Del libro “Los Secretos de la Inquisición”
, hemos tomado para reproducirlo un capítulo dedicado a la persecución
de los Masones, páginas 198 a 202. Este libro que recomendamos
especialmente, relata la Historia y legado del Santo Oficio, desde Inocencio III a Juan Pablo II. Su autor Edward Burnan, un inglés nacido en
Cambridge, con estudios de filosofía en la Universidad de Leeds,
actualmente se dedica al estudio de las herejías del siglo XIII
. La obra ha sido editada por Ediciones Martínez Roca, S.A. Barcelona,
España, 1988.
En el siglo
XVI la guerra contra los herejes extranjeros tuvo por blanco a los
luteranos, y toda secta que propagara doctrinas heréticas de parecida
índole era eliminada rápidamente. Más adelante, entre
los enemigos estuvieron los jansenistas, adversarios particulares de los
jesuitas, y la Inquisición continuó actuando contra ellos
incluso después de que la Compañía de Jesús
fuera expulsada de España en 1767 por oponerse a Carlos III. Las
ideas que emanaron de Francia bajo la égida de la Ilustración,
fueron suprimidas implacablemente.
Cuando la
Masonería inició una rápida expansión en el
decenio de 1730 y empezaron a fundarse Logias en toda Europa, la Iglesia
católica fue presa de una pánico casi igual al que los cátaros
le infundieran varios siglos antes. En Roma, el día 28 de abril
de 1738, el Papa Clemente XII promulgó el decreto contra los
Masones que fue publicado por el inquisidor Pedro Romolatius. Su título
completo era La condenación de la sociedad o conventículos
De Liberi Muratori, o de los Masones, bajo pena de excomunión
ipso facto; la absolución de la cual se reserva exclusivamente al
Papa, exceptuando en el punto de muerte. En este decreto se describe pintorescamente
a los Masones como hombres que <<irrumpen como ladrones en
la casa, y como zorros, se esfuerzan por arrancar la viña>>, usando
un lenguaje casi bíblico, lo que era señal de que representaban
una amenaza seria para la hegemonía de la Iglesia católica.
El decreto continúa diciendo:
“Deseamos
además y ordenamos, que tanto obispos como prelados superiores,
y otros ordinarios de lugares particulares, como los inquisidores de la
depravación herética universalmente designados de cualquier
estado, grado, condición, orden, dignidad , o preeminencia, procedan
e inquieran, y restrinjan y coerzan a los mimos, tan vehementemente sospechosos
de herejía, con merecido castigo”.
Los efectos
de este decreto expresado en lenguaje de la Iglesia medieval fueron inmediatos:
el oficial de la Logia de Roma, que había celebrado su última
reunión el día 20 de agosto de 1737, fue detenido por la
Inquisición << para aterrorizar a los demás>>; en Florencia,
un hombre llamado Crudeli fue detenido, encarcelado y torturado por la
Inquisición, que le acusó de haber dado asilo a una
Logia masónica. La Inquisición española se apresuró
a seguir el ejemplo e incrementó la vigilancia de que hacía
objeto a los Masones en España y Portugal. En 1742 un Masón
francés llamado Jacques Mouton y un inglés nacido en Suiza,
John Coustos, fueron apresados en Lisboa. Todos los recursos disponibles
fueron lanzados contra este nuevo enemigo en un momento de inactividad
relativa de la Inquisición. Cuando en 1751 se promulgó otra
bula renovando las estipulaciones del decreto de Clemente XII, un inquisidor
español llamado Pedro Torrubia se introdujo en la Masonería.
Fue Iniciado en ese mismo año y permaneció en ella el tiempo
suficiente para informarse bien del ritual Masónico y de los nombres
de los suscriptores de la Logia. << No pudiéndoseles acusar
de ninguna inmoralidad, nombró para que fuesen castigados a los
miembros de noventa y siete Logias, sin ningún pretexto; y como
él mismo era el acusador, el testigo y el juez, la totalidad de
ellos fueron sometidos a tortura en el potro>>.
