Tuertas

Miguel Báez Durán
        La noticia salió tanto en los diarios como en la televisión y, a los pocos días, una horda de clementes almas se aglomeró frente a la casita rosa de Gloria Hicks para socorrerla en su desamparo. El llamado a la comunidad de esa pequeña urbe de Manitoba había sido en suma efectivo. Desde las primeras horas del domingo siguiente al anuncio, comenzaron a llegar vecinos, jóvenes universitarios, oficinistas de mediana edad, mujeres maduras, niños y hasta viejos encorvados. Iban con la firme intención de salvar a la anciana señora Hicks de las circunstancias que la habían orillado a rebajar su hogar hasta convertirlo en una pocilga. Pero los síntomas de tal misericordia humana ya se habían manifestado desde mucho antes, cuando los vecinos de Gloria Hicks se acercaron temerosos a su casa rosa y tocaron el timbre para quejarse de los pestíferos olores y de los incesantes maullidos que despedía la propiedad de la octogenaria. Los pastoreaba Liza O’Connor.
        Después de meses de ese primer timbrazo y de pedirle con cautela que se deshiciera de sus sesenta y siete mascotas, volviera a pintar sus paredes y podara el pasto para darles un aspecto acorde con las demás viviendas y jardines; fueron llamados “entrometidos de mierda” por Gloria Hicks. En cuanto esto sucedió, decidieron convocar a una junta urgente del vecindario. Durante ese primer cónclave, en la casa de Fred y Liza O’Connor —la vecina más molesta con los hedores por vivir a un costado del asqueroso sitio y la más activa en su intención de erradicarlos—, se decidió contactar a los familiares de la anciana. En la segunda junta, también en casa de los O’Connor, descubrieron el grave problema: Gloria Hicks estaba, como suele decirse, sola en el mundo. Se supo a la mitad de la sesión —gracias a los buenos oficios de Doha Gulamhusein en el área de espionaje— que la única hija de Gloria Hicks, Laura, había emigrado a los Estados Unidos y nadie sabía, ni siquiera la madre, a dónde. Para colmo, según las averiguaciones de Sonia Radchenko, todos los hermanos y hermanas de la aludida estaban muertos, incluyendo a Teresa, la menor. Alguno supuso, sólo para sí, que la señora Hicks podría haber tenido cierta responsabilidad en los ahora desafortunados decesos. Sin embargo, nadie se preguntó cómo no se habían enterado antes de que la anciana viuda no tenía ningún pariente cercano. Por último, habló el joven Dan Hodges, el único visitante a la casita rosada por trabajar en el supermercado y por ser quien le llevaba los víveres a la vieja. En efecto, la señora Hicks vivía inundada entre cajas de cereales, latas, periódicos caducos, envases, comida podrida, bolsas, basura maloliente, deshechos de animales y un ejército de felinos comandados por Dolores, la adoración de la mujer, la gata tuerta. El tétrico comentario no pasó desapercibido. Según Dan Hodges, el hueco dejado por el ojo ausente de la gata —el izquierdo— supuraba pus sin detención. El dato sobre Dolores provocó lividez en varias señoras. Sobre todo en Liza O’Connor.
        La tercera reunión, de nuevo en casa de la familia O’Connor, transcurrió con expresiones compasivas hacia Gloria Hicks, a pesar de haberlos llamado “entrometidos de mierda”. Incluso Liza O’Connor —a quien la señora Hicks había bautizado, en la última junta a la cual asistió tres años atrás, como “La jirafa estreñida”— se conmovió hasta las lágrimas por su sino. En la hora más emotiva de la velada se discutieron una plétora de vías para resolver el asunto y, además, salvar a la pobre Gloria Hicks de su degradación. A Craig Taylor se le ocurrió irse a quejar al ayuntamiento de la peste y los gatos. Sobraron ceños fruncidos y se condenó una acción tan agresiva, casi bélica, según murmuró Ito Takashina. No se ameritaba una queja de tal magnitud contra una anciana viuda, indefensa y, como suele decirse, sola en el mundo. Así lo explicó Liza O’Connor quien, desde ese momento, se apoderaba de la batuta. A nadie le extrañó su protagonismo. Al fin y al cabo, su familia era la más afectada por vivir al lado de la casa rosa de Gloria Hicks. La anfitriona tuvo el buen tino de concederle la palabra a John Ashley. Él sugirió acudir a los medios y hacerle saber a la ciudad entera, no sólo al ayuntamiento, el estado de la octogenaria. Se pediría la ayuda no sólo de los vecinos sino también de todo aquel conmocionado ante la situación de Gloria Hicks. Así, con un ejército más numeroso que el de los gatos y las imprecaciones de la mujer, podrían al fin deshacerse de la basura, los animales y el mal aspecto de la casa. El plan fue aprobado por unanimidad.
