EL PODER DE LAS REGIONES

 

Roberto Laserna

En memoria de Chacho Justiniano

 

El poder de las regiones produjo la democracia en los 80 y resurge ahora para defenderla. Aunque algo exagerada, por omitir detalles y matices, esta afirmación es fundamentalmente cierta. Cuando los comités cívicos rechazaron a García Meza y reivindicaron la Constitución Política del Estado como referencia política en 1981, inclinaron definitivamente la balanza a favor de la democracia. Ese mismo poder parece emerger ahora para preservar lo avanzado en derechos humanos y en instituciones de protección a los derechos civiles y a las libertades económicas y políticas de los bolivianos.

Hasta la reconquista de la democracia, lograda finalmente en 1982, la resistencia a las dictaduras, heroica y tenaz como la de los sindicatos, apenas lograba reemplazar a uno por otro caudillo, casi siempre militar. En la confusión ideológica de una izquierda que ya entonces no distinguía entre nación, Estado y pueblo, la democracia solamente tenía lugar como un episodio pasajero, una coyuntura que permitía ganar fuerzas para tomar, como se decía, el cielo por asalto, y degollar al enemigo.

Los comités cívicos

Las fuerzas regionales, organizadas en torno a los comités cívicos, fueron convirtiéndolos poco a poco en verdaderos espacios de concertación, donde empresarios y obreros, profesionales y sindicalistas, hombres y mujeres inquietos y comprometidos con sus comunidades, podían eludir la persistente represión política y debatir acerca del desarrollo, la relación entre economía y política, los desafíos de la pobreza y de la exclusión. Así, los comités cívicos, que en muchos casos nacieron bajo el impulso de las élites y bajo la protección de grupos locales de poder, fueron ampliándose, incluyendo a otros sectores y ganando vida democrática. Al hacerlo, obligados por el carácter regional de su discurso, fueron también ampliando sus demandas y reivindicaciones.

Este proceso fue lento en los años 50, dominados por el MNR y su fuerte vinculación con los sindicatos obreros y campesinos, pero se hizo muy intenso y nítido en el septenio banzerista (1971-1978), que reprimió toda forma de organización social menos la que se cobijaba en los comités cívicos.

Había entonces, por supuesto, una relación de mutua conveniencia. Al gobierno de Banzer le interesaba tener válvulas que aliviaran la presión, y a los comités les convenía ser reconocidos como interlocutores en la toma de decisiones. Pero no hubo manipulación ni control. De hecho, fue un mal cálculo de Arce Gómez el que marcó el vuelque definitivo de los comités hacia la democracia. Quiso aglutinarlos en un comité cívico nacional ofreciéndoles compartir el poder a cambio de renunciar a su independencia, y lo que obtuvo fue un valiente portazo del único prefecto civil de entonces, el dirigente cívico cruceño Oscar Román Vaca, en cuyo militante anticomunismo confiaban García Meza y Arce Gómez para manejar al resto. Grave error, Román Vaca no estaba dispuesto a venderse al centralismo bajo ningún pretexto.

Constitucionalismo emergente

Poco después eligieron presidente del Comité Cívico en Santa Cruz a Percy Fernández, y su principal acto fue publicar la Constitución Política del Estado de 1967 y exigir su cumplimiento. Lo justificó apelando a los artículos 109 y 110 que disponían la descentralización política y administrativa, aprobada en referéndum nacional en 1931 pero nunca aplicada. Quien leía esos artículos leía también los otros, y muy rápidamente el hecho de apelar a la Constitución se convirtió en un gesto de rebeldía frente a una dictadura que no solamente la había reemplazado por un estatuto militar, sino que pisoteó los derechos humanos y golpeó con violencia a miles de ciudadanos.

La demanda por la descentralización animó el debate político, aportando con una propuesta específica a la lucha por la democracia. Ésta dejó de ser un simple peldaño en la lucha de los sindicatos o una reivindicación defensiva de los políticos, y empezó a tener un contenido institucional concreto, una propuesta específica de reforma del Estado. Descentralizar el poder era democratizar su ejercicio cotidiano, algo mucho más profundo y duradero que el mero ejercicio electoral.

Con la bandera de la descentralización y en torno a los comités cívicos, amplios grupos de empresarios, profesionales y sectores de clase media se unieron a los grupos obreros y campesinos que luchaban por la democracia, y le dieron a ésta una nueva vitalidad.

