Muerte en el Oratorio San José

Miguel Báez Durán

Here is menace and murder and sudden death!
Agatha Christie


         Era casi mediodía cuando Ulises entró a la explanada del Oratorio San José. Lo había divisado una hora antes desde las alturas del parque Mont Royal y lo había buscado bajo el sol, un sol que aunque no era tan seco y ardiente como el de su tierra, sí era húmedo y le hacía sudar la frente con una constancia vergonzosa. Esa mañana había salido del hotel a las ocho para familiarizarse con el origen nominal de la isla. Además, ansiaba identificar los lugares donde supuestamente se había rodado una de sus películas ineludibles. Por eso, clasificó ese acto como un peregrinaje fílmico. Ya en una de las cimas del monte, dentro del parque, vio la cúpula del Oratorio y pensó que con probabilidad esa iglesia —la cual no se veía desde la cumbre tan lejana ni tan prominente— estaría relacionada con su búsqueda. Quizás tomó el trayecto más largo sin saberlo o tal vez su percepción desde los doscientos y tantos metros de altura lo engañó al escoger un camino del monte a la iglesia porque tal hazaña le pareció eterna, como si a la cúpula le hubieran crecido alas que la hacían a cada momento más inasible. Fue entonces cuando tuvo la primera sospecha de que estaba soñando. Y ya teniendo por fin el templo enfrente, cuando se le descubrió su explanada, supo que sólo había subestimado su tamaño. A aquella cúpula no le habían crecido ni alas ni piernas y Montreal era mucho más grande de lo revelado por sus vistas.
        Unos minutos antes de entrar, después de esa caminata que a la mitad le había parecido infinita, se detuvo al otro lado de la calle y ahí, en principio, esperó varios minutos el cambio de luz del semáforo. No los sintió pasar por quedarse absorto observando lo erigido ante su mirada. A los demás peatones no los impresionaba como a él. Sin embargo, Ulises acababa de llegar a Montreal desde hacía algunos días y tan sólo le tomó ese corto tiempo para quedar deslumbrado por lo que otros ya veían como cotidiano y hasta banal. Fue tras ese instante cuando, al estar al otro lado de la calle, reconoció que ningún otro lugar como ése le causaría aquella sensación de pequeñez frente a las construcciones de los hombres debidas a la fe en un dios invisible. Dentro de la explanada, preludio a esa impresionante fortaleza sobre el monte, pudo observar una estatua de San José con el niño en brazos sobre un pedestal custodiado por cuatro ángeles. Notó el cuidado puesto en el jardín que turistas y fieles por igual debían cruzar hasta los múltiples escalones, pruebas también necesarias para acceder al Oratorio. En su ahora lejano Torreón había un sacerdote que se habría puesto, ya no verde como reza el lugar común, sino negro de la envidia al palpar con la vista la capacidad de erección de los religiosos montrealenses sobre su monte real —y por alguna razón, dedujo, era el mismo que había escalado horas antes y, por falta de sentido de la orientación, había rodeado y vuelto a subir para arribar al templo. El centro turístico-religioso armado sobre el Cerro de las Noas gracias a los esfuerzos de aquel sacerdote era sin duda una simple maqueta en comparación con el Oratorio San José.
        Entonces notó la presencia de una mujer baja de estatura, de cabellera tan negra como su vestido, pálida y bastante vieja. Llevaba puestos unos audífonos en contraste con su apariencia anticuada. Al cabo de darle varias vueltas a la estatua de San José se detuvo frente a Ulises y cantó a gritos:
        —Allez venez, Milord.
        Se dirigía a él. Eso creyó por un instante. Luego se dio cuenta de que la vieja sólo repetía lo dictado a todo volumen por sus audífonos y dedujo que era una loca más como las muchas de las estaciones del metro. Ulises se alejó algo avergonzado y después de atravesar la explanada vio con cansancio las tres escaleras del Oratorio divididas en cuatro rellanos de grava. Las de en medio eran especiales para aquellas personas ávidas de subirlas de rodillas. La majestuosidad de la construcción le había hecho olvidarse de su cansancio, su sudor y su cara roja. A punto de pisar, casi sin aliento, el último peldaño —algo lógico después de cuatro horas de estar caminando con pocas interrupciones— lo alcanzó una pareja. Hablaban inglés.
        —¡Qué bueno que dejamos a nuestras hijas en el rancho de nuestro compadre Vicente, mi vida! —decía ella.
        —Sí, mielecita. Por fin tenemos tiempo para nosotros, para reencender la llama de nuestro matrimonio —respondía él.
        —Y con seguridad el colorido y las fiestas de México les van a caer muy bien a las niñas. Hasta dejarán de empinar tanto el codo, corazón.
        —Ni que lo digas, cariñito. Eso sería fabuloso para mi campaña.
        Ulises reconoció ese molesto acento sureño tan característico de los oriundos de Texas y se volvió. Eran unos gringos cincuentones vestidos con franca ridiculez: sombreros de pescador para protegerse de la luz solar, playeras polo, pantalones cortos —todo en color caqui—, lentes oscuros y tenis blancos. El tipo se le quedó mirando a Ulises y tras rebasarlo le dijo desde arriba en un español mal pronunciado:
        —No te canses, amigo.
