Diario La Nacion Viernes 18 de octubre de 1997 Los porteños sintieron la Soledad de folklore Nuestra Opinión: Bueno Recital de Soledad con Natalia (voz invitada), Jorge Calaterra (primera guitarra), Alberto Arauco (segunda guitarra), Silvio López (bombo), Fernando Isella (piano y teclados), Héctor López (bombo), Mateo Villalba (guitarra) y Ballet Nehuén. Teatro Gran Rex. Folklore de exportación para los porteños. Paradójico, pero no menos cierto. Esta imagen se refleja desde el inicio del recital que marcó el debut oficial en la Capital Federal de Soledad. El pequeño huracán que arrastra todo lo que tiene a su paso con chacareras, zambas y chamamés, conquistó al público con una puesta integral de luces, efectos especiales y otros condimentos que enrarecieron su habitual propuesta festivalera. Consciente del lugar que pisaba. Aconsejada por la estructura que se agigantó a la par de su popularidad, Soledad eligió bajar los decibeles y presentarse con un show atípico. A su conocido despliegue _esta vez mas contenido_ le sumó una cuota de espectáculo para que sea mejor digerido por el variado público. La increíble mutación que sufrió el show de La Sole, como la conocen sus admiradores, se percibe en el comienzo, cuando un grupo de bailarines realiza una coreografía folklórica, a manera de introducción. La gente no se queda callada. Pierde las inhibiciones y empieza agitando sus pañuelos. No será el mismo clima de un festival por obvias razones de contexto, pero cuando su pequeña figura aparece de abajo del escenario, precedida por unas explosiones, una ovación hace temblar el teatro. Gente enardecida La chica sabe lo que quiere su público y agita el poncho. La gente se enardece. Pero será ella misma quien dosificará el rito que tan buenos resultados le dio. Aunque su público se lo pida, la chica se guardará este símbolo para el final del concierto con "A don Ata". Abre con "Salteñita de los valles". Soledad, que suele saltar y correr por el escenario, elige caminar y concentrarse en el fraseo. Casi nada en los gestos interpretativos. Aquietada y sujetada a los arreglos que templan las revoluciones de las guitarras principales que siempre se acercan más al ritmo de una chacarera que al de una zamba, la cantante muestra una transformación con respecto a sus anteriores conciertos. El sonido no tiene comparación al de los festivales y su voz recibe el trato mimado de la tecnología. Hasta el habitual trío tiene el agregado de dos guitarras más de apoyo, un bombo y el piano de Fernando Isella en los arreglos. Luego pasa por el chamamé "A mi Corrientes pora" y ensaya un discurso _que suena a estudiado_ para quienes no la conocen. Quizás haya sido el mismo que realizó ante el presidente Menem cuando cantó en la Casa Rosada y su voz tomó un cariz oficialista. El prólogo sólo retrasa el comienzo de "Si de cantar se trata", una apología del folklore. A ritmo de la chacarera la gente bate palmas. Un chico con campera de cuero negro y una melena larga, que envidian algunos de los que ocupan la platea, se entusiasma con la pequeña y le hace el conocido gesto de revoleo. Ella lo mira, sonríe, pero se resiste a desatar sus demonios. Hasta se confunde con la imagen telúrica de las pinturas de Molina Campos que se proyectan en una pantalla gigante ubicada en el fondo del escenario. Nada queda librado al azar en esta presentación porteña. Todos los que la rodean lo saben. Por eso, Soledad, que luce maquillada (otra rareza), ni siquiera grita para presentar a su hermana Natalia. La menor de los Pastorutti se olvida dónde esta parada y comienza a brincar con el tema de Ica Novo "Del norte cordobés". Soledad hace un amago de lo mismo, pero casi no se despega del piso y elige remarcar con su potente voz lo que dice la letra. El dúo clonado, canta "A Gualeguaychú" y "Rosario de Santa Fe" y levantan a la gente de las cómodas butacas. No faltarán los distintos padrinos de la cantante. Primero, Cuti y Roberto Carabajal, que hacen un tema del creativo Peteco, "El embrujo de mi tierra". Después, Horacio Guarany sube vestido de civil y sin el poncho para acompañar a Soledad, más que nada con los gestos, en "Por las costas entrerrianas". Y el ultimo invitado, será, Cesar Isella, con el que hace "Canción de las simples cosas". Se guarda para el cierre lo más explosivo de su repertorio y lo más cuestionable de su estética: la gimnasia folklórica y la arenga. Las necesidades de presentarla con otra imagen, fue conocida por su aguerrida manera de cantar y por su despliegue _tan bien cuestionable cuando sobrepasa a la propia canción_, no hacen