EMPATE Y REFORMA POLITICA
Roberto Laserna
En los análisis de la situación
que vive el país en los últimos años se hace referencia al empate como una
característica fundamental. Y se suele afirmar, además, que se trata de un
empate entre fuerzas y visiones políticas que no son solamente diferentes sino
incluso antagónicas, lo que explicaría la calificación de “catastrófico” que se
tiende a asociar a este empate: ninguno puede imponerse al otro, ni
convencerlo, y por ello ambas fuerzas tienden a enfrentarse con el riesgo de
que se destruyan mutuamente y lleven al país al colapso.
Es indudable que hay un empate,
pero es muy discutible que se trate de un empate entre dos visiones de país. El
empate es de fuerzas y de poder, pero no es tan evidente que las fuerzas
confrontadas tengan una visión claramente definida del país que quieren y mucho
menos que esas visiones sean antagónicas y excluyentes.
No se trata de ignorar
diferencias, que las hay, pero hay razones para creer que los antagonismos
están basados más en lo que cada parte cree que el otro quiere, y no en una
conciencia clara y explícita de lo que cada uno realmente quiere.
Para empezar, en el MAS hay varias visiones de país y no todas son compatibles o
convergentes. Basta revisar el proyecto de Constitución aprobado en Oruro para
comprobarlo, y más aún cuando se incluye en el análisis la formulación del Plan
Nacional de Desarrollo y las iniciativas de política que ha planteado el
gobierno en sus casi tres años de gestión. Y en la oposición también hay varias
visiones: los estatutos autonómicos son una aproximación pero hay una parte de
la oposición que no se reconoce en ellos aunque los apoya por táctica política.
Lo que en realidad parece estar en
el núcleo del empate es el control de los recursos provenientes de la
explotación de la naturaleza. El gobierno central quiere controlarlos para
llevar a cabo un proceso de desarrollo planificado desde el centro, porque está
convencido de que de esa manera va a servir mejor a la ciudadanía, y los
gobiernos departamentales quieren controlarlos para impulsar un proceso
descentralizado, autonómico, porque está convencido de que es así como puede
servir mejor a la ciudadanía. Y están dispuestos a entrar en esa disputa los
gobiernos municipales, con el mismo argumento.
Es indudable que la experiencia
centralista ha sido negativa y es probable que la descentralista
y localista lo sea menos, pero ambas son medios, no
fines, son procedimientos, no visiones, y ninguna se plantea el derecho que
tiene la ciudadanía a ser protagonista de su propio desarrollo. Todas se
atribuyen la representación de la ciudadanía y se autodefinen como su mejor
expresión. Sin embargo, todas las experiencias exitosas en el mundo, son aquellas en las que el
desarrollo lo hizo la gente, desde su iniciativa y respondiendo a los
incentivos de la economía.
Desde este punto de vista, es
posible lograr el desempate, y la manera más directa es haciendo desaparecer el
objeto de la disputa, es decir, evitando que las rentas sean concentradas en
las burocracias y dándole a la gente la oportunidad y la responsabilidad de
utilizarlas para su propio bienestar. Cuando la gente, además del poder del
voto, tenga el poder del gasto, las burocracias dejarán de pelear entre sí y
volcarán su atención hacia el ciudadano, para convencerlo de que pague
impuestos y confíe en ellas. Además de reducir la conflictividad, esto tendría
impactos transformadores profundos, porque desataría las iniciativas de los
ciudadanos en vez de que sigan adormecidas por promesas o distraídas por
disputas interminables e inútiles. Sólo entonces surgirán las visiones de país
que ahora, con mucha bondad, apenas suponemos que existen.
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