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EL DÍA DE LOS MUERTOS


Cree la palabra...
Quitaré el cerrojo de mi puerta...
Y pasaré las puertas del cementerio.

-PanterA-
("Cemetery Gates" del álbum Cowboys From Hell)-


México es un país muy rico en fiestas y tradiciones, todas bellas, coloridas y sorprendentes. Pero de todas ellas destaca por su importancia y arraigo popular la del Día de Muertos, cuyo origen se remonta hacia el año 1400 de la éra prehispánica en Tenochtitlán. Allí encontramos que las raíces del Día de Muertos están llenas de simbolismos que conjugan lo real, lo místico y lo maravilloso. Aunque no se sabe con exactitud la fecha que los Aztecas eligieron para el Día de Muertos, se supone que fue en uno de los primeros días de noviembre, que era el mes de las cosechas.

Los Aztecas, que eran grandes observadores, habían visto como llegaba un momento en que los seres vivos perdían el calor, la respiración y el movimiento y que luego la parte material, o sea el cuerpo, se transformaba en una materia descompuesta y putrefacta tan desagradable, que tenia que ser sepultada. También observaron como de la tierra en donde se habían sepultado los restos humanos, al ser utilizada para cultivo producía abundantes cosechas.

Aunque no llegaron a comprender que, por la integración de la materia orgánica al suelo se había realizado lo que científicamente conocemos como "proceso de fertilización", nuestros antepasados Aztecas pensaron que el sepultar aquellos restos humanos era una ofrenda que los vivos hacían a la Madre Tierra y que ella, agradecida por este acto, les devolvía con creces. Desde entonces, parte de las cosechas eran colocadas en el lugar donde se había sepultado al difunto, junto con otras comidas que le guastaban en vida, así como objetos que le fueron útiles para su trabajo y su uso personal. Así nacieron las ofrendas.

La muerte nunca fue motivo de tristeza entre los antiguos mexicanos, porque no la consideraban precisamente como la terminación de todo, sino como un paso a otros niveles de la naturaleza. Por eso, la muerte de alguien era motivo de celebración, de reunión familiar, de agradecimiento profundo y de reverencia en la Gran Tenochtilán.

Nuestros ancestros tenían establecidos los pasos que el espíritu tendría que seguir antes de llegar a su estancia o nivel final, incluso tenían catalogados los lugares finales para el descanso de las animas, no determinados por la conducta observada en vida, sino por el tipo de muerte y la ocupación que tuvieron en vida.

Así, los guerreros que morían en combate iban a la Casa del Sol; las mujeres muertas por causa de parto iban a la Casa del Maíz; los que murieron ahogados o por un rayo, iban al Paraíso de Tláloc, el Dios de la Lluvia. En este caso era necesario colocar una rama seca y entonar cantos que hacían reverdercer la rama; así, el difunto o difunta podía vivir disfrutando de los árboles y ríos en el paraíso del dios Tláloc.

Los muertos que no iban a la Casa del Sol, del Maíz o al Paraíso del Dios de la Lluvia, se iban a Miktlán, Lugar del Eterno Reposo; pero para llegar ahí, las almas tenían que pasar por varias pruebas y para poder superarlas, se les proporcionaban objetos que les serían útiles en su viaje.

La primer prueba consiste en pasar por un caudaloso río, por donde sopla un viento helado. Se acostumbraba enterrar al muerto con un perro de color leonado, para que le ayudara a cruzar el río.

Para la otra prueba se le ponía al muerto una piedra de jade, para que se la diera a las fieras en lugar de su corazón. Se le ponía también unos frijoles, para cuando le salieran al paso los jabalíes y le dijeran: "Dame los ojos que me quitaste", el muerto se los pusiera y lo dejaran pasar.

En otra etapa del viaje, el difunto tenía que cruzar por un inmenso desierto, para eso, se le ponía en la cara una máscara funeraria, que podía ser de barro, de paja o de piedra de jade, para protegerlo del sol. La máscara también le serviría al difunto para que no mostrara su miedo ante los monstruos de la Región de los Muertos.

Las piedras de ornato y atavíos que se le ponían eran símbolos que el muerto tenía que descifrar para saber si había llegado al nivel que le correspondía. También se le proporcionaban alimento y bebida, para que no perdiera sus fuerzas y pudiera salvar todos los obstáculos que encontraría en la búsqueda de su nivel en el Miktlán.

En un principio, las ofrendas se ponían sobre petates de tule en el suelo y se decoraban con flores y objetos artesanales. También se comenzaron a colocar cosas simbólicas como el copal, que simbolíza la separación de la materia y el espíritu por el desprendimiento de la resina y del humo; la calabaza simbolíza la cabeza humana y las semillas las ideas abundantes; el ocote encendido representa la luz que nunca debe faltar para ver bien y no perderse en el camino; el jarro de agua tampoco podía faltar, pues a las almas también les da sed; el zempoalxóchitl, flor de muerto o flor de luz, es el símbolo de la fecundidad, pues una sola flor está compuesta por muchas y pequeñas flores, además ésta flor reúne los elementos masculino y femenino, que son la base de la continuidad de la especie; los espejos de obsidiana o jadeita finamente pulidos, representan al Dios de la Memoria,Tezcatlipoca, porque la memoria es como un espejo en donde podemos ver imágenes; también se colocaban entre las ofrendas, ropa e instrumentos personales para establecer la identidad del ofrendado.

Las comidas preparadas para los espíritus, deleitban a todos con su aroma y la gente disfrutaba comiendolas acompañadas con panecillos de maíz y de amaranto.

Tras la venida de los españoles se le dio un giro a la ofrenda original incorporando nuevos elementos y cambiando el significado esencial de la tradición, para darle un enfoque católico-cristiano, pues los españoles creían que la ofrenda eran ritos mágicos y de hechicería.

Así, la ofrenda que se presentaba en un petate se transformó en un altar de tipo religioso, con imágenes de vírgenes y santos, incorporándose también los crucifijos y los rezos.

El espejo de vidrio paso a ser un elemento esencial en el altar conservado bajo la impresión que él mismo causo en los antiguos mexicanos: la relación con Tezcatlipoca, el dios de la memoria.

El ocote encendido fue sustituido por las velas y las veladoras.

El pan de muerto dejo de ser de maíz o amaranto y se transformó en pan hecho de trigo, decorado con huesos y lagrimas.

La comida ofrendada fue enriquecida con alimentos que llegaron del viejo mundo y más adelante se incorporaron a la tradición las procesiones a los cementerios y las misas ofrecidas a los difuntos; pasando de una alegría de esperar a los espíritus y de sentirse totalmente en comunión con la naturaleza, a llantos, lamentos, y luto.

Pero ocultos en los altares, disfrazados de manera inteligente y artesanal, sigue mostrándose la fortaleza de nuestras raíces: el perro, la mascara, el copal, la sal, el agua, Tezcatlipoca y el jade (ahora reemplazado por monedas); además del alma artística del mexicano que convirtió el papel de china en primorosos encajes para decorar su ofrenda a los espíritus.

Sigue aun presente la luz del Padre Sol, Tonatiuh, y la dualidad para la continuidad de la especie representadas por la flor de zempoalxóchitl; incluso la virtud de no ver la muerte con temor, sino aceptarla como un simple cambio de estado, como puede claramente interpretarse en el hecho de "jugar con la muerte" y "reírse de la muerte" con los tradicionales versos conocidos como "calaveras", virtudes tan comúnmente reconocidas como propias del mexicano.


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