        Gloria Matthews había nacido en la provincia de Nuevo Brunswick, pero sus padres se mudaron cuando ella tenía cinco años. Por eso nunca se consideró originaria de esas tierras. Era la segunda más joven de seis hermanos y cuatro hermanas. Gloria conoció a Ian Hicks en la escuela secundaria de un pueblo de Ontario, el mismo al que se había mudado la familia. Se hicieron novios a los dos meses y fueron juntos al baile de graduación. El matrimonio vino tras los estudios universitarios de Ian en Toronto. Se establecieron en Manitoba y tuvieron a Laura a los dos años. Sólo pasaron cuatro meses del primer cumpleaños de la niña cuando Ian Hicks se fue a combatir en la Segunda Guerra. No regresó. Igual habría de suceder con Laura cuando cumplió los veintidós años y decidió buscar trabajo en Estados Unidos. Las cartas se espaciaron con los años hasta que ya no llegó ninguna. La última misiva coincidió con la compra de dos gatos: Pepe y Lolita, los abuelos de Dolores y de los otros sesenta y seis. Gloria Hicks tenía predilección por los nombres en español desde su estancia en México durante un viaje feliz realizado con Laura. El mes durante el cual los vecinos se atrevieron a acercarse a la propiedad para exigirle el debido aseo, se había enterado de que su única hermana viva, Teresa, la menor, estaba muerta desde hacía un año.
        Un miércoles soleado, Dolores supuró más pus de lo normal y varios reporteros del canal 8 se plantaron frente a la casa. Luego se les unieron, por esas estratagemas irrisorias de la casualidad, los peones de los diarios más conocidos. La señora Hicks adivinó desde el primer momento que la intromisión de los reporteros se debía a un complot encabezado por “La jirafa estreñida”. Salió al sonido del timbre y, a diferencia de lo esperado, no fue grosera y se comportó adecuadamente con aquellos raptores de la información. Una mala cara o, peor aún, un insulto, le darían el triunfo a Liza O’Connor y a sus seguidores. No se atrevió tampoco a obstruir el paso de aquellos extraños por su vivienda, aunque fuera molesto, tambaleante y torpe por la abundancia de mamotretos. Los invasores tomaron fotografías del lastimoso aspecto de la casita rosa de Gloria Hicks y, al ser cuestionada sobre su pereza higiénica, ella contestó adrede con desvaríos y repeticiones sin sentido. Dolores trató de esconderse detrás de una columna de cajas de cereal, pero no logró evadir el hostigamiento de un joven fotógrafo. El agujero del ojo fue captado con una claridad imponente. Al otro día, cuando se publicó la nota, hizo estremecer a Liza O’Connor y a sus dos hijos de cinco y siete años. El reportaje televisivo sobre la viuda Hicks no tardó tanto como los de los periódicos. La misma noche del miércoles, en el noticiero de las seis y luego en el de las diez, los habitantes de aquella pequeña ciudad de Manitoba se enteraron de las precarias condiciones en las que vivía la anciana.
        Liza O’Connor y los otros vecinos se congregaron el jueves por la noche, esta vez en casa de Sonia Radchenko. Su liderazgo no fue tan bueno como el de su antecesora. Sin embargo, se ajustaron a las circunstancias. Pronto concluyeron que, durante los próximos dos días, no iba a pasar gran cosa. Si acaso uno o dos voluntarios se acercarían a la casa para auxiliar a Gloria Hicks y ella se desharía de ellos con facilidad a través de una agresión gritada. Pero con certeza el domingo, después de ser retransmitidos por la tarde muchos de los reportajes televisivos, un número considerable de piadosos se ofrecerían como voluntarios y exigirían entrar en la casa para hacer las labores necesarias. La señora O’Connor hizo una última exigencia y pidió a los demás llamar a amigos, compañeros de trabajo, familiares y hacerlos acudir el domingo por la mañana a la casa de Gloria Hicks. Juntos cooperarían en la benigna empresa. Por supuesto todos prometieron hacer esas llamadas. También se aprobó que ningún miembro de la familia O’Connor, a pesar del entusiasmo mostrado por remodelar la vida de la señora Hicks, se presentara, pues les tenía una aversión descomunal  —por completo injustificada— y era preferible no incitar a la violencia. Se fueron a dormir esa noche con la conciencia tranquila y el domingo a las siete de la mañana se detuvo un auto frente a la casa de la viuda Hicks.
