El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte

      C. MARX
      EL DIECIOCHO
      BRUMARIO
      DE LUIS
      BONAPARTE




I N D I C E


      PROLOGO DEL AUTOR A LA SEGUNDA EDICION
      1

      PROLOGO DE F. ENGELS A LA TERCERA EDICION ALEMANA
      5


      EL DIECIOCHO BRUMARIO
        DE LUIS BONAPARTE[1]

      I
      II
      III
      IV
      V
      VI
      VII
       
                             
      9
      22
      38
      58
      72
      97
      123
       

      NOTAS
      144





  pág. 1


   

  PROLOGO DEL AUTOR
    A LA SEGUNDA EDICION[2]

   

      Mi malogrado amigo José Weydemeyer [*], proponíase editar en Nueva York, a 
  partir del 1 de enero de 1852, un semanario político. Me invitó a mandarle 
  para dicho semanario la historia del coup d'état. Le escribí, pues, un 
  artículo cada semana, hasta mediados de febrero, bajo el título de El 
  dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Entre tanto, el plan primitivo de 
  Weydemeyer había fracasado. En cambio, publicó en la primavera de 1852 una 
  revista mensual titulada Die Revolution, cuyo primer cuaderno está formado por 
  mi Dieciocho Brumario. Algunos cientos de ejemplares de este cuaderno se 
  adentraron entonces en Alemania, pero sin llegar a entrar en el comercio de 
  libros propiamente dicho. Un librero alemán, que se las daba de tremendamente 
  radical y a quien propuse encargarse de la venta, rechazó con verdadera 
  indignación moral tan "inoportuna pretensión". 
      Como se ve por estos datos, la presente obra nació bajo el impulso 
  inmediato de los acontecimientos y sus materiales históricos no pasan del mes 
  de febrero de 1852. La actual reedición se debe, en parte, a la demanda de la 
  obra en el mercado librero, y, en parte, a instancias de mis amigos en 
  Alemania. 


      * Comandante militar del distrito de Saint Louis durante la guerra civil 
  en Norteamérica. (Nota de Marx.) 
  pág. 2
      Entre las obras que trataban del mismo tema y aparecieron casi en la misma 
  época que la mía, sólo dos son dignas de mención: Napoléon le Petit, de Víctor 
  Hugo y Coup d'Etat de Proudhon.[3] 
      Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor 
  responsable del golpe de Estado. En cuanto al acontecimiento mismo, parece, en 
  su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de 
  fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este 
  individuo en vez de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de 
  iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal. Por su párte, 
  Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo 
  histórico anterior. Pero, entre sus manos, la exposición histórica del golpe 
  de Estado se convierte en una apología histórica para su héroe. Cae con ello 
  en el error de nuestros pretendidos historiadores objetivos. Yo, por el 
  contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las 
  circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y 
  grotesco representar el papel de héroe. 
      Una reelaboración de la presente obra la habría privado de su matiz 
  peculiar. Por eso, me he limitado simplemente a corregir las erratas de 
  imprenta y a tachar las alusiones que hoy ya no se entenderían. 
      La frase final de mi obra: "Pero si por último el manto imperial cae sobre 
  los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de Bronce de Napoleón se vendrá a 
  tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme"[4], es ya una realidad. 
      El coronel Charras abrió el fuego contra el culto napoleónico en su obra 
  sobre la campaña de 1815.[5] Desde entonces, y sobre todo en estos últimos 
  años, la literatura francesa, con las armas de la investigación histórica, de 
  la crítica, de la sá- 
  pág. 3
  tira y del sainete, ha dado el golpe de gracia a la leyenda napoleónica. Fuera 
  de Francia, se ha apreciado poco y se ha comprendido aún menos esta violenta 
  ruptura con la fe tradicional del pueblo, esta formidable revolución 
  espiritual. 
      Finalmente, confío en que mi obra contribuirá a eliminar ese tópico del 
  llamado cesarismo, tan corriente, sobre todo actualmente, en Alemania. En esta 
  superficial analogía histórica se olvida lo principal: en la antigua Roma, la 
  lucha de clases sólo se efectuaba en el seno de una minoría privilegiada, 
  entre los libres ricos y los libres pobres, mientras la gran masa productiva 
  de la población, los esclavos, formaban un pedestal puramente pasivo para 
  aquellos luchadores. Se olvida la importante sentencia de Sismondi : el 
  proletariado romano vivía a costa de la sociedad, mientras que la moderna 
  sociedad vive a costa del proletariado.[6] La diferencia de las condiciones 
  materiales, económicas, de la lucha de clases antigua y moderna es tan 
  radical, que sus criaturas políticas respectivas no pueden tener más semejanza 
  las unas con las otras que el arzobispo de Canterbury y el pontífice Samuel. 
  CARLOS MARX  


        Londres, 23 de junio de 1869.
         
        Escrito para la segunda edición
        de El dieciocho Brumario de
        Luis Bonaparte, publicada en
        Hamburgo en julio de 1869.

        Originalmente escrito en alemán. 
         
         


  pág. 4 [blanca]
  pág. 5


   

  PROLOGO DE F. ENGELS
  A LA TERCERA EDICION ALEMANA


      El que se haya hecho necesaria una nueva edición del Dieciocho Brumario, 
  treinta y tres años después de publicada la primera, demuestra que esta 
  pequeña obra no ha perdido nada de su valor. 
      Y fue, en realidad, un trabajo genial. Inmediatamente después del 
  acontecimiento que sorprendió a todo el mundo político como un rayo caído de 
  un cielo sereno, condenado por unos con gritos de indignación moral y aceptado 
  por otros como tabla salvadora en medio de la revolución y como castigo por 
  sus extravíos, pero contemplado por todos con asombro y por nadie comprendido 
  -- inmediatamente después de este acontecimiento, se alzó Marx con una 
  exposición breve, epigramática, en que se explicaba en su concatenación 
  interna toda la marcha de la historia de Francia desde las jornadas de 
  Febrero, se reducía el milagro del 2 de diciembre[7] a un resultado natural y 
  necesario de esta concatenación, y no se necesitaba siquiera tratar al héroe 
  del golpe de Estado más que con el desprecio que se tenía tan bien merecido. Y 
  tan de mano maestra estaba trazado el cuadro, que cada nueva revelación hecha 
  pública desde entonces no ha hecho más que suministrar nuevas pruebas de lo 
  fielmente que estaba reflejada allí la realidad. Esta manera eminente de 
  comprender la historia viva del momento, esta penetración profunda en los 
  pág. 6
  acontecimientos al mismo tiempo que se producen, es, en realidad, algo que no 
  tiene igual. 
      Mas para ello había que poseer también el conocimiento tan exacto que Marx 
  poseía de la historia de Francia. Francia es el pais en el que las luchas 
  históricas de clase se han llevado siempre a su término decisivo más que en 
  ningún otro sitio y donde, por tanto, las formas políticas versátiles dentro 
  de las que se han movido estas luchas de clase y en las que han encontrado su 
  expresión los resultados de las mismas, adquieren también los contornos más 
  acusados. Centro del feudalismo en la Edad Media y país modelo de la monarquía 
  unitaria estamental desde el Renacimiento, Francia pulverizó al feudalismo en 
  la gran revolución e instauró la dominación pura de la burguesía bajo una 
  forma clásica como ningún otro país de Europa. También la lucha del 
  proletariado revolucionario contra la burguesía dominante reviste aquí una 
  forma violenta, desconocida en otras partes. He aquí por qué Marx no sólo 
  estudiaba con especial predilección la historia pasada de Prancia, sino que 
  seguía también en todos sus detalles la historia contemporánea, reuniendo los 
  materiales para emplearlos ulteriormente, razón por la cual nunca le 
  sorprendían los acontecimientos. 
      Pero a esto vino a añadirse otra circunstancia. Fue precisamente Marx el 
  primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley 
  según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno 
  político, religioso, filosófico, ya en otro terreno ideológico cualquiera, no 
  son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre 
  clases sociales, y que la existencia y por tanto también los choques de estas 
  clases, están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su 
  situación económica, por el modo de su producción y de su intercambio, 
  condicio- 
  pág. 7
  nado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que 
  la ley de la transformación de la energia para las Ciencias Naturales, fue 
  también la que le dio aquí la clave para comprender la historia de la segunda 
  República Francesa. Esta historia le sirvió de piedra de toque para contrastar 
  su ley, e incluso hoy, a la vuelta de treinta y tres años, tenemos que 
  reconocer que la prueba arroja un resultado brillante. 
  FEDERICO ENGELS  


        Escrito para la tercera edición de
        El dieciocho Brumario de Luis
        Bonaparte de C. Marx, publica-
        da en Hamburgo en 1885.
        Originalmente escrito en alemán. 
         
         
         


  pág. 8 [blanca]
  pág. 9


   

  I


      Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la 
  historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó 
  de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa. Caussidiére por 
  Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña 
  de 1793 a 1795, el sobrino por el tio. ¡Y la misma caricatura en las 
  circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario! 
      Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre 
  arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas 
  circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el 
  pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una 
  pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos se disponen precisamente a 
  revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas 
  épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en 
  su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus 
  consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerabíe y 
  este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. 
  Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, ]a revolución de 1789-1814 se vistió 
  alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y 
  la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y 
  allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. 
  pág. 10
  Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a 
  su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es 
  capaz de producir libremente en él cuando se mueve dentro de él sin 
  reminiscencias y olvida en él su lengua natal. 
      Si examinamos aquellas conjuraciones de los muertos en la historia 
  universal, observamos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camille 
  Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, lo mismo los héroes que 
  los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el 
  ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las 
  cadenas a la sociedad burguesa moderna e instaurarla. Los unos hicieron añicos 
  el fundamento feudal y segaron las cabezas feudales que habían brotado sobre 
  él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya 
  podía desarrollarse la libre competencia, explotarse la propiedad territorial 
  parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que 
  habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por 
  todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario 
  para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un 
  ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva 
  formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el 
  romanismo resucitado -- los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos, 
  los senadores y hasta-el mismo César. Con su sobrio realismo, la sociedad 
  burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, 
  los Cousin, los' Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus 
  verdaderos generalísimos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza 
  atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente absorbida por la 
  producción de la riqueza y 
  pág. 11
  por la lucha pacífica de la competencia, ya no se daba cuenta de que los 
  espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco 
  heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido 
  necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra 
  civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las 
  tradiciones clásicamente severas de la República Romana los ideales y las 
  formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos 
  las limitaciones burguesas del contenido de sus luchas y mantener su pasión a 
  la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un 
  siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo 
  Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución 
  burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de 
  la sociedad inglesa, Locke suplantó a Habacuc. 
      En aquellas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, 
  para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para 
  exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder en la realidad 
  ante su cumplimiento, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y 
  no para hacer vagar otra vez a su espectro. 
      En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua 
  revolución, desde Marrast, le républicain en gants jaunes *, que se disfrazó 
  de viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes 
  rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón. Todo un pueblo que 
  creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se 
  encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda 
  haber engaño sobre la recaída, hacen 


      * El petimetre republicano. 
  pág. 12
  aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los 
  viejos edictos (entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los 
  anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace 
  mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam[8] que creía 
  vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras 
  faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, 
  emparedado en aqúella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina 
  sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y 
  en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender 
  a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. 
  "¡Y todo esto -- suspira el loco -- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano 
  inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!" "¡Para pagar las 
  deudas de la familia Bonaparte!", suspira la nación francesa. El inglés, 
  mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de 
  obtener oro. Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían 
  sobreponerse al recuerdo napoleónico, como demostraron las elecciones del 10 
  de diciembre[9]. Ante los peligros de la revolución se sintieron atraídos por 
  el recuerdo de las ollas de Egipto[10], y la respuesta fue el 2 de diciembre 
  de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio 
  viejo Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer a 
  mediados del siglo XIX. 
      La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, 
  sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de 
  despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores 
  revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal 
  para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolu- 
  pág. 13
  ción del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para 
  cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desborda el 
  contenido; aquí, el contenido desborda la rase. 
      La revolución de Febrero cogió desprevenida, sorprendió a la vieja 
  sociedad, y el pucblo proclamó este golpe de mano repentino como una hazaña de 
  la historia universal con la que se abría la nueva época. El 2 de diciembre, 
  la revolución de Febrero es escamoteada por la voltereta de un jugador 
  tramposo, y lo que parece derribado no es ya la monarquía, son las concesiones 
  liberales que le habían sido arrancadas por seculares luchas. Lejos de ser la 
  sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece como si 
  simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación 
  desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así contesta al coup de main 
  de febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por donde se vino, se 
  fue. Sin embargo, el intervalo no ha pasado en vano. Durante los años de 1848 
  a 1851, la sociedad francesa recuperó, y lo hizo mediante un método abreviado, 
  por ser revolucionario, los estudios y las experiencias que en un desarrollo 
  normal, lección tras lección, por decirlo así, habrían debido preceder a la 
  revolución de Febrero, para que ésta hubiese sido algo más que un 
  estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad parece haber retrocedido 
  más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que 
  empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las 
  relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la 
  revolución moderna. 
      Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan 
  arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los 
  hombres y las cosas parecen iluminados 
  pág. 14
  por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas 
  revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga 
  depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse 
  serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las 
  revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a 
  sí mismas, se interrumpen muy a menudo en su propia marcha, vuelven sobre lo 
  que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, se burlan 
  concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la 
  mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario 
  para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más 
  gigantesco frente a ellas, retroceden de vez en cuando aterradas ante la 
  infinita prodigiosidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación 
  que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: 
        Hic Rhodus, hic salta!
        ¡Aquí está la rosa, baila aquí![11] 

      Por lo demás, cualquier mediano observador, aunque no hubiese seguido paso 
  a paso la marcha de los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que 
  esperaba a la revolución una inaudita verguenza. Bastaba con escuchar los 
  engreídos ladridos de triunfo con que los señores demócratas se felicitaban 
  mutuamente por los efectos milagrosos que esperaban del segundo domingo de 
  mayo de 1852[12]. El segundo domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus 
  cabezas en una idea fija, en un dogma, como en las cabezas de los quiliastas 
  el día en que había de reaparecer Cristo y comenzar el reino milenario. La 
  debilidad había ido a refugiarse, como siempre, en la fe en el milagro: creía 
  vencer al enemigo con sólo des- 
  pág. 15
  cartarlo mágicamente con la fantasía, y perdía toda la comprensión del 
  presente ante la glorificación pasiva del futuro que le esperaba y de las 
  hazañas que guardaba in petto, pero que aún no consideraba oportuno revelar. 
  Aquellos héroes que se esforzaban en refutar su probada incapacidad 
  prestándose mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían atado su 
  hatillo, se embolsaron sus coronas de laurel a crédito y se disponían 
  precisamente a descontar en el mercado de letras de cambio las repúblicas in 
  partibus [13] para las que, en el secreto de su ánimo poco exigente, tenían ya 
  previsoramente preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre 
  ellos como un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de malhumor 
  pusilánime gustan de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su miedo 
  interior, se habrán convencido quizás de que han pasado ya los tiempos en que 
  el graznido de los gansos podía salvar al Capitolio.[14] 
      La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los 
  republicanos azules y los rojos, los héroes de Africa[15], el trueno de la 
  tribuna, el relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres 
  políticos y los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la 
  liberté, égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de 1852: todo ha 
  desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus 
  mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció 
  sobrevivir un instante para hacer su testamento de propio puño a los ojos del 
  mundo entero y poder declarar, en nombre del propio pueblo: todo lo que existe 
  merece perecer[16]. 
      No basta con decir, como hacen los franceses, que su nación fue 
  sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer se les perdona la hora de descuido 
  en que cualquier aventurero ha podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas 
  explicaciones no se 
  pág. 16
  aclara el enigma; no se hace más que presentarIo de otro modo. Quedaría por 
  explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir a 
  cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones. 
      Recapitulemos, en sus rasgos generales, las-fases recorridas por la 
  revolución francesa desde el 24 de febrero de 1848 hasta el mes de diciembre 
  de 1851. 
      Hay tres períodos capitales que son inconfundibles: el período de Febrero 
  ; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período de constitución de la 
  república o de la Asamblea Nacional Constituyente ; del 28 de mayo de 1849 al 
  2 de diciembre de 1851, período de la república constitucional o de la 
  Asamblea Nacional Legislativa. 
      El primer período, desde el 24 de febrero, o desde la caída de Luis 
  Felipe, hasta el 4 de mayo de 1848, fecha en que se reúne la Asamblea 
  Constituyente, el período de Febrero, propiamente dicho, puede calificarse 
  como el prólogo de la revolución. Su carácter se revelaba oficialmente en el 
  hecho de que el gobierno por él improvisado se declarase a sí mismo 
  provisional, y, como el gobierno, todo lo que este período sugirió, intentó o 
  proclamó, se presentaba también como algo puramente provisional. Nada ni nadie 
  se atrevía a reclamar para sí el derecho a existir y a obrar de un modo real. 
  Todos los elementos que habían preparado o determinado la revolución, la 
  oposición dinástica[17], la burguesía republicana, la pequeña burguesía 
  democrático-republicana, el proletariado socialdemocrático, encontraron su 
  puesto provisional en el gobierno de Febrero. 
      No podía ser de otro modo. Las jornadas de Febrero proponíanse 
  primitivamente como objetivo una reforma electoral, que había de ensanchar el 
  círculo de los privilegiados políticos dentro de la misma clase poseedora y 
  derribar la dominación 
  pág. 17
  exclusiva de la aristocracia financiera. Pero cuando estalló el conflicto real 
  y verdadero, el pueblo subió a las barricadas, la Guardia Nacional se mantuvo 
  en actitud pasiva, el ejército no opuso una resistencia seria y la monarquía 
  huyó, la república pareció ser una cosa natural. Cada partido la interpretó a 
  su manera. Arrancada por el proletariado con las armas en la mano, éste le 
  imprimió su sello y la proclamó como una república social. Con esto se 
  indicaba el contenido general de la moderna revolución, el cual se hallaba en 
  la contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía ponerse en 
  práctica directamente, con el material disponible, bajo las circunstancias y 
  relaciones dadas y el grado de desarrollo alcanzado por la masa. De otra 
  parte, las pretensiones de todos los demás elementos que habían cooperado a la 
  revolución de Febrero fueron reconocidas en la parte leonina que obtuvieron en 
  el gobierno. Por eso, en ningún período nos encontramos con una mezcla más 
  abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y torpeza efectivas, de 
  aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más concienzudo de la 
  vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda 
  discordancia entre sus elementos. Mientras el proletariado de París se 
  deleitaba todavía en la visión de la gran perspectiva que se había abierto 
  ante él y se entregaba con toda seriedad a discusiones sobre los problemas 
  sociales, las viejas fuerzas de la sociedad se habían agrupado, reunido, 
  habían vuelto en sí y encontraron un apoyo inesperado en la masa de la nación, 
  en los campesinos y los pequeños burgueses, que se precipitaron todos de golpe 
  a la escena política, después de caer las barreras de la monarquía de julio. 
      El segundo período, desde el 4 de mayo de 1848 a fines de mayo de 1849, es 
  el período de constitución, de la fundación de la república burguesa. 
  Inmediatamente después de las 
  pág. 18
  jornadas de Febrero no sólo se vio sorprendida la oposición dinástica por los 
  republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia por París. La 
  Asamblea Nacional, que se reunió el 4 de mayo de 18487 salida de las 
  elecciones nacionales, representaba a la nación. Era una protesta viviente 
  contra las pretensiones de las jornadas de Febrero y había de reducir al 
  rasero burgués los resultados de la revolución. En vano el proletariado de 
  París, que compreridió inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional, 
  intentó el 15 de mayo, pocos días después de reunirse, descartar por la fuerza 
  su existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes 
  integrantes la forma orgánica con que le amenazaba el espíritu reaccionante de 
  la nación. Como es sabido, el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la 
  escena pública durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, 
  es decir, a los verdaderos jefes del partido proletario.[18] 
      A la monarquía burguesa de Luis Felipe sólo puede suceder la república 
  burguesa ; es decir, que si en nombre del rey, había dominado una parte 
  reducida de la burguesía, ahora dominará la totalidad de la burguesía en 
  nombre del pueblo. Las reivindicaciones del proletariado de París son 
  paparruchas utópicas, con las que hay que acabar. El proletariado de París 
  contestó a esta declaración de la Asamblea Nacional Constituyente con la 
  insurrección de Junio, el acontecimiento más gigantesco en la historia de las 
  guerras civiles europeas. Venció la república burguesa. A su lado estaban la 
  aristocracia financiera, la burguesía industrial, la clase media, los pequeños 
  burgueses, el ejército, el lumpemproletariado organizado como Guardia Móvil, 
  los intelectuales, los curas y la población del campo. Al lado del 
  proletariado de París no estaba más que él solo. Más de 3.000 insurrectos 
  fueron pasados a cuchillo 
  pág. 19
  después de la victoria y 15.000 deportados sin juicio. Con esta derrota, el 
  proletariado pasa al fondo de la escena revolucionaria. Tan pronto como el 
  movimiento parece adquirir nuevos bríos, intenta una vez y otra pasar 
  nuevamente a primer plano, pero con un gasto cada vez más débil de fuerzas y 
  con resultados cada vez más insignificantes. Tan pronto como una de las capas 
  sociales superiores a él experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el 
  proletariado se enlaza a ella y así va compartiendo todas las derrotas que 
  sufren uno tras otro los diversos partidos. Pero estos golpes sucesivos se 
  atenúan cada vez más cuanto más se reparten por la superficie de la sociedad. 
  Sus jefes más importantes en la Asamblea y en la prensa van cayendo unos tras 
  otros, víctimas de los tribunales, y se ponen en lugar de ellos figuras cada 
  vez más equívocas. En parte, se entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de 
  cambio y asociaciones obreras, es decir, a un movimiento en el que renuncia a 
  transformar el viejo mundo, con ayuda de todos los grandes recursos propios de 
  este mundo, e intenta, por el contrario, conseguir su redención a espaldas de 
  la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de 
  existencia, y por tanto, forzosamente, fracasa. Parece que el proletariado no 
  puede volver a encontrar en sí mismo la grandeza revolucionaria, ni sacar 
  nuevas energías de los nuevos vínculos que se ha creado, hasta que todas las 
  clases con las que ha luchado en Junio están tendidas a todo lo largo a su 
  lado mismo. Pero, por lo menos, sucumbe con los honores de una gran lucha 
  histórico-universal; no sólo Francia, sino toda Europa tiembla ante el 
  terremoto de Junio, mientras que las sucesivas derrotas de las clases más 
  altas se consiguen a tan poca costa, que sólo la insolente exageración del 
  partido vencedor puede hacerlas pasar por acontecimientos, y son 
  pág. 20
  tanto más ignominiosás cuanto más lejos queda del proletariado el partido que 
  sucumbe. 
      Ciertamente, la derrota de los insurrectos de Junio había preparado, 
  allanado, el terreno en que podía cimentarse y erigirse la república burguesa; 
  pero, al mismo tiempo, había puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban 
  otras cuestiones que la de "república o monarquía". Había revelado que aquí 
  república burguesa equivalía a despotismo ilimitado de una clase sobre otras 
  cláses. Había demostrado que en países de vieja civilización, con una 
  formación de clase desarroUada, con condiciones modernas de producción y con 
  una conciencia intelectual, en la que todas las ideas tradicionales se hallan 
  disueltas por un trabajo secular, la república no significa en general más que 
  la forma política de la transformación de la sociedad burguesa y no su forma 
  conservadora de vida, como, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, 
  donde si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que 
  cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en 
  movimiento continuo; donde los medios modernos de producción, en vez de 
  coincidir con una superpoblación crónica, suplen más bien la escasez relativa 
  de cabezas y brazos, y donde, por último, el movimiento febrilmente juvenil de 
  la producción material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado 
  tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal. 
      Durante las jornadas de Junio, todas las clases y todos los partidos se 
  habían unido en un partido del orden frente a la clase proletaria, como 
  partido de la anarquía, del socialismo del comunismo. Habían "salvado" a la 
  sociedad de los "enemigos de la sociedad ". Habían dado a su ejérsito como 
  santo y seña los tópicos de la vieja sociedad: "Propiedad, familia, 
  pág. 21
  religión y orden ", y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria: "¡Bajo este 
  signo, vencerás!" Desde este instante, tan pronto como uno cualquiera de los 
  numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo contra los 
  insurrectos de Junio, intenta situarse en el campo de batalla revolucionario 
  en su propio interés de clase, sucumbe al grito de "¡Propiedad , familia, 
  religión y orden!". La sociedad es salvada cuantas veces se va restringiendo 
  el círculo de sus dominadores y un interés más exclusivo se impone al más 
  amplio. Toda reivindicación de la más elemental reforma financiera burguesa, 
  del liberalismo más vulgar, del más formal republicanismo, de la más trivial 
  democracia, al mismo tiempo es castigada como un "atentado contra la sociedad" 
  y estigmatizada como "socialismo". Hasta que, por último, los pontífices de 
  "la religión y el orden" se ven arrojados ellos mismos a puntapiés de sus 
  trípodes píticos, sacados de la cama en medio de la noche, empaquetados en 
  coches celulares, metidos en la cárcel o enviados al destierro; de su templo 
  no queda piedra sobre piedra, sus bocas son selladas, sus plumas rotas, su ley 
  desgarrada, en nombre de la religión, de la propiedad, de la familia y del 
  orden. Burgueses fanáticos del orden son tiroteados en sus balcones por la 
  soldadesca embriagada, la santidad del hogar es profanada y sus casas son 
  bombardeadas como pasatiempo, en nombre de la propiedad, de la familia, de la 
  religión y del orden. La hez de la sociedad burguesa forma por fin la sagrada 
  falange del orden, y el héroe Crapulinski* se instala en las Tullerías como 
  "salvador de la sociedad ". 