        Ulises deseó mentársela. Mas aquel rencor permaneció en su estado latente porque él sólo ignoró el comentario. La puerta principal del templo, la del centro, tenía un anuncio. Se mandaba a los visitantes a la derecha. Una vez atravesado ese otro umbral, había un pequeño recibidor. Sobre una pared, se apreciaba un letrero que anunciaba los oficios diarios y, en un rincón, varias guías del Oratorio, algunas gratis —trípticos en diferentes idiomas— y otras más vistosas —folletos a colores de dos dólares por los cuales nadie exigía un pago. A Ulises le pareció mucho descaro tomar uno de aquellos folletos y se conformó con el triste tríptico en español aunque a los gringos no les costó ningún trabajo moral llevarse uno y no dejar contribución por él. Detrás de otra puerta descubrió la cripta, como su guía la denominaba, aunque aquello era más bien una iglesia como había visto muchas otras. Frente al altar se hallaba otra de las estatuas del carpintero, esta vez no en cobre lama sino en un mármol fantasmagórico. Le llamaron la atención los vitrales, alusivos a episodios de la vida del santo, y por un segundo quiso tomarles una fotografía como lo estaban haciendo los gringos. Al final le dio vergüenza alterar la rutina de los numerosos fieles. A unos pasos de los fotógrafos, advirtió la presencia de dos hombres idénticos, gemelos con certeza, vestidos en colores oscuros pero brillantes, la ropa algo ajustada, el pelo relamido, armazones gruesos aunque sin graduación en los lentes. Los dos tipos hablaban en alemán y miraban desdeñosos la forma como los gringos fotografiaban. Él no entendía tal enojo porque los alemanes tampoco semejaban ser muy devotos de San José. Ulises, después de bautizarlos en su mente como Adolf y Heinrich, se acercó un poco para observar la colisión entre culturas. Cuando las dos parejas se cruzaron uno de los alemanes susurró:
        —Basura blanca.
        El enunciado le arrancó una reacción semejante al antipático gringo quien a su vez escupió en voz alta:
        —Basura europea.
        A Ulises ya no le interesaba quedarse en el templo. Lo empujó a salir ese raro sentimiento de estar invadiendo un lugar de culto con su condición de turista. Sin embargo, al salir de él y cruzar por otras puertas, alcanzó un lugar de devoción aún mayor, un lugar sólo iluminado por una cantidad atemorizante de veladoras y varias de las paredes cubiertas por bastones como mudos testimonios de milagros que pudieron o no haber sucedido. Una mujer negra y obesa hacía hasta lo imposible para encender una veladora fuera de su alcance. Por fin lo logró, no sin antes sofocarse un poco, y se puso de rodillas para murmurar en francés, con acento quebequense, una oración. Aquél era, según su tríptico, el vestíbulo de reconocimiento, sitio donde los creyentes dejaban sus bastones, muletas y prótesis después de haber sido sanados, a su juicio, por la intercesión de San José. Estos instrumentos llegaban hasta el techo azul celeste. Al cabo de unos minutos, la mujer negra se desplazó del rincón de “San José, patrón de la iglesia”, el lugar donde se congregaba el culto por hallarse al otro lado la tumba del hermano André, al bajorrelieve de “San José, protector de vírgenes”. A sus espaldas habían aparecido los gringos.
        —Mira cuántos palos ponen estos ingenuos aquí, cariño —farfulló él.
        —Ya lo sé, Georgie. De veras se la creen. Es patético —repuso ella.
        —La gente es exageradamente pendeja. Se tragan todo lo que les digas. Si lo sabré yo, Lauris.
        —Deberías tomar eso en cuenta para tu campaña presidencial, mi amor.
        La mujer volteó a verlos con odio al sentir interrumpido su rezo y si las miradas, imaginó Ulises, tuvieran poderes sobrenaturales los dos imprudentes habrían caído muertos de inmediato. A él, con esa mirada intensa, se le ocurrió que la mujer podría llamarse Yemayá. Sin ni siquiera percibir el enojo de la negra, Georgie y Lauris salieron por la puerta al final del pasillo. Ulises regresó por donde vino, porque ya estaba harto de toparse con aquella pareja de imbéciles. Dejó el vestíbulo por la entrada y, en lugar de regresar a la cripta, optó por otro camino. Sin percatarse y al cabo de abrir varias puertas —lo cual le otorgaba la sensación de estar encerrado en un laberinto— se halló dentro de un salón con una maqueta del Oratorio. Le extrañó que hubiese ahí una pues, minutos antes de entrar al Oratorio, había pensado en aquel templo de su tierra como en una maqueta. A su lado, se encontraba una anciana. Podría tener ochenta años. Quizás hasta más. La vieja observaba el Oratorio en miniatura con curiosidad. Llevaba un sombrero risible y arcaico de los años treinta, una sombrilla rosa y un vestido verde de algodón. Sus cabellos blancos, los que se le escapaban del sombrero, brillaban tanto como sus ojillos azules y suspicaces. Así deberían de ser todas las damas inglesas, columbró Ulises y quién sabe por qué dedujo su nacionalidad, de cierta edad cuya existencia la han pasado refundidas en un correcto pueblecito inglés. Tal vez, divagó con todos los prejuicios y estereotipos revolcándose dentro de su cerebro, tomaba el té a las cinco en punto. Al verlo de arriba a abajo y aprobarlo como a una persona a quien podría dirigirle la palabra, la anciana afirmó:
        —Es hermoso. ¿No, querido? Tan pequeño y tan impresionante a la vez.