La mayor
acusación que se lanzó contra los masones era la de ser una
sociedad secreta y, por lo tanto , << sospechosa de herejía
oculta>>. Esta acusación paradójica, proferida por
una de las organizaciones más secretas y , por ende , literalmente
ocultas, era el origen de la estipulación según la cual los
<< juramentos de secretismo en cuestiones ya condenadas quedan por
este medio anulados y pierden su obligatoriedad>>. La persecución
que sufrieron los Masones refleja el temor y la incertidumbre profundos
que anidaban en la sociedad española más que cualquier peligro
real que representara la Masonería.
El más
célebre de los prisioneros Masónicos fue John Coustos, a
quien ya hemos citado. En 1746, Coustos publicó en Londres
The Sufferings of John Coustos, for free - Masonry , and for his refusal
to turn Roman Catholic, under the Inquisition at Lisbon. Su crónica,
teñida por el odio que le inspiraba la Inquisición, y quizá
exagerada si tenemos en cuenta que fueron pocos los Masones perseguidos
así, es interesante porque da muchos detalles sobre el procedimiento
inquisitorial en fecha tan avanzada. Coustos nació en Berna, pero
se naturalizó inglés y vivió veintidós años
en Londres antes de irse a Portugal, donde trabajó de diamantista.
Llegó a Lisboa en 1742, en el momento culminante de las persecuciones
contra la Masonería a raíz del decreto del Papa Clemente,
y cuenta que al principio sus cartas eran censuradas. Luego la Inquisición
decidió << apresar a uno de los principales Masones de Lisboa
>>, y Coustos, que ya era Maestro de la Logia, fue elegido junto con su
amigo Alexandre Lacques Mouton. Primero detuvieron a Mouton y luego al
propio Coustos, en la noche del 5 de marzo de 1743, en un café.
Coustos comenta
lacónicamente: << Los Portugueses, y muchos extranjeros, tienen
tanto miedo a los incidentes siniestros que ocurren a menudo en Lisboa
durante la noche, especialmente a una persona que se aventure a salir sola,
que a pocos de ellos se les encuentra en las calles de esta ciudad a horas
tan avanzadas>>.
Después
de registrarle, le tuvieron encerrado varios días en una celda;
durante su permanencia en ella, le afeitaron y le cortaron el pelo. Con
la cabeza rapada, le llevaron ante el presidente y cuatro inquisidores
para un interrogatorio preliminar. Coustos dio información sobre
su nombre, lugar de nacimiento, religión y oficio. Luego, tras suspenderse
el interrogatorio durante otros tres días, prosiguió la paciente
degradación. Al comparecer de nuevo ante el tribunal, le preguntaron
si había examinado su conciencia y descubierto alguna transgresión
contra el Santo Oficio en el pasado. Al darse cuenta de que le estaban
acusando de pertenecer a la Masonería, Coustos recitó una
breve historia de la hermandad. La astucia de los inquisidores se hizo
manifiesta cuando sugirieron << que tenían la firme opinión
de que la Masonería no podía fundarse en principios tan buenos
como los que yo había afirmado en los interrogatorios anteriores:
y que , si esta sociedad de los Masones eran tan virtuosa como yo
decía, no había motivo para que ocultaran tan laboriosamente
sus secretos>>.
Coustos fue
acusado formalmente de ser Masón, << siendo esta secta una
horrible mezcla de sacrilegio y muchos otros crímenes abominables>>,
y de afirmar que la Masonería era un bien en sí misma, <<
por lo cual el procurador de la Inquisición requiere, que el citado
prisionero sea procesado con el máximo rigor; y a este efecto,
desea que el tribunal ejerza toda su autoridad, e incluso proceda a torturas,
para arrancarle una confesión:....>>. Luego encerraron a Coustos
en su mazmorra otras seis semanas, antes de comparecer ante el inquisidor
general portugués, el cardenal Da Cunha. Al negarse otra vez a justificar
su posición, le amenazaron con torturarle:
“A esto fui
llevado inmediatamente a la cámara de torturas, construida en forma
de torre cuadrada, donde no aparecía luz alguna, salvo la que daban
dos bujías; y para impedir que los horribles gritos y espantosos
quejidos de las infelices víctimas llegasen a oídos de los
demás presos, las puertas estaban forradas con una especie de colcha”.