El gobierno de Siles Zuazo esquivó como pudo la demanda descentralizadora, y nunca dejó de sentirse amenazado por los comités cívicos. Cada reunión que celebraban sus dirigentes era interpretada como preludio de un posible golpe, y cuando se planteaba con fuerza la descentralización se recuperaba el fantasma del separatismo. En el gobierno de Paz Estenssoro se canalizó la demanda hacia las municipalidades, convocándose a elecciones y creando espacios políticos locales en torno a los Concejos Municipales. En la gestión de Paz Zamora volvió a plantearse con fuerza la descentralización y aparentemente el gobierno MIR-ADN estaba de acuerdo. Se formó una comisión cívica y multipartidaria para concertar un proyecto de Ley que llegó a aprobarse en grande en el Senado. Como alguien dijo entonces, si no quieres tomar una decisión, manda el tema a una comisión.

El gobierno Sánchez de Lozada-Cárdenas retomó el tema, canalizándolo hacia una radical y profunda reforma municipal que transfirió recursos y poder a las alcaldías, ampliando al mismo tiempo los mecanismos de participación ciudadana en ellas. Pero la descentralización departamental encontró un candado en la reforma constitucional pactada entonces, pues se avanzaron detalles reglamentarios que en los hechos limitaron el papel político de las prefecturas a simples bisagras entre el gobierno nacional y los municipales. Esto fue ratificado por una Ley de Descentralización.

Los comités cívicos, como otras organizaciones sociales, habían sido desplazados de la arena política, institucionalizada en el parlamento, los consejos departamentales y los concejos municipales, que era ocupada por los partidos. Hasta que sobrevino la crisis de los partidos, animada tanto por sus pugnas y errores como por el embate contestatario que las aprovechó con eficiencia, y volvieron entonces las organizaciones sociales al centro de la arena.

Autonomía ya!

La descentralización aludía a un espectro amplio de situaciones y se prestaba a múltiples interpretaciones, tal como se lo había podido comprobar entre 1981 y 1995. Por eso, cuando volvió a plantearse, se lo hizo con un nuevo ropaje: autonomía. Ella proporciona, además, una imagen mucho más atractiva y vigorosa de lo que se desea, y ajusta la idea de la descentralización a un modelo institucional mucho más preciso.

El camino recorrido en estos últimos años está fresco en la memoria y no hace falta referirlo. Están los nuevos estudios sobre viabilidad de las autonomías, los proyectos formulados, el referéndum, los cabildos y, ahora, los proyectos de estatutos autonómicos. Como hace un cuarto de siglo, la demanda nace de Santa Cruz, cuenta con un amplio y fuerte respaldo de fuerzas regionales, y se postula como un proyecto de realización de la democracia.

Es cierto que a momentos da la impresión de que la autonomía es una trinchera defensiva que erigen las fuerzas más liberales del país, asentadas en las regiones más abiertas y donde se ha desarrollado una economía de mercado más integrada y, por tanto, parece sobre todo una estrategia coyuntural destinada a evitar el avasallamiento estatista que anima a una fracción del gobierno. Es posible que algo de eso tenga. Pero cuando se recuerda, como lo hemos hecho acá, la historia política de la autonomía, no hay lugar a engaño. Esta demanda tiene raíces muy profundas y una genealogía y proyecciones que son auténticamente democráticas.

A mayor descentralización, mayor democracia, decíamos en los 80. La experiencia de los municipios ya nos lo demostró, pero ha resultado insuficiente para desalentar la tentación autoritaria y centralista que parece intrínseca al estatismo. Es indudable que esa tentación está presente en el gobierno actual ya que en el MAS hay por lo menos una fracción importante que tiene vocación totalitaria. Basta observar la desaparición del concepto de república en el proyecto de reforma constitucional que aprobó la mayoría oficialista, y registrar la ampliación de roles al Estado y su definición total, que absorbe incluso la idea de nación, donde antes podía reconocerse la sociedad.

Obviamente, esa no es la única fracción en el MAS, pues de otro modo no se habrían incorporado elementos de populismo indigenista que también socavan la concepción autoritaria y centralista, dando a la gestión de gobierno y a su proyecto constitucional esa imagen desordenada y contradictoria. Pero éstos son elementos que contienen otros riesgos, tan peligrosos como el autoritarismo, porque hacen de las identidades étnicas el fundamento de la organización política, exactamente como lo hizo Toledo en la colonia, exacerbando la discriminación cultural y el racismo.

Las autonomías departamentales, en la medida en que transfieren capacidad de decisión a las sociedades regionales y las reconocen referidas a un territorio, son más abiertas e incluyentes, y encuentran su sostén en la voluntad de las personas, en los ciudadanos, sujetos políticos primordiales y fines últimos de la democracia. Esa es su fuerza y de ahí nace el poder que las regiones muestran hoy.

 

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