        En ese preciso momento la reconoció. Sobre todo, por el “querido”. Era ella. Era doña Ágata. Había pocas fotografías suyas, pero ¿cómo no iba a reconocer a su autora favorita, a la reina del crimen, a la mayor vendedora de novelas detectivescas? Ulises le informó con un entusiasmo rayando en lo histérico (y más propio de una adolescente frente a su estrella-de-plástico favorita) que él había leído todas sus novelas, había visto todas las adaptaciones fílmicas y televisivas de esas mismas novelas y, cuando en su ciudad una compañía local estrenó La ratonera, fue el primero en la fila para comprar los boletos. La abuela sólo se sonrojó con fingida modestia sin poder evitar una sonrisa de gata rozagante.
        —En realidad —musitó ella—, no puedo entender cómo a la gente le han interesado tanto mis novelas. No son lo que los críticos llamarían “alta literatura” ni mucho menos. Es casi increíble que personas de las Américas y en particular del “Tercer Mundo” —y se ruborizó como si aquella expresión fuese una afrenta— se interesen en historias de detectives como las mías.
        —Pues ya ve, allá en México todos estamos muy necesitados de escapismos. Aunque algunos de mis compatriotas opinarían que a sus novelas les hacen falta sangre y sexo.
        —Eso mismo me reclamó alguna vez mi cuñado respecto a la sangre. El pobre decía que mis asesinatos no aparentaban serlo y decidí escribirle algo especial titulado Navidades trágicas. Había sangre por todas partes. Sólo que le hice trampa. Al final, resulta ser un engaño. Y, en cuanto al sexo, simplemente sería incapaz. Es demasiado penoso para una anciana como yo escribir escenas de intimidad entre jóvenes amantes.
        —Usted no entiende. No podría entender por qué empecé a leer sus novelas. Cuando uno se siente solo y apachurrado por el mundo, lo único que le queda es un libro y hasta no hace mucho tiempo los únicos libros que de veras me gustaban eran los suyos. Uno juega a ser detective con ellos y a veces eso es preferible a la realidad.
        —Te entiendo mejor de lo que te imaginas. Por esas mismas razones empecé a leer y a escribir.
        —¿No había sido un desafío de su hermana?
        —Esa fue la mentira que les inventé a los periodistas. Son unos entrometidos. Ni siquiera la dejan a una en paz cuando simplemente le da la gana desaparecer.
        —¿Como aquellos días en que nadie podía encontrarla y hasta elucubraron que su ex la había mandado al otro mundo?
        —Te recuerdo que en ese entonces Archie aún era mi esposo, a pesar de ponerme los cuernos con aquella zorra de la Neele. Y, si te contara dónde estuve esos días, te aburrirías bastante. En fin, eso ya forma parte del pasado. ¿No te gustaría acompañarme en mi visita al Oratorio? Una vieja como yo siempre necesita de alguien que la ayude.
        —Con mucho gusto, doña Ágata.
        Subieron juntos las escaleras eléctricas. Arriba había una sala de descanso. Ulises se disculpó con su acompañante para ir a comprar una botella de agua. Mientras tanto, la vieja se quedó contemplando desde adentro la terraza donde ya habían invadido terreno, por un lado, Georgie y Lauris y, por el otro, Heinrich y Adolf. Cuando Ulises se acercó de nuevo a la anciana ella estaba pensativa y, al preguntarle por qué, respondió:
        —No lo sé, querido. Es sólo un presentimiento. Cosas de vieja tonta. Pero supongo que la soberbia de ciertas personas siempre me ha preocupado mucho.
        —¿Se refiere al gringo mamón, ése que está allá afuera con su mujer?
        —No lo calificaría con ese adjetivo. Pero sí, me refiero a él.
        Al parsimonioso ritmo de esta conversación se incorporaba al grupo de afuera una mujer joven, de ojos verdes y cabellos largos, lacios y castaños. Gracias a su belleza, atrajo la atención de todos de inmediato. Por como hablaba hacia sus espaldas, se percataron de que no estaba sola. Cuando Ulises y la escritora salieron a la terraza, ésta les regaló una vista del noroeste de Montreal y advirtieron que estaban debajo de la basílica cuya corona era el lejano domo divisado desde la otra cima de Mont Royal. Alrededor de la joven, había tres turistas japoneses. Le hacían preguntas en un francés atolondrado y casi críptico. Ella les contestaba con la historia del hermano André, con su sueño de construir un santuario consagrado al padre adoptivo de Jesús, con datos referentes a la primera capilla ensamblada a principios del siglo XX. La vieja volvió a hablar refiriéndose a las características sorprendentes de la ciudad y, sobre todo, de ese templo.
        —Sólo en lugares como éstos podríamos hallar un cosmopolitismo tan marcado. ¿No te parece, querido? Recuerdo a la perfección uno de mis múltiples viajes en el Orient Express. Había hasta una princesa rusa entre los pasajeros. De hecho, eso me sirvió de inspiración para una de mis novelas más famosas. ¿No la has leído?
        —¿Cómo no? Ya le dije. Las leí todas.
        —¿Todas, todas? —lo cuestionó doña Ágata cuyos terribles ojillos tenían la cualidad de sacarle sin conmiseración la verdad a sus interlocutores.
        —Excepto una, Pasajero para Francfort. La empecé pero me aburrí. Con el debido respeto, doña, no es muy buena.
        La anciana no aparentaba estar de acuerdo, hizo caso omiso del comentario y siguió el hilo de la conversación.
        —Algunos me criticaron el final del Orient Express pues según ellos era inverosímil. Sin embargo, a mí se me figuraba bastante lógico cuando lo escribí. Hasta hicieron la película, la cual no era tan mala.
