La Razón y Los Tiempos 12/02/2003
Ni déficit ni recesión, ¿será posible?
Roberto Laserna*
La propuesta gubernamental navega aguas estrechas y
turbulentas. El timonel se muestra esperanzado, pero los pasajeros del barco
están demasiado nerviosos. El naufragio es una posibilidad, como el mismo
timonel lo advierte, pero no es inminente.
Las aguas estrechas son las condiciones del
FMI, que lamentablemente no pueden ser ignoradas. El FMI tiene la llave de las
relaciones financieras internacionales y depende de su visto bueno el poder o
no acceder a nuevos créditos, al refinanciamiento de los ya contratados e
incluso a la cooperación de varias agencias y países. No depende de nosotros
que el Fondo tenga o no esa llave, pues se la han dado las instituciones
internacionales de financiamiento. Si no logramos el acuerdo con el FMI,
tendremos dificultades.
El FMI no quiere admitir que su modo de
calcular el déficit es teórica y conceptualmente equivocado. El déficit real de
la economía es mucho menor al que figura en los registros contables.
Como lo explicamos en una nota anterior (Deficit con
deflación?) la reforma de pensiones no ha creado un déficit en nuestra
economía, sino que ha dado transparencia a un proceso mediante el cual el
Estado (incluyendo en él a las entidades que administraban el seguro de largo
plazo) asume responsabilidad por la deuda adquirida con los jubilados y
aportantes antiguos, y la financia con una nueva deuda, esta vez claramente
contabilizada, con las AFP, es decir, con los aportantes al nuevo sistema.
La reforma de pensiones cambió un tipo de
deuda por otro, no creó una deuda nueva, y la fuente de financiamiento sigue
siendo la misma: los aportes a la jubilación. Pero el FMI no lo admite, y por
eso el déficit es sobreestimado y nos impone la condición de reducirlo de una
manera exageradamente drástica.
Además se niega a reconocer que esa misma
imposición al Gobierno anterior ha sido una de las causas de la recesión
actual.
Podemos y debemos objetar esa equivocación,
pero por el momento es un dato que estrecha las aguas navegables de un Estado
que es dependiente y débil. Y que además —no nos hagamos a los giles— es
debilitado por la manera irresponsable en que nos relacionamos los bolivianos,
pues los bloqueos, las huelgas y los carnavales tienen costos económicos.
El Presidente es suficientemente realista como
para eludir poses demagógicas de rechazo a la imposición del FMI, porque sabe
que a la larga las consecuencias serían peores. Basta recordar la época en que
el presidente Siles Zuazo negoció el pago de la deuda externa con la COB y
terminó agobiado por la presión de los deudores aun cuando intentaba pagarles
puntualmente. Sánchez de Lozada no quiere repetir esa historia y por eso, aun
sabiendo que la presión del Fondo es errónea e injusta, la asume como un dato.
No es Presidente de Rusia ni del Brasil, sino de Bolivia, un país chiquito y
con un poder de negociación casi inexistente por mucho que nuestro espejo de
ilusiones nos diga lo contrario. Aún así, se empeña en llevar a cabo su esperanza,
que consiste en tratar de realizar, al mismo tiempo, una redistribución
progresiva de ingresos y la reactivación de la economía.
Cumplir la exigencia del FMI, respaldada por
bancos y gobiernos de los países más poderosos del mundo, impone la obligación
de bajar el déficit fiscal. Para ello el Gobierno tenía la opción ortodoxa:
contraer la inversión y el gasto públicos. Pero esto ya se hizo durante los
años pasados y el resultado fue la recesión: bajo crecimiento, deterioro de los
servicios, mal mantenimiento de carreteras, lentitud en pagos a proveedores y
desempleo.
La opción alternativa es aumentar los ingresos
fiscales, que puede hacerse ampliando la base tributaria, aumentando los
impuestos o explotando y vendiendo nuevos recursos naturales. Si el negocio del
gas ya se hubiera cerrado, ésta habría sido la salida pues con esos recursos se
enfrentaba el problema. Pero el dinero del gas, si llega, tardará todavía, más
aún si nos enfangamos en luchas simbólicas sobre los puertos de salida.
Lo que el gobierno ahora propone es una
riesgosa combinación de opciones. Aumentar el gasto para enfrentar la recesión
con más inversión pública, y financiarlo con un cambio del sistema tributario
afectando sobre todo a los grupos de mayores ingresos.
El impuesto al valor agregado (IVA) es un
impuesto ciego, que grava por igual a pobres y ricos y por eso es, en el fondo,
regresivo. Se plantea ahora un sistema que combine el IVA para las empresas,
que seguirán descargándolo con facturas, y un impuesto progresivo que grave los
ingresos personales en forma desigual, es decir, en proporción que aumenta de
acuerdo al nivel de los ingresos. Aunque esta combinación entraña una
redistribución de ingresos, pues obtendrá recursos de un grupo reducido para
beneficiar a quienes reciben educación pública y universitaria, a quienes
acuden a los servicios estatales de salud, a quienes transitan por las
carreteras del país y a quienes buscan el respaldo de la policía, los fiscales
y los jueces para resolver sus problemas, no será fácil de implementar. Ese
grupo reducido hará resistencia y su presión puede arrastrar al resto de los
pasajeros de este nervioso barco llamado Bolivia.
El Presidente quiere lograr algo muy difícil,
bajar el déficit y aumentar la inversión pública. Pero muchos pasajeros quieren
lo imposible: disfrutar de mejores servicios públicos sin aportar con
impuestos.
En este debate se plantea, afortunadamente, un
desafío que hasta hoy hemos eludido, y que tiene que ver con los evasores de
impuestos. Los hay grandes, desvergonzados y cínicos. Ni falta hace nombrarlos.
Pero también los hay por miles, muchos pequeños y otros no tanto, pero todos
igualmente desvergonzados y cínicos. Los contribuyentes del régimen
simplificado (inscritos como artesanos y comerciantes minoristas) pagan un
promedio de 10 dólares al año, y los del régimen integrado (transportistas de
todo tamaño) pagan al año sólo 1 en promedio (leyó bien, dice UNO). Para no
hablar de los “exentos” que suman muchos más. Algo habrá que hacer con estos
pasajeros, que además están entre los primeros en gritar y mover el barco
cuando empieza la tormenta.
En todo caso, está claro que la turbulencia de
las aguas se siente más cuando los pasajeros se agitan. Habría que ver por
dónde sopla el viento, y además remar ... y remar.