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11 de Marzo!
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El País Digital, Viernes,
12 de marzo de 2004
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Con
plomo en las entrañas
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MATANZA EN MADRID - Solidaridad
internacional
TRIBUNA: ANTONIO
MUÑOZ MOLINA
Antonio Muñoz
Molina es escritor
EL PAÍS | España - 12-03-2004
Cuando se consiente vivir demasiado tiempo en el delirio el despertar
es una pesadilla. El sonido de las explosiones y de los timbres de
teléfonos en la mañana de marzo nos han despertado a la
pesadilla inconcebible de un crimen de una escala para la que no existe
comparación en los últimos sesenta años de la
historia de Europa, pero yo no estoy seguro de que la crueldad de este
golpe sea suficiente para abrir tantos ojos y tantas conciencias
empeñadas en no ver la realidad y en seguir alimentando esa
confusión espectral de delirios colectivos en la que se ha
convertido la vida pública española. Qué miedo da
ese teléfono que suena a deshoras, que irrumpe en el
sueño y en la oscuridad o salta como un disparo en la claridad
todavía muy pálida del amanecer. Pero más miedo
que los teléfonos dan ciertas palabras y ciertos silencios,
porque las palabras matan con la misma eficacia que los disparos y hay
silencios tan preñados de infamia como las peores injurias.
Lo que acaba de ocurrir en Madrid no habría sido posible sin
muchos años de palabras envenenadas y de silencios criminales,
de delirios colectivos que se han superpuesto a la realidad y a la
razón con tanta eficacia como para convertir en apestados a
quienes no los comparten. Cuántos años de
adoctrinamiento, de veneno ideológico, de putrefacción
moral, hacen falta para que unos cuantos individuos nacidos en un
país democrático y con alto nivel de vida se vean a
sí mismos como miembros heroicos de una patria oprimida, y
puedan con toda frialdad planear y ejecutar el asesinato de cientos de
personas a las que no han visto nunca, pero a las que consideran de
antemano culpables, ni siquiera humanas, merecedoras de morir
destrozadas en el tren en el que acudían una mañana
cualquiera a su trabajo o a su lugar de estudio. Cuántas veces
se les ha enseñado en las escuelas, en los periódicos, en
la televisión, a despreciar y odiar ese lugar siniestro al que
llaman "Madrid", pronunciando la palabra con la adecuada
entonación de sarcasmo y desdén, porque en ese Madrid
habitan los que no son como ellos, los que son inferiores, los que
están al otro lado de la divisoria feroz entre el nosotros y lo
nuestro y la niebla de todo lo que es ajeno y enemigo. Se ha construido
fríamente el delirio, se ha alimentado en los libros de texto,
en los mapas, hasta en los púlpitos de las iglesias. Se ha
celebrado públicamente a los asesinos y se ha infamado a las
víctimas. Se han dedicado calles a los verdugos, se les ha
canonizado como encarnaciones de Cristo o de Che Guevara o de los dos
al mismo tiempo: y mientras tanto a sus víctimas se las ha
condenado a la exclusión, se les ha negado con saña hasta
el consuelo de funerales religiosos, se las ha forzado a cruzarse por
la calle con los mismos que destrozaron sus vidas. A los que se
empeñaban en denunciar el escándalo de la
persecución y la amenaza diaria en el País Vasco se les
ha acusado de aguafiestas, y progresivamente se les ha querido
arrinconar en la sospecha, cuando no en la directa culpabilidad:
culpables de extremismo, de oportunismo, de complicidad con la derecha,
hasta de beneficiarios del dinero turbio del poder. Las madres, que en
cualquier sociedad normal procuran inducir la templanza en sus hijos,
en esa tierra han azuzado con frecuencia a los suyos. Los adultos, en
vez de alentar la racionalidad en los más jovenes, los han
intoxicado de odio. Y muchos de los que no han dicho nada, de los que
no han hecho nada, han preferido callar, por comodidad o por cinismo,
por dejarse llevar, por simple frialdad de corazón. Si no
participan en el delirio, se han instalado confortablemente en
él. No corren peligro, tienen las manos limpias y la conciencia
tranquila. Nadie les va a acusar de hacerle el juego a la derecha.
Porque ese es otro de los delirios que han vuelto tan turbia la vida
española: la perversión según la cual es
progresista el nacionalismo étnico y tribal y reaccionaria la
defensa de la Constitución y de las libertades civiles, del
mismo modo que parecen y se presentan a sí mismos como
más de izquierdas los que impúdicamente aspiran a romper
la solidaridad común para quedarse los beneficios
íntegros de sus privilegios. Con argumentos de superioridad
racial en unos lugares, de sofisticación cultural y
política en otros, se ha ido creando un enemigo común que
es ese estado central que representa y personifica Madrid. Madrid es el
espantajo al que se le puede atribuir la responsabilidad de cualquier
oprobio: del cautiverio de los vascos o de los infortunios de los
catalanes, del atraso de Andalucía, de la postergación de
Canarias, de la marea negra del Prestige o la pobreza de Galicia, de
todo aquello que desbarató la felicidad original de cualquiera
de las comunidades ancestrales que en los últimos veinticinco
años se han ido creando en España. La palabra Madrid la
he oído pronunciar con odio en San Sebastián y con
cultivado desdén en Barcelona. Parecería que en Madrid
sólo viven opresores, explotadores, policías, gente burda
y racista cuya única obsesión en los últimos dos
siglos ha sido la de conspirar contra la libertad y el progreso de los
nobles pueblos periféricos.
Es un delirio conveniente: le permite a uno disfrutar de las ventajas
de una perfecta inocencia, y de un enemigo lo bastante vago y a la vez
lo bastante preciso como para atribuirle la culpa de todas nuestras
desgracias.
