Envíe sus comentarios a
Todos los gatos
Índice
Portada
Gatos de piedra de África
La luciferina figura le había robado la voluntad. Como coleccionista de arte negro corroboró que la pieza era genuina. Parecía un prodigio que estuviera en la exposición de antigüedades de aquella ciudad gris engalanada de cipreses y sauces llorones. Se trataba de un Baal, una deidad de la antigua región babilónica que representaba al dios de los fenicios cuyo culto se realizaba en medio de orgías sexuales además de hacer invisibles a los que lo invocaban.   Su fijación por la particular efigiecilla lo tenía al borde del desequilibrio.  Se propuso como tantas veces en que se empecinaba por algo, hurtar aquel llamativo demonio tremebundo. Dotado de un recato sobrenatural, miró a través de sus gafas oscuras al guardia de seguridad con rostro de subnormal que estaba en el umbral del recinto. Aún era temprano y la gente llegaba como insectos atraídos por los vetustos objetos, algunos bizarros y con extrañas historias. Su plan era eficaz, lo había usado en varias ocasiones bajo las mismas circunstancias. Le gustaba alardear consigo mismo de su habilidad para esfumarse con el botín dentro de su mochila sin que nadie sospechara de un periodista que hacía un reportaje para un periódico local.
Un pasatiempo mortal (Relato) por Maribel R. Ortiz
"Gatos de piedra" (petroglifo africano)
La alarma de incendios aulló como animal salvaje y aquella masa confusa se lanzó perturbada hacia la salida, entonces él tomó aquel apolyon de arcilla y lo introdujo en el bolso negro con la palabra PRENSA bordada en color  amarillo. Se dirigió al guardia de seguridad quien entre el bullicio y la histeria de las personas, sudaba como una bestia rumiante que va rumbo al matadero. Con disimulo atroz le mostró su carné de periodista y le hizo varias preguntas sobre el incidente.  El afligido hombrecillo vestido de caqui le contó que la alarma de incendios se activó de alguna manera y la muchedumbre comenzó a correr como posesos hacia las puertas, empujándose unos contra otros hasta que la alarma dejó de sonar y se dieron cuenta que no había señales de fuego. El caso era que la falsa alarma había provocado un pánico espantoso y varias personas heridas por los empellones, aguardaban en el suelo por ayuda, con los rostros flanqueados de evidente dolor y aflicción.  Anotó sin prisa en su libreta los datos del incidente. Ni siquiera el bobalicón se había percatado de la ausencia de la pieza. Lamentándose de lo ocurrido, le dio las gracias al guardia y salió de allí como lo hacía siempre que culminaba con un reportaje.

Con el encendedor que había usado para activar la alarma, prendió un cigarrillo y se lo llevó a los labios con la singular satisfacción de quien cumple con un deber. Ya en el metro compró un pasaje y ocupó un asiento en la parte trasera. Observó a una pareja de transexuales que se acariciaban el rostro mientras discutían sobre asuntos placenteros. Le llamó la atención una monja joven y muy atractiva acompañada de un cura cuarentón quien miraba con cautela disimulada aquella cotidiana escena. Siempre había sentido una inexpugnable curiosidad por las religiosas que escondían su naturaleza femenina dentro de esa vestimenta forzosa, especialmente si eran guapas como ésta.
 
Cerró los ojos por un momento mientras palpaba la estatuilla en el interior del bulto. Allí tenía aquella representación del mal tallada en barro, toda para él. Estaba ansioso por llegar a su apartamento para contemplarla minuciosamente y acomodarla junto a las demás piezas que había coleccionado en innumerables viajes y eventuales ocasiones como las de ese día. En estas cavilaciones se encontraba cuando vio a la monja y al cura levantarse para salir del tren. Como un capricho que se tiene guardado en espera de que llegue la oportunidad de ejecutarlo, resolvió seguir a la pareja religiosa. La monja caminaba tan rápido como sus inmaculados pies lo permitían para no quedar rezagada del cura. La imaginaba toda transpirada bajo aquel vaporoso hábito, le parecía escuchar el ritmo acelerado de su respiración confinada en el pecho febril y la fricción de un muslo contra otro en vertiginosa carrera por alcanzar al cura. Los siguió con cautela hasta que entraron a una vieja capilla ubicada en un  lacónico edificio en los suburbios de un barrio con callejones de indescifrables laberintos. Miró la calle y se percató que con excepción de un  gato que devoraba el cadáver de una enorme rata parda, no transitaba ni un ser por aquel lugar. Parecía que una enigmática fuerza de voluntad lo animaba a continuar con la persecución o mejor dicho con la determinación de penetrar al interior de la capilla aún cuando pensaba desistir de ese ridículo acecho. Se acercó al portal de la minúscula iglesia y dio vuelta al picaporte para comprobar que la puerta no tenía puesto el cerrojo como cualquier iglesia. Los feligreses no podrían entrar si la puerta estuviera cerrada y se rió de su obvia conclusión. En el interior del recinto había tres mujeres, una de ellas muy vieja y taciturna recitaba un monorrítmico soliloquio mientras manoseaba las cuentas de un rosario, las otras dos como en estado catártico  fijaban la mirada en el crucificado del altar.

