En ningún sitio del planeta

Miguel Báez Durán

How weary, stale, flat and unprofitable
seem to me all the uses of this world!
Hamlet


         Tu hijo estará sentado frente a la computadora sin sentirte. Observarás con detenimiento su nuca y querrás acercarte para besársela, levantarlo en un abrazo, adivinar los secretos de su conciencia. Te preguntarás cómo no acercarte, besarle la nuca, levantarlo en un abrazo si él será el único recuerdo viviente de Miranda.
        Tu hijo. Su hijo. El hijo de ambos.
        Te cuestionarás cómo no quebrantar su mudez, compartida con el ruido de las teclas de la computadora, cómo no acariciar con los labios la piel de su nuca y cómo no inquirir si lo que le pasa es lo mismo que a los demás adolescentes, desde el año cero hasta el dos mil.
        Te delatarán tus pies, él hará maniobras para ocultar lo desplegado sobre la pantalla y recordarás las historias de espantos sobre Internet en los reportajes sensacionalistas de la televisión estadounidense. Tus hesitaciones se hundirán con la misma rapidez de su arribo y después de recibir su “qué haces aquí, estoy ocupado”, le comunicarás “la cena está lista”. Regresarás a la cocina y, tras unos minutos, lo tendrás comiendo frente a ti. Le otorgarás las inquisiciones de cada día, las de “y la escuela, cómo estuvieron las clases hoy”. Terminará pronto y le permitirás la vuelta a la computadora. No habrá necesitado ni pedírtela para que se la compraras porque, aunque en tu tiempo no, en el suyo será obligatoria dentro de cualquier hogar.
        Ese día futuro será sólo una repetición bajo la armadura del ritual porque a él lo consentirás durante años. No podrás resistirlo. Así como entonces, te habrás sentado frente a él todas las tardes, durante la cena, hasta ganarte su confianza y hasta hacerle saber, sin lugar a dudas, que podría hablar contigo de cualquier tema sin juicios. Porque, desde su nacimiento y de nuevo frente a la lápida de tu mujer, te habrás repetido sin descanso aquella frase de cuando eras un adolescente: “nunca seré autoritario con mis hijos”. Y luego, con los años, vendrá esa marea escarlata no comprensible del todo. Vendrán sumergidos en ella la duda de la libertad excesiva, las cosquillas incómodas detrás del amor irrefrenable del padre que debe ser además madre. Porque Miranda ya no estará a tu lado para aconsejarte ni para decirte cómo corregirlo ni para darte un beso cuando el muchacho anote en sus juegos de hockey ni para discutir en la cama cómo ayudarlo con sus incertidumbres. Porque Miranda estará muerta.
        Su madre. Miranda. Tu mujer. Miranda.
        Nacerá en Escocia de padres islandeses —aunque será residente de Canadá desde los diez años— y habrá visitado México muy joven para regresar contigo, con el peor souvenir. Miranda, a causa de su fanatismo por Anne de Green Gables y su madre literaria Lucy Maude Montgomery, se habrá casado contigo en una antigua capilla de la Isla del Príncipe Eduardo sin avisos para su familia o la tuya porque los otros dejarán de importarles. Las vidas de afuera se achicarán sin causarles congojas. Miranda te habrá anunciado el embarazo con dicha plena dentro del cementerio a las víctimas del Titanic en Halifax mucho antes de que el hundimiento volviera a ser moda gracias a una película hollywoodense. Miranda los habrá dejado, a ti y a tu hijo de catorce meses, en viaje hacia la tierra de los muertos, de la manera más insensata: una caída por reparar sola la gotera del cuarto del bebé. Miranda se habrá quebrado el cuello y el hijo de ambos se quedaría sin recuerdos de ella. Y tú, sólo con él.
        Miranda tan buscada en un tiempo futuro porque, desde meses atrás, las anécdotas de tu hijo, características de la sobremesa durante las tardes, se extinguirán con ritmo preocupante. En principio, lo explicarás con la cercanía de la graduación, con la etapa decisiva de escoger una universidad y una carrera. Luego de descartar a una compañera atractiva hasta para ti, un examen de biología y un partido de hockey, permanecerás en ascuas sin ser capaz de desentrañar el cambio. Por último, llegará la angustia en escalada, la de siempre. O son las drogas, te dirás, o el sexo o el alcohol o la violencia.
