José de San Martín: un pálido
sesquicentenario
por
Julio Fernández Baraibar
1950 fue conocido por
todos los argentinos como el año del Libertador General San Martín. El 17
de agosto se conmemoraba el centenario del fallecimiento del gran
correntino y el país era gobernado por Juan Domingo Perón. Por segunda vez
en el siglo XX, el pueblo argentino había recuperado el ejercicio de su
soberanía política y el país atravesaba un proceso de industrialización,
pleno empleo y altos salarios. La reafirmación de nuestro pasado, la
reivindicación de los valores patrióticos y la ratificación de nuestra
pertenencia latinoamericana formaban parte constitutiva de aquel período
de nuestra historia. El país y su gobierno proclamaban en cada uno de sus
actos, en cada uno de sus documentos oficiales, desde la radio y los
sellos postales, con una insistencia algo infantil y machacona —que la
prensa oligárquica y cierto progresismo de clase media no vacilaba en
caracterizar como totalitaria— su decisión de construir una sólida
conciencia patriótica como instrumento de liberación. Todos los recursos
del pujante estado nacional se pusieron a disposición del esfuerzo en
honrar la memoria de José de San Martín, de traer a las nuevas
generaciones su figura, su vida y su pensamiento. Los libros de lectura
infantiles, las revistas deportivas y los programas humorísticos, todos
los mecanismos de formación de la cultura popular fueron incorporados a la
movilización general que significó la celebración del
centenario.
La reflexión viene a
cuento como producto de la indiferencia oficial con que la Argentina
recuerda este año el sesquicentenario de la muerte del Libertador en su
exilio francés. Un desfile militar -que contó con la cálida recepción que
el pueblo argentino da a la memoria del Libertador-, algunos discursos,
alguna mesa redonda y muy poco más fueron los pobres homenajes con que
honramos al hombre que, posiblemente, más hizo para legarnos una Patria.
La aparición de la
mediocre novela de José I. García Hamilton, un frívolo y oportunista
escritor para señoras, y sus consideraciones acerca de la filiación de San
Martín despertaron, tal como su autor lo esperaba, un torrente de
superficiales reflexiones periodísticas que terminaron en la humillante
propuesta formulada al Senado de realizar un análisis del ADN de sus
restos Que la misma haya sido la iniciativa de un hombre que pertenece al
campo nacional no hace sino evidenciar la profundidad de la crisis
política e ideológica que socava todas las instancias de la Nación. Lo que
no se hace evidente, ni del chismorrerío de García Hamilton, ni de la
propuesta al Senado, es qué agregan estos hechos a la figura histórica de
San Martín y a la proyección de su obra y pensamiento en el
presente.
Más importante que
hurgar en su filiación -y sobre todo hacerlo en las condiciones de obscena
exposición comercial con que los medios trafican estas cuestiones- hubiera
sido establecer la filiación espiritual e ideológica del Libertador con la
tradición política surgida de las misiones jesuíticas, y por ende, su
profunda vinculación con el heredero directo de éstas, José Gervasio de
Artigas, el Protector de la Banda Oriental y más grande caudillo popular
de estas tierras, en el inicio de nuestra vida independiente. Más rico y
esclarecedor que averiguar su condición de hermano bastardo del
oportunista Alvear, hubiera sido abrir una amplia discusión, involucrando
a todas las instancias del pensamiento argentino, sobre la enemistad
política entre San Martín y aquél, quien fue el instigador del alejamiento
del Libertador de Buenos Aires, en 1814, para evitar el enfrentamiento
entre éste y la rosca rivadaviana.
Este sesquicentenario
debería haber sido la oportunidad para un gran replanteo de su figura
histórica, de su pensamiento político, de su proyección latinoamericana.
En momentos en que, a través del Mercosur, nuestra región busca las formas
de unificación vislumbradas por los dos grandes Libertadores, San Martín y
Bolívar, esta fecha y todo este año debería haber convocado a una intensa
movilización intelectual y política que sustentase en aquellas figuras
fundadoras la búsqueda del futuro.
Nada de ello ocurrió,
pero, de todas maneras, persiste en el seno del pueblo argentino un
profundo sentimiento de admiración, respeto e, incluso, cariño por don
José de San Martín, pese a la despiadada penetración ideológica y cultural
sufrida durante todos estos horribles años.
Tuve oportunidad de
salir a la calle con una cámara de televisión y un micrófono a efectos de
preguntar a nuestros conciudadanos sobre su opinión acerca de San Martín,
para emitir en el programa de cable "Desde Abajo". El resultado fue
sorprendente. En estas épocas en las que la prensa comercial pregona la
ausencia de convicciones fuertes, la pérdida de sentido histórico y el
desinterés de las nuevas generaciones, todos, absolutamente todos los
entrevistados menores de treinta años manifestaron una enfática y profunda
admiración por el prócer. "¡Era un revolucionario!", afirmó una
muchacha, seguramente oficinista. "¡Lo amo!", sostuvo otra,
encontrando en esta expresión la totalidad de su relación con San Martín.
La admiración se convertía en desprecio cuando los entrevistados eran
invitados a comparar al prócer con la actualidad. "Se revolvería en su
tumba", fue una de las respuestas. "Era capaz de pensar en los
demás, en todos nosotros", explicó un joven, marcando lo que él creía
la principal diferencia con las figuras públicas actuales.
Ahí, en estas
opiniones, dichas espontáneamente y casi sin tiempo para la reflexión, se
expresan, pareciera, las reservas morales de nuestra Patria ultrajada y
sometida. En lo profundo de la conciencia colectiva la memoria de San
Martín se mantiene viva, latente e indignada por el presente. Ha sido en
el corazón de los argentinos donde seguramente se rindió el verdadero,
cálido y reconocido homenaje a nuestro héroe, porque es en nuestros
paisanos que pensaba San Martín cuando proclamó sin posibilidad de
retrocesos: "¡La Patria vive, la Patria triunfará!". Palabras que
hoy, ciento cincuenta años después de su muerte, queremos repetir
tozudamente. |
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