        La primera en aparecer con sus cuatro hijas fue Doha Gulamhusein. Ardía en deseos de entrar. Se decepcionó al darse cuenta de que se necesitaban al menos treinta personas más para intimidar a Gloria Hicks quien a esa hora todavía estaba en el quinto sueño. Luego llegaron John Ashley, su mujer y su hijo adolescente. Compartieron los desayunos traídos por Doha y Deborah, la esposa de John Ashley. Después de preguntar por el esposo de Doha y obtener una respuesta vaga, se sentaron a esperar a los demás voluntarios mientras conversaban sobre política. Más tarde se presentaron los Radchenko, los Williams, los López, los Taylor, los Takashina y hasta Dan Hodges, el chico del supermercado, al lado de algunos de sus compañeros de la escuela. Por último, arribó la turba incógnita: hombres, mujeres, niños. Y hasta ancianos que gracias al reportaje de la televisión se solidarizaban con una coetánea. Pero, de los sesenta y ocho seres vivos en el interior de la casa, fue Dolores la primera en observar el cerco de los intrusos y hasta maulló de cólera a pesar de que su ojo solitario apenas le podía mostrar un panorama limitado del tumulto. La gata tuerta caminó apresurada entre los desperdicios y llegó hasta el sofá desvencijado. Gloria Hicks dormía ahí porque su cama era en realidad el lugar de descanso de los felinos. Dolores la despertó lamiéndole la mano derecha. Cuando la señora Hicks se asomó a la ventana, después de advertir cómo Dolores miraba fijamente hacia la calle, vio aquel campamento. Nunca supuso que la conspiración de “La jirafa estreñida” tuviera tanto arrastre y, antes de salir a la calle para defender sus dominios, maldijo a su vecina y a sus descendientes hasta la cuarta generación.
        Al cruzar su puerta, los llamó con cada nombre de una enciclopedia  procaz. Sólo recibió de regreso sonrisas y susurros de empatía, sentencias al estilo de “pobrecita”, “no sabe lo que hace”, “está sola en el mundo”. Eso la asqueaba aún más. Por supuesto, la primera en allanar la morada fue Doha Gulamhusein. Mientras, dos hombres intentaban sentar a la viuda sobre una silla plegable —primero con dulzura y al cabo con cierta rudeza— y le ofrecían como desayuno un jugo de naranja y un sándwich. Al develarse los secretos tras la puerta, las hijas de la Gulamhusein se llevaron las manos a la nariz y la madre repartió tapabocas. Los demás las emularon en su irrupción. Gloria Hicks apuntó el sándwich a la cara de uno de los dos hombres, dio en el blanco y gritó que si no podía estar en paz en su casa por lo menos quería la compañía de Dolores y no de dos hipócritas caguengues. Rosaura López, una vez divisado el espectáculo desde el zaguán, penetró con desenfado la pestilencia para buscar a la gata. La conocía bien pues una noche los había descubierto a ella y a su amante entre los escondrijos del jardín enmarañado de la señora Hicks. Se tardó media hora porque otra vez Dolores se ocultaba tras una caja. Para cuando salió con la gata ya los dos hombres habían recibido cada uno dos sandwichazos. Por fin, al sentir a su mascota preferida en el regazo, Gloria Hicks aceptó el desayuno con tanta resignación como había accedido al atropello de aquellos seres caritativos.
        La basura se fue apilando en varios montones de acuerdo a los lineamientos del reciclaje. Algunos ecologistas no pudieron disimular su alborozo al toparse con envases, latas, botellas de plástico o cajas en buenas condiciones. Se daban cuenta de que su intervención en el asunto sería beneficiosa para el planeta y las futuras generaciones les agradecerían su parte en aquel dadivoso acto. Terry Williams imaginó así su contribución para el futuro y olvidó a lo largo de esa mañana los disgustos causados por su novio drogadicto. Por otra parte, el hijo adolescente de John Ashley ordenaba, junto con su madre, el cuarto que había pertenecido a Laura Hicks. A eso de las diez y media de la mañana, encontró, en uno de los cajones del escritorio, el número agotado de un cómic de título impronunciable. Apenas podía creerlo. Mucho menos imaginar cómo había llegado ese tesoro hasta ahí. Por supuesto, él tenía el ejemplar en su casa encerrado en una bolsa de plástico y vuelto a encerrar en una caja fuerte. Aquel hallazgo debía valer por lo menos ciento cincuenta dólares. Aprovechó un descuido de su madre y se lo guardó debajo de la camisa. Contrario a lo que pudiera pensarse, ése fue el único robo cometido en la casa aunque las joyas de la señora Hicks estaban a la mano de cualquiera, debajo de un tiradero de revistas.
