No era igual a los demás, y en ese lugar
todos parecían copias exactas unos de otros.
Por eso no le permitían salir.
Para ganar la calle, había abierto un agujero en la pared.
Día tras día miraba la vida correr por la vereda; mientras la muerte,
disfrazada de soledad, le azotaba la cara Así el tiempo le fue gastando
la luz y necesitó ensanchar el agujero para colocar en él los dos ojos.

Raspaba en silencio el revoque y, a cada momento, limpiaba
cuidadosamente los granos de arena que ensuciaban el suelo
para no dejar rastros.

Largas tardes fueron ocupadas en esa tarea.
Cuando todos se iban al trabajo, o a las habitaciones
ahogados en el sopor de la siesta, ella trabajaba febrilmente.
Hasta que logró lo que quería.

Pero nuevamente, el tiempo implacable volvió a dejarla sin luz.
Primero se desesperó y quiso matarse,
pero los que todo le habían quitado, parecían haber acabado
también con su capacidad de tomar decisiones extremas y rebelarse.
Entonces aulló de dolor y de impotencia, hasta sentir que la piel del rostro
se le rajaba y que la garganta le quemaba como si estuviera llagada.

El consuelo llegó junto con el descubrimiento de que todo
lo que había visto estaba vivo dentro de ella,
y que bastaba un instante de concentración para traerlo a su encierro.

Así se acostumbró a vivir para adentro,
hablando y riendo con los seres que la habitaban.
Cuando los otros, los que no le permitían salir,
repararon en su nueva felicidad, decidieron encerrarla un poco más.
La llevaron a un lugar en el que dijeron matarían a los que vivían en ella,
decidieron que su risa no les gustaba, que acabarían con esa costumbre de hablar sola.

Yo, que la conozco, que sé de su frescura,
que oí su música y me ví iluminada por sus ojos,
pensé que moriría de tristeza, que se rendiría,
que bajaría los brazos. Pero no. Para ella nunca se apagó la luz
que iluminaba la vereda, aún detrás de los altos muros del neuropsiquiátrico.