Tauler, Sermón 44 (Vetter nº 61), segundo sermón para la natividad de san Juan Bautista sobre Juan 1, 7: "Ha venido a dar testimonio en la luz" (Extracto).

 

Las potencias superiores del alma no pueden alcanzar el fondo, ni siquiera a un millar de millas. La grandeza que permanece en el fondo no tiene imagen, ni forma, ni modo; carece de "aquí" y de "allá", pues es un abismo sin fondo que planea en sí mismo. Diríanse unas aguas que hierven y se agitan cerca de un abismo: unas veces se lanzan al abismo y parecen haber desaparecido; instantes después, vuelven a brotar a la superficie, tumultuosamente, como si fueran a sumergirlo todo. Nos vertemos en un abismo, y en este abismo está la propia habitación de Dios, mucho más que en el cielo y en cualquier criatura.

Quien pudiese alcanzarlo a fondo hallaría allí realmente a Dios y se hallaría en Dios, simplemente, pues Dios no se separa nunca de este fondo. Dios le estaría presente (allí, se siente la eternidad y se saborea: no hay pasado ni futuro).

En ese fondo, ninguna luz creada puede penetrar ni brillar, pues es exclusivamente la habitación y el lugar de Dios. Todas las criaturas, tomadas en su conjunto, no podrían leer ni sondear este abismo, no pueden satisfacerlo ni contenerlo; sólo Dios puede hacerlo, con toda su inmensidad. A este abismo corresponde, sólo, el abismo que es Dios: pues "el abismo llama al abismo" (Salmo 42, 8). Para quien lo percibe, ese fondo proyecta su luz en las potencias que están por debajo de él, se inclina y excita las potencias superiores e inferiores a regresar a su principio y origen, siempre que el hombre desee percibirlo, permanecer en sí mismo, dispuesto a responder a la amable voz que clama en el desierto, en las profundidades, y lo arrastra todo hacia las profundidades.

En el desierto, hay tal soledad que ningún pensamiento puede nunca entrar en él. No, no, de todos los pensamientos racionales que el hombre ha concebido con respecto a la Santísima Trinidad y de los que algunos se ocupan tanto, ninguno puede entrar aquí. No, no, pues eso es tan interior y tan lejano -y es tan lejano, pues no hay allí tiempo ni lugar-. Es simple y sin distinción, y aquel que consigue entrar realmente aquí, resulta para él como si hubiera estado ahí eternamente y como si no fuera con él más que uno. Eso dura sólo una ojeada, pero esas mismas ojeadas se sienten y aparecen como una eternidad. Y esto proyecta una claridad al exterior y nos es testimonio de que el hombre, antes de ser creado, estaba desde toda la eternidad en Dios, en su ser no creado. Cuando estaba en Dios, el hombre era Dios en Dios.

San Juan escribe: "Todo lo que ha sido hecho era vida en él" (Jn 1, 3-5). Lo que el hombre es ahora, en su ser creado, lo ha sido eternamente en su ser no creado, en Dios: uno con él en el ser de su esencia. En tanto el hombre no vuelva al estado de pureza que era el suyo cuando emanó de su origen y pasó del ser no creado al ser creado, no podrá ya entrar en Dios. Mientras no esté en el estado en el que salió de Dios, no podrá entrar de nuevo en su principio.

Pero eso no da todavía la pureza bastante, es preciso también que el espíritu sea transformado por la luz de gracia. Quien se sometiera plenamente a esta transformación y fuera un hombre vuelto hacia su fondo interior, en un justo ordenamiento, podría obtener que le fuera concedida, en esta vida misma, una ojeada al más alto grado de esta transformación, aunque nadie pueda llegar en Dios, ni conocer a Dios, salvo en la luz no creada, que es el propio Dios: "Domine in lumine tuo videbimus lumen. Por tu luz vemos [sic] la luz" (Salmo 36, 10).

Reproducido en Alain de Libera, Eckhart, Suso, Tauler y la divinización del hombre, Palma de Mallorca, J. J. de Olañeta, 1999, pp. 136-138.

 

 

 

 

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