        Porque, a final de cuentas, habrás visto como péndulos tantos cuerpos enclenques y flacos detrás de una ventana rota —presas en lucha encarnizada contra el vidrio que atraviesa una de sus manos, en combate para huir de una escuela iracunda que lanza contra ellos balas y explosivos. Porque cuando esas fachadas, huertos de acné, aparezcan bajo acusaciones mortales, lo sabrás: hay un mundo debajo del mundo, no sólo en sus cabezas sino más allá. Presentirás un universo donde se cultivan los frutos de la cólera. Cuando viajen esas noticias desde Estados Unidos, se te olvidarán los nombres de las víctimas, de los asesinos, de las escuelas, de las ciudades. Los necios opinadores clamarán “Columbine”. Igual a una jaculatoria. Tantas veces. Ellos desintegrarán la palabra a los años cuando se presente una tragedia mayor, una de cincuenta, sesenta o setenta estudiantes baleados. Y las historias serán siempre las mismas: “nadie podía imaginárselo, parecía alguien tan tímido y tan serio, casi todos lo acosaban con insultos, no se defendía, sus padres eran perfectos, sus notas empezaron a empeorar, nunca fue violento, alguna vez dibujó una calavera en su cuaderno de matemáticas, quién sabe cómo consiguió el arma”. Casi podrás leer en sus fotografías el resquebrajamiento interno a través del cual, según tú, se filtra la lava que siempre ha de quemar a más de uno. No obstante, cavilarás, eso sólo se ventila después, cuando ya explotó el caos devorador.
        En esos vericuetos mentales, te encontrarás asediado por los estadios de jóvenes. Ellos imitan y fustigan a los que no. Imaginarás una red de influencias interminable de la cual nadie se atreverá a escapar: pantalones Gap tan estorbosos al cuerpo como caros por su marca, tatuajes no tan dolorosos si se les compara con el optimismo falso de sus pregones, perforaciones múltiples en zonas cada vez menos escondidas, modelos de vacuidad en conjunción con su frívola belleza bajo el cobijo de nombres como Britney o Mandie o Jessica o Christina o Justin o Joey o Kevin o JC o AJ o tantos otros, juegos de video especializados en recrear carnicerías salvajes con realismo, películas gringas colmadas de convenciones, raves de pastillitas equis, sexo antiséptico con sabor a látex. Y ninguno, columbrarás, ninguno de ellos se aventuraría a la oposición, a cortar con las aspas de una digna sapiencia un pedazo de la red y escapar, correr y reírse de las risas o del perseguimiento ya distante de los que se quedan atrás, en el rebaño enredado. Pero, apelarás, por los intersticios de esa red, ni siquiera Dios puede colarse, tal vez el azar sí, no Dios, a menos que Dios sea el azar. De poco te van a servir las oraciones a él cuando en los días negros amanezcas creyente, porque serán eclipsados por aquellos en los cuales lo verás como un absurdo. Quizá en el peor de ellos, el día de la noticia de la catástrofe, te habrás levantado sin creer en Dios.
        El malhadado mensajero no será una llamada a la oficina en medio del yugo laboral ni un compañero de trabajo. Saldrás a la hora del almuerzo hacia la cafetería situada al otro lado de la calle —donde comerás todos los días de la semana un sándwich de atún, uno de rosbif o uno de jamón y queso con una taza de café y una dona de chocolate por postre— y en la televisión reconocerás, aunque te habrá parecido fuera de su horario, a la reportera del noticiero de las seis anunciando un asesinato en la secundaria de tu hijo. Los datos y los nombres se presentarán nebulosos. El desastre se desplomará sobre ti y durante horas te sentirás en un sueño atrozmente indeseado. Ni siquiera serás capaz de compararlo con una pesadilla. En esa visión estará él: entre los gritos, entre el horror, entre la sangre, entre las balas, entre la demencia. Durante el infeliz camino hacia la escuela lo colocarás enfrente y detrás del rifle destructor. No sabrás por qué. No tendrás explicaciones. Sin embargo, en tu mente morirá de las dos maneras. Tu hijo morirá como víctima y como victimario.