      * Personaje de la poesía de Heine "Dos caballeros". En Crapulinski Heine 
  ridiculiza a un noble polaco empobrecido por sus dilapidaciones (del francés 
  crapule : crapuloso, juerguista). Aquí, al decir Crapulinski Marx se refiere a 
  Luis Bonaparte. 
  pág. 22


  II


      Reanudemos el hilo de los acontecimientos. 
      La historia de la Asamblea Nacional Constituyente desde las jornadas de 
  Junio es la historia de la dominación y de la disgregación de la fracción 
  burguesa republicana, de aquella fracción que se conoce por los nombres de 
  republicanos tricolores, republicanos puros, republicanos políticos, 
  republicanos formalistas, etc. 
      Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción había formado la 
  oposición republicana oficial y era, por tanto, parte integrante reconocida 
  del mundo político de la época. Tenía sus representantes en las Cámaras y un 
  considerable campo de influencia en la prensa. Su órgano parisino, el National 
  [19], era considerado, a su modo, un órgano tan respetable como el Journal des 
  Débats [20]; a esta posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional 
  correspondía su carácter. No se trata de una fracción de la burguesía 
  mantenida en cohesión por grandes intereses comunes y deslindada por 
  condiciones peculiares de producción, sino de una pandilla de burgueses, 
  escritores, abogados, oficiales y funcionarios de ideas republicanas, cuya 
  influencia descansaba en las antipatías personales del país contra Luis 
  Felipe, en los recuerdos de la antigua república, en la fe republicana de un 
  cierto número de entusiastas, y sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo 
  odio contra los Tratados de Viena[21] y contra la alianza con Inglaterra 
  atizaba constantemente esta fracción. Una gran parte de los partidarios que 
  tenía el National bajo Luis Felipe los debía a este imperialismo recatado, que 
  más tarde, bajo la república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un 
  competidor aplastante, en la persona de Luis Bona- 
  pág. 23
  parte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo hacía todo el resto de 
  la oposición burguesa. La polémica contra el presupuesto, que en Francia se 
  hallaba directamente relacionada con la lucha contra la aristocracia 
  financiera, brindaba una popularidad demasiado barata y proporcionaba a los 
  "leading articles"[*] puritanos materia demasiado abundante, para que no se la 
  explotase. La burguesía industrial le estaba agradecida por su defensa servil 
  del sistema proteccionista francés, que él, sin embargo, acogía por razones 
  más bien nacionales que nacional-económicas; la burguesía, en conjunto, le 
  es~aba agradecida por sus venenosas denuncias contra el comunismo y el 
  socialismo. Por lo demás, el partido del National era puramente republicano, 
  exigía que el dominio de la burguesía adoptase formas republicanas en vez de 
  monárquicas, y exigía sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a 
  las condiciones de esta transformación, no veía absolutamente nada claro. Lo 
  que, en cambio, veía claro como la luz del sol y lo que se declaraba 
  públicamente en los banquetes de la reforma en los últimos tiempos del reinado 
  de Luis Felipe, era su impopularidad entre los pequeños burgueses demócratas y 
  sobre todo entre el proletariado revolucionario. Estos republicanos puros -- 
  los republicanos puros son así -- estaban completamente dispuestos a 
  contentarse por el momento con una regencia de la Duquesa de Orleáns, cuando 
  estalló la revolución de Febrero y asignó a sus representantes más conocidos 
  un puesto en el gobierno provisional. Poseían, de antemano, naturalmente, la 
  confianza de la burguesía y la mayoría dentro de la Asamblea Nacional 
  Constituyente. De la Comisión ejecutiva[22] que se formó en la Asamblea 
  Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente excluidos los elemen- 


      * Editoriales. 
  pág. 24
  tos socialistas del gobierno provisional, y el partido del National se 
  aprovechó del estallido de la insurrección de Junio para dar el pasaporte a la 
  Comisión ejecutiva, y desembarazarse así de sus rivales más afines, los 
  republicanos pequeñoburgueses o republicanos demócratas (Ledru-Rollin, etc.). 
  Cavaignac, el general del partido republicano burgués, que había dirigido la 
  batalla de Junio, sustituyó a la Comisión ejecutiva con una especie de poder 
  dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del National, se convirtió en el 
  presidente perpetuo de la Asamblea Nacional Constituyente, y los ministerios y 
  todos los demás puestos importantes cayeron en manos de los republicanos 
  puros. 
      La fracción burguesa republicana, que había venido considerándose desde 
  hacía mucho tiempo como la legítima heredera de la monarquía de Julio, se vio 
  así superada en su ideal, pero no llegó al Poder como soñara bajo Luis Felipe, 
  por una revuelta liberal de la burguesía contra el trono, sino por una 
  insurrección, sofocada a cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que 
  ella se había imaginado como el acontecimiento más revolucionario resultó ser, 
  en realidad, el más contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo, pero 
  no cayó del árbol de la vida, sino del árbol del conocimiento. 
      La exclusiva dominación de los republicanos burgueses sólo duró desde el 
  24 de junio hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta etapa se resume en la 
  redacción de una Constitución republicana, y en la proclamación del estado de 
  sitio en París. 
      La nueva Constitución no era, en el fondo, más que una reedición 
  republicanizada de la Carta Constitucional[23] de 1830. El censo electoral 
  restringido de la monarquía de Julio, que excluía de la dominación política 
  incluso a una gran parte de la burguesía, era incompatible con la existencia 
  de la república burguesa. La revolución de Febrero había proclamado inme- 
  pág. 25
  diatamente el sufragio universal y directo para reemplazar el censo 
  restringido. Los republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. 
  Tuvieron que contentarse con añadir la condición restrictiva de un domicilio 
  mantenido durante seis meses en el punto electoral. La antigua organización 
  administrativa, municipal, judicial, militar, etc. se mantuvo intacta, y allí 
  donde la Constitución la modificó, estas modificaciones afectaban a la 
  etiqueta y no al contenido; al nombre, no a la cosa. 
      El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad 
  personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión, de enseñanza, de 
  culto, etc., recibió un uniforme constitucional, que hacía a éstas 
  invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades es proclamada como el 
  derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un comentario adicional de 
  que estas libertades son absolutas en tanto en cuanto no son limitadas por los 
  "derechos iguales de otros y por la seguridad pública ", o bien por "leyes" 
  llamadas a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad 
  pública. Así, por ejemplo: "Los ciudadanos tienen derecho a asociarse, a 
  reunirse pacíficamente y sin armas, a formular peticiones y a expresar sus 
  opiniones por medio de la prensa o de otro modo. El disfrute de estos derechos 
  no tiene más límite que los derechos iguales de otros y la seguridad pública " 
  (cap. II de la Constitución francesa, art. 8). "La enseñanza es libre. La 
  libertad de enseñanza se ejercerá según las condiciones que determina la ley y 
  bajo el control supremo del Estado" (lugar cit., art. 9). "El domicilio de 
  todo ciudadano es inviolable, salvo en las condiciones previstas por la ley" 
  (cap. II, art. 3). Etc., etc. Por tanto, la Constitución se remite 
  constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de precisar y poner en 
  práctica aquellos comentarios adicionales y regular el disfrute de 
  pág. 26
  estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la 
  seguridad pública. Y estas leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por 
  los amigos del orden, y todas aquellas libertades reguladas de modo que la 
  burguesía no chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras 
  clases. Allí donde veda completamente "a los otros" estas libertades, o 
  consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas 
  policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la 
  "seguridad pública ", es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como lo 
  ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes invocan, por tanto, con 
  pleno derecho, la Constitución: los amigos del orden, al anular todas aquellas 
  libertades, y los demócratas, al exigirlas todas. Cada artículo de la 
  Constitución contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y 
  su propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario 
  adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase el 
  nombre de la libertad y sólo se impidiese su apíicación real y efectiva -- por 
  la vía legal se entiende --, la existencia constitucional de la libertad 
  permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia 
  cotidiana y real. 
      Sin embargo, esta Constitución, convertida en inviolable de un modo tan 
  sutil, era, como Aquiles, vulnerable en un punto; no en el talón, sino en la 
  cabeza, o mejor dicho en las dos cabezas en que culminaba: la Asamblea 
  Legislativa, de una parte, y, de otra, el presidente. Si se repasa la 
  Constitución, se verá que los únicos artículos absolutos, positivos, 
  indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que determinan las 
  relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se 
  trataba, para los republicanos burgueses, de asegurar su propia posición. Los 
  artículos 45 al 70 de la Constitución están redactados de tal forma, que la 
  Asamblea Na- 
  pág. 27
  cional puede eliminar al presidente de un modo constitucional, mientras que el 
  presidente sólo puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente, 
  desechandó la Constitución misma. Aquí, ella misma provoca, pues, su violenta 
  supresión. No sólo consagra la división de poderes, como la Carta 
  Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta una contradicción 
  insostenible. El juego de los poderes constitucionales, como Guizot llamaba a 
  las camorras parlamentarias entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, juega 
  en la Constitución de 1848 constantemente va banque. De un lado, 750 
  representantes del pueblo, elegidos por sufragio universal y reelegibles, que 
  forman una Asamblea Nacional no fiscalizable, indisoluble e indivisible, una 
  Asamblea Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que decide en última 
  instancia acerca de la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la 
  única que tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia ocupa 
  constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el presidente, con 
  todos los atributos del Poder regio, con facultades para nombrar y separar a 
  sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con todos los 
  medios del Poder Ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos los 
  puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y 
  medio de existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de 
  todos los grados. Tiene bajo su mando todo el Poder armado. Goza del 
  privilegio de indultar individualmente a los delincuentes, de dejar en 
  suspenso a los guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de 
  Estado, los consejos generales, cantonales y municipales elegidos por los 
  mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos los tratados con el 
  extranjero son facultades reservadas a él. Mientras que la Asamblea Nacional 
  actúa constantemente sobre las tablas, expuesta a la 
  pág. 28
  luz del día y, a la crítica publica, el presidente lleva una vida misteriosa 
  en los Campos Elíseos y, además, tiene siempre clavado en los ojos y en el 
  corazón el artículo 45 de la Constitución, que le grita un día tras otro: 
  "frère, il faut mourir! "[24] ¡Tu poder acaba el segundo domingo dei hermoso 
  mes de mayo del cuarto año de tu elección! ¡Y entonces, todo este esplendor se 
  ha acabado y la función no puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo 
  cómo te las arreglas para saldarlas con los 600.000 francos que te asigna la 
  Constitución, si es que acaso no prefieres dar con tus huesos en Clichy[25] al 
  segundo lunes del hermoso mes de mayo! A la par que asigna al presidente-el 
  Poder efectivo, la Constitución procura asegurar a la Asamblea Nacional el 
  Poder moral. Aparte de que es imposible atribuir un Poder moral mediante los 
  artículos de una ley, la Constitución aquí vuelve a anularse a sí misma, al 
  disponer que el presidente será elegido por todos los franceses mediante 
  sufragio universal y directo. Mientras que los votos de Francia se dispersan 
  entre los 750 diputados de la Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el 
  contrario, en un solo individuo. Mientras que cada uno de los representantes 
  del pueblo sólo representa a este o a aquel partido, a esta o aquella ciudad, 
  a esta o aquella cabeza de puente o incluso a. la mera necesidad de elegir a 
  uno cualquiera que haga el número de los 750, sin parar mientes minuciosamente 
  en la cosa ni en el hombre, él es el elegido de la nación, y el acto de su 
  elección es el gran triunfo que juega una vez cada cuatro años el pueblo 
  soberano. La Asamblea Nacional elegida está en una relación metafísica con la 
  nación, mientras que el presidente elegido está en una relación personal con 
  ella. La Asamblea Nacional representa sin duda, en sus distintos diputados, 
  las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en el presidente se encarna 
  este espíritu. El presidente posee frente 
  pág. 29
  a ella una especie de derecho divino, es presidente por la gracia del pueblo. 
      Tetis, la diosa del mar, había profetizado a Aquiles que moriría en la 
  flor de la juventud. La Constitución, que tiene su punto vulnerable, como 
  Aquiles, tenía también como éste el presentimiento de que moriría de muerte 
  prematura. A los republicanos puros[26] constituyentes les bastaba con echar 
  desde el reino de nubes de su república ideal una mirada al mundo profano, 
  para darse cuenta de cómo a medida que se iban acercando a la consumación de 
  su gran obra de arte legislativo, crecía por días la insolencia de los 
  monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas, de los comunistas, y su 
  propio descrédito, sin que, por tanto, Tetis necesitase abandonar el mar y 
  confiarles el secreto. Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad 
  con un ardid constitucional, mediante el artículo III de la Constitución, 
  según el cual toda propuesta de revisión constitucional ha de votarse en tres 
  debates sucesivos, con un intervalo de un mes entero entre cada debate, por 
  las tres cuartas partes de votantes, por lo menos, y siempre y cuando que, 
  además, voten no menos de 500 diputados de la Asamblea Nacional. Con esto no 
  hacían más que el pobre intento de ejercer como minoría -- porque ya se veían 
  proféticamente como tal -- un poder que en aquel momento, en que disponían de 
  la mayoría parlamentaria y de todos los resortes del Poder del gobierno, se 
  les iba escapando por días de las débiles manos. 
      Finalmente, en un artículo melodramático, la Constitución se confía "a la 
  vigilancia y al patriotismo de todo el pueblo francés y de todo francés por 
  separado", después que en otro artículo anterior había entregado ya a los 
  "vigilantes" y "patriotas" a los tiernos y criminales cuidados del Tribunal 
  Supremo, "Haute Cour ", creado expresamente por ella. 
  pág. 30
      Tal era la Constitución de 1848, que no fue derribada el 2 de diciembre de 
  1851 por una cabeza, sino que se vino a tierra al contacto de un simple 
  sombrero; claro que este sombrero era el tricornio napoleónico. 
      Mientras los republicanos burgueses de la Asamblea se ocu paban en 
  cavilar, discutir y votar esta Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la 
  Asamblea, el estado de sitio en París. El estado de sitio en París fue el 
  comadrón de la Constituyente en sus dolores republicanos del parto. Si más 
  tarde la Constitución fue muerta por las bayonctas, no hay que olvidar que 
  también había sido guardada en el vientre materno y traída al mundo por las 
  bayonetas, por bayonetas vueltas contra el pueblo. Los antepasados de los 
  "republicanos honestos" habían hecho dar a su símbolo, la bandera tricolor, la 
  vuelta por Europa. Ellos, a su vez, hicieron también un invento que se abrió 
  por sí mismo paso por todo el continente, pero retornando a Francia con amor 
  siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad 
  de sus departamentos: el estado de sitio. ¡Magnífico invento, aplicado 
  periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en el curso de la 
  revolución francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos así, periódicamente, por 
  encima de la sociedad francesa para aplastarle el cerebro y convertirla en un 
  ser tranquilo; el sable y el mosquetón, que periódicamente regentaban la 
  justicia y la administración, ejercían tutela y censura, hacían funciones de 
  policía y oficio de serenos; el bigote y la guerrera, que se preconizaban 
  periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad, 
  ¿no tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el 
  bigote y la guerrera, que dar por último en la ocurrencia de que era mejor 
  salvar a la sociedad de una vez para siempre, proclamando su propio régimen 
  como el más alto de todos y descargan- 
  pág. 31
  do por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma? 
  El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera tenían 
  necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto que de 
  este modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos servicios, 
  mientras que limitándose a decretar periódicamente el estado de sitio y a 
  salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella fracción 
  de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos y 
  heridos y de algunas muecas amistosas de burgueses. ¿Por qué el elemento 
  militar no podía jugar por fin de una vez al estado de sitio en su propio 
  interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas 
  burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel 
  Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo Cavaignac 
  tenía, sin juicio, a 15.000 insurrectos deportados, vuelve a hallarse en este 
  momento a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en París. 
      Si los republicanos "honestos", los republicanos puros, plantaron con el 
  estado de sitio de París el vivero en que habían de criarse los pretorianos 
  del 2 de diciembre de 1851, merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, 
  lejos de exagerar el sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, 
  ahora, cuando disponen del Poder de la nación, se arrastran a los pies del 
  extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla los 
  austríacos y los napolitanos[27]. La elección de Luis Bonaparte como 
  presidente, el Io de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y 
  a la Constituyente. 
      En el artículo 44 de la Constitución, se dice: "El presidente de la 
  República Francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa". El 
  primer presidente de la Repúbli- 
  pág. 32
  ca Francesa, L. N. Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadania francesa, no 
  sólo había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un 
  suizo naturalizado[28]. 
      Ya he expuesto en otro lugar[29] la significación de las elecciones del 10 
  de diciembre. No he de volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una 
  reacción de los campesinos, que habían tenido que pagar los costos de la 
  revolución de Febrero, contra las demás clases de la nación, una reacción del 
  campo contra la ciudad. Esta reacción encontró gran eco en el ejército, al que 
  los republicanos del National no habían dado fama ni aumento de sueldo; entre 
  la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia la monarquía; entre 
  los proletarios y los pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para 
  Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar más en detalle la 
  actitud de los campesinos hacia la revolución francesa. 
      La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la 
  Constituyente en mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los 
  republicanos burgueses. Después de haber creado una república para la 
  burguesía y de haber expulsado del campo de lucha al proletariado 
  revolucionario y a la pequeña burguesía democrática, reducida provisionalmente 
  al silencio, se ven ellos mismos puestos al margen por la masa de la 
  burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa de su 
  propiedad. Pero esta masa burguesa era monárquica. Una parte de ella, los 
  grandes terratenientes, había dominado bajo la Restauración y era, por tanto, 
  legitimista [30]. La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes 
  industriales, había dominado bajo la monarquía de Julio y era, por 
  consiguiente, orleanista [31]. Los altos dignatarios dei Ejército, de la 
  Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de la Prensa, se 
  repartían entre ambos campos, aun- 
  pág. 33
  que en distinta proporción. Aquí, en la república burguesa, que no ostentaba 
  el nombre de Borbón ni el nombre de Orleáns, sino el nombre de Capital, habían 
  encontrado la forma de gobierno bajo la cual podían dominar conjuntamente. Ya 
  la insurrección de Junio los había unido en las filas del "partido del orden". 
  Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla de los republicanos 
  burgueses que ocupaban todavía los escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo 
  que estos republicanos puros habían tenido de brutales para abusar de la 
  fuerza física contra el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, 
  de tímidos, de alicaidos, de incapaces de luchar para mantener su 
  republicanismo y su derecho de legisladores frente al Poder Ejecutivo y los 
  monárquicos. No tengo por qué relatar aquí la historia ignominiosa de su 
  disolución. No cayeron, se acabaron. Su historia ha terminado para siempre, y 
  en el periodo siguiente ya sólo figuran, lo mismo dentro que fuera de la 
  Asamblea, como recuerdos, recuerdos que parecen revivir de nuevo tan pronto 
  como se trata del mero nombre de República y cuantas veces el conflicto 
  revolucionario amenaza con descender hasta el nivel más bajo. Diré de pasada 
  que el periódico que dio su nombre a este partido, el National, se pasó en el 
  período siguiente al socialismo. 
      Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía una ojeada 
  retrospectiva a los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de 
  diciembre de 1851, mientras que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta el 
  retiro de la Constituyente vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de 
  un lado, a Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los monárquicos 
  coligados, al partido del orden, al partido de la gran burguesía. Al tomar 
  posesión de la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del 
  partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese 
  pág. 34
  bien, el antiguo dirigente de la fracción más liberal de la burguesía 
  parlamentaria. Por fin, el señor Barrot había cazado la cartera de ministro 
  cuyo espectro le perseguía desde 1830, y más aún, la presidencia del 
  ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como el jefe más 
  avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión de matar un 
  parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los 
  legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después de que 
  ésta había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se eclipsó en 
  apariencia totalmente. Aquel partido actuaba por él. 
      Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición a Roma, que 
  se convino en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole los 
  medios financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la 
  Asamblea Nacional y con una conspiración secreta con las potencias 
  absolutistas extranjeras contra la república revolucionaria romana. Del mismo 
  modo y con la misma maniobra, Bonaparte preparó su golpe del 2 de diciembre 
  contra la Asamblea Legislativa monárquica y su república constitucional. No 
  olvidemos que el mismo partido, que el 20 de diciembre de 1848 formaba el 
  ministerio de Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1851 la mayoría de la 
  Asamblea Nacional Legislativa. 
      La Constituyente había acordado en agosto no disolverse hasta después de 
  elaborar y promulgar toda una serie de leyes orgánicas complementarias de la 
  Constitución. El partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio 
  del diputado Rateau, no tocar las leyes orgánicas y acordar más bien su propia 
  disolución. No sólo el ministerio, con el señor Odilon Barrot a la cabeza, 
  sino todos los diputados monárquicos de la Asamblea Nacional le hicieron saber 
  en este momento, 
  pág. 35
  en tono imperativo, que su disolución era necesaria para restablecer el 
  crédito, para consolidar el orden, para poner fin a aquella indefinida 
  situación provisional y crear un estado de cosas definitivo; que la Asamblea 
  entorpecía la actividad del nuevo gobierno y sólo procuraba alargar su vida 
  por rencor, que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó nota dé todas 
  estas invectivas contra el Poder Legislativo, se las aprendió de memoria y, el 
  2 de diciembre de 1851, demostró a los monárquicos parlamentarios que había 
  aprovechado sus lecciones. Repitió contra ellos sus propios tópicos. 
      El ministerio Barrot y el partido del orden fueron más allá. Hicieron que 
  de toda Francia se dirigiesen solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo a 
  ésta muy amablemente que se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla 
  contra la Asamblea Nacional, expresión constitucionalmente organizada del 
  pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte a apelar ante el 
  pueblo contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de enero de 1849 
  llegó el día en que la Constituyente había de resolver el problema de su 
  propia disolución. La Asamblea Nacional se encontró con el edificio en que se 
  celebraban sus sesiones ocupado militarmente; Changarnier, el general del 
  partido del orden, en cuyas manos se concentraba el mando supremo sobre la 
  Guardia Nacional y las tropas de línea, celebró en París una gran revista de 
  tropas, como en vísperas de una batalla, y los monárquicos coligados 
  declararon conminatoriamente a la Constituyente, que si no se mostraba sumisa, 
  se emplearía la fuerza. Se mostró sumisa y regateó únicamente un plazo 
  brevísimo de vida. ¿Qué fue el 29 de enero sino el golpe de Estado del 2 de 
  diciembre de 1851, sólo que ejecutado por los monárquicos juntamente con 
  Bonaparte contra la Asamblea Nacional republicana? Aque- 
  pág. 36
  llos señores no advirtieron o no quisieron advertir que Bonaparte se valió del 
  29 de enero de 1849 para hacer que desfilase ante él, por las Tullerías, una 
  parte de las tropas y se agarró ávidamente a esta primera demostración pública 
  del poder militar contra el poder parlamentario, para hacer alusión a 
  Calígula. Claro está que ellos no veían más que a su Changarnier. 
      El motivo que llevó especialmente al partido del orden a acortar 
  vioientamente la vida de la Constituyente fueron las leyes orgánicas 
  complementarias de la Constitución, como la ley de enseñanza, la ley de 
  cultos, etc. A los monárquicos coligados les interesaba en extremo hacer ellos 
  mismos estas leyes y no dejar que las hiciesen los republicanos ya recelosos. 
  Entre estas leyes orgánicas figuraba también, sin embargo, una ley sobre la 
  responsabilidad del presidente de la república. En 1851, la Asamblea 
  Legislativa se ocupaba precisamente de la redacción de esta ley, cuando 
  Bonaparte paró este golpe con el golpe del 2 de diciembre. ¡Qué no hubieran 
  dado los monárquicos coligados, en su campaña parlamentaria del invierno de 
  185I, por haberse encontrado ya hecha la ley sobre la responsabilidad 
  presidencial! ¡Y hecha además por una Asamblea desconfiada, rencorosa, 
  republicana! 
      Después de que la misma Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su 
  última arma, el ministerio Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte, 
  no dejaron por hacer nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y 
  a su falta de confianza en sí misma leyes que le costaron el último residuo de 
  respeto de que aún gozaba entre el público. Bonaparte, con su idea fija 
  napoleónica, fue lo suficientemente audaz para explotar públicamente esta 
  degradación del poder parlamentario. En efecto, cuando el 8 de mayo de 1849 la 
  Asamblea Nacional dio un voto de censura al gobierno por 
  pág. 37
  la ocupación de Civitavecchia por Oudinot y ordenó que se redujese la 
  expedición romana a su supuesta finalidad[32], Bonaparte publicó en el 
  Moniteur, en la tarde del mismo día, una carta a Oudinot en la que le felicitó 
  por sus heroicas hazañas, y se presentó ya, por oposición a los escritorcillos 
  parlamentarios, como el generoso protector del ejército. Los monárquicos, al 
  ver esto, se sonrieron, creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle. 
  Por fin, cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó en peligro por 
  un momento la seguridad de la Asamblea Nacional, y, apoyándose en la 
  Constitución, requirió a un coronel con su regimiento, el coronel se negó a 
  obedecer e invocó la disciplina y remitió a Marrast a Changarnier, quien le 
  despidió sardónicamente, diciéndole que no le gustaban las baionnettes 
  intelligentes. En noviembre de 1851, cuando los monárquicos coligados 
  quisieron comenzar la lucha decisiva contra Bonaparte, intentaron, con su 
  célebre proyecto de ley sobre los cuestores [33], hacer adoptar el principio 
  de la requisición directa de las tropas por el presidente de la Asamblea 
  Nacional. Uno de sus generales, Leflô, había suscrito el proyecto de ley. Fue 
  inútil que Changarnier votase en favor de la propuesta y que Thiers rindiese 
  homenaje a la circunspecta sabiduría de la antigua Constituyente. El ministro 
  de la Guerra, St. Arnaud, le contestó como Changarnier había contestado a 
  Marrast, ¡y entre los gritos de aplauso de la Montaña! 
      Así fue como el mismo partido del orden, cuando todavía no era Asamblea 
  Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y 
  pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de 185I, este régimen es 
  desterrado de Francia! 
      ¡Que lleve feliz viaje! 
  pág. 37


  III


      El 28 de mayo de 1849 se reunió la Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de 
  diciembre de 1851 fue disuelta. Este período abarca la vida de la república 
  constitucional o parlamentaria. 
      En la primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales 
  sigue la dominación de los girondinos [34], y a la dominación de los 
  girondinos la de los jacobinos [35]. Cada uno de estos partidos se apoya en el 
  más avanzado. Tan pronto como ha impulsado la revolución lo suficiente para no 
  poder seguirla, y mucho menos para poder encabezarla, es desplazado y enviado 
  a la guillotina por el aliado más intrépido que está detrás de él. La 
  revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional. 
      En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como 
  apéndice del pequeñoburgués-democrático. Este le traiciona y contribuye a su 
  derrota el 16 de abril, el 15 de mayo[36] y en las jornadas de Junio. A su 
  vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros del 
  republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses 
  se sacuden el molesto camarada y se apoyan a su vez sobre los hombros del 
  partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los 
  republicanos burgueses dando volteretas y salta a su vez a los hombros del 
  Poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una 
  buena mañana se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas. 
  Cada partido da coces por detrás al que empuja hacia adelante y se apoya por 
  delante en el partido que tira para atrás. No es extraño que en esta ridícula 
  postura, pierda el equilibrio y se venga a tierra entre extrañas 
  pág. 39
  cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De este modo, la 
  revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de retroceso se 
  encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de Febrero y de 
  constituirse la primera autoridad revolucionaria. 
      El período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada 
  de clamorosas contradicciones: constitucionales que conspiran abiertamente 
  contra la Constitución, revolucionarios que confiesan ser constitucionales, 
  una Asamblea Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo 
  momento parlaméntaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación y 
  consuela los golpes de sus derrotas presentes con la profecía de victorias 
  futuras; monárquicos que son los patres conscripti [*] de la república y se 
  ven obligados por la situación a mantener en el extranjero las dinastías 
  reales en pugna, de que son partidarios, y sostener en Francia la república, a 
  la que odian; un Poder Ejecutivo que encuentra en su misma debilidad su 
  fuerza, y su respetabilidad en el desprecio que inspira; una república que no 
  es más que la infamia combinada de dos monarquías, la de la Restauración y la 
  de Julio, con una etiqueta imperial; alianzas cuya primera cláusula es la 
  separación; luchas cuya primera ley es la indecisión; en nombre de la calma 
  una agitación desenfrenada y vacua; en nombre de la revolución los más 
  solemnes sermones en favor de la tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades 
  sin pasión; héroes sin hazañas; historia sin acontecimientos; un proceso cuya 
  única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna 
  repetición de tensiones y relajamientos; antagonismos que sólo parecen 
  exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse; 


      * Los senadores. 
  pág. 40
  esfuerzos pretenciosamente ostentados y espantos burgueses ante el peligro del 
  fin del mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más 
  mezquinas intrigas y comedias palaciegas, que en su laisser aller [*] 
  recuerdan más que el Juicio Final los tiempos de la Fronda[37]; el genio 
  colectivo oficial de Francia ultrajado por la estupidez ladina de un solo 
  individuo; la voluntad colectiva de la nación, cuantas veces habla en el 
  sufragio universal, buscando su expresión adecuada en los enemigos 
  empedernidos de los intereses de las masas, hasta que, por último, la 
  encuentra en la tozudez de un filibustero. Si hay pasaje de la historia 
  pintado en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres y acontecimientos aparecen 
  como un Schlemihl[*] a la inversa, como sombras que han perdido a sus cuerpos. 
  La misma revolución paraliza a sus propios portadores y sólo dota de violencia 
  pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece el "espectro rojo", 
  constantemente evocado y conjurado por los contrarrevolucionarios, no aparece 
  tocado con el gorro frigio[38] de la anarquía, sino vistiendo el uniforme del 
  orden, con zaraguelles rojos. 
      Veíamos que el ministerio nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 
  1848, el día de su ascensión, era un ministerio del partido del orden, de la 
  coalición legitimista y orleanista. Este ministerio Barrot-Falloux había 
  sobrevivido a la Constituyente republicana, cuya vida había acortado de un 
  modo más o menos violento, y empuñaba todavía el timón. Changarnier, el 
  general de los monárquicos coligados, seguía concentrando en su persona el 
  alto mando de la primera división militar y de la Guardia Nacional de París. 
  Finalmente, las 


      * Despreocupación.
      ** Personaje de la obra de Adalbert von Chamisso "Pedro Schlemihl", que, 
  tratando de enriquecerse, vendió su sombra, y después anduvo buscándola por 
  todo el mundo. 
  pág. 41
  elecciones generales habían asegurado al partido del orden la gran mayoría en 
  la Asamblea Nacional. Aquí, los diputados y los pares de Luis Felipe se 
  encontraron con un santo tropel de legitimistas para quienes numerosas 
  papeletas electorales de la nación se habían trocado en entradas para la 
  escena política. Los diputados bonapartistas eran demasiado contados para 
  poder formar un partido parlamentario independiente. Sólo aparecían como una 
  mauvaise queue [*] del partido del orden. Como vemos, el partido del orden 
  tenía en sus manos el Poder del gobierno, el ejército y el cuerpo legislativo; 
  en una palabra, todos los poderes del Estado, y hallábase fortalecido 
  moralmente por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación como 
  voluntad del pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución en 
  todo el continente europeo. 
      Jamás un partido abrió la campaña con medios más abundantes ni bajo 
  mejores auspicios. 
      Los republicanos puros naufragados se vieron reducidos en la Asamblea 
  Nacional Legislativa a una pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los 
  generales africanos Cavaignac Lamoriciere y Bédeau. Pero el gran partido de 
  oposición lo formaba la Montaña. Con este nombre parlamentario se había 
  bautizado el partido socialdemócrata. Disponía de más de 200 de los 750 votos 
  de la Asamblea Nacional y era, por lo menos, tan fuerte como cualquiera de las 
  tres fracciones del partido del orden por separado. Su minoría relativa frente 
  a toda la coalición monárquica parecía estar compensada por circunstancias 
  especiales. No sólo porque las elecciones departamentales pusieron de 
  manifiesto que este partido había ganado simpatías considerables entre la 
  población del campo. 