        —Quizás eso que decía, lo del cosmopolitismo, haya sido antes, cuando usted era más joven, doña Ágata. Porque hoy, hasta en mi rancho hay tailandeses.
        —En eso tienes razón. Los “orientales” —y se ruborizó como si aquella palabra fuese una grosería y como si los japoneses fueran a escucharla— están en todas partes. Míralos ahora mismo con aquella chica franco-canadiense.
        —Que no la oiga nuestra Jeanne —porque con un sonido gutural similar a ese nombre la interpelaba el trío nipón—. No les gusta que les digan canadienses, ni siquiera franco-canadienses, sino quebequenses.
        —Qué absurdo, querido. ¿Qué acaso no forman parte de este país? ¿Qué acaso no son súbditos de los dominios de nuestra reina?
        Como no había manera de hacer entrar en razón a doña Ágata o tan sólo de actualizarla un poco después de su aislamiento en el típico pueblecito inglés, Ulises prefirió callarse.
        Entonces pasó bailando frente a ellos una mujer de negro, vieja, pálida y baja de estatura. Se aferraba a la imitación de sus audífonos constituida en un ligero murmullo:
        —Padam. Padam. Padam.
        —Dios Santísimo. Ya no hay respeto por los templos aunque sean católicos —se quejó doña Ágata al verla—. Estas francesas son tan descocadas.
        La mujer continuó con su danza esperpéntica hasta el grupo de los japoneses interrumpiendo la explicación de Jeanne con su grito repentino:
        —Faut garder du chagrin pour après.
        Ulises tuvo una ambigua certeza. Todo eso debía ser un sueño. No podía ser verdad el simple hecho de hallarse en esa isla sazonada con una variedad pasmosa de razas e idiomas —no con dos caras sino con tantas como inmigrantes tenía—, o en cualquier caso conocer a la vieja en esas circunstancias y luego de obsesionarse con la lectura de sus novelas. Tal vez era una ficción inventada en la cabeza de un loco. O quizás aquello era un nuevo artificio de doña Ágata. Después de admirar el paisaje, Ulises y la autora subieron con lentitud las escaleras de la basílica —el primero porque sus piernas ya reclamaban descanso y la segunda por su venerable decrepitud. Él se sintió satisfecho de haber alcanzado la cúpula después de tanto andar y el espectáculo que le esperaba adentro, se aseguró para darse fuerzas, valdría la pena. Si Ulises se había sorprendido con el Oratorio al inicio de su recorrido, esta vez quedaría extático. La inmensidad de la basílica resultó aún mayor de lo augurado desde las diversas etapas de su viaje: desde el parque Mont Royal, desde la explanada, todavía desde la terraza. La vieja y Ulises, boquiabiertos, se separaron para hartarse cada uno por su cuenta con los detalles de la construcción. Adentro también vagaban los otros personajes conocidos por él en su ascenso a la basílica: Georgie y Lauris, Adolf y Heinrich, Yemayá, Jeanne y los tres japoneses a los que llamaba para sí Koji, Takeshi y Chibigón. Falta alguien, dedujo mientras miraba hacia la cúpula y a lo lejos percibía la voz de Jeanne informándole a los japoneses que era una de las más grandes después de la de San Pedro en el Vaticano. De tornarse su historia en una novela como las de doña Ágata habría una refugiada de algún país hasta no hacía mucho comunista. Decidió ver las cosas desde el punto de vista de la vieja, la cual ni siquiera debería estar enterada de la caída del muro de Berlín. La mujer sería polaca. Esta última sombra de su reparto, imaginó Ulises, se acercaría a los visitantes del Oratorio y les contaría su historia con tres frases en un francés torpe pero entendible. Cada día, calculó, sacaría alrededor de cincuenta dólares en unas cuantas horas —multiplicados por treinta días, le darían ciento cincuenta, y a veces más de doscientos. Ese dinero le ayudaría a sobrevivir sin trabajo. Así había muchas locas pordioseras en las estaciones del metro. Ulises, al reparar que no abundaban los devotos como en la cripta —a excepción de Yemayá quien se había desparramado encima de un asiento cerca del altar y acababa de arrodillarse— quiso tomar una foto. Sería inútil con su cámara de veinte dólares y antigüedad de varios años. Eso sin contar las dimensiones de la basílica. Sin embargo, se sentía obligado a retornar a Torreón con algún recuerdo. Volvió a escuchar la voz de Jeanne decir ciento cinco metros de altura, sesenta y cinco de profundidad y treinta y siete de anchura. Se aproximó a uno de los bajorrelieves del vía crucis, en un sitio algo alejado de donde se hallaban los demás y, cuando estaba a punto de sacarle una foto, se le acercó una mujer vestida con harapos y una pañoleta. Se presentó como una refugiada polaca. Sintió un escalofrío. Para sus adentros, le puso el nombre de Katarzyna. Ella le contó la misma historia que él había tramado antes y terminó, para quitársela de encima, por darle una moneda de dos dólares. Al cabo del desconcertante encuentro, doña Ágata y Ulises volvieron a reunirse.
        —No sé qué me pasa, querido. Debe ser la edad. Pero este presentimiento es aún más grande. Va a suceder algo espantoso y no puedo comprender qué es.
        —¿Un asesinato? ¿Como en una de sus novelas?
        —Ni lo menciones. Espero que no. Un asesinato sería en extremo lamentable y no deberías bromear con algo así.
        —No se haga. Bien que le gustan.