Al fin y al cabo, en Madrid está la sede del Gobierno central,
contra el que cualquier insulto es legítimo, y al que se
presenta no ya como un Gobierno de derecha, que lo es, sino como una
prolongación de la dictadura franquista. Leyendo los
periódicos, escuchando a algunos locutores de radio, a algunos
artistas o literatos que se han erigido en adalides de una presunta
rebeldía popular, se diría que este Gobierno no
llegó al poder después de unas elecciones libres, sino en
virtud de un golpe de Estado. Se ha dicho y se ha escrito que el
partido que ahora gobierna es idéntico a los terroristas en su
extremismo o en su inmovilismo, que es el de los mismos que asesinaron
a García Lorca y de los que cantaban el Cara al Sol. Se ha
dicho, se ha escrito, se ha repetido cualquier cosa, mezclando la
verdad con la mentira, los motivos justos de discordia y de rechazo con
las acusaciones más insensatas: el resultado ha sido una ruptura
de los elementos más primordiales de la concordia civil, una
deslegitimación del Estado que no mina a este Gobierno, sino al
edificio mismo de la democracia. Y en esa confusión resulta que
un botarate que ha infamado la representación popular que
ostentaba para chalanear no se sabe qué con los cabecillas de
los asesinos aparece como un campeón de la tolerancia y el
diálogo, y ve aumentar plebiscitariamente los votos de su
partido, mientras que a los defensores de la legalidad se les presenta
como a peligrosos extremistas; y a un hombre recto y valeroso como
Fernando Savater se le calumnia y se le impide hablar en una
Universidad, mientras que a cínicos que vivieron
confortablemente en el franquismo los envuelve un prestigio de
rebeldía; y una mujer socialista que ha visto asesinado a su
hermano en el País Vasco viaja a Madrid para presentar un libro
sobre el coraje y el dolor de su familia sin que ni un solo cargo
público de su partido haga acto de presencia; y lo más
selecto de los directores de cine del país rueda una
película sobre las más de treinta variedades del oprobio
que nos azota en estos tiempos y ninguna de ellas tiene que ver con el
terrorismo; y se denuncia la falta de libertad de expresión y la
manipulación de las televisión pública sin
mencionar si quiera a quienes en el norte han perdido la vida y a los
que se la siguen jugando por decir en voz alta lo que piensan, ni
encontrar censurable la manipulación de esas televisiones
oficiales cuya principal tarea es la de propagar las formas más
extremas del delirio nacionalista. Vi muy de cerca, un septiembre de
hace casi tres años, cómo otra ciudad muy querida para
mí era golpeada por el terror: pero allí no hubo nadie
que no se volcara de corazón en el auxilio y en el consuelo de
las víctimas, nadie que tuviera la desvergüenza ni la
inhumanidad de justificar a los asesinos o de instalarse en una
equidistancia que volviera más o menos iguales a los que mataron
y a los que murieron, a los inocentes y a los culpables. Fui testigo de
actos de una entereza y un coraje cívico que se han repetido en
este día de luto y de horror en Madrid, y me di cuenta de que
nada es más frágil que la vida humana, nada más
fácil de destruir que los delicados mecanismos que mantienen en
marcha una ciudad, la rutina diaria de quienes la habitan, la gente de
bien que va a su trabajo cada mañana y que no tiene la culpa de
los delirios homicidas, de los fantasmas sanguinarios que surgen del
fanatismo religioso o ideológico. Hace unos años, uno de
los más desalmados envenanadores de la convivencia
democrática en España declaró con su habitual
mueca de desprecio, hablando del Guernica de Picasso, que a los
"vascos" (sic) les habían tirado las bombas, y que los cuadros
se los quedaban "esos de Madrid". Ahora Madrid ha sufrido una calamidad
tan criminal como las que provocaban durante la guerra los bombardeos
de la aviación fascista: se ve que algunas bombas,
después de todo, también nos tocan a nosotros, y que como
entonces se ceban en los barrios pobres, en la gente trabajadora, en
los más inocentes. En noviembre de 1936, según el poema
de Antonio Machado, Madrid sonreía "con plomo en las
entrañas", y en medio del dolor era la fortaleza popular que
resistía gallardamente la agresión del fascismo. Hay
demasiado plomo, demasiada metralla en las entrañas populares de
este Madrid que madrugaba para las obligaciones y las dignidades del
trabajo, para el heroísmo menor de todos los días, cuando
los emisarios del crimen asaltaron la ciudad con una fría
decisión genocida. Pero uno quisiera que esta pesadilla tan
amarga y real sirviera al menos para despejar en algunas conciencias la
niebla del delirio: para que no se sigan repitiendo tantas palabras
intoxicadoras, tantos silencios de endurecido cinismo, tantas mentiras,
tanta frivolidad intelectual y política. Como aquel 11 de
septiembre en Nueva York, quizás la facilidad espantosa de la
destrucción nos ayude a cobrar conciencia del valor de lo que
tenemos, de lo preciosa y lo frágil que es esa trama de actos,
de costumbres, de tareas, de sobreentendidos, de concesiones mutuas,
que es la materia misma de la vida y de la libertad humana.
No olvidaremos y no perdonaremos. No dejaremos que se esconda en la
impunidad ningún asesino, que se borre en el anonimato de las
cifras la cara o la identidad de ninguna víctima. Ésta es
una promesa que me hago a mí mismo: no permitiré que
nadie, en mi presencia, infame o ponga en duda la dignidad de los que
ahora sufren, no aceptaré delante de mí más
palabras embusteras o cínicas que enturbien la clara
línea de separación entre los inocentes y los verdugos,
no me rozaré con nadie de quien tenga la sospecha de que se ha
infectado con su cercanía.
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