      * Un apéndice molesto. 
  pág. 42
  Contaba además en sus filas con casi todos los diputados de París, el ejército 
  había hecho una confesión de fe democrática mediante la elección de tres 
  suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia de todos los 
  representantes del partido del orden, fue elevado al rango de la nobleza 
  parlamentaria por cinco departamentos que habían concentrado sus votos en él. 
  Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables choques intestinos de 
  los monárquicos y los de todo el partido del orden con Bonaparte, la Montaña 
  parecía contar con todos los elementos de éxito. Catorce días después lo había 
  perdido todo, hasta el honor. 
      Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables 
  algunas observaciones, para evitar los errores corrientes acerca del carácter 
  total de la época que tenemos delante. Según la manera de ver de los 
  demócratas, durante el período de la Asamblea Nacional Legislativa el problema 
  es el mismo que el del período de la Constituyente: la simple lucha entre 
  republicanos y monárquicos. En cuanto al movimiento mismo lo encierran en un 
  tópico: "reacción ", la noche, en la que todos los gatos son pardos y que les 
  permite salmodiar todos sus habituales lugares comunes, dignos de su papel de 
  sereno. Y, ciertamente, a primera vista el partido del orden parece un ovillo 
  de diversas fracciones monárquicas, que no sólo intrigan unas contra otras 
  para elevar cada cual al trono a su propio pretendiente y eliminar al del 
  bando contrario, sino que, además, se unen todas en el odio común y en los 
  ataques comunes contra la "república". Por su parte, la Montaña aparece como 
  la representante de la "república" frente a esta conspiración monárquica. El 
  partido del orden aparece constantemente ocupado en una "reacción" que, ni más 
  ni menos que en Prusia, va contra la prensa, contra la asociación, etc., y se 
  traduce, al igual que en Prusia, en bru- 
  pág. 43
  tales ingerencias policíacas de la burocracia, de la gendarmeria y de los 
  tribunales. A su vez, la "Montaña" está constantemente ocupada con no menos 
  celo en repeler estos ataques, defendiendo así los "eternos derechos humanos", 
  como todo partido sedicente popular lo viene haciendo más o menos desde hace 
  siglo y medio. Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los 
  partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases y 
  la peculiar fisonomía de este periodo. 
      Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos grandes 
  fracciones del partido del orden. ¿Qué és lo que hacía que estas fracciones se 
  aferrasen a sus pretendientes y las mantenía mutuamente separadas? ¿No era 
  acaso más que las flores de lis y el tricolor de la dinastía de Borbón y la de 
  Orleáns, distintos matices de monarquismo, era acaso, en general, la profesión 
  de fe monárquica? Bajo los Borbones había gobernado la gran propiedad 
  territorial, con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleáns, la alta finanza, 
  la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital, con todo su séquito 
  de abogados, profesores y retóricos. La monarquía legítima no era más que la 
  expresión política de la dominación heredada de los señores de la tierra, del 
  mismo modo que la monarquía de Julio no era más que la expresión política de 
  la dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que, por tanto, 
  separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios, eran sus 
  condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era el 
  viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el capital y 
  la propiedad del suelo. Que, al mismo tiempo, había viejos recuerdos, 
  enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, 
  simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios que los 
  mantenían unidos a una u otra dinastía, ¿quién 
  pág. 44
  lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones 
  sociales de existencia, se levanta toda una superestructura de sentimientos, 
  ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un 
  modo peculiar. La clase entera los crea y los plasma derivándolos de sus bases 
  materiales y de las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto, 
  a quien se los imbuye la tradición y la educación, podrá creer que son los 
  verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta. Aunque los 
  orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción se esfuerce por 
  convencerse a sí misma y por convencer a la otra de que lo que las separa es 
  la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más 
  bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen. 
  Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y 
  dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay 
  que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos 
  y su organismo real y sus intereses reales, entre lo que se imaginan ser y lo 
  que en realidad son. Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república 
  los unos unto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada parte quería 
  imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía, esto sólo 
  significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se 
  divide la burguesía -- la propiedad del suelo y el capital -- aspiraba a 
  restaurar su propia supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos in 
  tereses de la burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su 
  coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente aburguesada 
  por el desarrollo de la sociedad moderna. También los tories[39] en Inglaterra 
  se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de creer que se entusiasmaban con 
  la monarquía, la Iglesia y las bellezas de la vieja Constitución 
  pág. 45
  inglesa, hasta que llegó el día del peligro y les arrancó la confesión de que 
  sólo se entusiasmaban con la renta del suelo. 
      Los monárquicos coligados intrigaban unos contra otros en la prensa, en 
  Ems, en Claremont,[40] fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían a 
  vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos 
  torneos. Pero en la escena pública, en sus acciones y representaciones 
  dramáticas, como gran partido parlamentario, despachaban a sus respectivas 
  dinastías con simples reverencias y aplazaban la restauración de la monarquía 
  in infinitum. Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es 
  decir, bajo un título social y no bajo un título político, como representantes 
  del régimen social burgués y no como caballeros de ninguna princesa 
  peregrinante, como clase burguesa frente a otras clases y no como monárquicos 
  frente a republicanos. Y, como partido del orden, ejercieron una dominación 
  más ilimitada y más dura sobre las demás clases de la sociedad que la que 
  habían ejercido nunca bajo la restauración o bajo la monarquía de Julio, como 
  sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república parlamentaria, pues 
  sólo bajo esta forma podían unirse los dos grandes sectores de la burguesía 
  francesa, y por tanto poner a la orden del día la dominación de su clase en 
  vez del régimen de un sector privilegiado de ella. Si, a pesar de esto y 
  también como partido del orden, insultaban a la república y manifestaban la 
  repugnancia que sentían por ella, no era sólo por apego a sus recuerdos 
  monárquicos. El instinto les enseñaba que la república había coronado 
  indudablemente su dominación política, pero al mismo tiempo socavaba su base 
  social, ya que ahora se enfrentaban con las clases sojuzgadas y tenían que 
  luchar con ellas sin ningún género de mediación, sin poder ocultarse detrás de 
  la corona, sin poder desviar el interés de la nación mediante sus luchas 
  subalternas intestinas 
  pág. 46
  y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el que las hacía 
  retroceder temblando ante las condiciones puras de su dominación de clase y 
  suspirar por las formas más incompletas, menos desarrolladas y precisamente 
  por ello menos peligrosas de su dominación. En cambio, cuantas veces los 
  monárquicos coligados chocan con el pretendiente que tienen enfrente, con 
  Bonaparte, cuantas veces creen qlle el Poder Ejecutivo hace peligrar su 
  omnipotencia parlamentaria, cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el 
  título politico de su dominación, actúan como republicanos y no como 
  monárquicos. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la Asamblea Nacional 
  que la república es lo que menos los separa, hasta el legitimista Berryer, que 
  el 2 de diciembre de 1851, ceñido con la banda tricolor, arenga como tribuno, 
  en nombre de la república, al pueblo congregado delante del edificio de la 
  alcaldía del décimo arrondissement *. Claro está que el eco burlón le 
  contestaba con este grito: ¡Enrique V, Enrique V¡ 
      Frente a la burguesía coligada se había formado una coalición de pequeños 
  burgueses y obreros, el llamado partido socialdemócrata. Los pequeños 
  burgueses viéronse mal recompensados después de las jornadas de Junio de 1848, 
  vieron en peligro sus intereses materiales y puestas en tela de juicio por la 
  contrarrevolución las garantias democráticas que habían de asegurarles la 
  posibilidad de hacer valer aquellos intereses. Se acercaron, por tanto, a los 
  obreros. De otra parte, su representación parlamentaria, la Montaña, puesta al 
  margen durante la dictadura de los republicanos burgueses, había reconquistado 
  durante la última mitad de la vida de la Constituyente su perdida popularidad 
  con la lucha contra Bonaparte y los ministros monárquicos. Había concertado 
  una alianza con los 


      * Distrito. 
  pág. 47
  jefes socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la 
  reconciliación. Se esbozó un programa común, se crearon comités electorales 
  comunes y se proclamaron candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales 
  del proletariado se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro 
  democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se les 
  despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así 
  nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación, 
  contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de algunos 
  sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más fuertes 
  en número. Pero, en el transcurso del proceso había cambiado, con la clase a 
  que representaba. El carácter peculiar de la socialdemocracia se resume en el 
  hecho de exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la 
  par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su 
  antitesis y convertirla en armonía. Por mucho que difieran las medidas 
  propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se adorne con concepciones 
  más o menos revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este contenido 
  es la transformación de la sociedad por vía democrática, pero una 
  transformación dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a 
  formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por 
  principio, un interés egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las 
  condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera 
  de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de 
  clases. Tampoco debe creerse que los representantes democráticos son todos 
  shopkeepers * o gentes que se entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo 
  de distancia de ellos, 


      * Tenderos. 
  pág. 48
  por su cultura y su situación individual. Lo que los hace representantes de la 
  pcqueña burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de donde van 
  los pequeños burgueses en sistema de vida; que, por tanto, se ven teóricamente 
  impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsan a 
  aquéllos, prácticamente, el interés material y la situación social. Tal es, en 
  general, la relación que existe entre los representantes políticos y 
  literarios de una clase y la clase por ellos representada. 
      Por todo lo expuesto, se comprende de por sí que aunque la Montaña luchase 
  constantemente con el partido del orden en torno a la república y a los 
  llamados derechos del hombre, ni la república ni los derechos del hombre eran 
  su fin último, del mismo modo que un ejército al que se quiere despojar de sus 
  armas y que se apresta a la defensa, no se lanza al terreno de lucha para 
  quedar en posesión de sus armas. 
      Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del 
  orden provocó a la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad de acabar 
  con los demócratas pequeñoburgueses, lo mismo que un año antes había 
  comprendido la necesidad de acabar con el proletariado revohlcionario. Pero la 
  situación del adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba 
  en la calle, y la de los pequeñoburgueses en la misma Asamblea Nacional. 
  Tratábase, pues, de atraerlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que 
  ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo 
  y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia la trampa a rienda 
  suelta. 
      El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas francesas. 
  Este bombardeo infringía el artículo V de la Constitución,[41] que prohíbe a 
  la República Francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de 
  otro pueblo. 
  pág. 49
  Además, el artículo 54 prohibía toda declaración de guerra por el Poder 
  Ejecutivo sin la aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había 
  desautorizado la expedición a Roma, con su acuerdo del 8 de mayo. Basándose en 
  estas razones, Ledru-Rollin presentó el 11 de junio de 1849 un acta de 
  acusación contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa 
  de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que estaba dispuesto a 
  defender la Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la mano. 
  La Montaña se levantó como un solo hombre y repitió este llamamiento a las 
  armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó el acta de acusación, y la 
  Montaña abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son 
  conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando "fuera de la 
  Constitución" a Bonaparte y sus ministros; la procesión callejera de los 
  guardias nacionales democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron a 
  escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc., etc. Una parte de 
  la Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada al Tribunal Supremo de 
  Bourges, y un reglamento parlamentario sometió al resto a la vigilancia 
  magisterial del presidente de la Asamblea Nacional. En París se declaró 
  nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional 
  fue disuelta. Así, se destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento 
  y la fuerza de los pequeños burgueses en París. 
      En Lyon, donde el 13 de junio se había dado la señal para un sangriento 
  levantamiento obrero, se declaró también el estado de sitio, que se hizo 
  extensivo a los cinco departamentos circundantes, situación que dura hasta el 
  momento actual. 
      El grueso de la Montaña dejó en la estacada a su vanguardia, negándose a 
  firmar la proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos se 
  atrevieron a publicar el pronun- 
  pág. 50
  ciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los 
  guardias nacionales no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que 
  se levantasen barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños 
  burgueses, ya que a los pretendidos afiliados del ejército no se les vio por 
  ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo del proletariado, el 
  partido democrático le contagió su propia debilidad, y, como suele ocurrir con 
  las hazañas democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a 
  su "pueblo" de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus 
  jefes. 
      Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que la campaña 
  inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con 
  más seguridad ni con más anticipación que la victoria inevitable de la 
  democracia. Indudablemente, los demócratas creen en las trompetas, cuyos 
  toques habían derribado las murallas de Jericó[42]. Y cuantas veces se 
  enfrentan con las murallas del despotismo, intentan repetir el milagro. Si la 
  Montaña quería véncer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si 
  llamaba a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle 
  parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un propósito serio, era 
  necio no prever que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en 
  una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con las que esa lucha 
  había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses 
  y de sus representantes democráticos no son más que intentos de intimidar al 
  adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se han 
  comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo 
  hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin 
  propuesto y acechan todos los pretextos para sucumbir. Tan 
  pág. 51
  pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la 
  lucha se pierde en un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su 
  papel au sérieux [*] y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón 
  lleno de aire al que se le pincha con una aguja. 
      Ningún partido exagera más ante él mismo sus medios que el democrático, 
  ninguno se engaña con más ligereza acerca de la situación. Puesto que una 
  parte del ejército había votado a su favor, la Montaña estaba ya convencida de 
  que el ejército se sublevaría por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, 
  desde el punto de vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que los 
  revolucionarios se ponían al lado de los soldados romanos y en contra de los 
  soldados franceses. De otra parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo 
  del mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una profunda 
  repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas 
  una desconfianza completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas 
  diferencias, harían falta grandes intereses comunes que estuviesen en juego. 
  La infracción de un artículo constitucional abstracto no podía brindar un tal 
  interés. ¿Acaso no se había violado ya repetidas veces la Constitución según 
  aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los periódicos más populares no 
  habían estigmatizado esta Constitución como un amaño contrarrevolucionario? 
  Pero el demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una 
  clase de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan el uno 
  contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en general. 
  Los demócratas reconocen que tienen enfrente a una clase privilegiada, pero 
  ellos, con todo el resto de la nación que los circun- 


      * En serio. 
  pág. 52
  da, forman el pueblo. Lo que ellos representan es el derecho del pueblo ; lo 
  que les interesa es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una 
  lucha, no necesitan examinar los intereses y las posiciones de las distintas 
  clases. No necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios medios. 
  No tienen más que dar la señal, para que el pueblo, con todos sus recursos 
  inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica la cosa, 
  sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia, la culpa la 
  tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo indivisible en varios 
  campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y cegado pata ver en los 
  fines puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha fracasado todo por un 
  detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad imprevista que ha malogrado 
  la partida por esta vez. En todo caso, el demócrata sale de la derrota más 
  ignominiosa tan inmaculado como inocente entró en ella, con la convicción de 
  nuevo adquirida de que tiene necesariamente que vencer, no de que él mismo y 
  su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino de que, por el 
  contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para ponerse a tono 
  con él. 
      Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica de la Montaña 
  diezmada, destrozada y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 
  13 de junio eliminó a sus jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de 
  segundo rango, a quienes esta nueva posición halagaba. Si su impotencia en el 
  parlamento ya no dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora también derecho a 
  limitar sus actos a estallidos de indignación moral y a estrepitosas 
  declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver encarnados en ellos, 
  como últimos representantes oficiales de la revolución, todos los horrores de 
  la anarquía, estc les permitía comportarse en la práctica 
  pág. 53
  con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se consolaban con 
  este giro profundo: Pero, si se osa tocar el sufragio universal, ¡ah, 
  entonces! ¡Entonces verán quiénes somos nosotros! Nous verrons [*] 
      Por lo que se refiere a los "montañeses" huidos al extranjero, basta 
  observar que Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido arruinar 
  irremisiblemente en menos de dos semanas el potente partido a cuyo frente 
  estaba, se creyó llamado a formar un gobierno francés in partibus ; que a lo 
  lejos, desgajada del campo de acción, su figura parecía ganar en talla a 
  medida que bajaba el nivel de la revolución y las magnitudes oficiales de la 
  Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente 
  republicano para 1852; que dirigía circulares periódicas a los valacos y a 
  otros pueblos, en las que se amenazaba a los déspotas del continente con sus 
  hazañas y las de sus aliados. Proudhon tenía toda la razón cuando gritó a 
  estos señores: Vous n'etes que des blagueurs ![**] 
      El 13 de junio, el partido del orden no sólo había quebran tado la fuerza 
  de la Montaña, sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución a 
  los acuerdos de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y así entendía él la 
  república, como el régimen en el que la burguesía dominaba bajo formas 
  parlamentarias, sin encontrar un valladar, como bajo la monarquía, en el veto 
  del Poder Ejecutivo o en el derecho de disolver el parlamento. Esto era la 
  república parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio la 
  burguesía aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba a 
  éste a una debilidad incurable frente al Poder Ejecutivo y al pueblo, al 
  repudiar a la parte más popular de la Asamblea? 


      * Ya veremos.
      ** ¡No sois más que unos charlatanes! 
  pág. 54
  Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias, a la requisición de los 
  tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria. El reglamento 
  humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente de la 
  república en la misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los 
  representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección, en defensa del 
  régimen constitucional, como anárquica, como un movimiento encaminado a 
  subvertir la sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el camino del 
  llamamiento a la insurrección, tan pronto como el Poder Ejecutivo violase la 
  Constitución en contra de ella. Y la ironía de la historia quiso que el 2 de 
  diciembre de 1851, el general que bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando 
  así el motivo inmediato para el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot, 
  hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano, por el 
  partido del orden, como el general de la Constitución frente a Bonaparte. Otro 
  héroe del 13 de junio, Vieyra, que desde la tribuna de la Asamblea Nacional 
  cosechó elogios por las brutalidades cometidas por él en los locales de 
  periódicos democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales 
  pertenecientes a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la 
  conspiración de Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea 
  Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo por parte de la Guardia Nacional. 

      El 13 de junio tenía, además, otra significación. La Montaña había querido 
  arrancar el que se colocase a Bonaparte en estado de acusación. Por tanto, su 
  derrota era una victoria directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste 
  sobre sus enemigos democráticos. El partido del orden había conseguido la 
  victoria y Bonaparte no tenía que hacer más que embolsársela. Así lo hizo. El 
  14 de junio pudo leerse en los muros de París una proclama en la que el 
  presidente, como sin parti- 
  pág. 55
  cipación suya, resistiéndose, obligado simplemente por la fuerza de los 
  acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja, conlo la virtud 
  ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y, mientras parece identificar 
  a su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden con su 
  persona. Además, la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de 
  realizada, la expedición contra Roma, pero la iniciativa corrió a cargo de 
  Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía 
  esperar entrar en las Tullerías como rey David[43]. Se había ganado a los 
  curas. 
      El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica 
  procesión callejera. Contra él no se podían, por tanto, ganar laureles 
  guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes y en acontecimientos, 
  el partido del orden convirtió esta batalla incruenta en un segundo 
  Austerlitz[44]. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército, como el poder 
  del orden, en contraposición a las masas del pueblo, como la impotencia de la 
  anarquía, y glorificaron a Changarnier, como el "baluarte de la sociedad". Un 
  engaño, en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo de cuerda, 
  fueron desplazados de París los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos 
  en que las elecciones habían dado los resultados más democráticos fueron 
  desterrados de Francia a Argelia, las cabezas inquietas que había entre las 
  tropas, enviadas a secciones de castigo, y, por último, sistemáticamente se 
  llevó a cabo el aislamiento de la prensa del cuartel y el del cuartel de la 
  sociedad burguesa. 
      Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia Nacional 
  francesa. En 1830 había decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe 
  fracasaron todos los motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las 
  tropas Cuando en las jornadas de Febrero de 1848, se mantuvo en 
  pág. 56
  actitud pasiva frente a la insurrección y equívoca frente a Luis Felipe, éste 
  se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando la convicción de que la 
  revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército podía 
  vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la omnipotencia 
  civil. Las jornadas de Junio de 1848, en que toda la Guardia Nacional, unida a 
  las tropas de línea, sofocó la insurrección, habían reforzado esta fe 
  supersticiosa. Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la posición 
  de la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión 
  anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división militar en 
  la persona de Changarnier. 
      Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del 
  alto mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice 
  de las tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por 
  su disolución parcial, que desde aquel momento se repitió periódicamente en 
  todos los puntos de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia 
  Nacional. La manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación 
  de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron al 
  ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba 
  precisamente el talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era 
  un trapo de lana como otro cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas 
  de Junio de 1848, la burguesía y la pequeña burguesía, en calidad de Guardia 
  Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el proletariado el 13 de 
  junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército dispersase a la Guardia 
  Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la 
  Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar 
  este hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución. 
  pág. 57
  Así fue como la burguesía rompió ella misma su última arma contra el ejército, 
  pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en que la pequeña 
  burguesía no estaba ya detrás de ella como vasallo, sino delante de ella como 
  rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en general, con 
  sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella misma 
  absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo. 
      Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un Poder que 
  en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus 
  trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, 
  maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo 
  las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que 
  amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el 
  estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional 
  suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, 
  después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su 
  ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los 
  orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante excursiones principescas, y los 
  consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos 
  que se repiten con regularidad durante las vacaciones periódicas de la 
  Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en 
  acontecimientos. Aquí, advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró 
  impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, 
  dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque 
  lamentable: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para 
  escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes monárquicas y 
  se dejaba llevar por sus ape- 
  pág. 57
  titos de restauración en pugna. Tan pronto como, durante estas vacaciones, 
  enmudecía el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la 
  nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la 
  verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones 
  parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas 
  palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería, artillería! 


  IV


      A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. 
  El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le 
  anunciaba la destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un 
  nuevo ministerio. Jamás se ha arrojado a lacayos de su puesto con menos 
  cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés destinados a la 
  Asamblea Nacional los recibían, por el momento, Barrot y Compañía. 
      El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas 
  y orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había 
  necesitado de él para disolver la Constituyente republicana, poner por obra la 
  expedición contra Roma y destrozar el partido democrático. El se había 
  eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el Poder del 
  gobierno en manos del partido del orden y poniéndose la careta de modestia que 
  bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos, la careta 
  del homme de paille *. Ahora se quitó la máscara, que no era ya velo 


      * Hombre de paja. 
  pág. 59
  sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de hierro que 
  le impedía mostrar una fisonomía propia. Había constituido el ministerio 
  Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la Asamblea 
  Nacional republicana; y lo destituyó para declarar a su propio nombre 
  independiente de la Asamblea Nacional del partido del orden. 
      Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban. El ministerio 
  Barrot descuidaba incluso las formas de decoro que habrían hecho aparecer al 
  presidente de la república como un Poder al lado de la Asamblea Nacional. 
  Durante las vacaciones parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida a 
  Edgar Ney en la que parecía desaprobar la actuación iliberal del papa[*], del 
  mismo modo que había publicado, en oposición a la Constituyente, otra carta en 
  la que elogiaba a Oudinot por su ataque contra la República de Roma. Al 
  votarse en la Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición romana, Víctor 
  Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión aquella carta. El partido 
  del orden ahogó entre exclamaciones despectivamente incrédulas la ocurrencia 
  de que las ocurren cias de Bonaparte pudieran tener la menor importancia 
  política. Ninguno de los ministros recogió el guante en su favor. En otra 
  ocasión, Barrot, con su conocido patetismo vacuo, dejó escapar desde la 
  tribuna palabras de indignación contra los "manejos abominables" en que, según 
  su testimonio, anda ban las personas más cercanas al presidente. Por último, 
  el ministerio, a la par que hacía aprobar por la Asamblea Nacional una pensión 
  de viudedad para la Duquesa de Orleáns, rechazaba todas las propuestas para 
  aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente 
  imperial se fundía tan íntimamente con el caballero de industria arruiná- 