        Tras deambular juntos durante algunos minutos por la basílica y darse cuenta de que eran los únicos ahí de entre esa lista demencial de muñecos, tomaron una salida. Más tarde, se detenían frente a la reja de un jardín en cuyo letrero se leía: “Camino de la Cruz”. Ella tembló.
        —¿Qué le pasa? ¿Se siente mal? —inquirió Ulises.
        —Ahora más que nunca mi intuición me hace saber el Peligro inminente, por citar uno de mis títulos, que nos espera en ese jardín.
        —¿Una muerte, doña Ágata?
        —Sí, la más horrorosa. Entremos.
        En la primera estación, Ulises y doña Ágata se encontraron a Katarzyna frente a la figura de la condenación de Jesús.
        —Ahí está la refugiada polaca.
        —Esa mujer posee un semblante de desesperanza, como si estuviera a punto de hacer algo que en realidad no quiere pero debe llevarlo a cabo porque fuerzas superiores a ella la han obligado. Igual debió de ser el rostro de la Dama de Shalott cuando la maldición cayó sobre ella.
        En la cuarta estación, el encuentro de Jesús con María, hallaron al grupo de los tres japoneses y su joven anfitriona.
        —Qué contentos están aquéllos con las historias de Jeanne.
        —Me da la impresión de que esta actitud alegre de los orientales es una mascarada. Están demasiado divertidos. Es como si estuvieran fingiendo. Y esa chica franco-canadiense se sonroja, como si por dentro estuviera a punto de quemarse. Debajo de su cultura norteamericana, corre sangre latina con impulsos incontrolables y late un corazón de fuego como el de Ofelia.
        En la octava estación, el encuentro con Jesús con las mujeres de Jerusalén, observaron a Yemayá de rodillas con un rosario entre las manos.
        —Mire a esa mujer tan devota. No me va a decir que es una criminal.
        —Hasta la fe más enraizada se desmorona. Además, eso puede ser señal de un gran fanatismo y los fanatismos también suelen ser fatales. Percibo su angustia. Es como si le pidiera fuerzas a su dios para realizar un ritual sangriento.
        En la duodécima estación, junto a la muerte en la cruz, los gemelos alemanes se habían sentado sobre unos escalones.
        —Ése sí es un par siniestro.
        —Aunque están vestidos a la usanza de estos días tan depravados, llevan esos atuendos como si fueran una fachada. Se verían más cómodos en un uniforme militar con otro tipo de cruces en la solapa.
        En la estación decimotercera, frente al descendimiento de la cruz vieron a Lauris sola.
        —Qué extraño. ¿Dónde habrá dejado a su Georgie?
        —La expresión de esa mujer me recuerda a la ambiciosa lady Macbeth. En mi opinión, no ama a su esposo y sólo busca la oportunidad para escapársele. Tampoco me extrañaría que tuviera un amante extranjero.
        —Doña Ágata, tiene la mente muy cochambrosa. No sea malpensada.
        —Lo sé, querido. No lo niego. Mi abuela me enseñó a desconfiar de la gente y esperar lo peor de ella. Gracias a su consejo, pocas veces me equivoco.
        Encontraron vacía la estación catorce, la tumba de Jesús.
        —Ahora más que nunca siento la acechanza de la muerte —afirmó categórica doña Ágata.
        Entonces se les apareció una mujer pálida, vestida de negro, pequeña y tan vieja como la novelista. Llevaba los audífonos a todo volumen y bailaba sola al son del susurro tembloroso y casi inaudible de su boca:
        —Quand il me prend dans ses bras.
        —Qué atrevimiento. Las francesas no tienen ni un átomo de decencia.
        Y así bailando la mujer desapareció hacia la última escultura del vía crucis. Mientras se alejaba, su canto se fue extinguiendo:
        —Heureux, heureux à en mourir.
        Por fin llegaron a la resurrección.
        Ahí se representaba una escena melodramática porque, sobre los escalones que conducían a la escultura de un Jesús triunfante y rodeado de nubes de piedra, yacía un hombre bocabajo.
        —¡Lo sabía! Sabía que habría un asesinato. Me lo dijo mi intuición.
        —No se excite —rebatió Ulises—. A lo mejor Georgie está desmayado.
        —Yo conozco a los muertos y éste es uno de ellos. ¿No te advertí que la muerte nos acechaba?
        —Si su famosa intuición está tan afinada como dice, ¿por qué no llamó a la policía?
        —Ay, querido. ¿Quién le va a creer a una vieja tonta como yo?
        En eso, los demás surgieron de entre los arbustos. Venían de diversas direcciones. Adolf, uno de los alemanes, se inclinó sobre el cuerpo inerte y confirmó lo que doña Ágata había dicho. Era la primera vez que Ulises veía a un muerto y horas más tarde, cuando dos policías levantaban el cuerpo para revisarlo, fue testigo de la mirada desorbitada del hombre y de su herida en la frente. Contrario a lo que pensó siempre, no sintió nada. La tierna vocecilla de doña Ágata volvió a escucharse cerca de la fuente del cordero dorado y disipó tales reflexiones sobre su insensibilidad:
        —La resurrección y la muerte. El triunfo y la caída. Debe significar algo. Presiento que nos enfrentamos a una mente diabólica, querido.
        —Y, como en una de sus novelas, cualquiera puede ser el asesino.
        —No podemos confiar en nadie.
        —Pues supongo que no le queda a usted más remedio. Debe investigar y resolver el enigma. Yo seré su doctor Watson.