Disimuladamente se ocultó detrás de una virgen lacrimosa con los brazos elevados que estaba cerca del cirial y aguardó hasta que las mujeres abandonaron el recinto. El reloj de pulsera marcaba las siete menos cuarto y aún no había llegado a su apartamento, pensó. Sintió un arañazo en el estómago y se acordó que había almorzado muy temprano. Estaba allí y esperaría hasta las siete en punto. Se sentía cansado y cerraría los ojos por un  breve momento.
Despertó por el rumor que hacen los cirios cuando se extinguen. Miró el reloj y comprobó que habían transcurrido tres horas. Ahora eran las diez de la noche y estaba allí en el interior de una iglesia en penumbras. Le dolían el cuello y la espalda por haber dormido en una posición tan incómoda. Estaba aturdido por un dolor de cabeza tan agudo que sentía que le latían los sesos. Los arañazos en el estómago que atribuía al hambre eran más intensos, parecía como si un animal de filosas uñas le rasgara las vísceras.  Con visible malestar recordó episodios de una macabra pesadilla en donde era poseído por el Baal quien dominaba su cuerpo y su mente forzándolo a  matar y decapitar con una afilada cruz al cura cuarentón y luego violar y torturar despiadadamente a la joven monja hasta matarla y recostar aquel cuerpo inerte y mancillado por la invisible fuerza del demonio que lo habitaba, en el altar consagrado. Quería borrar esas cruentas imágenes de su memoria, salir de allí lo más pronto posible. Ansiaba llegar a su apartamento y darse un prolongado atracón que lo despojara del recuerdo de aquellas muertes imaginadas. Sacó el encendedor del bolsillo del pantalón y lo prendió para ubicar la salida. Aquel silencio sepulcral lo ponía muy nervioso, si el cura o la monja lo sorprendían,  con certeza llamarían a la policía y entonces tendría que dar muchas explicaciones, inclusive de la figura hurtada en la exposición. No, tenía que salir de allí. Se recriminaba la estupidez garrafal de  acechar a la pareja religiosa, no podía concebir por qué se le había ocurrido una idea tan absurda.  Casi olvidaba su mochila y eso era lo único que le faltaba para ganarse el premio de la imbecilidad, se dijo para sus adentros.

Los persistentes golpes en la puerta de su apartamento lo despertaron. Debía ser la casera que venía a cobrar la renta o el chico del periódico, quizá algún extraterrestre o el mismísimo demonio, pensó evidentemente molesto. Tenía la cabeza  echa un desastre, un verdadero caos; apenas podía recordar cómo llegó al apartamento y cuándo se acostó con la ropa puesta. Parecía como si la memoria se hubiera mudado de su cabeza dejando solamente un vago recuerdo de la noche anterior. Los golpes en la puerta cesaron, quien hubiera sido se rindió de tocar pensando que no había nadie en el apartamento. Miró el reloj de pulsera que aún llevaba puesto, cosa que le extrañó porque se lo quitaba antes de dormir y lo ponía en la mesita de noche con la alarma digital activada para las siete de la mañana. Maldijo como un loco cuando se percató de que eran las dos de la tarde y tenía una cita con el administrador de una galería de arte muy popular esos días. Llamaría al periódico con la excusa de que estaba enfermo, para que otro lo cubriera. Era cierto que estaba enfermo, se sentía al borde del agotamiento. Puso la cafetera, prendió la computadora y encendió el televisor. Se dio una ducha con agua fría y se fijó que tenía varios rasguños en el estómago. Comprobó que el demacrado y ojeroso rostro que lo miraba desde el espejo era el suyo. Se afeitó sin ganas, sacó un puñado de  analgésicos del frasco y los masticó hasta tragarlos. Sirvió una taza de café sin azúcar y como autómata se fijó en las imágenes del televisor.

Lentamente fue acordándose de las vivencias del día anterior al unísono con las escenas que presentaban en ese momento en el televisor. Aquellos dos seres mutilados y sanguinolentos que vio en las noticias, le refrescaban la memoria y se acordó del Baal. Aquellas imágenes le devolvían el recuerdo de lo acontecido en su macabra pesadilla.  El rostro demacrado del espejo era ahora una pálida máscara horrorizada, incrédula. La taza cayó al suelo y luego el cuerpo del periodista. Antes de que los ojos se cerraran, escuchó los golpes en la puerta.