¡Recordad el
11 de Marzo!
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El Correo Digital, Viernes,
12 de marzo de 2004
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El peor
día de nuestras vidas |
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ARTÍCULOS
MANUEL MONTERO/RECTOR DE LA UPV-EHU
Ayer, 11 de marzo de 2004, fue el peor día de nuestras vidas.
Decenas y decenas y decenas de personas han sido asesinadas; pero me
resisto a que la muerte tenga aspecto de estadística. Nos han
matado a personas y personas. Y, con su muerte, todos hemos perdido,
todos, lo más importante que hay. Ojalá que no perdamos
también la dignidad. Pero casi doscientas personas, una y otra,
y otra y otra han perdido la vida; ya no van a existir, lo han perdido
todo; y son miles las personas, los familiares, los vecinos, los
amigos, los deseos, las alegrías -lo que es la vida,
también las frustraciones, las tristezas- que han sido
truncados, para siempre. Para siempre. Es desolador, pero es
así. Nos han despedazado a todos.
En realidad, sobran las condenas. Pero hay que hacerlas: repudiar,
condenar, la barbarie totalitaria. Mostrar la repulsa inquebrantable
porque entre nosotros existan asesinos. Avergonzarnos porque, lo
sabemos, entre nosotros hay asesinos. O quienes han considerado
-consideran- que esta salvajada es sólo un factor
político más. Duele saberlo, pero esto es lo que hay: una
sociedad enferma, dicho sea sin paliativos. Sabemos, además, que
es aquí, en la sociedad vasca. Mi mundo. Nuestro mundo. Me da
igual que sean diez, veinte o ciento Basta la sospecha de que alguien
se haya alegrado; o de que, desde el repudio, nos hable de que, de
alguna forma, hay que comprender al terrorista. Que sea uno solo o que
sean diez: es suficiente para saber que es la nuestra una sociedad
maldita, si no la transformamos. Así, no. Cuidado, estamos ya
perdiendo la dignidad. No hay futuro si no la recomponemos.
Lo fundamental: decirles a las víctimas, a sus familias, a sus
amigos, a sus vecinos, que su dolor es el nuestro. Que sentimos su
desconsuelo, su soledad ¯la soledad del a muerte- como si fuese la
nuestra. Lo es. Sabemos que es imposible ponerse en la piel de tantos
cientos o miles de personas que están sufriendo, pero es
imprescindible que lo intentemos. Que lloremos. Por ellos y por
nosotros.
Y todo esto por qué, para qué. ¿Quieren demostrar
que son capaces de asesinar? Pero es que lo sabíamos ya.
Todo es, en realidad, inútil, incomprensible. No quiero hacer
ningún análisis. Escribo desde el furor. No puedo, no
quiero contenerme. Y escribo que aquí se ha jugado demasiado.
Escribo que se ha jugado con fuego. Mientras un imbécil, diez
estúpidos planeaban cómo asesinar a decenas y decenas de
personas, estarán contentos. Escribo que, después de
todo, entre nosotros hay a quienes les parece la muerte, el asesinato,
otra cosa más; una afortunada hazaña o un accidente
social. Es repulsivo. Pero eso existe entre nosotros -es igual que sea
uno, diez o veinte-. Existe. Y debe avergonzarnos a todos.
Escribo, pues, desde el furor. Desde las lágrimas y el dolor.
Desde la vergüenza. Entre nosotros hay quien no sabe el valor de
la vida. La vida. Entiéndase: no sugiero que todos seamos
responsables. No. El responsable es el asesino; también quien le
ordena; también quien le financia, por la razón que sea;
también quienes les ríen las gracias; también
quien mira para otro lado; también quienes sugieren que con
estos mimbres se puede hacer algún cesto. Ninguno: contra el
fascismo, contra el totalitarismo, sólo cabe el desprecio. El
combate permanente por la democracia. Dicho en otra palabras, no puede
haber ningún asesino suelto.
Ésta es, al final, la cuestión: no es admisible que haya
asesinos sueltos. Ni manera de comprenderlos, entenderlos, dialogarlos.
Si no, no habrá forma de construir algún futuro. Y
nuestros hijos merecen alguno. No un horizonte de sangre y de muerte,
sino un futuro. Bastante hemos tenido nosotros.
Voy terminando. Sin análisis y desde el furor: hay que
reconstruir la unidad de los demócratas. No puede haber nada por
encima de la vida. No puede haber ninguna política que no tenga
como única urgencia, la única urgencia, recomponer la
unidad democrática, vivir contra el terrorismo. Somos
más, muchos más, quienes creemos en la vida, en la
democracia. Dejémonos de zarandajas: ni planes, ni no, ni si
llego al poder o me quedo fuera. Ni si así saco un voto o lo
pierdo.
O nos la jugamos en defensa de la democracia, de la vida, y todo lo que
hacemos es contra los terroristas, los asesinos, o estamos aviados. Sin
mañana.
Me cuesta creer, en el peor día de nuestras vidas, que tengamos
algún futuro. Tenemos dolor, vergüenza, nos falta el aire,
han asesinado a decenas y decenas de personas. Nos faltará
siempre este aire.
Y, al final, cuando sabíamos desde hace tiempo que esto
podía pasar; cuando notamos que entre nosotros hay quienes de
esto se alegran, sólo cabe horrorizarnos de que la tragedia se
haya consumado. De que hayamos llegado hasta el fondo del horror. No
hay mucho más que decir. Pero conviene que todos nos
horroricemos. Al menos, que nos redima el horror, la vergüenza.
También la acción: vivir por la democracia, dejarnos de
planes y antiplanes y de dislates políticos.
Tantos muertos. Uno solo es demasiado.
Ojalá que no perdamos, además, la dignidad.
Escribo desde el peor día de nuestras vidas, el 11 de marzo de
2004.
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