Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez
de vuestra muerte;
solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan
en todas las intenciones de la sangre.
Ustedes han sentido la máscara y la falsificación
de la máscara: el rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles
ceremonias que todavía nos conmueven.
Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las
antiguas palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas
palabras llevan ese significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir:
aquello que ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.
Oh noche casual de estas palabras,
oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio
retorna a la primera frase,
en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles,
las primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos
espejos.
Aquel que diga la primera palabra dejará caer el
primer vaso,
aquel que golpee su asombro con violencia verá
aparecer el fuego en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero
en guardar silencio,
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá
a su esqueleto haciéndole señas extrañas a los árboles;
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve
de nuevo a oírse a los lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido
de esa puerta
que bate azotada por el viento del infinito.
Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.
En el puerto se van encendiendo las primeras luces.
A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la
aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya
de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de
mi corazón y un movimiento de la noche.
A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual
que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa
evitando el estallido de ciertos rincones.
En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré
de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.
Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.
En estas palabras hay un poco de polvo egipcio,
hay unas cuantas vendas, hay un olor de pirámides
adormecidas en el algodón del pasado,
y hay también esa nostalgia que nos invade en
ciertas tardes,
cuando la lluvia se enreda en nuestro corazón
como los cabellos húmedos y largos
de una mujer desconocida.
Estuve atento a la edificación de los templos,
al trazo de las grandes avenidas,
a la proclamación de los hospitales, a la frase
secreta de los enfermos,
vi morir los antiguos guerreros,
sentí cómo ardían los ángeles
por el olor a vuelo quemado.
Me duele, pues, esta convocatoria inofensiva, esta novia
de blanco,
esta mirada que cruzo con mi madre muerta,
esta espina que corre por la voz, estas ganas de reír
y llorar a mansalva,
y el trabajo de ustedes, los constructores de la nueva
ciudad,
los sacerdotes de las nuevas costumbres, los muertos
del futuro.
Me duele la pulcritud inútil, la voluntad académica,
la cortesía de los ciegos,
la caricia torva como una virgen insatisfecha.
Mirad las excavaciones de la noche,
escuchen a Lázaro conversando con sus sepultureros,
mostrándoles su anillo de compromiso con la Divinidad.
Vean a Lázaro en el restaurant y en el tranvía,
en el ataúd y en el puente, en el animal y en
su plato de carne.
Sí, me duele este atardecer,
esta boca de sol y de verano.
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