José D. Gimenez

Jefe de Correos - Técnico electrónico - Mecánico - Relojero Joyero, etc.

 La vida tranquila, bucólica del pueblo resplandecía y se agitaba los días del paso de los trenes de pasajeros. Dos veces por semana llegaba de Asunción - los dias Martes y Viernes - el horario estaba fijado a la 16:32 pm hrs. Era como días de fiestas. Todo el pueblo se encontraba en la estación ferroviaria. Las damas con sus mejores atavíos y los jóvenes con sus camisas mas elegantes. La amplia plataforma de la estación se hacía estrecha para contener a tantos contertulios. Era la oportunidad de las jóvenes casaderas buscar al candidato ideal, y los jóvenes tenían la seguridad de encontrarse con hermosas muchachas y la posibilidad de pasar momentos de los más agradables. Las señoras cambiaban noticias, chismorreaban y se sentían importantes narrando algún acontecimiento anodino, instrascendente, pero dicho por ellas tenían una curiosa vitalidad.

Media hora antes de la hora fijada por el horario se hacía sentir el fuerte "tan... tan... tan..."de la campana. El nerviosismo, la curiosidad, la ansiedad del que espera algún familiar y la emoción del viajero que se alejará conformaban una atmósfera movida y eufórida. Las chiperas se levantaban de sus lugares y una y otra se ayudaban para levantar las pesadas y aromáticas canastas de chipas sobres sus cabezas firmes y erectas como tronco de palmera. La impaciencia se hacía calma cuando allá a lo lejos, en la curva que formaba la vía frente a la casa del capataz de cuadrilla de obras Sr. Hermida, el espiral de humo gris marcaba la dirección del viento y la velocidad del tren. Es el momento de acercarse a la ceja de la alta plataforma, a pocos pasos de donde de detendrán los coches. Ha sido tan corto el monto del paso del tren... unos minutos y ya la pesada locomotora inicia sus movimientos de retirada. Pasan los coches y las miradas de esa multitud les acompaña, se agitan las manos en señal de despedida. El último coche nos deja la sensación de una adiós triste, como si de nuevo nos quedaramos solos, desamparados. Pero cual naúfragos esperanzado, con pasos lentos nos vamos en dirección al correo. Una carta, noticias de seres queridos...

Yo iba para estar entre el gentío, sentirme acompañado, prolongar un poco más ese voluptuoso ambiente social. Nunca había recibido carta alguna. A un niño quién se molesta en escribirle. Pero siempre hay una primera vez.... Y el correo era una atracción, un desafío de lo desconocido, el misterioso deseo de lo inesperado. Mucha gente en un pequeño espacio. Se instuía un clima de gran sensibilidad y de especial expectación. Esperaban todos los ahí presentes, con evidente impaciencia el momento de la entrega de las correspondecias. Don Jimenez trabajaba solo, con gran cuidado en separar y ordenar las cartas. Se le escuchaba gruñir y el aroma ácido de su cigarro dominaba toda la sala. Cuando el murmullo de la gente se hacía fuerte, entonces se asomaba sobre su mesa mostrador y llamaba la atención severamente hasta llegar a la amenaza de echarlos a todos a la calle. Sus lentes vibraban sobre su nariz respingada. Todos callaban respetuosos, algunos osaban toser como señal de rebeldía. Creo que en un velorio no existía tal mutismo solemne como el de ese momento. Hasta que por fin apareció nuestro "avis raris" transportando un gran paquete del que empezó a sacar una a una las cartas para acercar a sus gafas. Era algo así como un ritual litúrgico. Me parecía un cura empezando la misa. Era el momento cumbre, nadie se movía, el vuelo de una mosca hubiera parecido a la de un cuervo. Con voz firme, potente y autoritaria leía los nombre que registraban los sobres: Emilio Hut...silencio.., nadie respondía, las miradas iban de uno a otro como buscando al destinatario. Las miradas de águila de don Jimenez cayó en la siguiente pieza: Pedro Rodriguez.... y allá en el fondo se elevó una mano gritando, aquí... y como quién recibiera un premio, se acercó al mostrador siempre con la mano en alto. Mientras se abría paso entre el gentío se observaba el rostro de la mujer como si estuviera estuviera en estado de éxtasis. Sentía la envidia que despertaba y eso le otorgaba una especie de halo mágico. Resultaba novedoso y entretenido observar los rostros de esa gente beneficiada por la recepción de una carta. Es increíble como un pedazo de papel puede otorgar tanto cúmulo de alegría, y sin tener en cuenta de la noticia que pueda traer, buena o mala, pero de por sí ya era una señal de buenaventura.