      * Se refiere al papa Pio IX. 
  pág. 60
  do, que una gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se 
  complementaba siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía la misión de 
  saldar sus deudas. 
      El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio 
  parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje 
  decisivo. Con él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un 
  puesto indispensable para afirmar el regimen parlamentario, el asidero del 
  Poder Ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia, 
  donde el Poder Ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más de 
  medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su 
  dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses y existencias, 
  donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la 
  sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus 
  vibraciones más insignificantes, desde sus modalidades más generales de 
  existencia hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo 
  parasitario adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una 
  ubicuidad, una omnisciencia, una capacidad acelerada de movimientos y una 
  elasticidad, que sólo encuentran correspondencia en la dependencia 
  desamparada, en el carácter caóticamente informe del auténtico cuerpo social, 
  se comprende que en un país semejante, al perder la posibilidad de disponer de 
  los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia 
  efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la administración del Estado, no 
  reducía todo lo posible el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a 
  la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios, 
  independientes del Poder del gobierno. Pero el interés material de la 
  burguesía francesa está precisamente entretejido del modo más íntimo con la 
  conservación de aquella extensa y 
  pág. 61
  ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y 
  completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de 
  beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político 
  la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el 
  personal del Poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una 
  guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar 
  recelosamente los órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí 
  donde no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la burguesía 
  francesa veíase forzada, por su situación de clase, de una parte a destruir 
  las condiciones de vida de todo Poder parlamentario, incluyendo por tanto el 
  suyo propio, y de otra parte a hacer irresistible el Poder Ejecutivo hostil a 
  ella. 
      El nuevo ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul. No porque el 
  general d'Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente del Consejo. Con la 
  destitución de Barrot, Bonaparte había suprimido prác¿icamente esta dignidad, 
  que condenaba al presidente de la república, ciertamente, a la nulidad legal 
  de un rey constitucional, pero de un rey constitucional sin trono y sin 
  corona, sin cetro y sin espada, sin atributo de la irresponsabilidad, sin la 
  posesión imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal de 
  todo, sin lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más que un hombre 
  de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de los miembros de peor 
  reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera de Hacienda. 
  Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de París y se verá que desde el 1 de 
  noviembre de 1849 los fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas 
  de las acciones bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa, 
  Bonaparte se adueñó al 
  pág. 62
  mismo tiempo de la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto 
  de policía de París. 
      Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerio sólo podían 
  revelarse conforme fuesen desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte 
  sólo había dado un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás de un 
  modo tanto más visible. A su agrio mensaje, siguió la declaración más servil 
  de sumisión a la Asamblea Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el 
  tímido intento de presentar como proyectos de ley sus caprichos personales, 
  ellos mismos parecían cumplir un mandato grotesco a regañadientes, obligados 
  tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la falta de éxito. 
  Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros, se iba de la lengua 
  hablando de sus intenciones y jugando con sus idées napoléoniennes [45], sus 
  mismos ministros le desautorizaban desde lo alto de la tribuna de la Asamblea 
  Nacional. Parecía como si sus apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para 
  que no se acallasen las risas malignas de sus adversarios. Se comportaba como 
  un genio ignorado, considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás 
  disfrutó del desprecio de todas las clases de un modo más completo que durante 
  este período. Jamás la burguesía dominó de un modo más incondicional, jamás 
  hizo una ostentación más jactanciosa de las insignias de su dominación. 
      No tengo por qué escribir aquí la historia de sus actividades 
  legislativas, que se resume, durante este período, en dos leyes: la ley 
  restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de enseñanza, que suprime la 
  incredulidad religiosa. Si a los franceses se les ponían obstáculos para beber 
  vino, en cambio se les servía con tanta mayor abundancia el agua de la vida 
  justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la burguesía declaraba 
  intangible el antiguo odioso sistema fiscal francés, 
  pág. 63
  con la ley de enseñanza intentaba asegurar el antiguo estado de ánimo de las 
  masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas, a los 
  burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo[46] y de la 
  filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la 
  dirección del espíritu francés. Pero orleanistas y legitimistas, aunque 
  discrepasen en lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían que 
  su dominación coligada exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que 
  los medios de sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y 
  fortalecerse con los medios de sojuzgamiento de la restauración. 
      Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos más que 
  nunca, de una parte por el bajo nivel de los precios de los cereales y de otra 
  parte por la carga de las contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, 
  cada vez mayores, comenzaron a agitarse en los departamentos. Se les contestó 
  con una batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos al 
  cura, contra los alcaldes, que fueron sometidos al prefecto, y con un sistema 
  de espionaje, al que quedaron sometidos todos. En París y en las grandes 
  ciudades, la reacción misma presenta la fisonomía de su época y provoca más de 
  lo que reprime. En el campo, se hace baja, vulgar, mezquina, agobiante, 
  vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se comprende hasta qué punto tres años 
  de régimen del gendarme, bendecido por el régimen del cura, tenía que 
  desmoralizar a masas incultas. 
      Por grande que fuese la suma de pasión y declamación que el partido del 
  orden derrochase desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la 
  minoría, sus discursos eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha de 
  decir: sí, sí; no, no. Monosilábicos en la tribuna y monosilábicos en la 
  prensa. Insulsos como los acertijos cuya solución se sabe de 
  pág. 64
  antemano. Ya se trate del derecho de petición o del iinpuesto sobre el vino, 
  de la libertad de prensa o del libre cambio, de los clubs o de la organización 
  municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del 
  presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el 
  mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: "¡Socialismo!" 
  Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista la 
  ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera burguesa. Era 
  socialista construir un ferrocarril donde había ya un canal y socialista 
  defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la espada. 
      Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía 
  la conciencia exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el 
  feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura 
  alumbrados por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos 
  los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía que todas las llamadas 
  libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y amenazaban al mismo 
  tiempo en la base social y en la cúspide política su dominación de clase, y 
  por tanto se habían convertido en "socialistas ". En esta amenaza y en este 
  ataque veía con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia 
  juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado 
  socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a 
  cal y canto contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la 
  humanidad, ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad 
  universal, ya chochee humanísticamente hablando de espíritu, cultura, libertad 
  o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de todas las 
  clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era la consecuencia de que 
  su mismo régimen parlamentario, su dominación política, en 
  pág. 65
  conjunto, tenía que caer también bajo la condenación general, como socialista. 
  Mientras la domina-ción de la clase burguesa no se hubiese organizado 
  íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión política, no podía 
  destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las otras clases, ni 
  podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda 
  lucha contra el Poder del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en 
  cada manifestación de vida de la sociedad veía un peligro para la 
  "tranquilidad", ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad 
  el régimen de la agitación, su propio régimen, el régimen parlamentario, este 
  régimen que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y 
  merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión; ¿cómo, pues, 
  va a prohibir que se discuta? Todo interés y toda institución social se 
  convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, 
  pues, algún interés, alguna institución van a situarse por encima del 
  pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores en la 
  tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates 
  del parlamento se complementa necesariamente con los clubs de debates de los 
  salones y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la 
  opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar en 
  peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la 
  decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes 
  mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado tocan, 
  ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen? 
      Por tanto, cuando la burguesía excomulga como "socialista " lo que antes 
  ensalzaba como "liberal ", confiesa que su propio interés le ordena esquivar 
  el peligro de su gobierno 
  pág. 66
  propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que 
  imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su 
  poder social tiene que quebrantar su poder político; que los individuos 
  burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y disfrutando 
  apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden bajo la 
  condición de que su clase sea condenada con las otras clases a la misma 
  nulidad política; que, para salvar la bolsa, hay que renunciar a la corona, y 
  que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre 
  su propia cabeza como la espada de Damocles. 
      En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea Nacional se 
  mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril 
  París-Aviñón, comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía 
  el 2 de diciembre de 185I. Donde no se trataba de oprimir, de actuar 
  reaccionariamente, estaba condenada a una esterilidad incurable. 
      Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes 
  inspiradas en el espíritu del partido del orden, y en parte exageraba todavía 
  más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el propio Bonaparte 
  intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner de 
  manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio 
  secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio cuya 
  ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la 
  proposición de decretar un aumento de cuatro "sous"* diarios para los sueldos 
  de los suboficiales. Así, la proposición de crear un Banco para conceder 
  créditos de honor a los obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí 
  la perspectiva con que espe- 


      * Moneda de cinco céntimos. 
  pág. 67
  raba que las masas picasen en el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se 
  limita la ciencia financiera del lumpemproletariado, lo mismo del distinguido 
  que del vulgar. A esto se limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en 
  movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado más simplemente sobre la 
  simpleza de las masas. 
      La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos 
  innegables de ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que 
  este aventurero, al que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de 
  perder ninguna reputación adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía 
  entre el partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter 
  amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió a echar a éste, 
  arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las elecciones parciales del 
  10 de marzo de 1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir los puestos de 
  diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13 
  de junio. París sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso 
  la mayoría de los votos en un insurrecto de Junio de 1848, en Deflotte. La 
  pequeña burguesía de París, aliada al proletariado, se vengaba así de su 
  derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del 
  campo de batalla en el momento de peligro para volver a pisarlo, con una masa 
  mayor de fuerzas combativas y con una consigna de guerra más audaz, al 
  presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro 
  de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto de 
  Junio, contra Lahitte, un ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó 
  en gran parte por los "montañeses", que también aquí, aunque no de un modo tan 
  decisivo como en París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios. 
  pág. 68
      Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo 
  mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 
  de marzo de 1850 desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó, pidió 
  pusilánimemente perdón, se brindó a nombrar cualquer ministerio que la mayoría 
  parlamentaria ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y 
  legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una 
  palabra, a los llamados burgraves[47] a que empuñasen ellos mismos el timón 
  del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento único. En vez 
  de apoderarse audazmente del Poder que le ofrecían, no obligó siquiera a 
  Bonaparte a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó 
  con humillarle mediante el perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al 
  señor Baroche. Este Baroche había vomitado furia como acusador publico, una 
  vez contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra vez contra los demócratas 
  del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces por 
  atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros de Bonaparte 
  había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional, y después del 
  2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y 
  espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido en la 
  sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte. 
      Por su parte, el partido socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos 
  para poner de nuevo en tela de juicio su propia victoria y mellarla. Vidal, 
  uno de los diputados recién elegidos en París, había salido elegido también 
  por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase el acta de París y optase 
  por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a su victoria sobre el terreno 
  electoral un carácter definitivo, obli- 
  pág. 69
  gando con ello al partido del orden a discutírsela inmediatamente en el 
  parlamento; en vez de empujar así al adversario a la lucha en el momento de 
  entusiasmo popular y aprovechando el estado de espíritu favorable del 
  ejército, el partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y 
  abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones 
  populares excitadas se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio 
  provisional, que la energía revolucionaria se saciase con éxitos 
  constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas, hueras declamaciones y 
  movimientos aparentes, que la burguesía se concentrase y tomase sus medidas, 
  y, finalmente, que la significación de las elecciones de marzo encontrase, en 
  la votación parcial de abril, con la elección de Eugene Sue, un comentario 
  sentimental suavizador. En una palabra, le hizo al 10 de marzo una broma de 1ƒ 
  de abril. 
      La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad de su adversario. Sus 
  diecisiete burgraves -- pues Bonaparte les había entregado la dirección y la 
  responsabilidad del ataque -- elaboraron una nueva ley electoral, cuyo 
  proyecto se confió al señor Faucher, quien recabó para sí este honor. La ley 
  fue presentada por él el 8 de mayo; en ella, se abolía el sufragio universal, 
  se imponía como condición que el elector llevase tres años domiciliado en el 
  punto electoral, y, finalmente, a los obreros se les condicionaba la prueba de 
  este domicilio al testimonio de su patrono. 
      Toda la excitación y toda la furia revolucionarias de los demócratas 
  durante la lucha constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas 
  constitucionales, recomendándo, ahora que se trataba de probar con las armas 
  en la mano que aquellos triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma 
  mayestática (calme majestueux ), actitud legal, es decir, sumisión ciega a la 
  voluntad de la contrarrevolución, que se 
  pág. 70
  imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña avergonzó al 
  partido del orden, haciendo valer contra su pasión revolucionaria la actitud 
  desapasionada del hombre de bien que no se sale del terreno legal y 
  fulminándole con el espantoso reproche de que se comportaba 
  revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en 
  demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes 
  los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una victoria 
  revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña 
  se contentó con meter de contrabando una protesta en el bolsillo del 
  presidente. A la ley electoral siguió una nueva ley de prensa, con la que 
  quedaba suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria[48]. Era la 
  suerte que se había merecido. El National y La Presse [49], dos órganos 
  burgueses, quedaron después de este diluvio como la avanzada más extrema de la 
  revolución. 
      Veíamos cómo los jefes democráticos hicieron, durante los meses de marzo y 
  abril, todo lo posible por embarcar al pueblo de París en una lucha ficticia y 
  cómo después del 8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha 
  real. No debemos, además, olvidar que el año 1850 fue uno de los años más 
  brillantes de prosperidad industrial y comercial, y que, por tanto, el 
  proletariado de París tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley electoral del 
  31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención en el Poder político. Lo 
  aislaba hasta del propio campo de la lucha. Volvía a precipitar a los obreros 
  a la situación de parias en que vivían antes de la revolución de Febrero. Al 
  dejarse guiar por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el 
  interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron 
  al honor de ser una potencia conquistadora, se sometieron a 
  pág. 71
  su suerte, demostraron que la derrota de Junio de 1848 los había incapacitado 
  para luchar durante muchos años y que, por el momento, el proceso histórico 
  tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia 
  pequeñoburguesa, que el 13 de junio había gritado: "¡Ah, pero si tocan al 
  sufragio universal, ah, entonces!", se consolaba ahora pensando que el golpe 
  contrarrevolucionario que había descargado sobre ella no era tal golpe y que 
  la ley de 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo 
  francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la 
  papeleta de voto y en la otra la espada. Esta profecía le sirve de 
  satisfacción. Finalmente, el ejército volvió a ser castigado por sus 
  superiores por las elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido por 
  las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: "¡La 
  revolución no nos engañará por tercera vez!" 
      La ley de 31 de mayo de 1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas las 
  conquistas anteriores hechas por ella contra la revolución tenían un carácter 
  meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se 
  retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas 
  nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 
  probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el 
  poder real de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas 
  del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente en 
  contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo 
  el sufragio universal. La ley de 31 de mayo era, pues, una de las necesidades 
  impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para 
  que la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos 
  millones de votos. Si ninguno de los can- 
  pág. 72
  didatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea Nacional 
  debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen mas 
  votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral 
  diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los 
  votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese 
  válida. La ley de 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres 
  millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, 
  no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección de presidente. 
  Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del 
  censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección de presidente 
  de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde 
  el partido del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la 
  ley de 31 de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del 
  presidente de la república al arbitrio de la parte más estacionaria de la 
  sociedad. 


  V


      Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio 
  universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y 
  Bonaparte. 
      La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No 
  había pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma 
  al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Nacional Constituyente un 
  suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos de 
  representación. Después del 13 de junio, Bonaparte 
  pág. 73
  había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. 
  Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento 
  favorable e hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una 
  lista civil de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo le 
  había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos 
  propicios en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda 
  regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su 
  ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal 
  del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al 
  año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses. 
  Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en 
  moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. 
  El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los 
  votos que le han estafado después de su elección. La comisión de la Asamblea 
  Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la 
  Asamblea Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en 
  que había roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por 
  eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un 
  suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: 
  la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, 
  que lo concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba 
  Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del 
  sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la 
  humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril con un retador 
  cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus 
  sesio- 
  pág. 74
  nes por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su 
  lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que no entraba ningún 
  bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la comisión 
  permanente de 1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero 
  entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la 
  revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en 
  contra del presidente. Después de la ley de 31 de mayo, el partido del orden 
  ya no tenía enfrente más que este rival. 
      Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de 1850, 
  parecía inevitable que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el 
  presidente, una gran lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre los dos 
  poderes. 
      Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de este año, 
  el partido del orden se había dispersado en sus distintas fracciones, cada 
  cual ocupada con sus propias intrigas restauradoras, a las que la muerte de 
  Luis Felipe daba nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había 
  llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que residía en París y del que 
  formaban parte miembros de la comisión permanente. Bonaparte quedaba, pues, 
  autorizado para emprender a su vez giras por los departamentos franceses y 
  dejar escapar, recatada o abiertamente, según el estado de ánimo de la ciudad 
  a la que regalaba con su presencia, sus propios planes de restauración, 
  reclutando votos para sí. En estas giras, que el gran Moniteur [50] oficial y 
  los pequeños Moniteurs privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que 
  celebrar como cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de 
  la Sociedad del 10 de Diciembre. Esta sociedad data del año 1849. Bajo el 
  pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al 
  lumpemproletariado de París en 
  pág. 75
  secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un 
  general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués [*] arruinados, con 
  equívocos medios deivida y de equívoca procedencia, junto a vástagos 
  degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, 
  licenciados de presidio, esclavos huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, 
  lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, maquereaux [**], dueños de 
  burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, 
  caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante 
  que los franceses llaman la bohème ; con estos elementos, tan afines a él, 
  formó Bonaparté la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre. "Sociedad de 
  beneficencia" en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que 
  Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este 
  Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo en éste 
  encuentra reproducidos en masa los intereses que él personalmente persigue, 
  que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única 
  clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el 
  Bonaparte sans phrase ***. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los 
  pueblos y los grandes actos de gobierno y de Estado como una comedia, en el 
  sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes 
  disfraces y las frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más 
  mezquino y miserable. Así, en su expedición a Estrasburgo, donde un buitre 
  suizo amaestrado desempeñó el papel de águila napoleónica Para su incursión en 
  Boulogne, embute a unos 


      * Libertinos.
      ** Alcahuetes.
      *** Sin ningún disfraz. 
  pág. 76
  cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el 
  ejército[51]. En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 perezosos, 
  que habían de representar al pueblo, como Klaus Zettel[*] representaba el 
  león. En un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más 
  completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las 
  pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba 
  a medias engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y 
  representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el aventurero que 
  tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo después de eliminar 
  a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y 
  cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo 
  entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya 
  no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la 
  historia universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los 
  talleres nacionales y para los republicanos burgueses los gardes mobiles, era 
  para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre: la fuerza combativa de partido 
  propia de él. Las secciones de esa sociedad, enviadas por paquetes a las 
  estaciones, debían improvisarle en sus viajes un público, representar el 
  entusiasmó popular, gritar Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los 
  republicanos, naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de 
  regreso a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las 
  contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 de Diciembre le 
  pertenecía a él, era su obra, su idea más privativa. Todo lo demás de que se 
  apropia se lo da la fuerza de las cir- 


      * Personaje de la comedia de Shakespeare "El sueño de una noche de 
  verano". 
  pág. 77
  cunstancias; en todos sus actos actúan por él las circunstancias o se limita a 
  copiarlo de los hechos de otros. Pero el Bonaparte que se presenta en público, 
  ante los ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión, la 
  familia, la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta de los Schufterle y 
  los Spiegelberg[*], la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el 
  propio Bonaparte como autor original y la historia de la Sociedad del 10 de 
  Diciembre es su propia historia. Se había dado el caso de que representantes 
  del pueblo pertenecientes al partido del orden habían sido apaleados por los 
  decembristas. Más aún. El comisario de policía, Yon, adscrito a la Asamblea 
  Nacional y encargado de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión 
  permanente, basándose en el testimonio de un tal Alais, que una sección de 
  decembristas había acordado asesinar al general Changarnier y a Dupin, 
  presidente de la Asamblea Nacional, estando ya elegidos los individuos 
  encargados de ejecutar este acuerdo. Se comprenderá el terror del señor Dupin. 
  Parecía inevitable una investigación parlamentaria sobre la Sociedad del 10 de 
  Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso, 
  precisamente, antes de que volviera a reunirse la Asamblea Nacional, Bonaparte 
  disolvió prudentemente su Sociedad, claro está que sólo sobre el papel, pues 
  todavía a fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa 
  memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas. 
      La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo el ejército privado 
  de Bonaparte mientras éste no consiguiese convertir el ejército público en una 
  Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada a 



      * Personajes del drama de Schiller Los Bandidos. 
  pág. 78
  esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional, y la 
  hizo con el dinero que acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, 
  abriga la convicción de que hay ciertos poderes superiores, a los que el 
  hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre estos poderes 
  incluye, en primer término, los cigarros y el champán, las aves frías y el 
  salchichón adobado con ajo. Por eso, en los salones del Elíseo, empieza 
  obsequiando a los oficiales y suboficiales con cigarros y champán, aves frías 
  y salchichón adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las 
  masas de tropa en la revista de St. Maur, y el lo de octubre vuelve a 
  repetirla en una escala todavía mayor en la revista militar de Satory. El tío 
  se acordaba de las campañas de Alejandro en Asia, el sobrino se acuerda de la 
  cruzada triunfal de Baco en las mismas tierras. Alejandro era, ciertamente, un 
  semidiós, pero Baco era un dios y, además, el dios tutelar de la Sociedad del 
  10 de Diciembre. 
      Después de la revista del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a 
  comparecer ante ella al ministro de la Guerra d'Hautpoul. Este prometió que no 
  volverían a repetirse aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es cómo 
  Bonaparte cumplió el lo de octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas 
  revistas había llevado el mando Changarnier, como comandante en jefe del 
  ejército de París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión 
  permanente, jefe de la Guardia Nacional, el "salvador" del 29 de enero y del 
  13 de junio, el "baluarte de la sociedad", candidato del partido del orden 
  para la dignidad presidencial, el presunto Monk de dos monarquías, no se había 
  reconocido jamás hasta entonces subordinado al ministro de la Guerra, se había 
  burlado siempre abiertamente de la Constitución republicana y había perseguido 
  a Bonaparte con una alta protección equívoca. Aho- 
  pág. 79
  ra, se desvivía por la disciplina contra el ministro de la Guerra y por la 
  Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10 de octubre una parte de la 
  caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les saucissons! [*], 
  Changarnier hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba al mando de su 
  amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la 
  Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su puesto en 
  París con el pretexto de entregarle el alto mando de la 14a y la 15a división 
  militar. Neumayer rehusó este cambio de destino y viose obligado así a pedir 
  el retiro. Por su parte, Changarnier publicó el 2 de noviembre una orden de 
  plaza en la que prohibía a las tropas permitirse gritos ni ninguna clase de 
  manifestaciones políticas estando bajo las armas. Los periódicos elíseos[52] 
  atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la 
  comisión permanente celebraba una sesión secreta tras otra, en las que se 
  presentaba reiteradamente la proposición de declarar a la patria en peligro; 
  el ejército parecía estar dividido en dos campos enemigos, con dos Estados 
  Mayores enemigos, uno en el Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las 
  Tullerías, donde moraba Changarnier. Sólo parecía faltar la reanudación de las 
  sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al 
  público francés estos rozamientos entre Bonaparte y Changarnier le merecían el 
  mismo juicio que a aquel periodista inglés que los caracterizó en las 
  siguientes palabras: "Las criadas políticas de Francia barren la ardiente lava 
  de la revolución con las viejas escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan 
  su faena". 
      Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la Guerra, 
  d'Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente a 


      * ¡Viva Napoleón! ¡Viva el salchichón! 
  pág. 80
  Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de ministro de la Guerra al 
  general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea Nacional un mensaje de 
  prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo a orden, ávido de 
  reconciliación? Ileno de resignación constitucional, en el que se trataba de 
  todo lo divino y lo humano, menos de las questions brûlantes [*] del momento. 
  Como de pasada, dejaba caer las palabras de que, con arreglo a las normas 
  expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí solo del ejército. 
  El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes: 
      "Francia exige ante todo tranquilidad. . . Soy el único ligado por un 
  juramento, y me mantendré dentro de los estrictos límites que me traza. . . 
  Por lo que a mí se refiere, elegido por el pueblo y no debiendo rnás que a 
  éste mi poder, me someteré siempre a su voluntad legalmente expresada. Si en 
  este período de sesiones acordáis la revisión constitucional, una Asamblea 
  Constituyente reglamentará la posición del Poder Ejecutivo. En otro caso, el 
  pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero, cualesquiera que 
  puedan ser las soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para que 
  jamás la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran 
  nación. . . Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar a 
  Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período 
  restante pase sin agitación y sin perturbaciones. Os he abierto sinceramente 
  mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con vuestra confianza, a mi buen 
  deseo con vuestra colaboración, y Dios se encargará del resto". 
      El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de 
  lugares comunes de la burguesía, descubre su 


      * Problemas candentes. 
  pág. 81
  más profundo sentido en labios del autócrata de la Sociedad del 10 de 
  Diciembre y del héroe de merienda de St. Maur y Satory. 
      Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un solo 
  instante en cuanto al crédito que se podía dar a aquella efusión cordial. 
  Acerca de los juramentos estaban ya desde hacía mucho tiempo fastidiados; 
  entre ellos había veteranos, virtuosos del perjurio político, y el pasaje 
  dedicado al ejército no se les pasó desapercibido. Observaron con desagrado 
  que, en la prolija e interminable enumeración de las leyes recientemente 
  promulgadas, el mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más 
  importante de todas, la ley electoral, y más aún, que en caso de no revisión 
  constitucional se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección de 
  presidente. La ley electoral era el grillete atado a los pies del partido del 
  orden, que le impedía andar, y no digamos lanzarse al asalto. Además, con la 
  disolución de oficio de la Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del 
  ministro de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte había sacrificado por su propia 
  mano en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias. Quitó la espina 
  al choque que se esperaba. Finalmente, el mismo partido del orden procuró 
  rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el Poder 
  Ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó 
  que su rival cosechase los frutos de ellas. "Francia exige ante todo 
  tranquilidad". Así le venía gritando desde febrero* el partido del orden a la 
  revolución, así le gritaba al partido del orden el mensaje de Bonaparte 
  "Francia exige ante todo tranquilidad". Bonaparte cometía actos encaminados a 
  la usurpación, pero el partido del orden provocaba "agita- 


      * Febrero de 1848. 
  pág. 82
  ción" si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo 
  hipocondríaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie 
  hablaba de ellos. "Francia exige ante todo tranquilidad". Es decir, Bonaparte 
  exigía que se le dejase hacer tranquilamente, y el partido parlamentario 
  sentíase paralizado por un doble temor: por el temor de provocar la agitación 
  revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la 
  tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por 
  tanto, como Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se 
  atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de "paz", a 
  contestar con "guerra". El público, que ya se relamía pensando en las grandes 
  escenas de escándalo que se iban a producir al reanudarse las sesiones de la 
  Asamblea Nacional, viose defraudado en sus esperanzas. Los diputados de la 
  oposición que exigían que se.presentasen las actas de la comisión permanente 
  acerca de los acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la 
  mayoría. Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran excitar los 
  ánimos. Los trabajos de la Asamblea Nacional durante los meses de noviembre y 
  diciembre de 1850 carecieron de interés. 
      Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en 
  torno a prerrogativas sueltas del parlamento. El movimiento se sumió en 
  minucias mortificantes alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, 
  después que la burguesía, con la abolición del sufragio universal, se hubo 
  desembarazado por el momento de la lucha de clases. 
      Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, 
  una sentencia judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el 
  ministro de Justicia, Rouher, declaró que podía dictarse sin más trámites 
  mandato 
  pág. 83
  de arresto contra el deudor. Mauguin fue recluido, pues, en la cárcel de 
  deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No 
  sólo ordenó que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que 
  aquella misma tarde mandó a su greffier [*] a que le sacase por la fuerza de 
  Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad de la propiedad 
  privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo 
  para "montañeses" molestos, declaró válida la prisión por deudas de 
  representantes del pueblo, previa autorización de la Asamblea Nacional. Se 
  olvidó de decretar que también se podría meter en la cárcel por deudas al 
  presidente de la República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad 
  que rodeaba a los miembros de su propia corporación. 
      Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose 
  en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y 
  Changarnier, por una sección de decembristas. Ya en la primera sesión, 
  presentaron los cuestores en relación con esto la propuesta de crear una 
  policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto privado de la Asamblea 
  Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía. El ministro del 
  Interior, Baroche, había protestado contra esta ingerencia en sus 
  atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la 
  cual el comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto 
  privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero de previo acuerdo con 
  el ministro del Interior. Entretanto, Alais había sido entregado por el 
  gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como 
  falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre 
  Dupin, 


      * Ujier. 
  pág. 84
  Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre, el 
  ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La 
  Mesa de la Asamblea Nacional acuerda mantener a Yon en su puesto, pero la 
  Asamblea Nacional, asustada de la violencia con que había procedido en el 
  asunto Mauguin y acostumbrada a que el Poder Ejecutivo le devolviera dos 
  golpes por cada uno que ella le asestaba, no sanciona el acuerdo. Destituye a 
  Yon en recompensa por el celo con que le había servido y se despoja de una 
  prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la 
  noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta por la 
  noche. 
      Hemos visto cómo la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre y 
  diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas ocasiones, la lucha contra el 
  Poder Ejecutivo. Ahora la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos 
  más mezquinos. En el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por 
  deudas de los represenlantes de la nación, pero se reserva la posibilidad de 
  aplicarla solamente a los representantes que no le sean gratos, y regatea por 
  este infame privilegio con el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del 
  supuesto plan de asesinato para abrir una investigación sobre la Sociedad del 
  10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y 
  ante Europa, presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del 
  lumpemproletariado de París, deja que la colisión descienda a un punto en que 
  ya lo único que se ventila entre ella y el ministro del Interior es quién 
  tiene competencia para nombrar y separar a un comisario de policía. Así, vemos 
  al partido del orden, durante todo este período, obligado por su posición 
  equívoca, a convertir su lucha contra el Poder Ejecutivo en mezquinas 
  discordias de competencias, minucias, leguleyerías, litigios de 
  pág. 85
  lindes, y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas 
  cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento en que 
  éste tiene una significación de principio, en que el Poder Ejecutivo se ha 
  comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la 
  causa de toda la nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y 
  nada teme tanto como el que la nación se mueva. Por eso, en estas ocasiones, 
  desecha las proposiciones de la.Montaña y pasa al orden del día. Después de 
  abandonarse así la cuestión litigiosa en sus grandes dimensiones, el Poder 
  Ejecutivo espera tranquilamente el momento en que pueda volver a plantearla 
  por motivos fútiles e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo 
  así, un interés parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira 
  contenida del partido del orden, entonces rasga el telón que oculta los 
  bastidores, entonces denuncia al presidente, entonces declara a la república 
  en peligro; pero entonces su patetismo pierde también todo sabor y el motivo 
  de la lucha aparece como un pretexto hipócrita e indigno de ser tomado en 
  cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una tempestad en un vaso de 
  agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo. Mientras la malignidad de 
  las clases revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea Nacional, 
  pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas parlamentarias de 
  aquélla, tanto como ella por las libertades públicas, la burguesía fuera del 
  parlamento no comprende cómo la burguesía de dentro del parlamento puede 
  derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer la tranquilidad 
  con tan míseras rivalidades con el presidente. La mete en confusión una 
  estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo espera 
  batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree que se ha sellado 
  la paz. 
  pág. 86
      El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del Interior sobre 
  la lotería de los lingotes de oro. Esta lotería era una "hija del Elíseo"[53]. 
  Bonaparte la había traído al mundo con sus leales, y el prefecto de policía, 
  Catlier, la había tomado bajo la protección oficial, a pesar de que la ley en 
  Francia prohíbe toda clase de loterías, fuera de los sorteos hechos para fines 
  benéficos. Siete millones de billetes por valor de un franco cada uno, y la 
  ganancia destinada al parecer a embarcar a vagabundos de París para 
  California. De una parte se quería que los sueños dorados desplazasen los 
  sueños socialistas del proletariado parisino, y la tentadora perspectiva del 
  premio gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los 
  obreros de París no reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de 
  California los opacos francos que les habían sacado del bolsillo con engaños. 
  Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa directa. Los vagabundos que 
  querían encontrar minas de oro californianas sin moverse de París, eran el 
  propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban su Tabla 
  redonda. Los tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían 
  gastado ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En 
  vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las 
  llamadas cités ouvriéres *, a cuya cabeza figuraba él mismo, con una suma 
  considerable. Los burgueses, duros de corazón, aguardaron a que desembolsase 
  el capital suscrito, y como, naturalmente, el desembolso no se efectuó, la 
  especulación sobre aquellos castillos socialistas en el aire se vino 
  chabacanamente a tierra. Los lingotes de oro de California dieron mejor 
  resultado. Bonaparte y consortes no se contentaron con embolsarse una parte 
  del remanente de 


