Número 10 Junio de 2001 |
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De todas maneras, puestos a cantar himnos habría que reflexionar sobre la conveniencia de que los niños canten canciones con estrofas tan violentas como las que contiene Els Segadors. Todavía tenemos en nuestra reciente memoria la contestación que desató el desfile militar de Barcelona en las organizaciones “pacifistas”. El éxito del festival musical del Parc de la Ciutadella y las algaradas callejeras contra la presencia de los militares en las calles barcelonesas probó irrefutablemente, según los impulsores, que Cataluña es un pueblo amante de la paz. Es de imaginar que los que invitaron a la ciudadanía a manifestarse en aquella ocasión, lo harán –ahora- contra la imposición de canciones de guerra en las escuelas. El President Pujol ha recordado que la Marsellesa es objeto de veneración en Francia y él sabe que ese himno es cuestionado allí, precisamente, por la violencia de su letra. Dado que ha surgido la polémica es l’ hora ¡catalans! de reflexionar sobre la letra de nuestro himno y la repercusión que pueda ocasionar su enseñanza obligatoria en los colegios. ¿De verdad creen que es apropiado que los niños catalanes se eduquen con canciones que invitan a dar “cops de falç”? Los pedagogos buscan la forma de erradicar la violencia en las aulas y los políticos catalanes estimulan con canciones a los niños a la venganza. Si de lo que se trata es de fomentar la cultura de la paz, los himnos belicosos en las escuelas están de más. ¿Podemos sentirnos orgullosos de nuestro himno? Creo que no y es aconsejable que el Parlament abra un concurso público para cambiar su letra, si bien sería mucho mejor dejarlo sin letra (como el español) o atreverse, incluso, a suprimirlo. El imaginario popular tiene muchas más canciones que facilitan la expresión de sentimientos, sensaciones y emociones que Els Segadors. Estoy seguro que Mediterráneo, la canción de Serrat, toca mucha más fibra sensible de los catalanes de hoy que una canción guerrera del siglo XVI. Con una pequeña adaptación quedaría muy solemne y no haría falta imponerla obligatoriamente en las escuelas. La cantaría mucha gente y, sin necesidad de campañas de publicidad, los catalanes ganaríamos en simpatía a los ojos del resto de los españoles y nuestras señas de identidad –como la fiesta de Sant Jordi- serían conocidas en todo el mundo. Una última reflexión sobre la propuesta del Departament d’Ensenyament. Es preocupante que en el abanico de canciones sugeridas no se refleje nuestra pluralidad cultural. Enseñar la simbología del país es bueno, pero se ha de ser honesto. La escuela sostenida con fondos públicos debiera ser laica y salvo en las clases de religión no tienen porque incluirse obligatoriamente canciones confesionales. Ahora bien, sí de lo que se trata es de reflejar la realidad simbólica de Cataluña en beneficio de la interculturalidad, además del virolai, tendría que encontrar un hueco en el repertorio la salve rociera. José Domingo |
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Todos los niños
que juegan al fútbol quieren ser delatero centro. Sólo uno
o dos lo consiguen por equipo. Si el aspirante a jugador no es muy diestro
o carece de «instinto asesino» lo van relegando, primero a
centrocampista, después a defensa y como último remedio,
antes de descartalo definitivamente, a portero. Nadie quiere ser portero;
si no se es masoquista, claro. La leyenda popular dice que todos los porteros
están locos; no es para menos.