        Una llamarada insondable te recorrerá por dentro desde la estrepitosa salida hacia tu auto y luego durante el trayecto. Y le reclamarás al destino cómo se le ocurre escoger de entre tantas ciudades la tuya, casi un pueblo. Alrededor de los miasmas en los que se trocará tu cerebro, te imaginarás en México, cuando cursabas la preparatoria, con el resquemor de la adolescencia, en diatriba contra el mundo y las imposiciones de los demás. Aún criticarás sus poses y sus grupos excluyentes. Te divisarás —desde la lejanía de las décadas— solo, aislado, con tus propias costumbres, tus propias quimeras. Te acordarás de cómo ansiaste que, en medio del colegio, se abriera un cráter y se los tragara a todos para así no enfrentar al siguiente día la rutina, los murmullos, la soberbia, la injusticia de una sociedad en miniatura tan llena de porquería como la original. De haber sido joven, en el nuevo siglo feliz, como lo será tu hijo, te habrían acusado de criminal por los libros leídos, las películas vistas o los dibujos trazados, aquéllos donde un bebé destripaba —alegre y rabioso— a su niñera. Aún con tales antecedentes, tú no habrías matado, ni levantado el puño y le habrás rehuido siempre a los enfrentamientos convulsos. En una esquina, mientras desobedeces la luz roja por primera vez desde que vives en este país, inquirirás si tu hijo habrá sentido lo mismo en los últimos meses.
        Mientras bajes del automóvil, sentirás ese inmenso boquete dentro de ti —el dejado por la llamarada— como si el cosmos y tú estuvieran en comunicación, como si lo sucedido en la escuela de tu hijo hubiera separado la tierra y de esa abertura escaparan vapores ponzoñosos. Algo habrá desequilibrado el orden, si es que alguna vez lo hubo. Algo sangriento habrá trastocado los niveles del raciocinio para colocar las cosas al revés y de adentro hacia afuera. Y lo percibirás en el vacío. Y conforme se agote el tiempo, se abrirá más. Y más. Y sólo se volverá a cerrar cuando abraces a tu hijo de nuevo y sepas que está bien. A lo largo de los años lo habrás intuido. Todas las reglamentaciones, todas las prevenciones serán sólo antifaces de la vanidad humana, la imperecedera pues no se atreve ni a contemplarse en su reflejo de decrepitud. Ese engreimiento no sobrevive sin una reacción, argumentarás, y ésta es la reacción. Seguirás a los padres aglomerados. Como tú, dejarán sus automóviles y se apresurarán, según las indicaciones de varios policías, hacia el campo de futbol americano.
        Escrutarás los rostros deformes de los reunidos en el campo de la escuela. La oportunidad será única. El tuyo, empero, seguirá inmutable. A tu izquierda, una mujer se llevará las manos a la garganta y abrirá la boca en cruenta guerra por lanzar un alarido sin lograrlo. A la derecha, un hombre sollozará en hipo risible y en momentos creerás oírlo susurrando un nombre de mujer. Y una anciana trotará de un lado a otro en quejas intermitentes por la desorganización y con el mismo signo en el brillo desquiciado de los ojos: “¿está bien mi hija / hijo / nieta / nieto / sobrino / sobrina?” Sobrevolará sobre ustedes el helicóptero de una metrópoli cercana, más populosa, de mayores recursos y en donde nunca se imaginarían que en una ciudad como la tuya, casi un pueblo, se diera una matanza de secundaria.
        Se dispersará el rumor de un crimen con trasfondo racista. Y te lo plantearás. Quizá tu hijo, por ser una mezcla de razas, esté involucrado. Pero no. Él no, te responderás. Incrédulo negarás con la cabeza esa hipótesis. No en un país como éste, orgulloso de su multiculturalismo, de no tener una esencia —ni siquiera posee un platillo tradicional—; un país donde levantan complacientes la cabeza y recitan su discurso de inclusión, de tolerancia. Aquí no puede suceder, aquí nunca pasa nada, apelarás convencido, aquí estamos a salvo de criminales y terroristas, éste es el mejor país para vivir sobre la tierra, tiene su aval de las Naciones Unidas. En cualquier otra parte del mundo —incluso en Estados Unidos— hay pobreza, hay crimen, hay homicidas en serie, hay carencias, hay xenofobia, hay intolerancia. En este país no.