        La tranquilidad con la cual transcurría la mañana se alteró poco después del mediodía. Los voluntarios se sentaron a tomar el almuerzo y, entre un bocado y otro, discutían cómo Gloria Hicks —la mujer recibía una pensión cada mes y había tenido esposo, hija, hermanos, hermanas— terminaba siendo una persona tan desagradable, rodeada de sesenta y siete gatos e inmundicia ilimitada. Por supuesto, las teorías abundaron. Fue entonces cuando Gloria Hicks notó movimientos en una de las ventanas de los O’Connor y despotricó contra ellos. Liza O’Connor se vio tentada a responder por fin a los improperios de la anciana. Los podía oír con claridad desde ahí. No sólo ella y su familia no se habían presentado a la cruzada por la pureza ambiental sino que ni siquiera habían asistido a misa ese domingo —lo hicieron el sábado, pero la mujer no lo consideraba tan válido como ir en el día del Señor. Su paciencia se agotaba. Después de todo, ella le estaba haciendo el favor a esa vieja impertinente y cochina. No tenía ni la más mínima consideración hacia sus vecinos. Los invadía con olores nauseabundos y peores tratos. Deseó en ese instante salir y regresarle cada bofetada, cada agravio. Sobre todo el de “Jirafa estreñida” que, a tres años de distancia, se había popularizado en toda la calle aunque los demás fingieran ignorarlo y que, dicho sea de paso, era verdad. La ocasión para desahogar su ira se le presentó por la tarde cuando los soldados de PETA empezaron a deshacerse de los gatos de la señora Hicks.
        Las operaciones de reparto de los felinos detonaron, huelga decir, las protestas de la anciana. De inmediato la calmaron diciéndole que no se preocupara por sus gatos pues iban a buscar un lugar adecuado para cada uno, ya fuera con una familia o en una tienda de mascotas. La incomodidad siguió hasta aparecer, a la media hora y por la intervención de John Ashley, la camioneta de una tienda reconocida. Se llevó a la mitad de los animales. Los de PETA quedaron satisfechos. En especial, el que vestía una camisa con la leyenda Meat is murder. Entonces la vieja vociferó “me pueden quitar a todos mis nenes, menos a Dolores”. A Dolores ni la “Jirafa estreñida” se la quitaba, rugió. Liza O’Connor abandonaba en ese instante el enclaustramiento, seguida de sus hijos y su esposo. Doha Gulamhusein, como comunicándose por telepatía con la mandamás del vecindario, trató de acercarse a Gloria Hicks para evitar sus estridencias. La detuvo Sonia Radchenko pues su propósito era el mismo. En el patio trasero, una de las hijas de los Takashina acababa de poner una cinta musical y su grabadora cantó con una voz masculinoide. Los pujidos viajaron hasta el pórtico e inspiraron la media sonrisa de la señora Hicks. (Ain’t it good to be alive? / To feel the sun strong against your face.) Todos los vecinos, incluso los de adentro de la casa, permanecieron a la expectativa de aquel encuentro explosivo. A Liza O’Connor no le importó ser considerada poco prudente. Se dirigió a la silla plegable sobre la que estaba sentada Gloria Hicks con Dolores en su regazo.
        —Buenas tardes, Gloria —saludó la señora O’Connor.
        —Buenas tardes, Liza —respondió la señora Hicks.
        Hubo una decepción general.