otra cosa que mostrar que el fenómeno que construyó el público pasó a ser parte del negocio de la música. Y todo hace suponer que todos quieren encarrilar ese sentimiento popular espontáneo y transformarlo en un producto de ventas más para el consumo de todo tipo de público. Gabriel Plaza De la hiperkinesia al canto más verdadero El escenario es la cultura del shopping, el zapping, el video clip, el vari-lite, la fibra óptica, la internet, el movicom, el marketing... Los referentes espirituales y estéticos (Atahualpa, Falú, Leguizamón) se han extraviado hace tiempo _desde la década del setenta_ y ahora están mezclados en cambalache con la farándula. Un poeta, en la economía de mercado y el pragmatismo, es todo un despropósito, una perfecta inutilidad. La posmodernidad dictó modelos de lo fragmentario, lo heterogéneo, lo ambiguo. Y el hombre light ha dicho y repetido que todo está bien. Con el folklore ocurrió lo mismo que con los pollos del supermercado. Los chicos piensan que se producen en las góndolas y se sorprenden cuando los ven correr, vivitos y coleando, por el campo o el gallinero. También es probable que muchos jóvenes crean que la verdadera Gioconda de Leonardo es la caricatura que ha publicitado una famosa escuela privada de arte. Una Gioconda que incluso apareció hablando por TV. En este tiempo y lugar irrumpe en escena el fenómeno de una adolescente de Arequito, Soledad Pastorutti, que con picardía de Viejo Vizcacha se planta en escena con varonil decisión, revolea el poncho, zapatea abierta de piernas, repiquetea todo el tiempo en una guitarra imaginaria, recorre muy suelta el escenario, sonríe todo el tiempo, tira besitos a mansalva, pide palmas, desata su arenga festivalera y arremete a los gritos con la chacarera. Cosquín, precisamente, la ha lanzado en carrera, y el público _grandes y chicos por igual_ ha delirado, mientras los mercaderes se frotan las manos paladeando el gran negocio que asegura el show del folklore. Preguntas sin respuesta ¿Quién se pregunta dónde está el verdadero folklore: el originario, el que merece ser honrado con dignidad, con fervor y alegría? El público que delira y los mercaderes del negocio, ¿saben discernir entre el modelo y la copia, entre las esencias y la adulteración, entre la autenticidad y la impostación, entre el amor y la mercantilización? Hay gente honrada que considera el fenómeno Soledad como el instrumento, el camino para que los jóvenes intuyan de algún modo _incluso histriónico, circense_ la belleza de nuestros cantos, para recuperar la identidad perdida. Y hasta sostiene que habrá que asumirlo como una necesidad de estos días _un mal menor, tal vez_ frente a la invasión de la mala música foránea. Pero aparecerán también los comedidos populistas _los que se llevan bien con todo el mundo_ que querrán presentar el tema de Soledad como una disputa entre tradicionalistas trogloditas y este último grito de la moda folklórica; que esgrimirán la falacia de confundir juventud con renovación; que rescatarán la famosa energía rockera _"la polenta"_ de Soledad Pastorutti, como si la adrenalina fuese un sólido componente musical. No se preocuparán en discernir entre fondo y forma, contenido y envase. Cultivarán el posmodernismo. Una artista Soledad tiene tan sólo diecisiete años. Es dueña de una voz potente, afina bien; aunque privilegie el grito, está aprendiendo a frasear (Susana Naidich, su profesora de canto, es una garantía), ejerce una simpatía compradora, muy cerca de la demagogia, y se maneja en el escenario con el sentido histriónico de una artista profesional Soledad, rodeada de poderosos intereses económicos, requerida imperiosamente por empresarios que han olfateado el gran negocio folklórico, y paladeando las mieles de la gloria y el halago de miles de admiradores, no tiene tiempo para la reflexión. La tentación del triunfo es irresistible. Si Soledad ama de verdad al folklore habrá que atribuir su actual hiperkinesia a la sangre que arde en sus venas. Si no, sería una farsante. La chica tiene tiempo de madurar, de bucear en la raíz, de indagar con honestidad profesional en los orígenes de nuestros venerados cantos para evitar todo atropello, toda profanación de lo auténtico. Cuando llegue ese momento; cuando deje a un lado la tentación festivalera de conquistar con chacareras, zambas carperas y chamamé-maceta, podrá cantar, tal vez, auténticas zambas, chamamé-canción, alguna vidala, una milonga, una tonada. Cuando baje los decibeles y ensanche el repertorio sin especular con el delirio masivo, entonces, seguramente, reivindicaremos su canto.