Niño Pujol era el portero suplente del equipo de su colegio. Un colegio de San Gervasio, que ocupaba una gran mansión modernista. Equipado con piscina, gimnasio cubierto, pista de tenis, cancha de baloncesto y campo de fútbol reglamentario, además de un amplio patio de recreo. A Niño Pujol le gustaba su colegio, le gustaba muchísimo. A pesar de que sólo tenía 12 años ya sentía las vibraciones de grandeza de sus antepasados que le transmitía el bello e imponente caserón. Mamá Pujol no se cansaba de recordarle una y otra vez, la alta misión patriótica para la que estaba destinada su familia y los sacrificios y sinsabores que tenía que padecer Papá Pujol, que había fundado un banco para financiar la liberación de la Patria sometida. Por supuesto, aquel colegio elitista, donde sólo se daban clases en catalán y el castellano tenía tratamiento de lengua extranjera, era financiado casi en su totalidad por Papá Pujol. La verdad es que Niño Pujol les había salido rana y aunque se esforzaba mucho, no adelantaba en nada. Tuvo que repetir curso, en los setenta todavía se repetía curso, a pesar de la enorme influencia de Papá Pujol, que tuvo que rendirse a la evidencia de que su hijo era un tocho. Quedaba claro que por la vía de gran hombre de letras o de ciencia, aquel niño no iba a ir. Jugador del Barça. ¡Claro! La Selección Nacional Catalana, aunque ya por entonces estaba -en realidad siempre lo había estado- plagada de charnegos y murcianos y habían llegado los primeros jugadores extra-estatales (así le gustaba llamar a Papá Pujol a los que no eran españoles). Y aunque los reponsables de educación física del colegio lo habian intentado todo para hacer de Niño Pujol un jugador medianamente competente, lo habían tenido que poner de portero suplente, con gran disgusto de Papá, Mamá y Niño Pujol. Aquella mañana soleada de sábado primaveral, el equipo jugaba en las tinieblas exteriores. Ese era el problema cuando se disputaba el torneo escolar comarcal, que había que ir a campos del extra-radio y mezclarse con aquellos seres, venidos de vete a saber dónde y que te podían pegar cualquier cosa. Y un campo de San Adrián del Besós al lado del apestoso y multicolor rio, es el peor de los infiernos cuando se viene de las bonitas avenidas de la parte noble de la ciudad. No era lo mismo jugar contra la Salle Bonanova o los Escolapios, que contra un equipo de colegio nacional lleno de charnegos. Los esforzados Mamá y Papá Pujol nunca dejaban solo a su hijo y menos ese día. Siempre lo acompañaban a los partidos con la vana esperanza de verlo jugar. Chupaba mucho banquillo Niño Pujol, todavía no había jugado ni un solo minuto en todo el campeonato, algo que les suele pasar a los porteros suplentes. Por eso, cuando al Pepet, el portero titular de su equipo, apenas comenzado el partido, le hicieron una entrada criminal y tuvieron que sacarlo en camilla, a Niño Pujol le invadió una sensación de terror, que superaba en mucho la emoción de su desvirgue futbolero. Una vez bajo los palos, la portería le pareció enorme, descomunal; se preguntaba si esos predelincuentes del equipo contrario, no la habrían agrandado. Individuos, que por otra parte también le parecían mucho más altos y fuertes que los suyos. Seguro que han falsificado las partidas de nacimiento — pensaba. Seres temibles, cuyas caras delataban su malicia innata y que hablaban una jerga incomprensible: «dale caña a ese maromo», «písale el callo a ese pijo». ¿A dónde había llegado Cataluña? ¿La esencia de la Patria se iba a perder con esa degradación de la raza?». Estos amargos pensamientos pasaban por la cabeza de Niño Pujol, mientras sus padres, aunque embargados por la emoción de ver por fin a su vástago jugar un partido oficial, no podían dejar de observar a los padres de los jugadores del colegio local. De observar y de temer, pues entre un mar de patatas fritas, cáscaras de pipas y botellines de cerveza, gritaban cosas como: «¡Arbitro, como le vuelvas a pitar falta a mi niño te corto los bemoles!». Mientras, en el campo de juego se desarrollaba la tragedia. El primero que le colaron, Niño Pujol sólo lo pudo constatar con un movimiento rápido en arco de la cabeza. El segundo le vino de un penalti, después de haberle propinado un puñetazo involuntario, en un salto a un delantero que se había levantado del suelo mucho más que él. Desde la grada se había oido un griterío amenazador, que hizo que Mamá y Papá Pujol, pensaran que aquello acabaría muy mal para ellos como descubrieran que eran los padres del agresor. Y fueron llegando el tercero, el cuarto y así hasta diez goles, en los que Niño Pujol demostró que más que manos tenía muñones. El cachondeo en la grada era grande, entre gritos de «olé» y puyas dedicadas al portero visitante. El bochorno que pasaba Papa Pujol, era indescriptible y miraba a aquellos murcianos con cara de odio y de «nomalización lingüística». Al acabar el encuentro, Niño Pujol corrió llorando a los brazos de Mamá mascullando: «Mamá, no puedo jugar con esos niños, son todos castellanos». Y Papá, que seguía con cara de normalización le dijo: «tranquilo Niño, tranquilo, ya nos vengaremos». (Diálogos y pensamientos traducidos del catalán ,por el equipo de traducción de diálogos y pensamientos de El Rincón Impertinente) |