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El Correo Digital, Viernes, 12 de marzo de 2004

«Es fácil matar a los que van a trabajar»

Diez minutos de fuego

Fueron diez interminables minutos de fuego, sangre y muerte. La pesadilla terrorista convirtió Atocha, el Pozo del Tío Raimundo y Santa Eugenia en tres paisajes de guerra


J. MUÑOZ/


Segaron sus vidas en diez minutos. «Qué fácil es matar a la gente que va a trabajar por la mañana», declaraba ayer, impotente, uno de los testigos de la masacre perpetrada en la estación de Atocha. «No dejaban de sonar los teléfonos móviles de los muertos», relató Paqui, la «horrorizada» enfermera que desechó cuerpos sin pulso en el Pozo del Tío Raimundo y se concentró sólo en quienes respiraban. «Vi sangre, cadáveres desmembrados y dejé de pensar. No había nada que pensar, sólo actuar, ayudar a los heridos para evadirse», confesó un voluntario de la Cruz Roja que auxilió a las víctimas de la parada de Santa Eugenia.

El ecuatoriano Aníbal Altamirano describió «escenas propias de una guerra» en los andenes de Atocha, repletos de estudiantes, obreros y oficinistas. El tren de cercanías procedente de Alcalá de Henares se convirtió «en una carnicería de manos, piernas y cadáveres» a apenas unos pocos me- tros de allí. «La gente golpeaba las puertas e intentaba salir por las ventanas», detallaban los testigos. Un superviviente calculó que en el vagón destruido había por lo menos cien viajeros. «Todo reventado. Sostuve una chica en los brazos y se me murió», repetía Mariano Martín, de 28 años, que había subido al tren en Torrejón de Ardoz con los auriculares puestos.

La primera de las explosiones, sobre las 7.40, sembró el terror en la estación. «Un cuerpo salió despedido del vagón», relató un trabajador de Renfe. Luego retumbaron otros dos estampidos en menos de un minuto. Un muchacho que corrió hacia el convoy se tropezó con dos pasajeros «completamente calcinados» sobre las vías. «Estaban negros. Pisamos cadáveres para llegar hasta los heridos».

Entre ellos figuraba una chica de 26 años que trabaja en la agencia de viajes de Eroski y tenía alojados varios trozos de metralla en el cuerpo. Sus heridas no eran graves y pudo abandonar el vagón por su propio pie, apartando restos humanos y cuerpos inertes. Durante un rato deambuló en estado de 'shock' hasta que la evacuaron al hospital. Estaba embarazada de seis meses. Los médicos la encontraron tan traumatizada que valoraron la posibilidad de que pierda al bebé y le prescribieron atención psicológica.

Los compañeros del hipermercado de Eroski en Vallecas cerraron al público porque nadie podía concentrarse. Al menos, tres empleados de la firma confirmaron que tenían familiares entre las víctimas.Vecinos de Vallecas y del Retiro se habían aproximado al tren de Atocha y arrojaron «mantas por las ventanas de los vagones para tapar a los heridos». Los evacuaron al polideportivo de Daoiz y Velarde, que se transformó en un verdadero hospital de campaña. «Los heridos se morían allí mismo, delante de ti», confesó un reportero, emocionado. El jefe de los Bomberos de Madrid, Juan Redondo, se mostró «incapaz de describir» tanta desolación. «Algo así sólo se ve en una guerra o en un genocidio», resumió.

«Me voy a rezar»

Fuera de la estación de Atocha, los transeúntes se encaramaron a la fuente de la glorieta ávidos de noticias. Adivinaron la catástrofe en los rostros de los policías, sanitarios y ferroviaros que salían a la calle. «Me voy a rezar», dijo una mujer que había dejado a los nietos en clase. Cuatrocientos escolares fueron desalojados de un colegio y agrupados en el Parque del Retiro, mientras ululaban las sirenas y los policías cortaban las calles. De las ventanas arrojaban mantas y botellas de agua. La avenida Ciudad de Barcelona «era una calle de 'zombies'».

A esa hora, el andén del Pozo del Tío Raimundo estaba sembrado de cadáveres aún sin recoger. La enfermera Paqui enmudeció al descubrir un cuerpo suspendido en el tejado de la estación. Una parte del tren siniestrado, abarrotado de gente joven, se había empotrado contra un muro. «Me limité a distinguir entre las personas que tenían constantes vitales y las que no», declaró. Pero lo que más la impresionó era la letanía de los móviles, que, en medio del silencio de los muertos, repetían sus melodías de forma obsesiva entre los hierros retorcidos. Luis Miguel, un operario de grúa, viajaba en un vagón contiguo al destruido. «Levantamos los bancos del andén para improvisar camillas. Los bomberos nos repartieron unos guan- tes y entre todos ayudamos lo que hemos podido». Centenares de personas se acercaron para preguntar por familiares o amigos.

La cadena de explosiones había atrapado a muchas personas fuera del convoy. «Vimos que el tren se aproximaba, y una mujer y yo echamos a correr. Ella salió volando sobre mi cabeza. Sé que está muerta», aseguró un testigo. Dentro del vagón, un niño de 7 años quedó atrapado entre la chatarra. El tren se partió en dos y, de repente, «se podía ver el cielo».

Bajo ese mismo cielo, pero en la estación de Santa Eugenia, vivieron una pesadilla idéntica cientos de trabajadores y estudiantes. «No sé nada de mi hijo», repetía Amparo, temblando de miedo. El muchacho, Francisco, salió de casa a las 7.30 y no había llamado para tranquilizar a la familia. El caos se había acentuado en la estación después de que volara el convoy, cuando la Policía hizo estallar un ve- hículo de forma controlada.

«Cuando se produjeron las primeras explosiones, la gente reaccionó tirándose al suelo -relató un testigo presencial-. Los muertos y heridos estaban tendidos en el andén. Otros corrían bañados en sangre». Estalló el vagón central, donde se suele concentrar la mayoría de los viajeros. Ayer había menos jóvenes que de costumbre debido a una huelga estudiantil; pero el tren estaba atestado de inmigrantes.«Pensamos que habían caído los cables de la catenaria. Luego vimos a personas con los brazos quemados», dijo una chica que esperaba a sus familares.

«Será el peor recuerdo de mi vida», aseguró un policía. Apenas unos instantes después aparcaron los primeros coches fúnebres.


Sursum corda! 2004