      * Colonias obreras. 
  pág. 87
  los siete millones que quedaba después de cubrir el valor de las barras 
  sorteadas, sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del 
  mismo número. ¡Operaciones financieras inspiradas en el espíritu de la 
  Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional no tenía enfrente al 
  ficticio presidente de la República, sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, 
  podía cogerle en flagrante, transgrediendo no ya la Constitución, sino el Code 
  pénal. Si ante la interpelación de Duprat pasó al orden del día, no fue 
  solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait traía a la 
  memoria del partido del orden su corrupción sistemática. El burgués, y sobre 
  todo el burgués hinchado en estadista, complementa su vileza práctica con su 
  grandilocuencia teórica. Como estadista, se convierte, al igual que el Poder 
  del Estado que tiene enfrente, en un ser superior, al que sólo se le puede 
  combatir de un modo superior, solemne. 
      Bonaparte, que precisamente como bohemio, como lumpemproletario 
  principesco, le llevaba al truhán burgués la ventaja de que podía librar la 
  lucha con medios rastreros, vio ahora, después de que la propia Asamblea le 
  había ayudado a cruzar, llevándole de la mano, el suelo resbaladizo de los 
  banquetes militares, de las'revistas, de la Sociedad del 10 de Diciembre y, 
  por último, del Código penal, llegado el momento en que podía pasar de la 
  aparente defensiva a la ofensiva. Las pequeñas derrotas sufridas entonces por 
  el ministro de Justicia, el ministro de la Guerra, el ministro de Marina, el 
  ministro de Hacienda, y con las que la Asamblea Nacional hacía manifiesto su 
  descontento gruñón, no le molestaban gran cosa. No sólo impidió que los 
  ministros dimitiesen y reconociesen, con ello, la subordinación del Poder 
  Ejecutivo al parlamento, sino que ahora pudo llevar ya a efecto la obra que 
  había comenzado durante las vacaciones de la Asamblea 
  pág. 88
  Nacional: desgajar del parlamento el Poder militar, destituir a Changarnier. 
      Un periódico elíseo publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes 
  de mayo, al parecer, a la primera división militar y procedente, por tanto, de 
  Changarnier, en la que se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación, 
  no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos 
  inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a 
  requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló al gobierno acerca de esta 
  orden de plaza. Para examinar este asunto pide primero tres meses, luego una 
  semana y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea insiste 
  en que se dé una explicación inmediata. Changarnier se levanta y declara que 
  aquella orden de plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará en todo 
  momento a atender a los requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso 
  de colisión, ésta puede contar con él. La Asamblea acoge su declaración con 
  indescriptibles aplausos y le concede un voto de confianza. La Asamblea 
  Nacional resigna sus poderes, decreta su propia impotencia y la omnipotencia 
  del ejército, al colocarse bajo la protección privada de un general; pero el 
  general se equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, 
  un poder que sólo tiene en precario del propio Bonaparte y esperando, a su 
  vez, protección de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de 
  protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso de que la burguesía 
  le ha dotado desde el 29 de enero de 1849. Se considera como el tercer Poder 
  al lado de los otros dos Poderes del Estado. Comparte la suerte de los demás 
  héroes, o, mejor dicho, santos de esta época, cuya grandeza consiste 
  precisamente en la gran opinión interesada que sus partidos se forman de ellos 
  y que quedan reducidos a 
  pág. 89
  figuras mediocres tan pronto como las circunstancias los invitan a hacer 
  milagros El descreimiento es siempre el enemigo mortal de estos héroes 
  supuestos y santos reales. De aquí su noble indignación moral contra los 
  bromistas y burlones carentes de entusiasmo. 
      Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte 
  acucia para que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar 
  la destitución, el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del 
  orden amenaza con la formacion de un ejército parlamentario bajo el mando de 
  Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar 
  este paso Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea 
  Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. 
  Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba 
  todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia Nacional de París y 
  sólo acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa 
  bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juiCiQ el derecho de la 
  Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que 
  en aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta 
  que Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar 
  por fin a dos generales -- Baraguey d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely --, que 
  se declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo 
  más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea 
  Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido del orden hubiera 
  encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos 
  necesario para este acuerdo, si se advierte que ochlo días después se 
  separaron de él 286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, 
  incluso en diciembre de 1851, 
  pág. 90
  en la hora final de la decisión. No obstante, quizá, los burgraves hubiesen 
  conseguido todavía ahora arrastrar a la masa de su partido a un heroísmo que 
  consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar 
  los servicios de un ejército que había desertado a su campo En vez de hacer 
  esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de 
  enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos de ingeniosos 
  estadistas, de la destitución de Changarnier. Cuando se trata de convencer a 
  alguien, es porque se le reconoce como el dueño de la situación Bonaparte, 
  asegurado por este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministerio, en el que 
  continúan los jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d'Angely es 
  nombrado ministro de la Guerra. El Moniteur publica el decreto de destitución 
  de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguey d'Hilliers, al que se le 
  asigna la primera división militar, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia 
  Nacional. Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si ninguna 
  piedra cae de los tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa. 
      El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone a su 
  disposición en la persona de Changarnier, y entregándoselo así de modo 
  irrevocable al presiderite, declara que la burguesía ha perdido la vocación de 
  gobernar. Ya no existía un gobierno parlamentario. Al perder el asidero del 
  ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué medio de fuerza le quedaba para 
  afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y 
  su poder constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la 
  apelación a estos principios inermes que él mismo había interpretado siempre 
  como meras reglas generales y que se prescriben a otros para poder uno moverse 
  con mayor libertad. Con la destitución de Changarnier y la entrega del poder 
  militar a 
  pág. 91
  Bonaparte, termina la primera parte del período que estamos examinando, el 
  período de la lucha entre el partido del orden y el Poder Ejecutivo. La guerra 
  entre ambos poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente, pero 
  cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin 
  ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión pública, sin ser ya, desde 
  su ley electoral de 31 de mayo, representante de la nación soberana, sin ojos, 
  sin oídos, sin dientes, sin nada, la Asamblea Nacional había ido 
  convirtiéndose poco a poco en un antíguo parlamento francés [54], que debe 
  entregar la iniciativa al gobierno y contentarse por su parte con gruñidos de 
  recriminación post festum [*]. 
      El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha de 
  indignación. El general Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la 
  comisión permanente durante las vacaciones y los excesivos miramientos con que 
  había renunciado a la publicación de las actas de sus sesiones. Por su parte, 
  el ministro del Interior insiste en la publicación de estas actas, que son ya, 
  naturalmente, tan sosas como agua estancada, que no descubren ningún hecho 
  nuevo y no producen el menor efecto al público hastiado. A propuesta de 
  Rémusat, la Asamblea Nacional se retira a sus despachos y nombra un "Comité de 
  medidas extraordinarias". París no se sale de los carriles de su orden 
  cotidiano, con tanta mayor razón, cuanto que en este momento el comercio 
  prospera, las manufacturas trabajan, los precios del trigo están bajos, los 
  víveres abundan, en las cajas de ahorros ingresan todos los días cantidades 
  nuevas. Las "medidas extraordinarias", tan estrepitosamente anunciadas por el 
  parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto de censura contra los 
  ministros, sin que 


      * Después de la fiesta, es decir, con retraso. 
  pág. 92
  se mencione siquiera el nombre del tal general Changarnier. El partido del 
  orden viose obligado a dar al voto este giro para asegurarse los votos de los 
  republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio, éstos sólo aprobaban 
  la destitución de Changarnier, mientras que el partido del orden no podía en 
  realidad censurar los demás actos ministeriales, dictados por él mismo. 
      El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos contra 
  286. Por tanto, sólo pudo sacarse adelante mediante una coalición de los 
  legitimistas y orleanistas extremados con los republicanos puros y la Montaña. 
  Este voto probaba, pues, que el partido del orden no sólo había perdido el 
  ministerio y el ejército, sino que en los conflictos con Bonaparte había 
  perdido también su mayoría parlamentaria independiente, que un tropel de 
  diputados había desertado de su campo por el espíritu de componendas llevado 
  al fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por consideraciones de 
  parentesco hacia los sueldos del Estado, especulando con las vacantes de 
  ministros (Odilon Barrot), por ese mezquino egoísmo con que el burgués 
  corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro motivo privado el 
  interés general de su clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas 
  sólo se unían al partido del orden en la lucha contra la revolución. El jefe 
  del partido católico, Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia 
  en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido 
  parlamentario. Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el 
  orleanista y el legitimista, viéronse obligados a proclamarse abiertamente 
  republicanos, a reconocer que, aunque su corazón era monárquico, su cabeza 
  abrigaba ideas republicanas y que la república parlamentaria era la única 
  forma posible para la dominación de toda la burguesía. De este modo se vieron 
  pág. 93
  obligados a estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como 
  una intriga tan peligrosa como descabellada, los planes de restauración que 
  seguían urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento. 
      El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los ministros 
  y no contra el presidente. Pero no había sido el ministerio, sino el 
  presidente quien había destituido a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a 
  formular un acta de acusación contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades de 
  restauración? Estos no eran más que el complemento de los suyos propios. ¿Por 
  su conspiración en las revistas militares y en la Sociedad del 10 de 
  Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se habían enterrado estos temas bajo 
  simples órdenes del día. ¿Por la destitución del héroe del 29 de enero y del 
  13 de junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de revuelta con 
  pegar fuego a París por los cuatro costados? Sus aliados de la Montaña y 
  Cavaignac no le permitían siquiera sostener al caído baluarte de la sociedad 
  mediante una manifestación oficial de condolencia. Los del partido del orden 
  no podían discutir al presidente la facultad constitucional de destituir a un 
  general. Sólo se enfurecían porque había hecho un uso no parlamentario de su 
  derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos constantemente un uso 
  inconstitucional de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo al abolir el 
  sufragio universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente dentro de 
  los límites parlamentarios. Y hacía falta padecer aquella peculiar enfermedad 
  que desde 1848 viene haciendo estragos en todo el continente, el cretinismo 
  parlamentario, enfermedad, que aprisiona como por encantamiento a los 
  contagiados en un mundo imaginario, privándoles de todo sentido, de toda 
  memoria, de toda comprensión del rudo mundo exterior; hacía falta padecer este 
  cretinismo parlamentario, para que 
  pág. 94
  quienes habían por sus propias manos destruido y tenían necesariamente que 
  destruir, en su lucha con otras clases, todas las condiciones del poder 
  parlamentario, considerasen todavía como triunfos sus triunfos parlamentarios 
  y creyesen dar en el blanco del presidente cuando disparaban contra sus 
  ministros. No hacían más que darle una ocasión para humillar nuevamente a la 
  Asamblea Nacional a los ojos de la nación. El 20 de enero, el Moniteur anunció 
  que había sido aceptada la dimisión de todo el ministerio. Bajo el pretexto de 
  que ningún partido parlamentario tenía ya la mayoría, como lo demostraba el 
  voto del 18 de enero, fruto de la coalición entre la Montaña y los 
  monárquicos, y esperando a la formación de una nueva mayoría, Bonaparte nombró 
  un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún diputado y en el 
  que todos sus componentes eran individuos completamente desconocidos e 
  insignificantes, un ministerio de simples recaderos y escribientes. El partido 
  del orden podía ahora desgastarse en el juego con estas marionetas; el Poder 
  Ejecutivo no creyó que valía siquiera la pena de estar seriamente representado 
  en la Asamblea Nacional. Cuanto más simples coristas fuesen sus ministros, más 
  visiblemente concentraba Bonaparte en su persona todo el Poder Ejecutivo, 
  mayor margen de libertad tenía para explotarlo al servicio de sus fines. 
      El partido del orden, coligado con la Montaña, se vengó desechando la 
  dotación presidencial de 1.800.000 francos que el jefe de la Sociedad del 10 
  de Diciembre había obligado a sus recaderos ministeriales a presentar. Esta 
  vez, la votación se decidió por una mayoría de sólo 102 votos; es decir que 
  desde el 18 de enero habían vuelto a desertar 27 votos; la descomposición del 
  partido del orden seguía su curso. Al mismo tiempo, para que en ningún momento 
  pudiera caber engaño acerca del sentido de su coalición con la Montaña, no 
  pág. 95
  se dignó tomar siquiera en consideración una proposición encaminada a la 
  amnistía general-de los delincuentes políticos, firmada por 189 diputados de 
  la Montaña. Bastó con que el ministro del Interior, un tal Vaisse, declarase 
  que el orden sólo era aparente, que reinaba gran agitación secreta, que 
  sociedades omnipresentes se organizaban secretamente, que los periódicos 
  democráticos se preparaban para reaparecer, que los informes de las provincias 
  eran desfavorables, que los emigrados de Ginebra tendían, a través de Lyon, 
  una conspiración por todo el sur de Francia, que Francia estaba al borde de 
  una crisis industrial y comercial, que los fabricantes de Roubaix habían 
  reducido la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Isle[55] se habían 
  sublevado; bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el espectro rojo, para que 
  el partido del orden rechazase, sin discutirla siquiera, una proposición que 
  habría valido a la Asamblea Nacional una enorme popularidad y habría obligado 
  a Bonaparte a echarse de nuevo en sus brazos. En vez de dejarse intimidar por 
  el Poder Ejecutivo con la perspectiva de nuevos desórdenes, habría debido, por 
  el contrario, dejar a la lucha de clases un pequeño margen, para mantener bajo 
  su dependencia al Poder Ejecutivo. Pero no se sentía a la altura de la misión 
  de jugar con fuego. 
      Entretanto, el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta mediados de 
  abril. Bonaparte cansó, chasqueó a la Asarnblea Nacional con constantes 
  combinaciones de nuevos ministerios Tan pronto parecía querer formar un 
  ministerio republicano con Lamartine y Billault, como un ministerio 
  parlamentario, con el inevitable Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar 
  nunca que hace falta un cándido, o un ministerio legitimista, con Vatimesnil y 
  Benoist d'Azy, o un ministerio orleanista, con Maleville. Y mientras de este 
  modo mantiene en tensión a las diversas fracciones del partido del orden unas 
  pág. 96
  contra otras y las atemoriza a todas con la perspectiva de un ministerio 
  republicano y con la restauración entonces inevitable del sufragio universal, 
  suscita en la burguesía la convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr 
  un ministerio parlamentario se estrellan contra la actitud irreconciliable de 
  las fracciones monárquicas. Pero la burguesía clamaba tanto más 
  estentóreamente por un "gobierno fuerte", encontraba tanto más imperdonable 
  dejar a Francia "sin administración", cuanto más parecía estar en marcha una 
  crisis comercial general, que laboraba en las ciudades en pro del socialismo 
  como laboraba en el campo el bajo precio ruinoso del trigo. El comercio 
  languidecía cada día más, los brazos parados aumentaban visiblemente, en París 
  había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse, Lyon, Roubaix, 
  Tourcoing, Saint-Etienne, Elbeuf, etc., se paralizaban innumerables fábricas. 
  En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a restaurar, el 11 de abril, 
  el ministerio del 18 de enero, con los señores Rouher, Fould, Baroche, etc., 
  reforzados por el señor Léon Faucher, a quien la Asamblea Constituyente, 
  durante sus últimos días, por unanimidad, con la sola excepción de los votos 
  de cinco ministros, había estigmatizado con un voto de desconfianza por la 
  difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea Nacional había 
  conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio, había luchado 
  durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y Baroche 
  pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al puritano Faucher. 

      En noviembre de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no 
  parlamentario y en enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario ; el 11 
  de abril, se sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio 
  antiparlamentario, en el que se unían armónicamente los votos de desconfianza 
  pág. 97
  de ambas Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la republicana y la 
  monárquica. Esta gradación de ministerios era el termómetro por el que el 
  parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital A fines de abril, 
  éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier, en una 
  entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que 
  Bonaparte consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea 
  Nacional y que estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después 
  del coup d'etat, constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente 
  aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del partido del orden la 
  esquela mortuoria, pero, ¿quién cree que las picaduras de las chinches matan? 
  Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto, tan corrompido, no 
  podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de la Sociedad del 10 
  de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero, Bonaparte contestó 
  al partido del orden como Agesilao al rey Agis: "Te parezco una hormiga, pero 
  algún día seré león "[56]. 


  VI


      La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del 
  orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos por retener el poder militar y 
  reconquistar la suprema dirección del Poder Ejecutivo, demostraba 
  irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera 
  fuerza del calendario, la manilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para 
  su completa desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida 
  de la Asamblea 
  pág. 98
  Nacional. Esta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la 
  Constitución o por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería decir 
  solamente dominación de la burguesía o de la democracia pequeñoburguesa, 
  democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino 
  que quería decir también Orleáns o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el 
  parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender 
  abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en 
  fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias 
  sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la temperatura política 
  que descompuso el producto en sus elementos originarios. 
      El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, 
  tratábase sobre todo de derogar el artículo 45, que prohibía la reelección de 
  Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía la posición 
  de los republicanos. Estos rechazaban incondicionalmente toda revisión, viendo 
  en ella una conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como 
  disponía de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y 
  constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para acordar 
  válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, 
  les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban 
  seguros de triunfar. 
      Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba 
  metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en 
  peligro el statu quo, no dejando a Bonaparte más que una salida, la de la 
  violencia, entregando a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el 
  momento decisivo, a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había 
  perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya 
  pág. 99
  mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba 
  por la revisión constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos 
  fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. 
  Si, anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo 
  podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las 
  órdenes del Poder Ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución, 
  de la revisión constitucional y del propio partido del orden. Una revisión 
  puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente, abría el camino 
  a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida de la 
  república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones 
  dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una 
  restauración orleanista no sólo eran distintas, sino que se excluían 
  mutuamente. 
      La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que 
  podían convivir con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía 
  francesa, los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y 
  la industria. Era la condición inevitable para su dominación en común, la 
  única forma de gobierno en que su interés general de clase podía someter a la 
  par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases de 
  la sociedad. Como monárquicos, volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la 
  lucha por la supremacía de la propiedad territorial o la del dinero, y la 
  expresión suprema de este antagonismo, su personificación, eran sus mismos 
  reyes, sus dinastías. De aquí la resistencia del partido del orden contra la 
  vuelta de los Borbones. 
      El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente, en 1849, 
  1850, 1851, la proposición de derogar el decreto de destierro contra las 
  familias reales. Y el parlamento daba, 
  
  con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de monárquicos que 
  se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que podían 
  retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique VI con la 
  observación de que era demasiado bueno para estc mundo y estaba mejor en el 
  cielo. Aquellos monárquicos declaraban que Francia no merecía volver a poseer 
  sus reyes. Obligados por la fuerza de las circunstancias, se habían convertido 
  en republicanos y sancionaban repetidamente la decisión del pueblo que 
  expulsaba sus reyes de Francia. 
      La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban a tomarla en 
  cuenta) ponía en tela de juicio, a la par que la república, la dominación en 
  común de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo, con la 
  posibilidad de una restauración de la monarquía, la rivalidad de intereses que 
  ésta había representadó alternativamente con preferencia, resucitaba la lucha 
  por la supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos ciel partido 
  del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas dinastías, mediante 
  una llamada fusión de los partidos monárquicos y de sus casas reales. La 
  verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de Julio era la 
  república parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y 
  legitimista y las especies burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el 
  género burgués. Pero ahora se trataba de que el orleanista se hiciese 
  legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la monarquía, 
  encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la expresión 
  de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de su 
  interés común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y 
  había hecho la abolición de dos monarquías; la República. Era la piedra 
  filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza 
  
  los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima pudiera 
  convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o la monarquía 
  burguesa en la monarquia de la aristocracia tradicional de la tierra! ¡Como si 
  la propiedad territorial y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola 
  corona, cuando ésta sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del 
  menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad 
  territorial, mientras ésta no se decide a hacerse industrial! Aunque Enrique V 
  muriese mañana, el conde de París no se convertiría por ello en rey de los 
  legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas. Sin embargo, los 
  filósofos de la fusión, que se engreían a medida que el problema de la 
  revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée Nationale 
  [57] su órgano diario oficial y que incluso vuelven a laborar en ese momento 
  (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las dificultades en la 
  resistencia y la rivalidad de ambas dinastias. Los intentos de reconciliar a 
  la familia de Orleáns con Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte 
  de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas, solamente se 
  representaban, en general, durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, en 
  los entreactos, entre bastidores, más por coquetería sentimental con la vieja 
  superstición que como un propósito serio, se convirtieron ahora en acciones 
  dramáticas, representadas por el partido del orden en las escena pública, en 
  vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los correos 
  volaban de París a Venecia[58], de Venecia a Claremont, de Claremont a París. 
  El conde de Chambord lanza un manifiesto en el que "con la ayuda de todos los 
  miembros de su familia", anuncia, no su restauración, sino la restauración 
  "nacional". El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano 
  los jefes 
  
  legitimistas Berryet, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación a 
  Claremont, a convencer a los Orleáns. Los fusionistas se dan cuenta demasiado 
  tarde de que los intereses de ambas fracciones burguesas no pierden en 
  exclusivismo ni ganan en transigencia por agudizarse bajo la forma de 
  intereses de familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V 
  reconociese al conde de París como su sucesor (único éxito que, en el mejor de 
  los casos, podía conseguir la fusión), la casa de Orleáns no ganaba con ello 
  ningún derecho que no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en 
  cambio perdía todos los que le había conquistado la revolución de Julio. 
  Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos que, en una lucha 
  casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones, 
  cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la monarquía 
  moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la fusión 
  no era más que la abdicación voluntaria de la casa de Orleáns, su resignación 
  legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia protestante del Estado a la 
  Iglesia católica. Una retirada que, además, no la llevaba siquiera al trono 
  que había perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los 
  antiguos ministros orleanistas, Guizot, Duchatel, etc., que se fueron también 
  corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad 
  el mal sabor de boca que había dejado la revolución de Julio, la falta de fe 
  en la monarquía burguesa y en la monarquía de los burgueses, la fe 
  supersticiosa en la legitimidad como último amuleto cofitra la anarquía. 
  Creyéndose mediadores entre los Orleáns y Borbón, sólo eran en realidad 
  orleanistas apóstatas, y como tales los recibió el príncipe de Joinville. En 
  cambio, el sector viable y batallador de los orleanistas, Thiers, Baze, etc., 
  convenció con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de que 
  
  si toda restauración monarquica inmediata presuponía la fusión de ambas 
  dinastías y ésta, a su vez, la abdicación de la casa de Orleáns, en cambio 
  correspondía por entero a la tradición de sus antepasados el reconocer 
  provisionalmente la república esperando a que los acontecimientos permitiesen 
  convertir el sillón presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la 
  candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose en suspenso la 
  curiosidad pública, y algunos meses más tarde, en septiembre, después de 
  rechazarse la revisión constitucional, fue públicamente proclamada. 
      De este modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión monárquica 
  entre orleanistas y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria, 
  su forma común republicana, volviendo a desdoblar el partido del orden en sus 
  primitivos elementos; pero, cuanto más crecía el divorcio entre Claremont y 
  Venecia, cuanto más se rompía su avenencia y más se iba extendiendo la 
  agitación a favor de Joinville, más acuciantes y más serias se hacían las 
  negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas. 
      La descomposición del partido del orden no se detuvo en sus elementos 
  primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de 
  nuevo. Era como si volviesen a revivir todos los viejos matices que 
  antiguamente se habían combatido dentro de cada uno de los dos campos, el 
  legitimista y el orleanista; como ocurre con los infusorios secos al contacto 
  con el agua; como si hubiesen recuperado la suficiente energía vital para 
  formar grupos propios y antagonismos independientes. Los legitimistas veíanse 
  transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerías y el Pabellón 
  Marsan, entre Villelle y Polignac[59]. Los orleanistas volvían a vivir la edad 
  de oro de los torneos entre Guizot, Molé, Broglie, Thiers y Odilon Barrot. 
  
      El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde también en 
  cuanto a los límites de la revisión, integrado por los legitimistas bajo 
  Berryer y Falloux de un lado, y de otro La Rochejacquelein, y los orleanistas 
  cansados de luchar, bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barrot, llegó a 
  un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y 
  amplia proposición: "Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a 
  la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan la moción de que la 
  Constitución sea revisada". Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por 
  boca de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía derecho a 
  pedir la abolición de la república, que este derecho sólo correspondía a la 
  cámara encargada de la revisión. Que, por lo demás, la Constitución sólo podía 
  revisarse por la vía "legal ", es decir, cuando votasen por la revisión las 
  tres cuartas partes de los votos constitucionalmente prescritas. Tras 6 días 
  de turbulentos debates, el 19 de julio, fue rechazada, como era de prever, la 
  revisión. Votaron a favor 446, pero en contra 278. Los orleanistas decididos, 
  Thiers, Changarnier, etc., votaron con los republicanos y la Montaña. 
      La mayoría del parlamento se declaraba así en contra de la Constitución, 
  pero ésta se declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba su 
  acuerdo como obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no había supeditado 
  la Constitución a la mayoría parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de 
  junio de 1849? ¿No descansaba toda su política anterior en la supeditación de 
  los artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? 
  ¿No había dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición bíblica 
  por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional no 
  significaba más que la continuación del Poder pre- 
  
  sidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución sólo 
  significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento se había declarado a 
  favor de él, pero la Constitución se declaraba en contra del parlamento. 
  Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar la 
  Constitución, y en un sentido constitucional al disolver el parlamento. 
      El parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su propia 
  dominación, "fuera de la mayoría", con su acuerdo había derogado la 
  Constitución y prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo 
  tiempo que ni aquélla podía morir, ni éstos vivir mientras él mismo 
  persistiese. Los que habían de enterrarlo estaban ya a la puerta. Mientras el 
  parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguey 
  d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división militar 
  y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de 
  las jornadas de Diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se 
  había comprometido mas o menos por él con motivo de la expedición de Boulogne. 