        Eso te impondrán los semblantes estupefactos de padres y madres a la espera de algún cambio dentro de la escuela, de algún representante de sus autoridades con la buena noticia de “tu hijo está bien, no te preocupes”. Entonces comprobarás lo inexplicable: esa suspensión de la realidad, ese ideal en el que tú y los demás se habrán ensimismado, no existe. El pinchazo a la burbuja se habrá dado sin retrocesos porque en ningún sitio del planeta estarás a salvo y, todavía peor, en ninguno estará a salvo tu hijo. Ya lo habrás sospechado antes. Desde mucho antes. Sin embargo, lo habrás negado para unirte a las masas de candidez, a hombres y mujeres presos de la ratonera de la ilusión. Si las calles estaban limpias, habrás concluido, si las escuelas tenían recursos, si el transporte público funcionaba con puntualidad, si las autoridades del país no eran corruptibles, entonces —y sólo entonces— estarías a salvo. Y tu hijo también.
        Los autobuses amarillos virarán hacia el campo con alumnos dentro. Algunos de los jóvenes se apearán sonrientes por razones diversas. Los más cercanos a la supuesta masacre, por volver a ver a sus padres y salir ilesos; otros, porque las clases se habrán suspendido y podrán retornar a sus casas a seguir navegando en Internet o en los juegos de video o en la música acéfala. Los primeros, por supuesto, se aproximarán a sus familias, en principio sonrientes y, al cabo, llorosos, balbucientes, sin poder articular con corrección y tejiendo versiones encontradas de los hechos. Alcanzarás a escuchar que el alumno asesinado era rubio y sentirás alivio. Luego, otro dirá “moreno”, como tu hijo, y volverás a desesperarte. Alguno informará “el asesino era negro”. Otro, asiático. Otro más, hispano. Y entonces ya no podrás más porque seguirán deteniéndose los autobuses junto a la cancha con puntos de vista cada vez más variados, descabellados, multicolores. Sin embargo, en ellos, el arma asesina será siempre una navaja de explorador como la de tu hijo y entonces se evaporará la imagen de otras matanzas en donde los explosivos y las armas de fuego parecían ser los predilectos de los asesinos. Habrás prevenido las eventualidades y los accidentes al ahuyentar pistolas, rifles y revólveres, al no comprar ninguno. Ni siquiera, como dirán los gringos, para proteger la propiedad privada. Como si todavía vivieran en los siglos XVIII o XIX, habrás dicho. Una navaja para explorar las diversas regiones del país, qué daño podría hacer, habrás creído.
        Cuestionarás los resortes responsables de la bestialidad de un joven. No te parecerán tan ilógicos. El mundo habrá cambiado bastante desde tu adolescencia. Te causará azoro la facilidad con que tendrán acceso a tantas formas de comportamiento antes consideradas aberrantes. Las habrás aceptado con poca renuencia para no parecer ante los ojos de tu hijo como anticuado o retrógrado. Habrás tolerado la facilidad para cartearse con una muchacha de Brasil o un muchacho de Australia a través de la pantalla de la computadora; para pregonar cada pensamiento falaz en el ciberespacio; para comprar lo que se le antoje y ver lo que le plazca; para entretenerse con juegos de sangre virtual; para ir por un condón a la farmacia de la esquina sin escandalizar a nadie; para besar, acariciar y hacer el amor con una mujer o con un hombre sin invocar tormentas.
        Siempre tratarás de no caer en las argucias contraproducentes de tus padres, las de represión, prohibiciones y velos pues, en lugar de promover la templanza, abrían todavía más el apetito. Y durante las cenas, solamente sonreirás con sorna cuando él te cuente “mi mejor amigo se colgó un arete de la ceja” o “una de mis compañeras tiene relaciones sexuales en la casa con el permiso de sus padres” o “uno de mis compañeros es bisexual” o “una amiga casi se muere en un rave porque las pastillas que le vendieron no eran tachas”. Y te preguntarás si alguna vez habrá hablado de acoso o del escupitajo de uno de sus compañeros por eso de ser spic, si debajo de la cordura todavía palpitan los mismos estereotipos. Sobre todo en los jóvenes porque ellos no contendrán sus lenguas con tanta habilidad como los viejos obsesionados con la inclusión. Y luego inquirirás si no le habría estado ocurriendo lo mismo a todos los padres porque tal vez tus cejas se arquearán como las de tu hermana en la Ciudad de México cuando platica sobre sus hijos aunque no más que las de tu hermano en Torreón.