        Los custodios de la viuda acercaron otra silla plegable y el resto, al no tener el escándalo avizorado, reanudó las tareas antisépticas. Nadie supo con exactitud de qué hablaron las dos mujeres. Los hombres de los sandwichazos, los más próximos a ellas, fueron demasiado discretos cuando terminó el diálogo y aún muchos años después. Doha Gulamhusein y Sonia Radchenko harían lo imposible por sonsacarles algún dato valioso una vez que se supiera en el vecindario el contenido del paquete y la hospitalización de la vieja en una clínica para enfermos mentales. No lograron exprimirles ni un ápice de chisme y se enfurecieron con ellos. La opción de ir con Liza O’Connor y preguntarle lo dicho durante la conversación quedaría descartada desde un principio. La traumatizada mujer terminaría desinflándose. Ya no iría ni a las fiestas ni a las juntas del vecindario. Apenas y volverían a cruzar una palabra con ella. Y de Gloria Hicks, mejor ni hablarían. Pero al final de la plática entre las dos enemigas, la viuda le cedió la gata tuerta a Liza O’Connor. Sus hijos de cinco y siete años, con un gesto de repugnancia bastante obvio, se la llevaron y obligaron al padre a telefonear a un veterinario. Los de PETA aplaudieron de júbilo.
         —Hasta luego, Gloria.
         —Adiós, Liza.
        Así terminó el enfrentamiento entre las dos mujeres. Provocó desilusiones y asombros por igual. Liza O’Connor volvió a su residencia y la anciana continuó sentada sobre la silla plegable. Esperó paciente el final de la obra pía. Alguien le avisó al canal 8. Los reporteros cumplieron la cita al diez para las cinco. John Ashley habló con ellos en representación del grupo. Hasta le pidió un espejo a su esposa antes de salir a cuadro. Agradeció no sólo la misericordia del vecindario sino también la de los desconocidos pues habían venido de distintos suburbios de la ciudad para asistir a Gloria Hicks. Intentaron grabar a la octogenaria y obtener sus impresiones sobre el espíritu emprendedor de sus conciudadanos. Fue inútil. Ni siquiera les contestó el saludo. Liza O’Connor se asomó por la ventana y chistó de furia al reconocer el logotipo del canal 8 sobre una camioneta. Se reprochó haber salido tan temprano a enfrentar a su vecina en un arrebato pueril. De otra forma, se habría topado con los reporteros y de nuevo hubiera sido ella la protagonista. Fue al baño e intentó evacuar con los resultados de siempre. Se echó agua fría sobre la cara y se calmó. Aún así, argumentó, su misión estaba casi completa.
        Gloria Hicks se levantó de la silla plegable y retornó a su hogar cuando estaba ya limpio, pintado de azul y con el jardín bien podado. Algunos cuentan que hasta uno de sus arbustos tenía la figura de un felino. Acostada sobre la nueva cama pensó después de varios años en Laura, su única hija, de quien no sabía nada. Se lo adjudicó a la honda quietud de su hogar. Ya no había maullidos para aturdir las remembranzas de los lloriqueos de bebé, los pasos de niña o las rabietas de muchacha. Ya no había ni pelos ni babas ni mierda de gatos para amortiguar los aromas encerrados del talco, el jabón y los perfumes usados por Laura. Pensó que, de tener a sus acompañantes —en especial a Dolores— habría tomado una bola de pelos, la habría mezclado con heces gatunas y se la habría tragado para no seguir atascándose de la figura de su hija, ni de las estampas de la niñez con sus hermanos y hermanas muertos, ni del rastro de su esposo fallecido en la Segunda Guerra. Quién sabe porqué lo hizo; pero caminó hasta el baño, se miró en el espejo y quiso ser como la gata que le habían quitado. Luego, quién sabe porqué, salió de ahí, fue a la cocina y se colocó frente a otro espejo. Traía un cuchillo en la mano. Un maullido la detuvo.
        A unos metros, Liza O’Connor sólo creyó escuchar ese maullido. Ella se encontraba frente al televisor con su esposo y sus hijos. Los cuatro atestiguaron sonrientes cómo una locutora del canal 8 le agradecía a la comunidad la demostración de su espíritu. Ese día se había salvado a la señora Gloria Hicks, viuda de ochenta y seis años. Los voluntarios habían limpiado su casa de gatos, pelos, excrementos y papeles viejos; habían pintado las paredes de azul y habían podado el jardín. Conocidos y desconocidos por igual. Al día siguiente, después de ir al baño sin mucho éxito, Liza O’Connor descubrió una caja de cartón junto a su puerta, sin destinatario ni remitente. Abrió el paquete en la cocina, durante el desayuno, frente a sus dos hijos de cinco y siete años. Adentro estaba el ojo izquierdo de una gata. La noticia del funesto hallazgo no salió ni en los diarios ni en la televisión.
Torreón, septiembre de 2001

Publicado en Estepa del Nazas en abril de 2003.

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