Avelino Dávalos

Hijo de don Román Dávalos, fué desde muy joven, empeñoso, tozudo y luchador. Desde niño aprendió a amar a las plantas, la agricultura le seducia. Con su madre aprendió como tratar a las hortalizas en la amplia huerta de su casa. Le encantaba observar el desarrollo de la semilla plantada con sus manos. A los pocos dias se rompía la leve envoltura, como el proceso del huevo cuando se libera el pollito, y emergía un pequeño botón verdoso, que a los pocos días se iba abriendo cobrando su espacio. Le resultaba algo mágico. El milagro de la naturaleza. Ya en su época de estudiante de la escuela primaria, su papá le entregó dos hectareas de la chacra familiar - Son tuyas mientras las cultives - le dijo con voz plena de cariño y un aire de confianza. Todos los frutos que saques serán tuyos, buena suerte!!! Su padre era de pocas palabras pero ahora había dicho mucho. El quedó feliz y esa noche no pudo dormir pensando y proyectando tantas cosas. Le esperaba un futuro de lo más promisor y su optimismo le cosquilleaba el corazón dulcemente.

 Muy pronto su chacra empezó a tener una cabellera alta y verdosa. Mandioca, maiz y poroto fueron sus primeros cultivos. Ese año las lluvias frecuentes permitieron un desarrollo vigoroso de las plantaciones que se llenaron de sus frutos. Fúe un éxito que no se había imaginado jamás. Fué una época bendecida. Vendió a buen precio todo lo que pudo, dejando una cantidad apreciable para semilla a ser usada en la próxima faena. El balance le fué ampliamente beneficioso. Nunca soñó con tener tanto dinero en el bolsillo. Qué fácil le parecía todo eso, sembrar unos frágiles granos y unos meses después llenarse de billetes. Sentía como el entusiasmo le hacía crecer alas. El año siguiente conseguiría con su padre más hectareas. Había mucha propiedad ociosa que su padre había adquirido. El sabría como sacarle provecho a esas tierras tan generosas como fértiles. De pronto se despertaban tantos deseos que lo que tenía ya ganado le parecía poco. Anhelaba fervientemente tener un caballo de media sangre, buena alzada, de color de la tierra colorada. Siempre, desde niño, su obsesión fueron los caballos. En vez de bicicleta que era lo que habitualmente desea un niño él pidió a su padre que le regalara en su cumpleaños un petiso. Fué su día de gloria cuando al cumplir los siete años su padre fué a despertarlo muy temprano, antes de ir al campo, para llevarlo de la mano y encontrarse en el patio, atado al palenque, un hermoso petiso overo. Blanco y negro, una belleza, puede haber un obsequio mas primoroso y deseado?? imposible!! Lo que gozó con su pequeño montado, nunca se sintió más feliz que aquel día. Ese animalito constituyó su pasión y su más valioso compañero y amigo.

 Los años que siguieron a la primera cosecha fueron cada vez mejores, ya que la experiencia le fué enseñando tantas cosas útiles y prácticas que le permitió aprovechar mejor las herramientas y útiles de labranzas. Fué un acontecimiento invalorable para él saberse independiente económicamente. Ya no necesitaba de los recursos ni ayuda de su padre. Ya se sentía un hombre con todos los derechos y obligaciones. Tenía 16 años y un mundo de rosas por delante. Su padre era carnicero, el más afamado del pueblo, pero constituía una profesión muy sacrificada. tanto en el mas crudo invierno como en la inclemencia de un calor canicular, desde la madrugada de cada día, ese hombre viejo ya, delgado, frágil, debía ir montado sobre su mula al campo a buscar los animales para la faena. Generalmente esos novillos resultaban ser chúcaros, fieros y salvajes. Don Román en varias oportunidades recibió cornadas que le tiene marcada la piel en varios lugares del cuerpo. Su vitalidad extraordinaria le ha acompañado para que siguiera siempre adelante, cumpliendo con sus obligaciones. Debía atender a una gran familia, muchos hijos que alimentar, que atender a sus estudios, y tantos gastos que siempre se presenta en un hogar, Toda esta realidad le golpeaba su mente de hijo bueno y generoso. El se sentía ya con capacidad para ayudar a su padre fatigado. Esa idea de su poder le hacía sentir grato y sabía que su padre sentiría orgullo de su hijo.

 Pasaron los años y Avelino fue expandiendose más y más. Fué considerado uno de los agricultores más ricos y poderosos del pueblo. Pero este campesino con espíritu de gran señor desesaba ir mucho más allá. Ya se había dado el gusto de poseer un plantel de caballos de la mejor raza, lo que constituía su timbre de orgullo. Cuando paseaba por el pueblo, montado sobre uno de esos ejemplares de gran figura, se sentía todo un rey desfilando ante sus súbditos, o como un potentado americano exhibiéndose en su cadillac...

Joven, buenmozo, alto, elegante y por añadidura soltero, todo un título de presentación para las mujeres que se disputaban el derecho de lograr sus atenciones. Lo tuvo todo a su discreción y no perdió oportunidad para brindar a su exultante mocedad la plenitud de aquellos placeres que son mieles de euforia dorada del panal de la primavera. Pero este ardoroso Casanova, fué de pronto blanco certero del arco de cúpido. Una tarde de tibio sol otoñal, nuestro galán en su rojo corcel, con su apero de gala, en que el juego de freno y riendas ostentaban las argollas de plata que titilaban en sus reflejos del sol, allá como a media cuadra, una joven alta, esbelta, de caminar pausado, como el ritmo de alguna música inaudible. Un golpe de viento hizo que volara la sedosa éterea pañoleta que cubría su cabeza. El viento jugetón la alejaba cada vez más...Avelino percibió el incidente y dió un breve espuelazo a su sensible montado que dió un salto e inició un galope a la velocidad marcada por la presión de las riendas. La joven quedó sorprendida gratamente , esperando el desenlance con ansiedad. Avelino recogió la delicada y, con su mejor sonrisa y brillándole los ojos de irrefrenable deleite, se acercó a la bella joven que esperaba en una actitud de placentera ansiedad. Desde ese momento Avelino vivió para la beldad que le había arrancado el corazón. Hija de italianos de una de las familias que integraban el grupo de inmigrantes. Su padre, profesor Francisco Cassorati, había instalado su taller junto a su casa habitación.