Diario Clarin Martes 30 de enero de 2001 El festival de la transición Otra vez Soledad Pastorutti, "la Sole", le salvó —sobre el gong— el honor a la alicaída Plaza Próspero Molina. Sólo su frescura y, por lo que se vio, su intacto poder de convocatoria, logró llenar la última luna del festival folclórico más importante y polémico del país. Lejos del humillante gancho desde el cual la descolgaron en la edición anterior —cuando descendió al escenario desde los 31 metros de altura del techo, colgada como una patética marioneta asustada— Soledad apareció, esta vez, inmóvil. Parada sobre una tarima, poncho blanco y con los brazos abiertos como un cristo. Mientras el público rugía, la chica de Arequito —preocupada por mostrar que su voz creció en coloratura y entonación— arrancó a capella con Luna cautiva: esa belleza que el Chango Rodríguez escribió desde una celda que no pudo con la libertad de su alma. Lo que vino después, es como entonces, pero con matices: Soledad puso a saltar a todo el mundo con A Don Ata y Del Norte cordobés; pero también los detuvo a escucharla cuando, por ejemplo, de vestido a la rodilla y medias negras, cantó Garganta con arena, acompañada por el bandoneón del Negro Rubén Juárez. La vertiginosa, aeróbica cantante dejó en claro que, más allá de las legendarias discusiones sobre su calidad artística, sigue siendo la niña mimada del folclore. La edición 41 de Cosquín arrojó una certeza y abundante polémica. La certeza: se trató de un festival de transición. Un encuentro en el que se renovó la propuesta estética y se intentó un espectáculo conceptual que, aunque muchas veces bello, no logró contar con el fervor del público que sólo acudió masivamente a la Plaza con el Chaqueño Palavecino y Soledad. En el pródigo terreno de la polémica, abundaron las críticas a la mecánica impuesta por Julio Márbiz: una puesta casi teatral que no dejaba resquicio alguno a la gente para pedir bises o demostrar su disconformidad. La lejanía de los artistas en un escenario tan nuevo como imponente, pero que debe replantear su funcionalidad; y la ausencia casi total en la Plaza, de valiosos intérpretes —conocidos y desconocidos— que enriquecieron las madrugadas de peñas de un Cosquín insomne. Por fortuna, y a pesar de ausencias entrañables (Mercedes Sosa, José Larralde y Jairo, sólo por nombrar algunas), el saldo artístico fue positivo y la gente pudo disfrutar de Peteco Carabajal y Alfredo Abalos; Jaime Torres, Eduardo Falú y Mariano Mores; León Gieco y Víctor Heredia; el Dúo Coplanacu, Lito Vitale y Juan Carlos Baglietto; además de cuadros como el de Chaco, que presentó Luis Landriscina: una delegación como las de antes, en la que brillaron artistas tobas y wichis. También pudo vibrar con el Chaqueño Palavecino, la danza de Juan Saavedra o don Sixto Palavecino. Aullar, con jóvenes como Luciano Pereyra y próceres como Horacio Guarany. O maravillarse con gente detrás de la frontera, como la peruana Eva Ayllón; los L.T., de Cuba y la murga Contrafarsa, de Uruguay. Pero, sin dudas, lo mejor de este Festival de Cosquín fue el milagro de la fiesta a mil voces que, imparable, inmume a polémicas y mezquindades, desató la gente en cada rincón de esta ciudad de música y delirio.