¿Y SI FRACASA LA CONSTITUYENTE?
Roberto Laserna
Ahora que
se han hecho más visibles las sombras del fracaso de la Asamblea Constituyente
es frecuente escuchar advertencias de que, si eso ocurre, podría desatarse la
violencia en el país. Se trata, obviamente, de un exceso, y hasta podría
considerarse una suerte de chantaje destinado a atemorizar a la población. Chantaje
para lograr que la población siga creyendo en esa ilusión que nos condujo a
forzar las normas y abrir la Caja de Pandora en la que se ha ido convirtiendo,
previsiblemente, la Asamblea, y forzar su prórroga, no contemplada en la ley de
convocatoria. Esto solamente prolongaría la incertidumbre, nuevos conflictos y crecientes
pugnas particularistas. O chantaje para crear un ambiente que permita, por el
temor, una aprobación ciega al nuevo texto constitucional en el referéndum
previsto para darle plena vigencia.
Ningún
chantaje logra efectos duraderos por lo que lo más razonable sería, ahora,
admitir que la Asamblea fracasó. Invertir más esfuerzos y recursos en ella
solamente agravaría el costo económico y político que el país ya absorbió hasta
ahora.
El fracaso
de la Asamblea, es decir, su cierre sin pena ni gloria el próximo 6 de agosto,
cuando se haya verificado finalmente que no se logró el ansiado encuentro
deliberativo y el nuevo pacto democrático, implicaría mantener la vigencia de
la actual Constitución Política del Estado. Después de admitir el fracaso no caeremos
en un vacío de normas y leyes sino que tendremos que asumir la necesidad de
seguir jugando bajo las reglas que el país se ha ido dotando a lo largo de sus
182 años de vida republicana.
¿Qué quiere
decir esto?
Que Bolivia
seguirá definida como una república unitaria “libre,
independiente, soberana, multiétnica y pluricultural” y que tendrá un gobierno con “la forma
democrática representativa y participativa, fundada en la unión y la
solidaridad de todos”. Que la soberanía seguirá residiendo en el pueblo y que
el derecho de voto será universal e igual para todos los ciudadanos mayores de
18 años. Que no habrá esclavos ni siervos y que todo trabajo deberá ser
justamente remunerado. Que se respetará
la dignidad de la persona sin discriminación alguna y que todos gozarán de
libertad para pensar, expresarse,
trasladarse, invertir, trabajar, producir, tener creencias religiosas,
desarrollar su cultura o asociarse con otros, siempre en el marco de las leyes
y respetando las libertades de los demás.
¿Qué
hay de malo en todo eso?
¿Por qué no
podríamos continuar presumiendo la inocencia de la gente hasta que se pruebe lo
contrario en una corte independiente y donde los acusados sean escuchados y
tengan la protección de la ley y el apoyo de un abogado? ¿Por qué no podría
seguirse reconociendo el derecho de las personas a la propiedad siempre que
ella no sea perjudicial al interés colectivo y a recibir indemnización si se la
expropia?
La actual Constitución
Política del Estado, que ha sido puesta en duda por la Asamblea Constituyente,
otorga autonomía a los gobiernos municipales y reconoce la de las
universidades, y define la educación como “la más alta función del Estado”.
También establece la independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y
judicial, creando mecanismos de equilibrio entre la representación territorial (Senado) y poblacional
(Diputados), dando protección a los ciudadanos (Tribunal Constitucional,
Defensor del Pueblo, Corte Electoral) y controlando el uso de los bienes
públicos (Contraloría).
Si fracasa
la Constituyente, renovará su vigencia la norma que define los recursos
naturales del suelo y del subsuelo, incluyendo aguas, hidrocarburos y minerales
como de “dominio originario del Estado”. Seguirá reconociéndose que “el trabajo es la fuente fundamental para la adquisición y
conservación de la propiedad agraria, y se establece el derecho del campesino a
la dotación de tierras”, desconociéndose el latifundio y regulándose la
economía a fin de que responda “a principios de
justicia social que tiendan a asegurar para todos los habitantes, una
existencia digna del ser humano”. ¿Acaso esto es tan malo que debamos tirarlo
por la borda?
Reconocer
que la Asamblea fracasó no nos dejaría en un limbo jurídico ni institucional.
Hay una
Constitución y ella es el fruto de una larga acumulación de experiencias y
luchas sociales que, indudablemente, puede seguirse mejorando y cambiando
mediante procedimientos razonables y cautelosos, de concertación democrática.
Admitir el fracaso de la Constituyente, en vez de prolongar su agonía, no nos
cierra los caminos del cambio que seguiremos buscando, pero sí nos ayudaría a
cerrar una fuente de conflictos e incertidumbre y nos permitiría dedicarnos a
cosas menos ilusorias y más efectivas. Hay mucho que hacer en el país para que
sigamos en el camino de la confrontación estéril al que nos está llevando este
proceso. Reconocer que nos equivocamos como país al apostar por la
Constituyente nos ayudará, finalmente, a abandonar la ingenua creencia de que
basta con cambiar leyes para que cambie la realidad.
Publicado en
Los Tiempos, 26/06/2007 y El Deber, 26/06/07