        —¿Doctor Watson? Querrás decir mi capitán Hastings.
        —Sí, ése mero.
        El cadáver, según lo dieron a conocer los noticiarios de la seis de la tarde, cuando ya empezaba a anochecer, era el de un hombre de cincuenta y seis años, de raza blanca, ciudadano estadounidense, residente de la ciudad de Wacko, Texas y en vida conocido como George Wanker Ambush. Hasta el momento, como el médico forense no se había presentado en la escena del crimen, la policía no sabía con exactitud cómo había muerto el hombre y si se trataba de un asesinato, un suicidio o de una muerte natural. Una vez hechos los enlaces en vivo desde la entrada del jardín, los reporteros se retiraron y la anciana aprovechó para interpelar a uno de los agentes. El tipo, mientras ella peroraba, la miró de arriba a abajo como si doña Ágata acabara de bajarse de un ovni.
        —Tal vez usted no me conozca, querido. Pero soy la más grande autora de novelas policiacas y, gracias a mi experiencia, puedo serle útil en este caso tan increíble. La naturaleza humana es siempre la misma en Inglaterra, en Canadá y hasta en China. Pues bien, como he vivido mucho tiempo en un pueblito inglés conozco la naturaleza humana a profundidad.
        De repente, otro de los policías la reconoció y enumeró sin más los famosos casos en los que doña Ágata había intervenido desentramando misterios indescifrables para la policía. Cuando Ulises comprobó la aceptación de la abuela entre las fuerzas policiales quebequenses volvió a experimentar la sensación de que aquello estaba demasiado alejado de la coherencia o la lógica. La policía no procedería así en ningún país del mundo. Nunca les hubieran concedido acceso a la vieja y a él a un desfile de sospechosos. Sin embargo, al mismo tiempo, le parecía natural porque así lo había leído tantas veces en las novelas de doña Ágata.
        Luego vino la confrontación. Los agentes de policía, doña Ágata y Ulises se situaron frente a la patrulla mientas los sospechosos se formaban en una fila frente a la reja del jardín. Las luces rojiazules de la patrulla se reflejaban en sus rostros inexpresivos y doña Ágata habló sin importarle si esa hilera de títeres la escuchaba o no.
        —En primer lugar, no debemos descartar a la esposa. Es la sospechosa número uno, la clásica. ¿Quién se beneficia con la muerte de la víctima? Pues su esposa. ¿Quién más?
        —¡Yo no maté a Georgie! No sé quién es usted, momia detestable, pero yo no lo maté. Lo amaba con todas mis fuerzas. ¡Fue un cochino árabe de Al Qaeda! ¡Fue nuestro compadre Osama!
        —No se exalte, querida. Yo no veo a ningún árabe por aquí, ¿o sí?
        —¿Y ese meco que está ahí junto a usted? ¿Qué? Tiene toda la pinta de terrorista.
        —Este joven es mexicano. Además, nadie la está acusando de nada. Sólo exploramos posibilidades. No hay duda de que esta mujer era infeliz en su matrimonio, no soportaba la inmensa estupidez de su marido y este viaje era sólo un pretexto para arreglar algo que, digamos, no venía funcionando desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¿Acaso miento, querida?
        —Está bien, bruja desgraciada, no sé cómo lo adivinó. Es verdad, ni siquiera el Viagra le funcionó a Georgie.
        Doña Ágata supuso que los demás lanzarían de sus bocas un mugido de sorpresa ante tan inusitada revelación. En lugar de eso, bajo el control de Ulises, las risas se generalizaron.
        —Y usted se buscó un amante. ¿O me equivoco? Alguien que supliera las funciones de Georgie y que además le fuera odioso por la diferencia de su raza o por representar al enemigo número uno de los americanos.
        —¿Un árabe? —preguntó Ulises.
        —No, un japonés o un alemán.
        —Eso es mentira, ruca metiche. Jamás de los jamases le fui infiel a Georgie a pesar de su idiotez y de su flacidez.
        —¿Nunca, nunca?
        —Bueno, sí. Sólo una vez. Con su hermano Jebbie. Lo hice porque él también podría llegar a ser presidente, ¿no?
        —Como lo supuse —musitó doña Ágata—. Lady Macbeth.
        Les tocaba el turno a Adolf y a Heinrich.
        —Los gemelos siempre se me han figurado atemorizantes.
        —Y son muy útiles para una trama policiaca —complementó Ulises—. Con el hecho de ser gemelos se vuelven sospechosos porque uno siempre podría tomar el lugar del otro y nadie lo notaría.
        —Así es. Pero no me interrumpas, querido. Si un gemelo anda con un espejo portátil de buen tamaño, todo el mundo pensará que siguen juntos. Mientras tanto, el otro cometería el crimen perfecto. Encima de eso, son nazis.
        —¿Qué? —replicaron juntos—. Hace añales que los nazis desaparecieron de Alemania. ¿Qué no lee las noticias, señora?
        —La naturaleza humana nunca cambia y estoy segura de que pretendían revivir todas esas sandeces de la raza no-sé-qué. ¿Qué mejor manera de levantar a su pueblo en armas y convencerlos de que habrá un nuevo imperio alemán que asesinando al próximo presidente de América?
        —De acuerdo. Esta vieja es una araña muy astuta. Pero cambiamos de planes cuando nos dimos cuenta de que era un imbécil. Pronto el imperialismo de Estados Unidos hubiera caído por su estupidez. Ni siquiera valía la pena mancharse las manos de sangre.