Coustos fue
sometido al tormento del potro hasta que sus ligaduras hicieron brotar
sangre. Entonces le dejaron en su celda durante seis semanas más,
antes de someterle al trato de cuerda. Después de otros dos meses,
fue llevado de nuevo a la cámara de tortura para aplicarle un nuevo
tormento:
“Los torturadores rodearon dos veces
mi cuerpo con una gruesa cadena de hierro, la cual, cruzando por encima
de mi estómago, terminaba luego en mis muñecas. Seguidamente
apoyaron mi espalda contra una gruesa tabla, en cada uno de cuyos extremos
había una polea por la que pasaban una soga que sujetaba los extremos
de las cadenas en mis muñecas. Luego los torturadores, estirando
estas sogas mediante un rodillo, apretaron o magullaron mi estómago,
a medida que se juntaban las sogas. Esta vez me torturaron hasta tal punto,
que se me dislocaron las muñecas y los hombros”.
Después de esta tercera sesión, se dio por terminada
la tortura y el cirujano de la cárcel le vendó las heridas.
La
crónica refleja de forma muy viva el proceso continuo de humillación
y espera. Después de otro lapso de tiempo que no se especifica,
el sábado 20 de junio de 1744 Coustos recibió la orden de
prepararse para el auto de fe que iba a tener lugar el día siguiente.
Eran unos miembros de la inquisición con la misión de buscar
herejes vistiendo una túnica amarilla con rayas encarnadas, acompañado
de familiares a izquierda y derecha, siguió en procesión
a los dominicos por las calles de Lisboa. Fue sentenciado a cuatro años
de cautiverio en las galeras, que le parecieron un gran alivio: él
y sus compañeros <<nos creíamos las personas más
felices de la tierra>>; es un alivio comprensible que puede compararse
con la felicidad que experimentó Pignata al alcanzar la frontera
de Nápoles. Continúa Coustos:
“La
libertad que tenía de hablar con mis amigos, después de haberme
visto privado incluso de verles durante mi tediosa e infortunada permanencia
en la cárcel de la Inquisición; el aire libre que respiraba
ahora, con la satisfacción que sentía al verme libre de las
temibles aprensiones que siempre cubrían mi pensamiento, cuando
quiera que reflexionase sobre la incertidumbre de mi destino; estas circunstancias,
unidas, hicieron que para mí los trabajos de la galera fueran mucho
más soportables”.
Sus
palabras ponen de relieve que la aprensión y la incertidumbre eran
lo que más afligía a los prisioneros de la Inquisición.
La tortura psicológica era mucho peor que los efectos de los instrumentos
de tortura física, que tanto impresiona a los lectores modernos.
Lo
peor había pasado ya. Coustos pudo sobornar a los guardianes para
que le eximieran del trabajo cotidiano de la galera, que transportaba agua
a otras prisiones. El ministro británico en Lisboa tocó alguno
resortes diplomáticos y se presentó una petición de
libertad al rey de Portugal. Coustos fue puesto en libertad a finales de
octubre de 1744, sin cumplir toda la sentencia.
Sin esperar permiso,
pues temía que los portugueses se echaran atrás, partió
a bordo de un barco holandés que se encontraba cerca de la costa
de Lisboa y en él volvió a Inglaterra. Por fin se había
librado de lo que él llama << esa infernal banda de frailes>>.
Pero
la persecución de Masones continuó. El miedo que inspiraban
se intensificó durante los años que siguieron al paso de
Coustos por la cárcel, e incluso se llegó a identificarles
con sectas maniqueas o dualistas: otro eco lejano de los cátaros.
En 1752 se publicó un panfleto con el título de “Verdadera
cronología de los Maniqueos que aún existen con el nombre
de Francmasones”. Poco después, esta paranoia fomentó la
creencia de que los Masones estaban detrás de la Revolución
Francesa. Según un historiador español de la época,
Llorente era Masón, por lo que sus motivos para publicar una historia
crítica de la Inquisición española eran sospechosos:
los sentimientos contra él eran especialmente fuertes, porque se
pensaba que la abolición del Santo Oficio formaba parte de un complot
Masónico cuyo objetivo era descatolizar España.
La
abolición sería la primera maniobra de esta supuesta estrategia.