        Continuarán apeándose de los autobuses más alumnos y los reencuentros se reproducirán alrededor de ti con caricias, abrazos y onomatopeyas de sorpresa. Los padres que como tú se queden con los brazos levantados, ante las hileras de los autobuses, se harán menos. Detrás de ti, un cincuentón ya con canas en las sienes y los ojos humedecidos. Adelante, una mujer en los treinta haciendo de sus manos un moño. A la mujer no la conocerás pero sí al hombre porque es padre de uno de los amigos de tu hijo. Los tres se acompañarán en la guardia. Apuntarán los sentidos hacia las instalaciones. Sólo ustedes interrogarán a los policías y a los paramédicos sin recibir respuestas concretas. Más confusión: los alumnos habrán prolongado las contradicciones, las versiones encontradas de los hechos o la simple ignorancia hacia un grupo de adultos decepcionados, cansados y en una expectativa perniciosa.
        Vendrá el último autobús. Dentro divisarás a dos oficiales de policía. Se habrán sentado muy cerca de un joven. Al detenerse y ver al muchacho levantarse del asiento seguido de los policías, reconocerás a tu hijo. El dolor se desbordará. Sentirás como si te desollaran y caerá un granizo hiriente de maquinaciones sobre tus faltas de padre. Te vislumbrarás encarcelado y por los barrotes de esa jaula se colarán dedos índices. Y para él, para tu hijo, sólo la ignominia. Le echarás la culpa a Miranda y luego a ti, más tarde a tu hijo, a sus amigos, a la escuela. A todos. Él se bajará del autobús alimentado con la raíz del desconsuelo. Nunca antes lo habrás visto así. El sufrimiento transmutará en infinitud. Los policías se detendrán frente a la mujer y tu hijo marchará hacia ti con los brazos abiertos. Sucederá con rapidez. La mujer se tenderá sobre el césped al enterarse. Tu hijo te atrapará con sus brazos como para no dejarte escapar. Los policías se volverán hacia el cincuentón para decirle “su hijo fue asesinado”. Ese abrazo, por fin tuyo, será una carencia en los otros dos. Querrás haber tenido dos cuerpos, el tuyo y el ajeno, para proteger a tu hijo por ambos lados. Añorarás a Miranda y la explicación culminante la escucharás entre temblores: “me había pedido la navaja desde el lunes, no sabía para qué, cuando pasó trataba de separarlos, entonces el otro le quitó la navaja, lo acuchilló, ya los habíamos separado, pero de todas maneras el otro le arrebató mi navaja y lo mató. Lo mató, papá”.
        Su silencio en las cenas habrá sido una alarma sin motivo. Pero tendrás entre tus manos la cuenta del juego migratorio, de los encuentros casuales: la sociedad en la que habrás decidido criar a tu hijo, al hijo de Miranda, al hijo de ambos, será una sociedad enferma —tanto como cualquiera del mundo—, una sociedad con un disfraz vistoso sobre su torcido cuerpo, tan putrefacta y asquerosa como las demás. Y, de vez en cuando, se quitará el disfraz. El daño contra tu hijo —el daño de la sangre, de la memoria, de su amigo acuchillado sobre el pasillo de la escuela— será difícil de curar. Aunque lo abraces ahora, en este momento de tensión, se necesitarán más abrazos y tal vez algo todavía más efectivo para que no llore, sufra o recuerde. Porque, preguntarás al aire, qué hará un endeble cuando debe a salvar a otro.
        Imaginarás un pasado donde ese muchacho no le hubiera clavado la navaja al amigo de tu hijo; donde tu hijo no hubiera sido testigo de la muerte; donde la escuela fuera otra; donde esa pequeña ciudad fuera grande (una de millones); donde Miranda no se hubiera roto el cuello; donde no hubiera nacido de ella un niño sino una niña; donde no hubieran vivido en Canadá sino en México, en Estados Unidos o en cualquier país; donde no te hubieras casado con ella en una iglesia antigua de la Isla del Príncipe Eduardo; donde Miranda, una turista canadiense como tantas otras, no te hubiera detenido por la calle para pedirte una dirección. Será tarde para más preguntas porque nada de esto habrá pasado en realidad.
 
Torreón, octubre de 2001

Publicado en Estepa del Nazas en octubre de 2002.

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