Y no quiero omitir de la vez que don Jimenez, con su voz más opaca pronunció mi nombre: Osvaldo González.., apareció en su rostro un gesto de duda, como sorprendido por algo imposible y volvió a releer. Si él no podía creer yo tampoco, que entonces tenía 13 años. Me buscaba con sus ojitos duros y desconfiados de águila. Era como que se le faltara el respeto. Entregarle unacarta a un niño..!. Sus cejas negras, túpidas y de largo pelo semejaban cabelleras que necesitaban peinarlas. Volvió a pronunciar mi nombre, creo que más bien por la sorpresa y la confusión que le causó. Yo salté cuando escuché mi nombre pero no pude moverme. Una fuerte emoción me dominó totalmente inmovilizándome. Mi amigo Luis Moulard me remeció con tal firmeza que todas las miradas cayeron sobre mi con brillo de reto, de enojo, como que yo hubiera cometido un delito. Aquí!! exclamé, con un hilo de voz que casi nadie me escuchó y menos don Jimenez, levanté la manos y mis piernas temblando empezaron a caminar. La gente me hacía espacio para que pasara, me miraban como si fuera un fantasma aparecido a plena luz del día. Hice el gesto que hacen los que van recibir su carta. Me aproximé a don Jimenez con el brazo levantado, como si llevara en las manos prendida la antorcha de la libertad.. Fué un momento estelar. Me entregó la carta con la solemnidad con que se recibiera el bautismo. No se por que no me aplaudieron. Creo que yo lo esperaba. Era mi primera carta... histórica!!!. Cuando salí fué con pasos tambaleantes, como ebrio por la felicidad que me envolvía, o por el peso de tan tremenda responsabilidad. Yo ya me sentía un señor. Ya era alguien. Bendecía en mente a a la persona generosa a quién se le había ocurrido escribirme una carta. Ya afuera, en el amplio corredor, tomé aire aliviándome la tensión, pero la curiosidad por abrir ese sobre blanco con unas tremendas estampillas que hermoseaban el cuadro donde aparecía con letras bien contorneadas, escrito mi nombre. Mi amigo Luis Moular, quién había ido a esperar carta de su hermana, me acompañó, como para testimoniar la apertura de tan importante documento. Abrí ya!! me conminaba nervioso, él quería participar de mi suerte.

Seguimos el capítulo don Jimenez...quién aparte de ser el Jefe de Correos, que le otorgaba un status a nivel de autoridad del pueblo, era un joyero de gran habilidad y relojero de reconocida fama. En buenas cuentas, y con el correr del tiempo, se fué demostrando de lo que era capaz este hombre inquieto, habilidoso y creativo. Tenía una mente clara y abierta a todas las disciplinas manuales y mecánica. Es posible que todos los novios, en una etapa de más de medio siglo, haya llevado en sus dedos el símbolo de la unión matrimonial. El itinerario era conocido. Don Jimenez, con sus anillos de compromisos y luego el Pai Fariña para la ceremonia nupcial. Cuando don Emilio Napout llegó a Yegros con el primer auto que se conoció en el pueblo, traía de co-piloto a don Jimenez, pues era él único que se animó acompañar en este solitario rally. Oficiaba de mecánico. Su audacia no tenía límites, nunca antes había conocido un motor, pero ahí estaba él para solucionar cualquier problema que tuviera el auto. Sin él no hubiera sido posible esa loca aventura en medio de la selva, sin camino, cruzando esteros, riachos y finalmente el caudaloso rio Pirapó. Era dueño de una memoria fotográfica y de un poderoso sentido de concentración, aprendiendo con solo mirar.