      El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión, que no 
  sabía ni gobernar ni servir, ni vivir ni morir, ni soportar la república ni 
  derribarla, ni mantener la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con 
  el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba la solución de todas las 
  contradicciones? Del calendario, de la marcha de los acontecimientos. Dejó de 
  arrogarse un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que 
  se impusiesen por la fuerza, retando con ello al Poder, al que, en su lucha 
  contra el pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse a 
  la impotencia frente a él. Para que el jefe del Poder Ejecutivo pudiese trazar 
  el plan de lucha contra ella con mayor desembarazo, fortalecer sus medios de 
  ataque, elegir sus 
  
  armas, consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento 
  crítico, retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 
  de agosto al 4 de noviembre. 
      El partido parlamentario no sólo se había desdoblado en sus dos grandes 
  fracciones y cada una de éstas no sólo se había subdividido, sino que el 
  partido del orden dentro del parlamento se había divorciado del partido del 
  orden fuera del parlamento. Los portavoces y escribas de la burguesía, su 
  tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de la burguesía y la 
  burguesía misma, los representantes y los representados aparecían divorciados 
  y ya no se entendían más. 
      Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su ilimitado 
  entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios, Berryer y Falloux, de 
  deserción al campo bonapartista y de traición contra Enrique V. Su 
  inteligencia flordelisada creía en el pecado original, pero no en la 
  diplomacia. 
      Incomparablemente más funesta y más decisiva era la ruptura de la 
  burguesía comercial con sus políticos. Ella no re prochaba a éstos, como los 
  legitimistas a los suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el 
  contrario, el aferrarse a principios ya superfluos. 
      Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el ministerio, 
  el sector de la burguesía comercial que se había llevado la parte del león en 
  el gobierno de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había hecho 
  bonapartista. Fould no sólo representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, 
  sino que representaba al mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca de 
  Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la pinta del modo más 
  palmario una cita tomada de su órgano europeo, el Economist [60] de Londres. 
  En su número de 1 de febrero de 1851, publica la siguiente correspondencia de 
  París: "Por todas partes hemos podido comprobar que Fran- 
  
  cia exige ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje a la 
  Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los periódicos lo 
  aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la sensibilidad de los 
  valores del Estado ante la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan 
  pronto como triunfa el Poder Ejecutivo ". 
      En su número de 29 de noviembre de 1851, el Economist declara en su propio 
  nombre: "En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente como el 
  guardián del orden ". 
      Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria del 
  partido del orden contra el Poder Ejecutivo como una alteración del orden y 
  festejaba todos los triunfos del presidente sobre los supuestos representantes 
  de ella como un triunfo del orden. Por aristocracia financiera hay que 
  entender aquí no sólo los grandes empresarios de los empréstitos y los 
  especuladores en papel del Estado, cuyo interés fácilmente se comprende que 
  coincida con el interés del Poder público. Todo el moderno negocio pecuniario, 
  toda la economía bancaria, se halla entretejida del modo más íntimo con el 
  crédito público. Una parte de su capital activo se invierte, necesariamente, 
  en valores del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles. Sus 
  depósitos, el capital puesto a su disposición y distribuido por ellos entre 
  los comerciantes e industriales, afluye en parte de los dividendos de los 
  rentistas del Estado. Si en todas las épocas la estabilidad del Poder público 
  es el alfa y el omega para todo el mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo 
  no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastrar junto a los 
  viejos Estados las viejas deudas del Estado? 
      También a la burguesía industrial, en su fanatismo por el orden, le 
  irritaban las querellas del partido parlamentario del orden con el Poder 
  Ejecutivo Después de su voto del 18 de 
  
  enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglas, 
  Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente 
  de sus mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba 
  sobre todo su coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra 
  el orden. Si bien hemos visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas 
  intrigas en que se manifestaba la lucha del partido del orden contra el 
  presidente no merecían mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que 
  exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el poder militar 
  de manos de su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero, no era 
  siquiera digno-de las intrigas que se malgastaban en su interés. Demostraba 
  que la lucha por defender su interés público, su propio interés de clase, su 
  Poder político, no hacía más que molestarle y disgustarle como una 
  perturbación de su negocio privado. 
      Durante las giras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades 
  provinciales, los magistrados, los jueces comerciales, etc., le recibían en 
  todas partes, casi sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo 
  en Dijon, atacase sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al 
  partido del orden. 
      Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos de 1851, la 
  burguesía comercial se enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, 
  por miedo a que el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba 
  mal, como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851, acusaba a las 
  luchas parlamentarias de ser la causa de la paralización y clamaba por que 
  aquellas luchas se acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los 
  debates sobre la revisión constitucional coincidieron precisamente con esta 
  época mala. Como aquí se trataba del ser o no ser de la for- 
  
  ma de gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más autorizada a 
  reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora 
  situación provisional, y que se mantuviese el statu quo. En esto no había 
  ninguna contradicción. Por poner fin a esta situación provisional, ella 
  entendía precisamente su perpetuidad, el aplazar hasta un remoto porvenir el 
  momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos 
  caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste dimitiese 
  constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba la 
  segunda solución y no supo dar a sus representantes mejor consejo que callar, 
  no tocar el punto candente. Creían que si sus representantes no hablaban, 
  Bonaparte se abstendría de obrar. Querían un parlamento-avestruz, que 
  escondiese la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía quería que 
  Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón presidencial, continuase sentado 
  en él, para que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su parlamento no 
  violase abiertamente la Constitución y abdicase sin más rodeos. 
      Los Consejos generales de los departamentos, representaciones provinciales 
  de la gran burguesía, reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, 
  desde el 25 de agosto, se declaran casi unánimemente en pro de la revisión, es 
  decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte. 
      Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus representantes 
  parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus 
  representantes literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas 
  inasequibles y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados burgueses 
  castigaban todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos 
  usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de defender los 
  derechos políticos de la burguesía con- 
  
  tra el Poder ejecutivo, causaban el asombro no sólo de Franciá, sino de toda 
  Europa. 
      Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo 
  tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si 
  declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad 
  y la existencia de la burguesía, destruyendo por su propia mano, en la lucha 
  contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio 
  régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la 
  burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el 
  parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a 
  oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus 
  literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a 
  sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. 
  Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia 
  dominación política, para deshacerse de las penas y los peligros de esa 
  dominación. 
      Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había rebela do ya contra la 
  lucha puramente parlamentaria y literaria en pro de la dominación de su propia 
  clase y traicionado a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar a 
  posteriori al proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha 
  sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó 
  su interés general de clase, es decir, su interés político, al más mezquino y 
  sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio, 
  ¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrificase a sus intereses 
  materiales, los intereses políticos ideales de ella! Se presenta como un alma 
  cándida a quien el proletariado, extraviado por los socialistas, no supo 
  comprender y abandonó en el momen- 
  
  to decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo burgués. No me refiero, 
  naturalmente, a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me remito, 
  por ejemplo, al mismo "Economist ", que todavía el 29 de noviembre de 1851, es 
  decir, cuatro días antes del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el 
  "guardián del orden" y a los Thiers y Berryer como "anarquistas", y que el 27 
  de diciembre de 185I, cuando ya Bonaparte había reducido a la tranquilidad a 
  aquellos anarquistas, clama acerca de la traición cometida por las 
  "ignorantes, incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los 
  conocimientos, la disciplina, la influencia espiritual, los recursos 
  intelectuales y el peso moral de las capas medias y elevadas de la sociedad". 
  La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie más que la propia masa 
  burguesa. 
      Es cierto que en 185I Francia había vivido una especie de pequeña crisis 
  comercial. A fines de febrero se puso de manifiesto la disminución de las 
  exportaciones respecto a 1850, en marzo se resintió el comercio y se cerraron 
  las fábricas, en abril la situación de los departamentos industriales parecía 
  tan desesperada como después de las jornadas de Febrero, en mayo los negocios 
  no se habían reavivado aún; todavía el 28 de junio, la cartera del Banco de 
  Francia, con su aumento enorme de los depósitos y su descenso no menos grande 
  de los descuentos de letras, revelaba el estancamiento de la producción; hasta 
  mediados de octubre no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en 
  los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento del 
  comercio por motivos puramente políticos, por la lucha entre el parlamento y 
  el Poder Ejecutivo, por la inestabilidad de una forma de gobierno puramente 
  provisional, por la perspectiva intimidadora del segundo domingo de mayo de 
  1852. No negaré que to- 
  
  das estas circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas 
  industriales en París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de 
  las circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin 
  importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que ei hecho de que la situación del 
  comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre, en el 
  momento en que la situación política empeoraba, en que el horizonte político 
  se oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por 
  lo demás, el burgués de Francia, cuyo "ingenio, conocimientos, penetración 
  espiritual y recursos intelectuales" no llegan más allá de su nariz, pudo dar 
  con la nariz en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró la 
  Exposición Industrial de Londres[61]. Mientras en Francia se cerraban las 
  fábricas, en Inglaterra estallaban las bancarrotas comerciales. Mientras en 
  abril y mayo el pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y 
  mayo el pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria 
  lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto ocurría con la 
  manufactura de la seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían 
  trabajando, no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había 
  más diferencia, sino que en Franciá la crisis era industrial y en Inglaterra 
  comercial; que, mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se 
  extendían, pero bajo condiciones más desfavorables que en los años an 
  teriores; que en Francia la que salía peor parada era la exportación y en 
  Inglaterra la importación. La causa común que, naturalmente, no ha de buscarse 
  dentro de los límites del horizonte político francés, era palmaria. Los años 
  de 1849 y 1850 fueron años de la mayor prosperidad material y de una 
  superproducción que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos 
  de este año, aún se la fomentó de un modo 
  
  especial con vistas a la Exposición Industrial. Como circunstancias 
  peculiares, hay que añadir: primero, la mala cosecha de algodón de 1850 y 
  1851; luego, la seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que 
  se esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las 
  oscilaciones de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto había 
  sido todavía inferior, por lo menos en Francia, a la cifra media. Finalmente, 
  la manufactura lanera se había extendido tanto, desde 1848, que la produccion 
  de lana no podía darle abasto, y el precio de ía lana en bruto subió muy 
  desproporcionadamente en relación con el precio de los artículos de lana. 
  Aquí, en la materia prima de tres industrias del mercado mundial, tenemos, 
  pues, ya triple material para un estancamiento del comercio. Prescindiendo de 
  estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851 no era más 
  que el alto que la superproducción y superespeculación hacen cada vez que 
  recorren el ciclo industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer 
  con vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y llegar de nuevo a su 
  punto de partida: la crisis comercial general. En estos intervalos de la 
  historia del comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas comerciales, 
  mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte obligada a 
  retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados, 
  competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos 
  irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre 
  preferentemente las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios. 
  De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales, recorre sus 
  propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más 
  determinadas y condicionadas por el estado general del mercado mundial que por 
  las influencias locales francesas. No carecerá de interés oponer al prejuicio 
  del bur- 
  
  gués de Francia el juicio del burgués de Inglaterra. Una de las mayores casas 
  de Liverpool escribe en su memoria comercial anual de 185I: "Pocos años han 
  engañado más que en éste los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran 
  prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó ser el año más 
  decepcionante desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, 
  naturalmente, a las clases mercantiles, no a las industriales. Y sin embargo, 
  al comenzar el año había indudablemente sus razones para pensar lo contrario; 
  las reservas de mercancías eran escasas, el capital abundante, las 
  subsistencias baratas, estaba asegurado un otoño próspero; paz inalterada en 
  el continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras en nuestro 
  país: realmente, nunca se habían visto más libres las alas del comercio. . . 
  ¿A qué atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de 
  comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones. Si nuestros 
  comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites más estrechos, nada 
  podrá sujetarnos dentro de los carriles, más que un pánico cada tres años". 
      Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio de este pánico de los 
  negocios, con su cerebro obsesionado por el comercio, torturado, aturdido por 
  los rumores de golpe de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, 
  por la lucha entre el parlamento y el Poder Ejecutivo, por la guerra de la 
  Fronda de los orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones 
  comunistas del sur de Francia y las supuestas jacqueries * de los 
  departamentos del Nievre y del Cher, por los reclamos de los distintos 
  candidatos a la presidencia, por las consignas chillonas de los periódicos, 
  por las amenazas de los republicanos de defender con las armas en la mano la 
  Cons- 


      * Insurrecciones campesinas. 
  
  titución y el sufragio uníversal, por los evangelios de los héroes emigrados 
  in partibus, que anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo 
  de 1852, y comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y 
  estrepitosa de fusión, revisión, prórroga, Constitución, conspiración, 
  coalición, emigración, usurpación y revolución, el burgués, jadeante, gritase 
  como loco a su república parlamentaria: "¡Antes un final terrible que un 
  terror sin fin!" 
      Bonaparte supo entender este grito. Su ~apacidad de comprensión se aguzó 
  por la creciente violencia de sus acreedores, que veían en cada crepúsculo que 
  los iba acercando al día del vencimiento, al segundo de mayo de 1852, una 
  protesta del movimiento de los astros contra sus letras de cambio terrenales 
  Se habían convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había 
  frustrado a Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional de su Poder 
  y la candidatura del príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones. 
      Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de sí una 
  sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de Estado de Bonaparte. Ya 
  el 29 de enero de 1849, cuando apenas había pasado un mes desde su elección, 
  hizo una proposición en este sentido a Changarnier Su propio primer ministro, 
  Odilon Barrot, había denunciado veladamente en el verano de 1849, y Thiers 
  abiertamente en el invierno de 1850, la política del golpe de Estado. En mayo 
  de 1851, Persigny había intentado otra vez más ganar a Changarnier para el 
  golpe y el Messager de l'Assemblée [62] había hecho públicas estas 
  negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado 
  ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más 
  subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba 
  
  todas las noches con la swell mob [*] de ambos sexos, en cuanto se acercaba la 
  medianoche y las abundantes libaciones desitaban las lenguas y calentaban la 
  fantasía, se acordaba el golpe de Estado para la mañana siguiente. Se 
  desenvainaban las espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando 
  por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros de Bonaparte, 
  hasta que la mañana siguiente ahuyentaba el fantasma, y el asombrado París se 
  enteraba, por las vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del 
  peligro de que había escapado una vez más. Durante los meses de septiembre y 
  octubre se atropellaban los rumores sobre un coup d'état. La sombra cobraba al 
  mismo tiempo color, como un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de 
  septiembre y octubre en las selecciones de los órganos de la prensa diaria 
  europea, se encontrarán textualmente noticias de este tipo: "París está lleno 
  de rumores de un golpe de Estado. Se dice que la capital se llenará de tropas 
  durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán decretos disolviendo 
  la Asamblea Nacional, declarando el departamento del Sena en estado de sitio, 
  restaurando el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte 
  busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales". Las 
  correspondencias que dan estas noticias terminan siempre con la palabra fatal 
  "aplazado ". El golpe de Estado fue siempre la idea fija de Bonaparte. Con 
  esta idea en la cabeza volvió a pisar el territorio de Francia. Hasta tal 
  punto estaba poseído por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada 
  paso. Y era tan débil, que volvía a abandonarla también a cada paso. La sombra 
  del golpe de Estado habíase hecho tan familiar a los palisinos como espectro, 
  que cuando por fin se les presentó en 


      * La aristocracia del hampa. 
  
  carne y hueso no querían creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del 
  jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la 
  Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado. Si triunfó, 
  fue, a pesar de la indiscreción de aquél y a ciencia y conciencia de ésta, 
  como resultado necesario e inevitable del proceso anterior. 
      El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución de 
  restaurar el sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión y el 26 
  conoció París la formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía 
  Carlier fue sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de la primera 
  división militar, Magnan, concentró en la capital los regimientos más seguros. 
  El 4 de noviembre reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que 
  hacer más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso el curso que 
  había acabado y probar que la habían enterrado sólo después de morir. 
      El primer puesto que había perdido en su lucha con el Poder Ejecutivo era 
  el ministerio. Y no tuvo más remedio que confesar solemnemente esta pérdida, 
  aceptando como plenamente válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La 
  comisión permanente había recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se 
  presentó en nombre de los nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para 
  medidas tan fuertes como la restauración del sufragio universal! Pero se 
  trataba precisamente de no sacar nada adelante en el Parlamento, sino de 
  sacarlo todo contra el Parlamento. 
      El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional recibió el 
  mensaje en que Bonaparte exigía la restauración del sufragio universal y la 
  derogación de la ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el mismo 
  día un decreto en este sentido. La Asamblea rechazó inmediatamente la 
  proposición de urgencia de los ministros, y el 13 de 
  
  noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra 348. De este modo, volvió 
  a desgarrar una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más que había 
  dejado de ser la representación libremente elegida del pueblo, para 
  convertirse en el parlamento usurpador de una clase, confesó una vez más que 
  había cortado por su propia mano los músculos que unían la cabeza 
  parlamentaria con el cuerpo de la nación. 
      Si el Poder Ejecutivo, con su propuesta de restauración del sufragio 
  universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo, el Poder Legislativo, 
  con su proyecto de ley sobre los cuestores, apelaba del pueblo al ejército 
  Esta ley de los cuestores había de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a 
  requerir directamente el auxilio de las tropas, a crear un ejército 
  parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro entre ella y el pueblo, 
  entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como Poter decisivo del 
  Estado, tenía necesariamente que confirmar, de otra parte, que había 
  abandonado ya dcsde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre el 
  ejército Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía sobre 
  su derecho a requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al rechazar la 
  ley de los cuestores, confesaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue 
  desechada con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió, por tanto, la 
  votación Se encontraba en la situación del asno de Buridán[63], no ciertamente 
  entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos tandas 
  de palos, sin saber cuál sería peor. De una parte, el miedo a Changarnier; de 
  otro lado, el miedo a Bonaparte. Hay que reconocer que la situación no tenía 
  nada de heroica. 
      El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las elecciones 
  municipales presentada por el partido del orden, en la que se disponía que los 
  electores municipales no necesi- 
  
  tarían tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se 
  desechó por un solo voto, pero este voto resultó inmediatamente ser un errdr. 
  Escindido en sus fracciones enemigas, el partido del orden había perdido desde 
  hacía ya mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora, ponía de 
  manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea 
  Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no se 
  mantenían unidos por ninguna fuerza de cohesión; había gastado su último 
  hálito de vida, estaba muerta. 
      Finalmente, algunos días antes de la catástrofe, la masa 
  extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar solemnemente una vez más 
  su ruptura con la burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como héroe 
  parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad incurable del 
  cretinismo parlamentario, había maquinado después de la muerte del parlamento 
  una nueva intriga parlamentaria con el Consejo de Estado, una ley de 
  responsabilidad con la que se pretendía sujetar al presidente dentro de los 
  límites de la Constitución. Así como el 15 de septiembre, en la fiesta en que 
  se puso la primera piedra del nuevo mercado de París, Bonaparte había 
  fascinado a las dames des halles, a las pescaderas, como un segundo Masaniello 
  (claro está que una de estas pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por 
  17 burgraves), del mismo modo que, después de presentada la ley sobre los 
  cuestores, entusiasmaba a los tenientes obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 
  de noviembre, arrebató a la burguesía industrial, congregada en el circo para 
  recibir de sus manos las medallas de los premios por la Exposición Industrial 
  de Londres. Reproduciré la parte significativa de su discurso, tomada del 
  Journal des Débats : "Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a decir 
  cuán grande sería la República 
  
  Francesa si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar sus 
  instituciones, en vez de verse constantemente perturbada de un lado por los 
  demagogos y de otro lado por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, 
  atronadores y repetidos aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las 
  alucinaciones monárquicas entorpecen todo progreso y todo desarrollo 
  industrial serio. En lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres 
  que antes eran el más celoso sostén de la autoridad y de las prerrogativas 
  reales y que hoy son partidarios de una Convención, solamente para quebrantar 
  la autoridad nacida del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.) 
  Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han 
  deplorado más que nadie, provocar una nueva, sin más objeto que encadenar la 
  voluntad de la nación. . . Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc., 
  etc. (Bravo, bravo, atronadores bravos.)" Así aplaude la burguesía industrial 
  con su aclamación más servil el gorpe de Estado del 2 de diciembre, la 
  aníquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura de 
  Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su respuesta en 
  la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la mayoría de las bombas 
  fueron a estallar en la casa del señor Sallandrouze, en cuya garganta habían 
  estallado la mayoría de los vítores. 
      Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo*, se dirigió solo al centro 
  del salón de sesiones, sacó el reIoj para que aquél no viviese ni un solo 
  minuto más del plazo que le había señalado y fue arrojando del salón a los 
  diputados uno por 


      * Así se llamaba el parlamento inglés de la época de la revolución 
  burguesa de Inglaterra, que duró 13 años (1640-1653). En 1653 fue disuelto por 
  Cromwell, que instauró la dictadura. 
  
  uno con insultos alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos 
  talla que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le 
  leyó, aunque con voz entrecortada, su sentencia de muerte. El segundo 
  Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión de un Poder Ejecutivo muy 
  distinto del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su modelo a los anales de 
  la historia universal, sino a los anales de la Sociedad de 10 de Diciembre, a 
  los anales de la jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones 
  de francos, compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15 
  francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas por la noche con 
  sus cómplices, como un ladrón, hace que asalten las casas de los jefes 
  parlamentarios más peligrosos, sacándolos de sus camas y llevándose a 
  Cavaignac, Lamoriciere, Le Flô, Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, 
  manda ocupar las plazas principales de París y el edificio del Parlamento con 
  tropas y pegar, al amanecer, en todos los muros, carteles estridentes 
  proclamando la disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la 
  restauración del sufragio universal y la declaración del departamento del Sena 
  en estado de sitio. Y poco después, inserta en el Moniteur un documento falso, 
  según el cual influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él 
  en un Consejo de Estado. 
      El parlamento acéfalo, formado principalmente por legitimistas y 
  orleanistas, se reúne en el edificio de la alcaldía del 10.ƒ distrito y 
  acuerda entre gritos de "¡Viva la República!" la destitución de Bonaparte, 
  arenga en vano a la masa boquiabierta congregada delante del edificio y, por 
  último, custodiado por tiradores africanos, es arrastrado primero al cuartel 
  d'Orsay y luego empaquetado en coches celulares y transportado a las cárceles 
  de Mazas, Ham y Vincennes. Así 
  
  terminaron el partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de 
  Febrero. He aquí en breves rasgos, antes de pasar rápidamente a las 
  conclusiones, el esquema de su historia: 
      I. Primer período.  Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de 
  Febrero. Prólogo. Espejismo de confraternización general. 
      II. Segundo periodo.  Período de constitución de la repú blica y de la 
  Asamblea Nacional Constituyente. 
      1. Del 4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las clases contra 
  el proletariado. Derrota del proletariado en las jornadas de Junio. 
      2. Del 25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de los 
  republicanos burgueses puros. Se redacta el proyecto de Constitución. 
  Declaración del estado de sitio en París. El 10 de diciembre se elimina la 
  dictadura burguesa con la elección de Bonaparte para presidente. 
      3. Del 20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha de la 
  Constituyente contra Bonaparte y el partido del orden coligado con él. Caída 
  de la Constituyente. Derrota de la burguesía republicana. 
      III. Tercer período.  Período de la república constitucional y de la 
  Asamblea Nacional Legislativa. 
      1. Del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los pequeños burgueses 
  contra la burguesía y contra Bonaparte. Derrota de la democracia 
  peqúeñoburguesa. 
      2. Del 13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura parlamentaria 
  del partido del orden. Corona su dominación con la abolición del sufragio 
  universal, pero pierde el ministerio parlamentario. 
      3. Del 31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 18SI. Lucha entre la 
  burguesía parlamentaria y Bonaparte. 
  
      a) Del 31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El parlamento pierde el 
  alto mando sobre el ejército. 
      b) Del 12 de enero al 11 de abril de 1851. Sucumbe en sus tentativas por 
  volver a adueñarse del Poder administrativo. El partido del orden pierde su 
  mayoría parlamentaria propia. Coalición del partido del orden con los 
  republicanos y la Montaña. 
      c) Del 11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de revisión, de 
  fusión, de prórroga de poderes. El partido del orden se descompone en los 
  elementos que lo integran. Definitiva ruptura del parlamento burgués y de la 
  prensa burguesa con la masa de la burguesía. 
      d) Del 9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca entre el 
  parlamento y el Poder Ejecutivo. El parlamento consuma su defunción y sucumbe, 
  abandonado por su propia clase, por el ejército y por las demás clases. Ocaso 
  del régimen parlamentario y de la dominación burguesa. Triunfo de Bonaparte. 
  Parodia de restauración imperial. 


  VII


      La república social apareció como frase, como profecía, en el umbral de la 
  revolución de Febrero. En las jornadas de Junio de 1848, fue ahogada en sangre 
  del proletariado de París, pero aparece en los restantes actos del drama como 
  espectro. Se anuncia la república democrática. Se esfuma el 13 de junió de 
  1849, con sus pequeños burgueses dados a la fuga, pero en su huida arroja tras 
  sí reclamos doblemente jactanciosos. La república parlamentaria con la 
  burguesía se adueña de toda la escena, apura su vida en toda la plenitud, pero 
  el 2 de diciem- 
  
  bre de 1851 la entierra bajo el grito de angustia de los monárquicos 
  coligados: "¡Viva la República!". 
      La burguesía francesa, que se rebelaba contra la dominación del 
  proletariado trabajador, encumbró en el Poder al lumpemproletariado, con el 
  jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza. La burguesía mantenía a 
  Francia bajo el miedo constante a los futuros espantos de la anarquía roja; 
  Bonaparte descontó este porvenir cuando el 4 de diciembte hizo que el ejército 
  del orden, embriagado de aguardiente, disparase contra los distinguidos 
  burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard des Italiens, que estaban 
  asomados a las ventanas. La burguesía hizo la apoteosis del sable, y el sable 
  manda sobre ella. Aniquiló la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia 
  prensa. Sometió las asambleas populares a la vigilancia de la policía; sus 
  salones se hallan bajo la vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia 
  Nacional democráticá y su propia Guardia Nacional ha sido disuelta Decretó el 
  estado de sitio, y el estado de sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó 
  los jurados por comisiones militares, y las comisiones militares ocupan el 
  puesto de sus jurados. Sometió la enseñanza del pueblo a los curas, y los 
  curas la someten a ella a su propia enseñanza. Deportó a detenidos sin juicio, 
  y ella es deportada sin juicio. Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante 
  el Poder del Estado y el Poder del. Estado sofoca todos los movimientos de su 
  sociedad. Se rebeló, llevada del entusiasmo por su bolsa, contra sus propios 
  políticos y literatos ¡ sus políticos y literatos fueron quitados de en medio, 
  pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse su boca y romperse su 
  pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución como San Arsenio a 
  los cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa! Y 
  
  ahora es Bonaparte el que grita a la burguesía: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, 
  calla, descansa! 
      La burguesía francesa había resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de 
  Napoleón: Dans cinguante ans, l'Europe sera républicaine ou cosaque [*]. . . 
  Lo había resuelto en la république cosaque [**]. Ninguna Circe ha desfigurado 
  con su encanto maligno la obra de arte de la república burguesa, 
  convirtiéndola en un monstruo. Aquella república no perdió nada, sólo su 
  apariencia de respetabilidad. La Francia actual[***] se contenía ya integra en 
  la república parlamentaria. Sólo hacía falta el arañazo de una bayoneta para 
  que la vejiga estallase y el monstruo saltase a la vista. 
      ¿Por qué el proletariado de París no se levantó después del 2 de 
  diciembré? 
      La caida de la burguesía sólo estaba decretada; el decreto no se había 
  ejecutado todavía. Cualquier alzamiento serio del proletariado habría dado a 
  aquélla nuevos brios, la había reconciliado con el ejército y habría asegurado 
  a los obreros una segunda derrota de Junio. 
      El 4 de diciembre, el proletariado fue espoleado a la lucha por burgueses 
  y tenderos. En la noche de este dia prometieron comparecer en el lugar de la 
  lucha varias legiones de la Guardia Nacional, armadas y uniformadas. En 
  efecto, burgueses y tenderos habían descubieno que, en uno de sus decretos del 
  2 de diciembre, Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir en 
  los registros oficiales, detrás de sus nombres, un si o un no. La resistencia 
  del 4 de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante la noche mandó pegar en 


      * Dentro de cincuenta años, Europa será republicana o cosaca.
      ** Repubíica cosaca.
      *** La Francia después del golpe do Estado de 1851. 
  
  tadas las esquinas de París carteles anunciando la restauración del voto 
  secreto. Burgueses y tenderos creyeron haber alcanzado su finalidad. Todos los 
  que no se presentaron a la mañana siguiente eran tenderos y burgueses. 
      Un golpe de mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al 2 de 
  diciembre, había privado al proletariado de París de sus guías, de los jefes 
  de las barricadas. ¡Un ejército sin oficiales, al que los recuerdos de junio 
  de 1848 y de 1849 y de mayo de 1850 inspiraban la aversión a luchar bajo la 
  bandera de los montagnards, confió a su vanguardia, a las sociedades secretas, 
  la salvación del honor insurreccional de París, que la burguesía entregó tan 
  mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde desarmar a la Guardia 
  Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus armas fuesen empleadas 
  abusivamente contra ella misma por los anarquistas! 
      "C'est le triomphe complet et définitif du socialisme! "* Así caracterizó 
  Guizot el 2 de diciembre. Pero si la caída de la república parlamentaria 
  eneierra ya en germen el triunfo de la revolución proletaria, su resultado 
  inmediato, tangible, era la victoria de Bonaparte sobre el parlamento, del 
  Poder Ejecutivo sobre el Poder-Legistativo, de la fuerza sin frases sobre la 
  fuerza de las frases. En el parlamento, la nación elevaba su voluntad general 
  a ley, es decir, elevaba la ley de la clase dominante a su voluntad general. 
  Ante el Poder Ejecutivo, abdica de toda voluntad propia y se somete a los 
  dictados de un poder extraño, de la autoridad. El Poder Ejecutivo, por 
  oposición al Legislativo, expresa la heteronomía de la nación por oposición a 
  su autonomía. Por tanto, Francia sólo parece escapar al despotismo de una 
  clase para reincidir bajo 


