¿Cuoteo étnico?: No tatay

Roberto Laserna

El debate sobre la composición de la Asamblea Constituyente podría abrir las puertas al establecimiento de cuotas étnicas en las futuras instituciones de nuestro sistema político. Quienes apoyan y promueven esta idea sostienen que contribuirá a fortalecer la democracia. Otros pensamos que, al contrario, la debilitará, aumentando los riesgos del conflicto cultural.

Xavier Albó reaviva el debate con su artículo “Cuoteo étnico: ¿sí o no?” (Pulso 276). Aunque elude responder su propia pregunta, del texto se infiere que apoya el establecimiento de cuotas basadas en la “autoidentificación étnica”.

El principal argumento de quienes promueven esta propuesta es el de la importancia cuantitativa de la población indígena, citando en su favor la cifra censal según la cual son indígenas el 62% de los bolivianos.

Como lo señalé en un artículo anterior (“Representatividad étnica”, Pulso 229), insisto en que esa cifra se la obtuvo de manera forzada. En las boletas del censo 2001 y de las encuestas de hogares se preguntaba a la persona si “se considera perteneciente a alguno de los siguientes pueblos indígenas, originarios”, ofreciéndole cinco opciones de respuesta -quechua, aymara, guaraní, chiquitano o mojeño-, además de un “otros” que el entrevistado debe especificar, o “ninguno”.  Ni las preguntas ni las respuestas posibles incluyen categorías de “mestizaje” o “extranjeras”. Tal vez me equivocara al recordar cómo me hicieron la pregunta en el censo, pero ¿cómo negar que su formulación sea excluyente y tienda a sesgar las respuestas?

El derecho a la identidad

Es evidente que la identidad cultural tiene una elemental dimensión subjetiva que es necesario tomar en cuenta. Pero es justamente por eso, porque la identidad “no es algo exclusivo ni dicotómico” sino que “caben gradaciones”, que no debería ignorarse la categoría de “mestizo”, y mucho menos con el argumento de que es “ambigua” y niega “identidades positivas”.

Justamente cuando se reconocen esas gradaciones es que la población boliviana se autodefine sobre todo como mestiza. Esta fue la opción del 65% de la gente en la encuesta del PNUD, y fue confirmada por la encuestas de la Universidad de Pittsburg entre 1998 y 2002.

Sólo una peligrosa añoranza por la “pureza étnica” puede negar a los mestizos el derecho de declararse como tales, calificando la suya como una identidad de refugio o, en contraste con las otras, negativa. Más aún en Bolivia, donde el mestizaje fue reivindicado y valorado como crisol de la nacionalidad por los movimientos “nacional-populares”, dándole un perfil positivo que, además, abrió el camino de la defensa de la cultura andina y la recuperación de sus tradiciones.

Si se trata de medir la autoidentificación étnica, lo lógico sería combinar una primera pregunta de grandes grupos (indígena, mestizo, blanco) con otra más específica (a qué grupo indígena pertenece, qué clase de mestizo se siente, a qué grupo pertenece si no es originario). Y ciertamente habría que recordar que ya el quechua, con sus “mil rostros”, es un indicador de mestizaje.

La identidad cultural es un derecho humano y no está en discusión. Pero quisiera volver a insistir en que una cosa es disfrutar el derecho a la identidad cultural y otra, muy diferente, organizar la vida política y social a partir de esa identidad. La historia abunda en ese tipo de experiencias, tan dolorosas para la humanidad. ¿Cómo no aprender de ellas y rechazar el cuoteo étnico?

Es frente a esas experiencias que el “racionalismo modernista”, aceptando la etiqueta, propone a la condición humana como denominador común de las diferencias y por tanto principio organizador del derecho y la política. Eso no es uniformizar sino encontrar personas más allá de las máscaras étnicas de indios, mestizos y blancos, es decir, a sujetos con razón y conciencia para ejercer derechos y responsabilidades. Ese racionalismo ha producido todo el sistema de derechos humanos que afirman, primero, la dignidad de la persona y, luego, el derecho a una identidad y cultura particulares.

Identidad y estructura política

Albó concluye su artículo postulando algo que resulta clave para Bolivia y cualquier otro país: la flexibilidad y diversidad institucionales, y la posibilidad de construir sistemas de representación y de gestión más adecuados desde las experiencias locales.

Este es un postulado del movimiento descentralista y es un campo en el que ya se lograron avances en Bolivia. Tal vez no suficientes, pero sí importantes.

Para seguir avanzando es necesario admitir diversas opciones de organización y funcionamiento de los gobiernos locales y regionales. Es indudable que los modelos uniformes de gobierno municipal (o departamental), como los actuales, restringen las posibilidades de adaptar la estructura institucional a necesidades específicas.

Pero las necesidades etno culturales no son las únicas o las principales necesidades locales y sería absurdo por lo tanto que los organismos de gobierno a ese nivel deban convertirse en instrumentos de reproducción de “usos y costumbres”, que muy pronto los llevarían a ser vigilantes de la tradición y represores de los modernos, acusándolos de ajenos.

Tal vez esta posibilidad no esté en la mente de sus promotores de cuotas étnicas, pero una estructura política sustentada en identidades y cuotas étnicas podría fácilmente derivar por ese camino.

La descentralización, bien comprendida, debe dar cabida a las diversidades culturales tanto como también a las geográficas, demográficas, económicas y políticas. Una cosa es darles cabida, otra, muy diferente, es ponerlas de fundamento.

En definitiva, podría decirse que el problema de quienes promueven el cuoteo étnico es que sustentan su posición en una comprensión muy limitada del lugar de la identidad en la vida social.

Los seres humanos no somos unidimensionales. Nuestra identidad individual está formada por múltiples vertientes, desde las familiares hasta las globales, desde las económicas y políticas hasta las estéticas y las culturales. Cuando actuamos colectivamente, alguna de esas dimensiones cobra mayor relevancia, ya sea por decisión propia, por acuerdos intersubjetivos o por apelaciones que nos conmueven y movilizan. Así, las mismas personas que un día presionan por sus derechos como mujeres, otro día estarán en huelga junto a otros en demanda de mejores condiciones de trabajo, y en otra ocasión marcharán reclamando tierras de origen. Las marxistas dirán que la condición de clase es la fundamental, las feministas dirán que es la de género y los indigenistas la étnica. Pero si se pregunta a las personas de carne y hueso seguramente dirán: “depende, a veces una y a veces otra. La vida es compleja.

¿Tiene, entonces, sentido que demos prioridad a una dimensión cuya relevancia es circunstancial o “efímera”?

La condición étnica es, por supuesto, importante, pero lo es aún más la condición humana. De modo que si “es preferible ir avanzando de abajo hacia arriba”, lo mejor es ir más allá de la comunidad y empezar por el sujeto, la persona, en toda su pluralidad y ambigüedad. Aunque eso sea ponerse muy racionalista…

 

Publicado en Pulso 277, 10 al 16 de Diciembre de 2004