 En el año 1932, cuando se inició la guerra contra Bolivia, en el pueblo no teníamos como conocer las noticias de lo que sucedía con nuestros soldados en el campo de batalla. Debíamos esperar la llegada de los trenes de pasajeros para adquirir los diarios. Siempre eran noticias viejas, de dos o tres dias atrás. El pueblo quería tener noticias frescas. En la estación del ferrocarril había el telégrafo por medio del cual llegaban y se remitían los telegramas. Servía solo para los casos urgentes, para avisar el nacimiento o la muerte de algún familiar. tenía un sentido de trágico misterio, pues nadie recibía con satisfacción un telegrama, hasta que leyera su texto que generalmente nada tenía que ver con noticas funestas. Pero siempre existía un sentimiento agorero. Nadie que recibiera un telegrama estaba exento al temor. La guerra producía muertes, y todo el mundo tenía seres queridos batallando en el frente. Ya habían llegado varios telegramas con el aviso cruel de la muerte de un pariente. Recuerdo la imagen funesta de un dia cuando un telegrama dirigido a don Hugo Bosch, en el que el Comando en Jefe le avisaba de la muerte de su hijo Octavio... - Pituto para nosotros - en el fortín Boquerón... fué algo terrible..Era uno de los mozos más queridos y admirados del pueblo. Había la impresión de que ese breve papel, esa hoja escrita, el telegrama fuera el culpable de tan tremenda desgracia.

En medio de esa ansiedad, esa curiosidad enfermiza que se apoderó de la población, hizo que don Jimenez interpretara el sentir general y fué así que un día llegó con la primera radio que se conociera en nuestra aldea. Lo instaló en la casa de don Rafael Garcia. Creo que fué don Rafafel quién adquirió o solventó esa adquisición. Por las tardes, al oscurecer, todo el mundo se colocaba detrás de las ventanas, en las calles, en las veredas. En su sala había instalado don Rafael el curioso aparato que ostentaba una serie de botones y teclados. Se habían plantado en el patio varios postes que sostenían unos cables que oficiaban de antena. Del interior del armastoste se dejaba oir en forma casi inaudiblelas voces del speaker de una emisora asuncena, creo que ZP9 radio Nacional. Apenas se distinguía la voz pues el ruido era infernal.

Don Rafael, el operador, acercaba el oído al receptor, movía botones , manejabal el dial sin poder sintonizar estación alguna. Bufaba de rabia.. todas las miradas estaban prendidas en él... A veces se oía la voz de algún locutor, sin poder precisar el sentido de las palabras. Se comentaba que las descargas eléctricas de la atmósfera interfería en la comunicación. Así, después de horas, desengañados debíamos volver al hogar. Todas las noches se hacía ese paseo hasta la casa de don Rafael. A veces brotaban unas voces claras, nítidas y entonces se producía un silencio tenso, expectante, era la hora en que emitían los comunicados. Generalmente era el anuncio de la toma de algun fortín con elevados números de prisioneros bolivianos. El gentío saltaba y gritaba de alegría. Se abrazaban unos a otros y era la parte bella de la guerra. Había que reconocer el genio que había hecho posible que en nuestro pueblo pudieramos contar con un elemento tan maravilloso como era la radio, que podíamos - aunque generalmente con dificultad - estar unidos al mundo civilizado. Ya no era necesario estar pendiente de los diarios que traían los trenes con tanto atraso.

Don Jimenez tenía instalado todo un taller en un cuarto adyacente a su oficina de correos. Muchas veces me acerqué a ese mundo de máquinas y herramientas de este gran talento que honraba nuestro pueblo para verlo trabajar. Mucho tiempo después me enteré que las máquinas que usaba para cortar, moldear y pulir metales, las había fabricado él mismo, inclusive un torno de gran precisión. Me resultaba familiar su figura, con un sombrero negro y fumando constantemente cigarros de confección casera, cuyo fuerte aroma estaba adherido a la atmósfera de su despacho. También usaba bastón, no sé si por motivos de salud o solo como instrumento de defensa contra los perros. Don Jimenez será siempre una figura importante en el desarrollo de la historia del pueblo.