      * ¡El triunfo completo y definitivo del socialismo! 
  
  el despotismo de un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un 
  individuo sin autoridad. Y la lucha parece haber terminado en que todas las 
  clases se postraron de hinojos, con igual impotencia y con igual mutismo, ante 
  la culata del fusil. 
      Pero la revolución es radical. Está pasando todavía por el purgatorio. 
  Cumple su tarea con método. Hasta el 2 de diciembre de 1851 había terminado la 
  mitad de su labor preparatoria; ahora, termina la otra mitad. Lleva primero a 
  la perfección el Poder parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido 
  ya esto, lleva a la perfección el Poder Ejecutivo, lo reduce a su más pura 
  expresión, lo aísla, se enfrenta con él, como único blanco contra el que debe 
  concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando la revolución haya 
  llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se levantará, 
  y gritará jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo![64] 
      Este Poder Ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar, 
  con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de 
  funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro 
  medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe como 
  una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió 
  en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que 
  dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señariales de los 
  terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos del 
  Poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos y el 
  abigarrado mapa-muestrario de las soberanías medievales en pugna en el plan 
  reglamentado de un Poder estatal cuya labor está dividida y centralizada como 
  en una fábrica. La primera revolución francesa, con su misión de romper todos 
  los poderes particulares locales, terri- 
  
  toriales, municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación, 
  tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había 
  iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las 
  atribuciones y el número de servidores del Poder del gobierno. Napoleón 
  perfeccionó esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de 
  Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que crecía a 
  medida que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba 
  nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración 
  del Estado. Cada interés común se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se 
  contraponía a ésta como interés superior, general, se sustraía a la propia 
  actuación de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la 
  actividad del gobierno, desde el puente, la casa-escuela y los bienes 
  comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la 
  riqueza nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república 
  parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viose obligada a fortalecer, 
  junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del Poder del 
  gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de 
  destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación, 
  consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el 
  botín principal del vencedor. 
      Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución, bajo 
  Napoleón, la burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de 
  clase de la burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la 
  república parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por mucho 
  que ella aspirase también a su propio Poder absoluto. 
      Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido una 
  completa autonomía. La máquina del 
  
  Estado se ha consolidado ya de tal modo frente a la sociedad burguesa, que 
  basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, 
  un caballero aventurero venido de fuera y elevado sobre el pavés por una 
  soldadesca embriagada, a la que compró con aguardiente y salchichón y a la que 
  tiene que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime 
  desesperación, el sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que 
  oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia se siente como 
  deshonrada. 
      Y sin embargo, el Poder del Estado no flota en el aire. Bonaparte 
  representa a una clase, que es, además, la clase más numerosa de la sociedad 
  francesa: los campesinos par celarios. 
      Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los 
  Orleáns la dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los 
  campesinos, es decir, de la masa del pueblo francés. El elegido de los 
  campesinos no-es el Bonaparte que se somete al parlamento burgués, sino el 
  Bonaparte que lo dispersa. Durante tres años consiguieron las ciudades 
  falsificar el sentido de la elección del 10 de Diciembre y estafar a los 
  campesinos la restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de 
  1848 no se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 185I. 
      Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven 
  en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su 
  modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones 
  mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de 
  comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de 
  producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo ni 
  aplicación ninguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de 
  
  desarrollo, ni diversidad de talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada 
  familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce 
  directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus 
  materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en 
  contacto con la sociedad. La parcela, el campesino, y su familia; y al lado 
  otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas 
  forman una aldea, y unas cuantas aldeas un departamento. Así se forma la gran 
  masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, 
  al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. 
  En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de 
  existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura 
  de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil aquéllas forman una 
  clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación 
  puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos 
  ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no 
  forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase 
  en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una 
  Convención[65]. No pueden representarse, sino que tienen que ser 
  representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su 
  señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de 
  gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la 
  lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política de los campesinos 
  parce!arios encuentra su última expresión en el hecho de que el Poder 
  Ejecutivo someta bajo su mando a la sociedad. 
      La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa 
  de que un hombre llamado Napoleón le devol- 
  
  vería toda lá magnificencia. Y se encontró un individuo que se hace pasar por 
  tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoléon 
  [*] ordena: "La recherche de la paternité est interdite "[**] Tras 20 años de 
  vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda y este 
  hombre se convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sóbrino se 
  realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los 
  franceses. 
      Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media Francia, 
  las batidas del ejército contra los campesinos, y los encarcelamientos y 
  deportaciones en masa de campe sinos? 
      Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución semejante de 
  campesinos "por manejos demagógicos". 
      Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no representa al campesino 
  revolucionario, sino al campesino conservador; no representa al campesino que 
  pugna por salir de su condición social de vida, la parcela, sino al que, por 
  el contrario, quiere consolidarla; no a la población campesina, que, con su 
  propia energía y unida a las ciudades, quiere derribar el viejo orden, sino a 
  la que, por el contrario, neciamente retraída en este viejo orden, quiere 
  verse salvada y preferida, en unión de su parcela, por el espectro del 
  imperio. No representa la ilustración, sino la superstición del campesino, no 
  su juicio, sino su prejuicio, no su porvenir, sino su pasado, no sus 
  Cévennes[66] modernas, sino su moderna Vendée[67]. 
      Los tres años de dura dominación de la república parlamentaria había 
  curado a una parte de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los 
  habían revolucionado, 


      * Código napoleónico.
      ** Queda prohibida la investigación de la paternidad. 
  
  aun cuando sólo fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba 
  violentamente hacia atrás, cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la 
  república parlamentaria, la conciencia moderna pugnó con la conciencia 
  tradicional de los campesinos franceses. El proceso se desarrolló bajo la 
  forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela y los curas. La 
  burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos hicieron 
  esfuerzos para adoptar una actitud independiente frente a la actividad del 
  gobierno. Esto se manifestó en el conflicto constante de los alcaldes con los 
  prefectos. La burguesía destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos 
  de diversas localidades se levantaron durante el período de la república 
  parlamentaria contra su propia progenie, el ejército. La burguesía los castigó 
  con estados de sitio y ejecuciones. Y esta misma burguesía clama ahora acerca 
  de la estupidez de las masas, de la vile multitude [*] que la ha traicionado 
  frente a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó con sus violencias las 
  simpatías de la clase campesina por el Imperio [Imperialismus ], la que ha 
  mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna de esta religión 
  campesina. Claro está que la burguesía tiene necesariamente que temer la 
  estupidez de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su conciencia 
  en cuanto se hacen revolucionarias. 
      En los levantamientos producidos después del golpe de Estado, una parte de 
  los campesinos franceses protestó con las armas en la mano contra su propio 
  voto del 10 de diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les 
  había abierto los ojos. Pero había entregado su alma a las fuerzas infernales 
  de la historia, y ésta los cogía por la palabra, y la mayoría estaba aún tan 
  llena de prejuicios, que precisamente 


      * La muchedumbre vil. 
  
  en los departamentos más rojos la población campesina votó públicamente por 
  Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora 
  no había hecho más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto a 
  la voluntad del campo. En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca 
  de colocar, junto a un Napoleón, una Convención. 
      Después de que la primera revolución había convertido a los campesinos 
  semisiervos en propietarios libres de su tierra, Napoleón consolidó y 
  reglamentó las condiciones bajo las cuales podrían explotar sin que nadie les 
  molestase el suelo de Francia que se les acababa de asignar, satisfaciendo su 
  afán juvenil de propiedad. Pero lo que hoy lleva a la ruina al campesino 
  francés, es su misma parcela, la división del suelo, la forma de propiedad 
  consolidada en Francia por Napoleón. Son precisamente las condiciones 
  materiales que convirtieron al campesino feudal francés en campesino 
  parcelario y a Napoleón en emperador. Han bastado dos generaciones para 
  engendrar este resultado inevitable: empeoramiento progresivo de la 
  agricultura y endeudamiento progresivo del agricultor. La forma "napoleónica" 
  de propiedad, que a comienzos del siglo XIX era la condición para la 
  liberación y el enriquecimiento de la población campesina francesa, se ha 
  desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su esclavitud y de 
  su pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera de las idées 
  napoléoniennes que viene a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte todavía 
  con los campesinos la ilusión de buscar la causa de su ruina, no en su misma 
  propiedad parcelaria, sino fuera de ella, en la influencia de circunstancias 
  secundarias, sus experimentos se estrellarán como pompas de jabón contra las 
  relaciones de producción. 
  
      El desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido de raíz la 
  relación de los campesinos con las demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón, 
  la parcelación del suelo en el campo complementaba la libre concurrencia y la 
  gran industria incipiente de las ciudades. La clase campesina era la protesta 
  omnipresente contra la aristocracia terrateniente que se acababa de derribar. 
  Las raíces que la propiedad parcelaria echó en el suelo francés quitaron al 
  feudalismo toda sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el baluarte naturar 
  de la burguesía contra todo golpe de mano de sus antiguos señores. Pero en el 
  transcurso del siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los señores feudales el 
  usurero de la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por la 
  hipoteca y la aristocrática propiedad territorial fue suplantada por el 
  capital burgués. La parcela del campesino sólo es ya el pretexto que permite 
  al capitalista sacar de la tierra ganancia, intereses y renta, dejando al 
  agricultor que se las arregle para sacar como pueda su salario. Las deudas 
  hipotecarias que pesan sobre el suelo francés imponen a los campesinos de 
  Francia un interés tan grande como los intereses anuales de toda la deuda 
  nacional británica. La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el 
  capital a que conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a la masa 
  de la nación francesa en trogloditas. Diez y seis millones de campesinos 
  (incluyendo las mujeres y los niños) viven en cuevas, una gran parte de las 
  cuales sólo tienen una abertura, otra parte dos solamente, y las privilegiadas 
  tres. Las ventanas son para una casa lo que los cinco sentidos para la cabeza. 
  El orden burgués, que a comienzos del siglo puso al Estado de centinela de la 
  parcela recién creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro 
  que le chupa la sangre y la médula y la arroja a la caldera de alquimista del 
  capital. El Code 
  
  Napoléon no es ya más que el código de los embargos, de las subastas y de las 
  adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones (incluyendo niños, etc.) de 
  indigentes, vagabundos, delincuentes y prostitutas, que oficialmente cuenta 
  Francia, hay que añadir cinco millones, cuya existencia flota al borde del 
  abismo y que o bien viven en el mismo campo o desertan constantemente, con sus 
  harapos y sus hijos, del campo a las ciudades y de las ciudades al campo. Por 
  tanto, el interés de los campesinos no se halla ya, como bajo Napoleón, en 
  consonancia, sino en contraposición con los intereses de la burguesía, con el 
  capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural en el 
  proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el orden burgués. Pero el 
  gobierno fuerte y absoluto -- que es la segunda idée napoléonienne que viene a 
  poner en práctica el segundo Napoleón -- está llamado a defender por la 
  violencia este orden "material". Y este ordre matériel es también el tópico en 
  todas las proclamas de Bonaparte contra los campesinos rebeldes. 
      Junto a la hipoteca, que el capital le impone, pesan sobre la parcela los 
  impuestos. Los impuestos son la fuente de vida de la burocracia, del ejército, 
  de los curas y de la corte; en una palabra, de todo el aparato del Poder 
  Ejecutivo. Un gobierno fuerte e impuestos fuertes son cosas idénticas. La 
  propiedad parcelaria se presta por naturaleza para servir de base a una 
  burocracia omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones y de 
  personas en toda la faz del país. Permite también, por tanto, la posibilidad 
  de influir por igual sobre todos los puntos de esta masa igual desde un centro 
  supremo. Destruye los grados intermedios aristocráticos entre la masa del 
  pueblo y el Poder del Estado. Provoca, por tanto, desde todos los lados, la 
  ingerencia directa de este Poder estatal y la interposición de sus órganos 
  inmediatos. Y final- 
  
  mente, crea una superpoblación parada que no encuentra cabida ni en el campo 
  ni en las ciudades y que, por tanto, echa mano de los cargos públicos como de 
  una respetable limosna, provocando la creación de cargos del Estado. Con los 
  nuevos mercados que abrio a punta de bayoneta, con el saqueo del continente, 
  Napoleón devolvió los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos 
  eran entonces un acicate para la industria del campesino, mientras que ahora 
  privan a su industria de sus últimos recursos y acaban de exponerle indefenso 
  al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes, la de una enorme 
  burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al segundo 
  Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle, si se ve obligado a crear, junto a 
  las clases reales de la sociedad, una casta artificial, para la que el 
  mantenimiento de su régimen es un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una 
  de sus primeras operaciones financieras consistió en elevar nuevamente los 
  sueldos de los funcionarios a su altura antigua y en crear nuevas sinecuras. 
      Otra idée napoléonienne es la dominación de los curas como medio de 
  gobierno. Pero, si la parcela recién creada, en su armonía con la sociedad, en 
  su dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en su sumisión a la autoridad 
  que la protegía desde lo alto era, naturalmente, religiosa, esta parcela, 
  comida de deudas, divorciada de la sociedad y de la autoridad y forzada a 
  salirse de sus propios horizontes limitados, se hace, naturalmente, 
  irreligiosa El cielo era una añadidura hermosa al pedazo de tierra acabado de 
  adquirir, tanto más cuanto que de él vienen el sol y la lluvia; pero se 
  convierte en un insulto tan pronto como se le quiere imponer a cambio de la 
  parcela. En este caso, el cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador 
  de la policía terrenal: otra idée napoléonienne. La próxima vez, la expedición 
  contra Roma se llevará a 
  
  cabo en la misma Francia, pero en sentido inverso al del señor Montalembert. 
      Finalmente, el punto culminante de las idées napoléoniennes es la 
  preponderancia del ejército. El ejército era el point d'honneur [*] de los 
  campesinos parcelarios, eran ellos mismos convertidos en héroes, defendiendo 
  su nueva propiedad contra el enemigo de fuera, glorificando su nacionalidad 
  recién conquistada, saqueando y revolucionando el mundo. El uniforme era su 
  ropa de gala; la guerra su poesía; la parcela, prolongada y redondeada en la 
  fantasía, la patria, y el patriotismo la forma ideal del sentido de propiedad. 
  Pero los enemigos contra quienes ahora tiene que defender su propiedad el 
  campesino francés no son los cosacos, son los alguaciles y los agentes 
  ejecutivos del fisco. La parcela no está ya enclavada en lo que llaman patria, 
  sino en el registro hipotecario. El mismo ejército ya no es la flor de la 
  juventud campesina, sino la flor del pantano del lumpemproletariado campesino. 
  Está formado en su mayoría por remplaçants **, por sustitutos, del mismo modo 
  que el segundo Bonaparte no es más que el remplaçant, el sustituto de 
  Napoleón. Sus hazañas heroicas consisten-ahora en las cacerías y batidas 
  contra los campesinos, en el servicio de gendarmería, y si las contradicciones 
  internas de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre del 
  otro lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas de bandidaje el 
  ejército no cosechará precisamente laureles, sino palos. 
      Como vemos, todas las "idées napoléoniennes" son las ideas de la parcela 
  incipiente, juvenil, pero constituyen un con 


      * El orgullo.
      ** Los que se obligaban a servir en el ejército, en sustitución de los que 
  eran llamados a filas. 
  
  trasentido para la parcela caduca. No son más que las alucinaciones de su 
  agonía, palabras convertidas en frases, espíritus convertidos en fantasmas. 
  Pero la parodia del imperio [des Imperialismus ] era necesaria para liberar a 
  la masa de la nación francesa del peso de la tradición y hacer que se 
  destacase nítidamente la contraposición entre el Estado y la sociedad. 
  Conforme avanza la ruina de la propiedad parcelaria, se derrumba el edificio 
  del Estado construido sobre ella. La centralización del Estado, que la 
  sociedad moderna necesita sólo se levanta sobre las ruinas de la máquina 
  burócrático-militar de gobierno, forjada por oposición al feudalismo[*]. 
      Las condiciones de los campesinos franceses nos descubren el misterio de 
  las elecciones generales del 20 y el 21 de diciembre, que llevaron al segundo 
  Bonaparte al Sinai[68], pero no para recibir leyes, sino para darlas. 
      Manifiestamente, la burguesía no tenía ahora más opción que elegir a 
  Bonaparte. Cuando, en el Concilio de Constanza[69], los puritanos se quejaban 
  de la vida licenciosa de los papas y gemían acerca de la necesidad de reformar 
  las costumbres, el cardenal Pierre d'Ailly dijo, con voz tonante: "¡Cuando 
  sólo el demonio en persona puede salvar a la Iglesia católica, vosotros pedís 
  ángeles!" La burguesía francesa exclamó también, después del coup d'état : 
  ¡sólo el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre puede ahora salvar a la 
  sociedad burguesa! 


      * En la edición de 1852, este párrafo, prescindiendo de las últimas dos 
  oraciones, terminaba con las siguientes líneas: "La demolición de la máquina 
  del Estado no representa ningún peligro para la centralización. La burocracia 
  no es sino la forma inferior y brutal de una centralización que carga aún con 
  su antítesis, con el feudalismo. Al desilusionarse de la restauración 
  napoleónica, el campesino francés abandonará la fe puesta en su parcela; todo 
  el edificio estatal erigido sobre ella se vendrá abajo, y la revoluaón 
  proletaria obtendrá el coro, sin el cual su solo se convierte en toda nación 
  campesina, en un canto del cisne". 
  
  ¡Sólo el robo puede ahora salvar a la propiedad! ¡Sólo el perjurio puede ahora 
  salvar a la religión, el bastardismo a la familia y el desorden al orden! 
      Bonaparte, como Poder Ejecutivo convertido en fuerza independiente, se 
  cree llamado a garantizar el "orden burgués". Pero la fuerza de este orden 
  burgués está en la clase media. Se cree, por tanto, representante de la clase 
  media y promulga decretos en este sentido. Pero si es algo, es gracias a haber 
  roto y romper de nuevo diariamente la fuerza política de esta clase media. Se 
  afirma, por tanto, como adversario de la fuerza política y literaria de la 
  clase media. Pero, al proteger su fuerza material, engendra de nuevo su fuerza 
  política. Se trata, por tanto, de mantener viva la causa, pero de suprimir el 
  efecto allí donde éste se manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña 
  confusión de causa y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, 
  ambos pierden sus características distintivas. Nuevos decretos que borran la 
  línea divisoria. Bonaparte se reconoce al mismo tiempo, frente a la burguesía, 
  como representante de los campesinos y del pueblo en general, llamado a hacer 
  felices dentro de la sociedad burguesa a las clases inferiores del pueblo. 
  Nuevos decretos, que estafan de antemano a los "verdaderos socialistas"[70] su 
  sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante todo jefe de la Sociedad 
  del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado, al que pertenece él 
  mismo, su entourage *, su gobierno y su ejército, y al que ante todo le 
  interesa beneficiarse a si mismo y sacar premios de lotería californiana del 
  Tesoro público. Y se confirma como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre con 
  decretos, sin decretos y a pesar de los decretos. 


      * Los que le rodean. 
  
      Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones de su 
  gobierno, el confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como 
  humillar, unas veces a esta y otras veces a aquella clase,- poniéndolas a 
  todas por igual en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste 
  altamente cómico con el estilo imperioso y categórico de sus actos de 
  gobierno, estilo imitado sumisamente del tío. 
      La industria y el comercio, es decir, los negocios de la clase media, 
  deben florecer como planta de estufa bajo el gobierno fuerte. Se otorga un 
  sinnúmero de concesiones ferroviarias. Pero el lumpemproletariado bonapartista 
  tiene que enriquecerse. Manejos especulativos con las concesiones ferroviarias 
  en la Bolsa por gentes iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún 
  capital para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a adelantar dinero a cuenta 
  de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que explotar 
  personalmente al Banco y, por tanto, halagarlo. Se exime al Banco del deber de 
  publicar semanalmente sus informes. Contrato leonino del Banco con el 
  gobierno. Hay que dar trabajo al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las 
  obras públicas aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja 
  de los impuestos mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo las 
  rentas al 5 por 100 en rentas al 4 1/2 por 100. Pero hay que dar un poco de 
  miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre el vino para el 
  pueblo, que lo bebe al por menor, y se rebaja a la mitad para la clase media, 
  que lo bebe al por mayor. Se disuelven las asociaciones obreras existentes, 
  pero se prometen milagros de asociación para el porvenir. Hay que ayudar a los 
  campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la 
  concentración de la propiedad. Pero a estos Bancos hay que utilizarlos para 
  sacar dinero de los bienes confiscados de la casa de Orleáns. No hay ningún 
  
  capitalista que se preste a esta condición, que no figura en el decreto, y el 
  Banco hipotecario se queda reducido a mero decreto, etc., etc. 
      Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las 
  clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo a la otra. Y así como en 
  los tiempos de la Fronda se decía del duque de Guisa que era el hombre más 
  obligeant [*] de Francia, porque había convertido todas sus fincas en 
  obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte quisiera ser 
  también el hombre más obligeant de Francia y convertir toda la propiedad y 
  todo el trabajo de Francia en una obligación personal contra él mismo. 
  Quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor dicho, 
  para comprar de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe de la 
  Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que comprar lo que quiere 
  que le pertenezca. Y en institución del soborno se convierten todas las 
  instituciones del Estado, el Senado, el Consejo de Estado, el Cuerpo 
  Legislativo, la Legión de Honor, la medalla del soldado, los lavaderos, los 
  edificios públicos, los ferrocarriles, el état-major ** de la Guardia Nacional 
  sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa de Orleáns. En medio de 
  soborno se convierten todos los puestos del ejército y de la máquina de 
  gobierno. Pero lo más importante en este proceso en que se toma a Francia para 
  entregársela a ella misma, son los tantos por ciento que durante la operación 
  de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la Sociedad del 10 de 
  Diciembre. El chiste con el que la condesa L., la amante del señor de Morny, 
  caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas: "C'est le premier vol 



      * Obsequioso.
      ** Estado Mayor. 
  
  de l'aigle" [*] ["Es el primer vuelo (robo) del águila"], puede aplicarse a 
  todos los vuelos de este águila, que más que águila es cuervo. Tanto él como 
  sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al avaro, que 
  contaba jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar durante largos 
  años: "Tu fai conto sopra i beni, bisogna prima far il conto sopra gli anni" 
  [**]. Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos. En la 
  corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración y del ejército, 
  se amontona un tropel de bribones, del mejor de los cuales puede decirse que 
  no se sabe de dónde viene, una bohemia estrepitosa, sospecho sa y ávida de 
  saqueo, que se arrastra en sus casacas galoneadas con la misma grotesca 
  dignidad que los grandes dignatarios de Soulouque***. Si queremos 
  representarnos plásticamente esta capa superior de la Sociedad del 10 de 
  Diciembre, nos basta con saber que Véron-Crevel **** es su predicador de moral 
  y Granier de Gassagnac ***** su pensador. Cuando Guizot, durante su 
  ministerio, utilizó a este Granier en un periodicucho contra la oposición 
  dinástica, solía ensalzarlo con esta frase: "C'est le roi des drôles ", "es el 
  rey de los bufones". Sería injusto recordar a propósito de la corte y de la 
  tribu de Luis Bonaparte a la Regencia[71] o a Luis XV. Pues "Francia 


      * La palabra vol significa vuelo y robo. (Nota de Marx.)
      ** "Cuentas los bienes, cuando lo que debieras contar son los años".
      *** Presidente haitiano que imitando a Napoleón I se hizo proclamar en 
  1849 emperador de Haití. Por semejanza se dio a Luis Bonaparte el apodo del 
  "Soulouque francés".
      **** En su obra La Cousine Bette, Balzac presenta en Crevel, personaje 
  inspirado en el Dr. Véron, propietario del periódico Constitutionnel, al tipo 
  del filisteo más libertino de París. (Nota de Marx.)
      ***** Periodista francés (1806-1880). 
  
  ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas pero nunca todavía 
  por un gobierno de hommes entretenus" [*]. 
      Acosado por las exigencias contradictorias de su situación y al mismo 
  tiempo obligado como un prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas 
  constantes, las miradas del público, como hacia el sustituto de Napoleón, y 
  por tanto a ejecutar todos los días un golpe de Estado en miniatura, Bonaparte 
  lleva el caos a toda la economía burguesa, atenta contra todo lo que a la 
  revolución de 1848 había parecido intangible, hace a unos pacientes para la 
  revolución y a otros ansiosos de ella, y engendra una verdadera anarquía en 
  nombre del orden, despojando al mismo tiempo a toda la máquina del Estado del 
  halo de santidad, profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula. 
  Copia en París, bajo la forma de culto del manto imperial de Napoleón, el 
  culto a la sagrada túnica de Tréveris[72]. Pero si por último el manto 
  imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de 
  Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme. 


          Escrito  por  C.  Marx  en  di-
        ciembre de 1851 - marzo de 1852.
         
          Publicado en 1852, en Nueva
        York, en la revista "Die Revolu-
        tion".
        Originalmente escrito en alemán.
         
         
         
         
         



   
   



      * Palabras de Madame Girardin. (Nota de Marx.)
          Hommes entretenus : hombres mantenidos por mujeres. 