        Doña Ágata se dirigió a Yemayá.
        —Y aquí está la mujer “de color”, porque ahora hay que decir “de color” y no “negra”, ¿verdad?
        —Aquí en Quebec no importa gran cosa eso —volvió a la carga Ulises—. Otro cantar sería en Gringolandia. Allá se inventan un término nuevo cada mes para no ofender a los negros. Es como con los viejitos en México. Sin ofender.
        —Mientras no me interrumpas, no me ofendo, querido. Es sólo que esta mujer se me figura una antigua diosa africana.
        —De hecho, doña, creo que nació aquí, en Montreal. Lo digo por su acento.
        —¿Y sus padres? ¿No serán inmigrantes, oriundos de alguna tribu del continente negro? ¿No es ésta una ciudad de inmigrantes?
        —¡Qué continente negro ni qué nada! Y nada de diosas africanas. Yo sólo creo en mi Señor Jesús, mi dulce Jesús —reaccionó Yemayá.
        —Quizás Georgie y su despótica familia se robaron una joya valiosísima de su tribu y ella sólo los siguió hasta aquí para recuperarla.
        —Al papá de Georgie —intervino de nuevo la gringa—, que sufría del mismo padecimiento, lo convencieron de que esa piedrota fea le iba a devolver su “empuje”. Fueron puros inventos. Ni a mi suegra ni a mí nos sirvió de nada. Ahora está guardada en la caja fuerte del hotel.
        Más risas no previstas por doña Ágata.
        —¡De haber sabido, mujer! —exclamó contrariada Yemayá—. Aún así, yo no lo maté. Sólo quería recuperar la joya para devolvérsela a la tierra de mis ancestros. Nada de revanchas sangrientas. Mi dulce Jesús se pondría triste.
        La anciana se fue contra el trío nipón.
        —Los pequeños orientales siempre ocultan algo. Son pasivos y callados. La gente así sólo me inspira desconfianza. En cuanto al motivo puede ser cualquier cosa. Tal vez buscaban matar a alguien más y se equivocaron. O con probabilidad el señor Ambush intentó asesinar a uno de ellos. Ya sabemos cómo resienten los americanos a los japoneses por aquel incidente en Hawai.
        —Ya sé —intervino Ulises—. Estos tres son gerentes de una empresa japonesa que buscaba establecerse en Estados Unidos y sus gestiones fueron entorpecidas por Georgie. De seguro urdieron una venganza por no haberles permitido ganar millones de dólares.
        Chibigón estalló.
        —Es verdad, ustedes ganan. Míster Georgie nos costó una millonada y sólo queríamos darle un susto, no matarlo.
        —¿Ustedes eran los cabrones que lo acosaban? Con razón mi amorcito estaba tan estresado y le dio por tomarse dos botellas de tequila al día.
        Una vez más, las risas de todos.
        —Y esta chava, doña. ¿Qué motivo podría tener para matarlo? —la pregunta la hizo Ulises cuando la vieja, determinada en retomar el control de la historia, se aproximó a Jeanne.
        —Ah, sí. La chica franco-canadiense.
        —Quebequense.
        —Da igual. En las novelas policiacas, la joven bella que en apariencia no posee ningún motivo para matar a la víctima resulta ser su hija bastarda.
        —¿Yo? ¿Hija bastarda de ese retrasado mental? No me haga reír, señora. Mejor váyase a tejerle chambritas a sus nietos.
        —Esa teoría ya es algo anticuada, doña. ¿A quién le importa ya si alguien es el hijo bastardo de la víctima o no? A lo mejor en sus años de juventud...
        —No es por la bastardía por la que mata un hijo, es por el abandono.
        —¿Qué no es la misma gata, doña Ágata?
        —Además, no me parezco en nada a ese señor —se defendió Jeanne.
        —No seas tonta, querida. Seguramente tienes los rasgos de tu madre. La pobre debió sufrir tanto educándote sola mientras ese hombre malvado se enriquecía con sus pozos petroleros y su carrera política. ¿Acaso un hombre tan desalmado merecía ser presidente de América? No podías permitirlo.
        —Muy bien. Usted gana, abuela. Aunque lamento decirle que alguien aquí se me adelantó.
        —¿Qué? ¿Una hija bastarda? —se convulsionó Lauris—. Hijo de su pinche y bárbara madre. ¿No que no se le paraba desde hace veinte años?
        Más risas. Doña Ágata caminó hacia Katarzyna, quien contemplaba a la vieja desde hacía rato como si sólo entendiera que esa mujer podría causarle deportación, cárcel, torturas o cosas peores de las vividas en su país de origen.
        —Y aquí tenemos a la pordiosera. No le tengo ni pizca de confianza.
        —No, doña. Si se descuida le baja dos o tres dólares como a mí.
        —No es por eso. Por lo regular, estas mosquitas muertas sólo fingen ser refugiadas del país No-sé-cuántos, porque detrás de ese disfraz de criaturas indefensas y estúpidas, se oculta casi siempre una espía de talla internacional.
        —¿Una espía comunista?
        —Es lo más probable, querido.
        —Usted está atrasada de noticias como le dijeron los alemanes. ¿Qué no hay Internet en Saint Mary Mead?
        —¿Interqué?
        —Olvídelo.
        Al terminar este diálogo entre Ulises y la vieja, la refugiada se despojó de sus harapos y de su pañoleta y se develó debajo del disfraz una mujer pelirroja de lúbricas caderas y voluminosos pechos en un traje entallado de cuero negro.
