sabía que aquella relación era mucho más que amistosa, máxime si Victoria, en la intimidad, poseía un carácter fogoso, algo que contrastaba con la etiqueta de puritanismo que la sociedad inglesa tuvo que soportar durante casi la mitad de su reinado.

La reina Victoria murió en 1901, y compitió con su antepasado Enrique VIII como la soberana que más tiempo duró en el trono, signo inequívoco de que no era una mujer maleable, dócil ni fácil de embaucar, sobre todo en un país donde ha habido reinados cortísimos que terminaron en situaciones francamente sospechosas o saturadas de intriga.

Los lugares comunes relativos a los británicos, como la flema inglesa, el vestir impecable y el autorrigorismo son herencia directa de la etapa victoriana. Pero también lo son el destrampe, la afición a las juergas y la creatividad que quiere romper los esquemas convencionales, sólo que éstos últimos subyacían bajo la moralina impuesta por la Corona.