El dios Apolo tenía un hijo hermosísimo, llamado Faetón.
Este se presentó un día en el palacio de
su divino padre y le dijo:
-Padre mío, mis compañeros se ríen de mi
cuando les digo que soy el hijo del Sol, y no quieren creerlo. Te suplico
que me concedas una gracia para que yo pueda demostrarles la verdad de mi
origen divino.
Apolo, que vio un profundo dolor en los
ojos de su hijo adorado, contestó:
-Juro que te concederé cualquier gracia
que me pidas.
-Pues bien, déjame guiar por un solo día
el carro ardiente del Sol -contestó triunfante el niño.
Ante aquellas palabras, el dios palideció.
-Pídeme cualquier otra cosa; pero eso no,
hijo mío, pues te costaría la vida.
-No, padre, quiero sólo eso. Tú has jurado
y no puedes faltar a tu juramento.
Como era verdad, Apolo tuvo que ceder, aunque
con el corazón angustiado. Ordenó a la Aurora de los dedos rosados que sacara
de los establos los fogosos corceles blancos y los enganchara al carro dorado,
y puso las brillantes riendas en manos de su hijo, después de recomendarle
prudencia.
Faetón, de pie sobre el esplendoroso carro,
saludó a su padre y lanzó radiante de alegría por los inmensos espacios
del cielo. Pero pronto se dieron cuenta los caballos de que la mano que
los estaba guiando no era aquella fuerte y decidida del dios, y comenzaron
a correr locamente, de acá para allá, tan pronto subiendo por encima de
las nubes como bajando hasta tocar la Tierra. Sobre ésta, al poco tiempo,
todo estuvo en llamas: los bosques, los campos. las ciudades, las cimas
de las montañas, todo ardía en una inmensa hoguera. Entonces, la Tierra
rogó al padre Zeus que tuviera piedad de ella y de los hombres, sus hijos,
que morían abrasados por aquel fuego devorador. Y Zeus lanzó un rayo contra
el imprudente jovencito. Herido de lleno, el desgraciado calló fulminado
del carro y se precipitó en las aguas profundas del río Eridano, como entonces
se llamaba el Po. Mientras tanto, los caballos del Sol, al dejar de ser
guiados por el inexperto muchacho, volvieron a su docilidad y siguieron
surcando regularmente el acostumbrado camino de hacía siglos; realizaron
su vuelta por el cielo y fueron después a descansar en los establos de la
Noche.
Mariluz
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