      From Marx to Mao
      (English)
      Desde Marx
      hasta Mao
      Textos de
      Marx y Engels
      Apuntes sobre
      el texto abajo







  page 144


  NOTAS 



    [1] En su obra El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, C. Marx analizó la 
  revolución francesa de 1848-1851; desarrolló aún más el principio fundamental 
  del materialismo histórico, la teoría de la lucha de clases y de la revolución 
  proletaria, la doctrina del Estado y de la dictadura proletaria; llegó por 
  primera vez a la conclusión de que el proletariado triunfante tiene que 
  destruir la máquina del Estado burgués. 
      Marx registró por escrito y oportunamente el acontecimiento ocurrido desde 
  diciembre de 1851 hasta marzo de 1852. Mientras escribía El dieciocho Brumario 
  de Luis Bonaparte, intercambió muy a menudo con Engels opiniones sobre el 
  suceso francés. Para la investigación, además de los periódicos y materiales 
  oficiales, Marx se valió también de algunas correspondencias privadas 
  remitidas de París. El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte fue preparado 
  originalmente para que saliera a luz en Norteamérica en ediciones sucesivas 
  del semanario comunista Die Révolution, auspiciado por José Weydemeyer, amigo 
  de Marx y Engels y miembro de la Liga de los Comunistas. Pero esta revista 
  publicó sólo dos números (en enero de 1852), debido a las dificultades 
  económicas. Y como el artículo de Marx llegó demasiado tarde, no se pudo 
  publicar en esos dos números. De acuerdo con la sugerencia de Marx, Weydemeyer 
  lo publicó, en mayo de 1852, en forma de folleto como el primer número (y 
  único número) de Die Revolution, publicación de aparición indeterminada. 
  Weydemeyer cambió el título del folleto por el de El dieciocho Brumario de 
  Luis Napoleón (no Luis Bonaparte). Obedeció al aprieto económico el hecho de 
  que Weydemeyer no pudiera comprar la mayor parte de la primera edición al 
  propietario de la imprenta, por lo cual no fueron muchos los folletos enviados 
  a Europa. Fracasó también la tentativa de imprimirla de nuevo en Alemania o 
  editarla en inglés en Inglaterra. La segunda edición del folleto no se publico 
  hasta el año 1869. Al publicarla, Marx revisó el texto de la primera. En el 
  prólogo de la edición de 1869, Marx dio la explicación siguiente acerca de la 
  revisión: "Una reelaboración de la presente obra la habría privado de su matiz 
  peculiar. Por eso, me he limitado simplemente a corregir las 
  page 145
  erratas de imprenta y a tachar las alusiones que hoy ya no se entenderían." La 
  tercera edición editada por Engels en 1885 es exactamente igual en texto a la 
  de 1869. El dieciocbo Brumario de Luis Bonaparte, en francés, se publicó 
  primero en enero-noviembre de 1891 en Le Socialiste, órgano del Partido Obrero 
  de Francia, luego apareció, el mismo año en Lila, en forma de opúsculo. En 
  1894 apareció por primera vez, en Ginebra, la edición en ruso. La traducción 
  de este folleto se ha tomado de la edición alemana de 1869. 
      El dieciocho Brumario del octavo año de la República después de la 
  revolución burguesa francesa, o sea el 9 de noviembre de 1799, fue el día en 
  que Napoleón I dio el golpe de Estado, implantó el régimen imperial y la 
  dictadura militar. El 2 de diciembre de 1851 Luis Bonaparte, siguiendo la 
  pauta de su tío, por medio de un golpe de Estado reestableció la dictadura 
  militar; el 2 de diciembre de 1852; abrogó la República, emprendió el régimen 
  imperial y fue proclamado Napoleón III. Por esta razón, Marx tomó la fecha 
  dieciocho Brumario como título de su folleto para satirizar y denunciar a Luis 
  Bonaparte.    [indice] 
    [2] La segunda edición de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte salió a 
  luz en Hamburgo en julio de 1869. La prensa burguesa se mantenía callada ante 
  la nueva edición; Der Volksstaat no dio a conocer la noticia de su publicación 
  sino hasta el 16 de marzo de 1870 y al mismo tiempo publicó el prólogo de 
  aquélla, el cual fue después colegido en la tercera edición editada por Engels 
  en 1885. En enero de 1891, Le Socialiste, órgano del Partido Obrero de 
  Francia, publicó la versión en francés del prólogo; la edición publicada en 
  Lila el mismo año, contenía también este prólogo. En 1894, apareció en Ginebra 
  por primera vez este prólogo en la primera edición en ruso de El dieciocho 
  Brumario de Luis Bonaparte. 
      Der Volksstaat, órgano central del Partido Obrero Social Demócrata de 
  Alemania (los eisenachianos), se publicó en Leipzig desde el 2 de octubre de 
  1869 hasta el 29 de septiembre de 1876, dos veces por semana antes de julio de 
  1873 y tres veces por semana desde aquel mes. Este periódico reflejaba el 
  punto de vista de los representantes de las fuerzas revolucionarias que 
  surgieron durante la campaña obrera alemana, por lo cual era perseguido con 
  frecuencia por el gobiano. Debido a que sus redactores eran muy a menudo 
  detenidos, los organizadores del periódico se hallaban en constante vicisitud, 
  pero la dirección general continuaba en manos de G. Liebknecht. A. Bebel 
  desempeñó un papel de gran importancia al dirigir la editorial de Der 
  Volksstaat. Desde la edición inaugural de dicha prensa, Marx y Engels eran 
  redactores y solian dar ayuda a la redacción y subsanar constantemente la 
  línea de la pu- 
  page 146
  blicación. Así, Der Volksstaat se convirtió en una de las más sobre a lientes 
  prensas obreras de la década de los años setenta del siglo XiX. 
      De acuerdo con la decisión del Congreso de Gotha de 1876, desde el 1.ƒ de 
  octubre de 1876 comenzó a publicarse Vorwärts (Adelante ) -- único órgano 
  central del Partido Socialista Obrero de Alemania -- en lugar de Der 
  Volksstaat y Neuer Social-Demokrat. Al entrar en vigencia la ley 
  extraordinaria contra los socialistas, el 27 de octubre de 1878 dejó de 
  publicarse Vorwärts.    [pág. 1] 
    [3] V. Hugo, Napoléon le Petit, 2.a ed. Londres, 1852; P. J. Proudhon, La 
  Révolution sociale démontrée par le coup d'État du 2 Décembre, París, 1852.    
  [pág. 2] 
    [4] La Columna de Vendôme, revestida de bronce y rematada con una estatua de 
  Napoleón I, fue levantada en la plaza de Vendôme en el centro de París. Con el 
  fin de dar bombo a la victoria de su guerra invasora, Napoleón I la construyó 
  con los 1.200 cañones capturados y así se la llamó tambien "columna del 
  triunfo". Era simbolo de agresión y chovinismo. 
      Después de establecida la Comuna de París, se adoptó una ley el 12 de 
  abril de 1871 que ordenó destruir la Columna de Vendôme, señalando que ésta 
  era un "monumento a la barbatie" y una "exaltación al militarismo". El 16 de 
  mayo fue demolida pero, en 1875, el gogierno burgués Ia restauró.    [pág. 2] 
    [5] J. B. A. Charras, Histoire de la campagne de 1815. Waterloo, Bruxelles, 
  1857.    [pág. 2] 
    [6] J. C. L. Simonde de Sismondi, Études sur l'économie politique, T. I, 
  París, 1837. pág. 35.    [pág. 3] 
    [7] Se refiere a Luis Bonaparte, que tomó el cargo de presidente de la 
  República francesa el 10 de diciembre de 1848. Aspirando ya abiertamente al 
  Imperio, disolvió el Parlamento Legislativo y el Consejo de Estado mediante el 
  golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 y detuvo a numerosos diputados. Se 
  declaró el estado de sitio en 32 provincias y los dirigentes de los Partidos 
  Socialista y Republicano fueron expulsados del país. La Nueva Constitución, 
  que se adoptó el 14 de enero de 1852, otorgó todo el poder al presidente, y el 
  2 de diciembre de 1852 Luis Bonaparte fue proclamado Napoleón III, emperador 
  de Francia.    [pág. 5] 
    [8] Manicomio de Londres.    [pág. 12] 
    [9] El 10 de diciembre de 1848, Luis Bonaparte fue elegido por sufragio 
  universal presidente de la República Francesa.    [pág. 12] 
  page 147
    [10] Según la Biblia, al huir de Egipto los judíos esclavizados, algunos de 
  ellos, frente a la penalidad y el hambre en el camino, recordaron la vida de 
  esclavitud que llevaban y pudieron sobreponerse. El refrán "por el recuerdo de 
  las ollas de Egipto" hace alusión a este pasaje.    [pág. 12] 
    [11] "Hic Rhodus, hic salta", frase tomada de una fábula de Esopo, en la que 
  se habla de un fanfarrón que, invocando testigos, afirmaba que en Rodas había 
  dado un salto prodigioso. Los que le escuchaban le con testaron: "¿Para qué 
  necesitamos testigos? ¡Aquí está Rodas, salta aquí!" En otras palabras: 
  demuestra con hechos lo que eres capaz de hacer. 
      "Aquí está la rosa, baila aquí", substituto de la cita anterior, 
  ('Pó[--sigma--]os palabra griega que significa 'isla' también 'rosa'), 
  empleado por Hegel en el prólogo de su Filosofia del derecho.    [pág. 14] 
    [12] Ese día terminaba el mandato presidencial de Luis Bonaparte y, de 
  acuerdo con la Constitución francesa de 1848, la elección de nuevo presidente 
  debía realiaarse, una vez cada cuatro años, el segundo domingo de mayo.    
  [pág. 14] 
    [13] In partibus infidelium quiere decir literalmente "an el país herético". 
  Se añade al título del obispo católico cuando está acreditado como tal, pero 
  absolutamente nominal, de un país herético. Marx y Engels solían emplear este 
  término para referirse al hecho de establecer gobiernos de toda ralea en el 
  exilio, mientras se hace caso omiso de las actividades en el interior del 
  país.    [pág. 15] 
    [14] Un viejo cuento romano dice que una vea, 390 años a.n.e., cuando Roma 
  estaba sitiada por los galos, los gansos sagrados de la principal fortaleza 
  romana, el Capitolio, despertaron con sus graznidos a la guarnición, que, 
  gracias a esto, pudo repeler el ataque nocturno del enemigo y salvar la 
  ciudad.    [pág. 15] 
    [15] En Francia, se llamó "africanos" o "argelinos" a los oficiales 
  franceses durante la guerra de conquista de Argelia, cuando ésta luchaba por 
  su independencia. Precisamente son ellos, los "héroes de Africa", a los que 
  Marx se refiae aquí. Cavaignac, Lamoricière y Bedeau, "héroes de Africa", eran 
  jefes del grupo republicano en la Asamblea Nacional.    [pág. 15] 
    [16] Palabras de Mefistófeles en Fausto de Goethe.    [pág. 15] 
    [17] La oposición dinástica era un grupo de diputados, con Odilon Barrot a 
  la cabeza, de la cámara de representantes de Francia durante la época de 
  monarquía de Julio. En dicho grupo, los que representaban el sentimiento 
  liberal de la burguesía industrial y comercial abogaron por la 
  page 148
  realización de la moderada reforma electoral, aeyendo que así podía evitarse 
  la revolución- y consetvarse la monarquía de Orleáns.    [pág. 16] 
    [18] La revuelta revolucionaria de la pobladón de París efectuada el 15 de 
  mayo de 1848 se llevó a la práctica bajo la consigna de promover sucesivamente 
  la revolución y apoyar la campana revolucionaria de Italia, Alemania y 
  Polonia. En esta actuación jugaton el papel importante los obreros de París 
  con Blanqui a la cabeza. Los manifestantes que penetraron en el sitio de la 
  Asamblea Constituyente exigieron que realizara lo prometido, diera pan y 
  trabajo a los obreros y establedera el ministerio de trabajo. Intentaron 
  disolver la Asamblea Constituyente e instituir un nuevo gobierno provisional. 
  Pero dicha revuelta fue aplastada y sus dirigentes Blanqui, Barbès, Albert, 
  Raspail, etc. fueron detenidos. Después del fracaso de esta revolución, el 
  gobierno provisional adoptó una serie de medidas para suprimir las fábricas 
  estatales, llevó a efecto la ley que restringía el derecho de reunión y 
  clausuró muchos clubs democráticos.    [pág. 18] 
    [19] El National, órgano de los republicanos burgueses modetados, se publicó 
  en París de 1830 a 1851. Sus representantes más renombrados que figuraban en 
  el gobierno provisional eran Armand Marrast, Jules Bastide y Garnier Pagès.    
  [pág. 22] 
    [20] Journal des Débats (abreviatura de Journal des Débats politiques et 
  littéraires ), diario de la burguesia francesa, que se publicó a partir de 
  1789 en París. Fue oficial durante la monarquía de Julio y órgano burgués 
  orleanista. En la época revolucionaria de 1848, reflejó puntos de vista de la 
  burguesía contrarrevolucionaria, o sea, los del partido del orden.    [pág. 
  22] 
    [21] En la conferencia de Viena (1814-1815), las fuerzas reaccionarias de 
  Europa con Austria, Inglaterra y la Rusia Zarista al frente, pasando por alto 
  el interés de unidad e independencia de las diversas nacionalidades, 
  delimitaron nuevamente el mapa europeo para facilitar la restauradón de las 
  monarquías ortodoxas respectivas.    [pág. 22] 
    [22] Se refiere a la Comisión ejecutiva de derechos, o sea el gobierno de la 
  República Francesa, establecida el lo de mayo de 1848 por la Asamblea 
  Constituyente para sustituir el gobierno provisional simbólico. Existió hasta 
  el 24 de junio de 1848 en que se estableció la dictadura de Cavaignac.    
  [pág. 23] 
    [23] La Carta Constitucional aprobada después de la revolución burguesa 
  francesa de 1830 era la ley fundamental de la monarquía de Julio. Se 
  declararon nominalmente en ella el derecho de autodetaminación de los 
  nacionales y ciertas limitaciones al poder del rey; quedaron intactas, sin 
  page 149
  embargo, las organizacioncs policíacas y burocráticas y las tiránicas leyes 
  opuestas al movimiento obrero y al democrático.    [pág. 24] 
    [24] "¡Hermano, hay que morir!", frase de salutación entre los monjes de la 
  abadía de la Trapa, perteneciente a la orden del Cister, fundada en 1664, era 
  conocida por sus rigurosos reglamentos y la forma de vida ascética de sus 
  miembros.    [pág. 28] 
    [25] Cárcel para deudores, en París (1826-1867).    [pág. 28] 
    [26] Partido burgués francés, llamado también republicanos de la bandera de 
  tricolor o partido del National, debido a su órgano el National. En la época 
  revolucionaria de 1848, los dirigentes del partido tomaron parte en el 
  gobierno provisional y después proyectaron, apelando a la ayuda de Cavaignac, 
  la matanza de junio para aplastar al proletariado de París.    [pág. 29] 
    [27] Se refiere a la intervención armada del Reino de Nápoles en la 
  República romana, realizada en mayo-julio de 1849. 
      La Asamblea Constituyente, creada en Roma el 9 de febrero de 1849 por 
  sufragio universal, abolió los poderes paganos del papa y promulgó la 
  fundación de la república. El Poder Ejecutivo de la republica se concentro en 
  tres gobernadores con Mazzini al frente. En el periodo de la existencia de la 
  república, se llevó a la práctica una serie de reformas democráticas de la 
  burguesía. No obstante, en la política agraria se manifestó la limitación de 
  clase de la república; debido a su negación de transferir la tierra de los 
  tertatenientes a los campesinos, Ia república perdió su aliado en la lucha 
  frente a la contrarrevolución. Con la intervención armada de Francia, Austria 
  y Nápoles, se echó abajo la República romana el 3 de julio de 1849.    [pág. 
  31] 
    [28] Los sucesos de la vida de Luis Bonaparte a que Marx hace referencia son 
  los siguientes: En 1832, se alistó como nacional suizo en el cantón Turgovia- 
  en 1848, cuando estaba en Inglaterra, ritvió voluntariamente como agente 
  especial de la policía inglesa (la policía especial era una fuerza inglesa de 
  reserva integrada por nacionales) para reprimir la manifestación obrera 
  organizada el lo de abril de 1848 por el grupo constitucional.    [pág. 32] 
    [29] Se refiere al artículo de "Las luchas de clases en Francia (1848-1850)" 
  en que Marx analizó la elección del 10 de diciembre de 1848.    [pág. 32] 
    [30] La Restauración es el nombre que se da al periodo que va del 
  derrocamiento de Napoleón I (1814) a la revolución de Julio de 1830, durante 
  el cual ascendieron de nuevo al poder los Borbones. Los legitimistas eran 
  partidarios de la rama mayor de la monarquía Borbón -- representante de los 
  intereses de los grandes terratenientes hereditarios 
  page 150
  y derrocada en Francia en 1792. Formaron un partido político al ser derrocada 
  la monarquía por segunda vez, en 1830. Una parte de los componentes del 
  partido, al oponerse a la dinastía de Orleans de la aristocracia finandaa y 
  gran burguesía, aprovechó a menudo algunos problemas sociales para hacer 
  propaganda demagógica, diciendo que ellos protegían a los trabajadores, 
  librándoles de la explotación burguesa.    [pág. 32] 
    [31] Los orleanistas eran del partido monárquico de la aristocracia 
  financiera y de la gran burguesía, partidarios del duque de Orleáns de la rama 
  menor de la monarquía Borbón en la época que va de la revolución de Julio de 
  1830 a la de 1848.    [pág. 32] 
    [32] El gobierno francés, bajo el pretexto de defender la republica romana 
  en abril de 1849, obtuvo de la Constituyente una asignación destinada a 
  equipar al ejército de expedición para Italia, pero la verdadera finalidad de 
  la expedición era meter la mano en la república romana y restablecer los 
  poderes paganos del papa.    [pág. 37] 
    [33] Se refiere al proyecto de ley propuesto el 6 de noviembre de 1851 por 
  los monárquicos Leflô, Baze y los cuestores de la Asamblea Legislativa 
  (delegados especiales encargados sobre los negocios económicos, financieros y 
  de seguridad de la Asamblea). Después de haber sido discutido vehementemente, 
  el proyecto fue vetado el 17 de noviembre. Al votar, los militaristas de la 
  Montaña apoyaron a los bonapartistas considerando a los monárquicos como el 
  peligro principal.    [pág. 37] 
    [34] Los girondinos eran del partido político de la burguesía de la gran 
  industria y comercio durante la época revolucionaria de la burguesía francesa 
  a fines del siglo XVIII y de la burguesía terrateniente generada en la misma 
  época. Se llamaban así porque muchos dirigentes del partido en la Asamblea 
  Legislativa y el comité nacional representaron el departamento de la Gironda. 
  Bajo el pretexto de defender el derecho de autonomía y fundar la federación, 
  se opusieron al gobierno de los jacobinos y a las masas revolucionarias a 
  favor de éste.    [pág. 38] 
    [35] Los jacobinos eran miembros del club jacobita, que representaron el 
  interés de la burguesía de la capa inferior durante la época revolucionaria de 
  la burguesía francesa a fines del siglo XVIII. Realizaron la dictadura 
  jacobita de 1793-1794 y promulgaron una serie de leyes para anular la 
  propiedad feudal, aplastar las actividades contrarrevolucionarias y repeler la 
  intervención armada extranjera.    [pág. 38] 
    [36] La manifestación pacífica, celebrada el 16 de abril de 1848 por los 
  obreros parisienses, presentó al gobierno provisional una petición acerca de 
  la "organización de trabajo" y la "exterminación de la explotación del 
  page 151
  hombre por el hombre", pero esta manifestación fue obstruida por la guardia 
  nacional burguesa movilizada de propósito para hacerle frente. Véase además la 
  nota 18.    [pág. 38] 
    [37] Se refiere a la campaña en contra del poder real ocurrida en Francia a 
  mediados del siglo XVII. La clase aristocrática dominante de entonces la 
  llamaba "campaña de la Fronda". El nombre "fronda" se cree derivado de la onda 
  ilícita, también seudónimo de turbulencia.    [pág. 40] 
    [38] El gorro frigio, rojo, fue usado por los antiguos frigios del Asia 
  menor. Posteriormente se tomó como emblema de libertad. En la época 
  revolucionaria de la burguesía francesa a fines del siglo XVIII, los jacobinos 
  usaron tal gorro.    [pág. 40] 
    [39] Los tories pertenecían al partido político de los grandes aristócratas 
  de la tierra y las finanzas en Inglaterra. Después de su fundadón en el siglo 
  XVII, el torysmo defendía siempre políticas internas reaccionarias, 
  manteniendo con firmeza el régimen conservador y corrompido del sistema 
  estatal inglés, oponiéndose a las reformas democráticas en lo interior. A 
  fines de la década del 50 y principios de la del 60 del siglo XIX, en base al 
  antiguo torysmo se creó el partido conservador inglés.    [pág. 44] 
    [40] Ems, pequeño poblado termal de Alemania, conveniente para pasar la 
  convalecencia. Allí los legitimistas celebraron reuniones en agosto de 1849. 
  El conde de Chambord, pretendiente al trono francés, autodenominándose Enrique 
  V, tomó parte también en las reuniones. 
      Claremont, castillo en los alrededores de Londres, donde vivió Luis Felipe 
  después de escaparse de Francia.    [pág. 45] 
    [41] El artículo V formaba parte del preámbulo de la Constitución francesa 
  de 1848. Los artículos de su texto principal se enumeraron con cifras 
  arábigas.    [pág. 48] 
    [42] Según la Biblia, en la segunda mitad del año 2.000 a.n.e., los soldados 
  israelitas que ocupaban Palestina hideron desmoronarse las inexpugnables 
  murallas de Jericó con el son de sus trompetas.    [pág. 50] 
    [43] Alude a la maniobra de Luis Bonaparte, que se proponía recibir el trono 
  francés de manos del pontífice romano Pio IX. Según la Biblia, el rey David de 
  la antigua Judea fue ungido como monarca por el profeta Samuel.    [pág. 55] 
    [44] Napoleón I, el 2 de diciembre de 1805, derrotó al ejército aliado 
  austro-ruso en Austerliz y consiguió una victoria definitiva.    [pág. 55] 
    [45] Alude a Des idées napoléoniennes de Luis Bonaparte, publicado en París, 
  1839.    [pág. 62] 
  page 152
    [46] Voltaire era deísta, y ejerció gran influencia sobre sus contemporáneos 
  como adversario del clericalismo, del catolicismo y de la autocracia. Por lo 
  tanto, el volterianismo se asocia a las concepciones político-sociales 
  progresistas e irreligiosas de fines del siglo XVIII.    [pág. 63] 
    [47] A los 17 jefes de partido, tanto orleanistas como legitimistas, 
  diputados en la Asamblea Legislativa, se les llamó burgraves por su voraz 
  ambición de poder y aspiraciones reaccionarias. Este apodo tiene su origen en 
  el drama histórico Los burgraves de Víctor Hugo, en el que se describe la vida 
  alemana en tiempos de la Edad Media. En Alemania los burgraves eran designados 
  gobernadores de ciudad o de territorio, por el emperador.    [pág. 68] 
    [48] Con arreglo a la ley de prensa adoptada en julio de 1850 por la 
  Asamblea Legislativa, la fianza que debían pagar los editores de periódicos se 
  aumentó en mucho y el impuesto del timbre empezó a recaudarse; tales 
  disposiciones se extendieron a la publicación de folletos. Esta ley no era más 
  que la prolongación de algunas medidas reaccionarias realizadas de hecho en 
  Francia al derogarse la ley sobre libertad de prensa.    [pág. 70] 
    [49] La Presse, diario burgués, comenzó a publicarse en París desde 1836; se 
  convirtió en el órgano de los republicanos burgueses en 1848-1849 y, 
  finalmente, en periódico de los bonapartistas.    [pág. 70] 
    [50] Moniteur, abreviatura de Le Moniteur universel, publicado en 1789-1901 
  en París, fue órgano oficial del gobierno entre 1799 y 1869. Publicó en cada 
  número leyes del gobierno, informes de la Asamblea y otros documentos 
  oficiales, incluido el informe sobre la conferencia de 1848 del comité 
  luxemburgués.    [pág. 74] 
    [51] Se refiere al intento de Luis Bonaparte de efectuar un golpe de Estado 
  mediante la revuelta armada durante la época de la monarquía de julio. El 30 
  de septiembre de 1836 movilizó, con la ayuda de algunos oficiales 
  bonapartistas, dos regimientos de artillería en Estrasburgo, los cuales, a 
  vuelta de unas pocas horas, fueron desarmados. Luis Bonaparte fue prendido y 
  desterrado a América. Aprovechando que el bonapartismo levantó cabeza, 
  desembarcó el 6 de agosto de 1840 en Boulogne junto con un puñado de 
  intrigantes e intentó incitar a rebeldía a las guarniciones del lugar. Este 
  sueño también sufrió un completo fracaso. Luis Bonaparte fue condenado a 
  prisión vitalicia, pero escapó a Inglaterra en 1846.    [pág. 76] 
    [52] Se refiere a periódicos de tendencia bonapartista. Este nombre proviene 
  del palacio Elíseo en París, residencia de Luis Bonaparte durante su 
  presidencia.    [pág. 79] 
  page 153
    [53] En este juego de palabras Marx empleo una línea de la oda An die Freude 
  de Schiller en que el poeta elogió la alegria de la hija de Campos Elíseos 
  (este término era sinónimo de paráíso en las obras de autores antiguos). 
  Campos Elíseos era también una calle de París.    [pág. 86] 
    [54] El parlamento era el órgano judicial supremo de Francia antes de la 
  revolúción burguesa a fines del siglo XVIII. Muchas ciudades tenían 
  parlamentos; de los cuales el de París desempeñó el papel más importante, pues 
  se encargó de sancionar las órdenes imperiales y podía presentarles ideas 
  contrapuestas en caso de ser aquéllas incompatibles con la costumbre y las 
  leyes del Estado. Pero la contrariedad del parlamento no tenía fuerza 
  verdadera por cuanto las órdenes imperiales debían sancionarse una vez se 
  presentara el rey a la conferencia.    [pág. 91] 
    [55] Belle-Isle, isla del Golfo de Vizcaya, adonde fueron enviados los 
  presos políticos condenados durante los años de 1849-1857, incluidos los 
  obreros que participaron en la insurrección de Junio de 1848 en París.    
  [pág. 95] 
    [56] Frase tomada del Deipnosophistae (Banquete de los sofistas ) de Ateneo 
  de Naucratis, escritor griego de los siglos II-III de nuestra era.    [pág. 
  97] 
    [57] La Assemblée Nationale, diario de orientación monárquica, se publicó en 
  París de 1848 a 1857. Reflejó de 1848-1851 los puntos de vista de los 
  fusionistas monárquicos, orleano-legitimistas.    [] 
    [58] En Venecia se hallaba el conde de Chambord, pretendiente imperial de 
  los legitimistas en la década de los años 50 del siglo XIX.    [] 
    [59] Se alude a la divergencia táctica en el campo de los legitimistas 
  durante la Restauración. Luis XVIII y Villèlle se pronunciaban por una 
  aplicación más cuidadosa de las medidas reaccionarias, mientras el conde 
  d'Artois (desde 1824 rey Carlos X) y Polignac, haciendo caso omiso de la 
  situación francesa, estaban por revivir cabalmente el orden 
  prerrevolucionario. 
      El Palacio de las Tullerías, en París, era la residencia de Luis XVIII; en 
  el Pabellón Marsan, una- de las construcciones del palacio, vivió el conde 
  d'Artois durante la Restauración.    [] 
    [60] El Economist, semanario sobre los problemas económicos y políticos de 
  Inglaterra y portavoz de la gran burguesía industrial, se publicó desde 1843 
  en Londres.    [] 
    [61] La primera exposición mundial de la industria y el comercio, tuvo lugar 
  en Londres del 1.ƒ de mayo al 11 de octubre de 1851.    [] 
  page 154
    [62] El Messager de l'Assemblée, diario antibonapartista de Francia, se 
  publicó en París desde el 16 de febrero al 2 de diciembre de 1851.    [pág. 
  115] 
    [63] Jean Buridán, filósofo escolástico francés del siglo XIV, trató acerca 
  del libre albedrio. La frase "el asno de Buridán" se refiere a un asno que, 
  colocado entre dos haces de pienso enteramente iguales, murió de hambre al no 
  saber por cuál decidirse.    [] 
    [64] Referencia a Hamlet, drama de Shakespeare, escena 5 del primer acto.    
  [] 
    [65] La Convención era el organismo legislativo supremo, establecido durante 
  la época de la revolución burguesa francesa a fines del siglo XVIII, y existió 
  desde septiembre de 1792 hasta octubre de 1795. Durante el gobierno de los 
  girondinos, no pudo abolir por completo el régimen feudal, tampoco resistir 
  decididamente la invasión armada extranjera; durante la dictadura de los 
  jacobinos, promulgó una serie de leyes, aniquiló la propiedad feudal y 
  estableció la república democrática; durante el gobierno de los termidorianos, 
  anuló, de acuerdo con la voluntad de la gran burguesía, las principales 
  medidas revolucionarias promulgadas por los jacobinos.    [] 
    [66] Cévenes, región montañosa del departamento de Languedoc de Francia, en 
  la que en 1702-1705 estalló una insurrección campesina (los camisards 
  calvinistas) al grito de "¡Abajo los impuestos! ¡Libertad de conciencia!" 
  Debido a que contaba con un evidente carácter antifeudal y contrarrestaba la 
  persecución a los protestantes, dicha revuelta prosiguió en alguno que otro 
  sitio hasta 1715.    [] 
    [67] Vendée, departamento del oeste de Francia, en que durante la revolución 
  burguesa de Francia a fines del siglo XVIII, se alzó una revuelta 
  contrarrevolucionaria de campesinos dirigida por la aristocracia y el clero.   
   [] 
    [68] Sinai, monte de la penísula del mismo nombre (en Arabia). Dice la 
  Biblia que allí Moisés recibió las revelaciones de Jehová.    [] 
    [69] El Concilio de Constanza (1414-1418) se celebró, al iniciarse la 
  campaña de la reforma religiosa, para consolidar la posición, ya tambaleante, 
  de la Iglesia católica. Se condenaron en él las doctrinas religiosas de John 
  Wicklef y Juan Huss, jefes de dicha campaña. El Concilio puso fin al cisma de 
  la Iglesia católica y eligió una nueva dirección en lugar de las tres que se 
  disputaron entre sí el papado.    [] 
    [70] "Verdaderos socialistas" de Alemania se refiere a una corriente 
  ideológica reaccionaria difundida principalmente entre los intelectuales 
  page 155
  pequeñoburgueses alemanes en la década del 40 del siglo XIX. Sus 
  representantes Grün Karl y Hermann Kriege hicieron pasar por pensamiento 
  socialista la propaganda de humanidad y amistad, negando la necesidad de 
  llevar a cabo la revolución democrática burguesa en Alemania. Marx y Engels 
  criticaron dicha corriente en su Manifiesto del Partido Comunista.    [pág. 
  139] 
    [71] Se refiere a la Regencia de Felipe (1715-1723) de la casa de Orleáns de 
  la Francia durante la menor edad de Luis XV.    [] 
    [72] La sagrada túnica de Tréveris, conservada en la catedral de Tréveris, 
  era, según dicen, la que se quitó a Jesús al castigarlo. Era motivo de 
  veneración de los peregrinos.    [] 




      From Marx to Mao
      (English)
      Desde Marx
      hasta Mao
      Textos de
      Marx y Engels





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