        —Mire, linda viejecita —recitó en un inglés perfecto—, mejor le ahorro la verborrea. Soy parte de una organización polaca decidida a revivir el comunismo en todo el mundo y nuestro plan era secuestrar a Ambush y no devolverlo hasta que los Estados Unidos se hicieran comunistas. En ningún momento se planeó matarlo, somos pacifistas.
        —¡Lo sabía, lo sabía! —vociferó Lauris—. Esos rojillos de mierda siguen siendo nuestros enemigos. Podrán poner McDonalds por todas partes y comer tres hamburguesas al día como lo hacía Georgie últimamente, pero siguen siendo la peste del mundo capitalista y civilizado.
        Los policías reprimieron sus carcajadas y se le quedaron mirando a doña Ágata como requiriéndole la identidad del asesino.
        —Necesito tiempo para pensar, queridos. Vamos, Ulisito. Caminemos un rato solos —y ya alejados de los demás, ella le expuso una última teoría—. ¿Sabes, querido? Empiezo a cambiar de opinión. Tal vez nuestro homicida está más cerca de lo que en realidad imaginé. Quizás Georgie tenía tratos con contrabandistas de drogas de origen... No sé. ¿Mexicano?
        —¿Eso cree, doña? En ese caso, la asesina podría ser una vieja bruja aburrida capaz de matar con tal de tener un asesinato que resolver, luego escribirlo todo y ganar la millonada con su próximo best-seller.
        —Por muy interesantes e ingeniosas que sean estas dos teorías, nos hemos olvidado de un detalle. Estábamos juntos cuando se cometió el crimen.
        —En una ocasión —dijo Ulises como tratando de hacer las paces—, vi una película donde un maniático decidía invitar a los mejores detectives del mundo y los encerraba en su mansión para que resolvieran un asesinato. A veces me da la impresión de que estamos encerrados sobre este monte y nunca saldremos de él, ni resolveremos este asunto. A lo mejor aquí ni siquiera hubo un homicidio.
        —Mi querido muchacho. Eso es absurdo. En cuanto a esa película te diré que suena a una copia barata de una de mis obras maestras, Diez negritos, donde decidí abandonar a mis personajes en una isla y cada uno era asesinado de forma espectacular. Se me criticó mucho por la solución dada al final porque a algunos lectores les pareció imposible, aunque también es verdad que cientos de escritorzuelos de novelas policiacas han imitado sin cesar mis finales abruptos y mis extraordinarias soluciones.
        —Esa película era una comedia, doña. Se buscaba parodiar el género.
        —Da igual. De todas formas son unos plagiarios. Y en cuanto a lo otro, debo admitir que no sé quién lo hizo. Todos tenían un motivo y sin embargo ninguno confiesa haberlo hecho como yo esperaba.
        Cuando regresaron, los sospechosos se habían vuelto humo.
        —¿Dónde están los acusados, oficial?
        La pregunta hizo sonreír al policía.
        —Los dejamos ir. Por fin llegó el médico y confirmó que había sido un infarto. El golpe en la frente del tipo se lo dio contra los escalones al caer.
        —¿Un infarto? Esto es inaudito. ¿Cómo?
        —Demasiado estrés por sus problemas familiares y políticos mezclados con tequila y McDonalds.
        —¡Yo quiero un asesinato! ¿Y ahora dónde me consigo un asesinato para poder escribir sobre él?
        —Doña Ágata, alégrese de que por lo menos nadie lo mató. Si acaso Diosito que sabe muy bien lo que hace. Nos ahorró una tercera guerra mundial.
        —Cállate, niño estúpido —se emberrinchó la vieja—. Yo nunca me equivoco y la naturaleza humana es siempre la misma. Sentí la presencia de la muerte. ¿Dónde está?
        —¿Pues qué no se murió el gringo mamón?
        —¡Como si no se hubiera muerto! Un infarto no es una muerte de verdad. No es una Muerte en el Nilo ni en las nubes ni mucho menos en la vicaría.
        —Pero sí en el Oratorio San José —respondió él en tono burlón.
        Doña Ágata y Ulises volvieron a la terraza.
        Entonces pasó frente a ellos una mujer pequeña, pálida y mucho más vieja que la escritora, pero con los cabellos todavía negros. Llevaba unos audífonos y cantaba con una voz rasposa “Non, je ne regrette rien”. La inglesa la miraba con desaprobación.
        —¡Lo que me faltaba! Las francesas en definitiva no tienen ni un miligramo de pudor y eso que son católicas.
        —Al menos no se arrepiente de nada, ¿no?
        —Yo me arrepentiría de cantar así —despotricó doña Ágata.
        —A mí me gusta —y después de decir esto, Ulises confirmó que las alturas de Mont Royal, la vieja Ágata, la muerte en el Oratorio San José, los sospechosos y ahora una deforme imitación de la Piaf, eran un sueño.
        —Pues a mí no. Para mí esta historia ya terminó. De hecho se terminó desde hace décadas cuando me morí. Hasta nunca, querido —al decir esto, la anciana bajó las escaleras del Oratorio y desapareció.
        Ulises se quedó allá arriba contemplando las luces de la ciudad.
        —Para mí, doña Ágata, apenas empieza —y tan pronto como enunció estas palabras, la doble de Edith Piaf comenzó a cantar “El acordeonista”.
        Entonces me desperté.

Para Toño Álvarez

Torreón, enero de 2003

Publicado en Estepa del Nazas en septiembre de 2004.

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