COCA: LA HORA DEL CAMBIO
Roberto Laserna
La tercera
reunión de concertación entre el Presidente Sánchez de Lozada y los dirigentes
campesinos ha terminado con algunos acuerdos en materia de desarrollo y con un
nuevo plazo para tratar la erradicación. Hay más tiempo para la concertación
pero es difícil ser optimista.
El gobierno
enfrenta severas restricciones por la legislación vigente y los compromisos
internacionales, y es evidente que entre los dirigentes del MAS hay una
tendencia que, al mismo tiempo de restar importancia a la cuestión de la coca
en su agenda política, acrecienta las expectativas para presionar por una
solución inmediata a un problema que saben que no la tiene pues es muy complejo
y de difícil negociación.
La demanda
de los dirigentes del MAS, en este tema, se limita a un intercambio de pausas:
no erradiquen y no sembramos. Esto es sorprendente porque no se aparta de la
lógica represiva, costosa y frustrante, que ha caracterizado la política hacia
la coca durante los últimos 15 años. Política que consiste en que unos
erradican mientras los otros siembran. Podría pensarse que, habiendo logrado un
segundo lugar en las elecciones nacionales y una fuerte bancada parlamentaria,
con un movimiento político cuyo núcleo
social está formado por el sindicalismo campesino del Chapare, la concertación
debería estar avanzando propuestas capaces de dar soluciones duraderas a los
problemas de ese grupo social, que con razón espera que su sacrificio tenga
resultados. La idea de pausa sugiere
una tregua, y ésta recuerda al conflicto que fue... y al que puede suceder.
¿Existen
soluciones duraderas? La que se ha ensayado en los últimos años puede ser una,
pues como se anotó antes consiste en buscar un equilibrio dinámico en el que
unos siembran y otros erradican. Pero el costo de esta opción es muy elevado.
No solamente porque al destruirse cultivos se destruyen esfuerzos laborales que
podrían ser mejor aprovechados, y porque hay que mantener brigadas y equipos de
destrucción trabajando continuamente, sino porque de esta manera se generan
ambientes de tensión y conflicto que afectan gravemente la seguridad humana,
dan lugar a violaciones de los derechos humanos, ahuyentan inversiones e
impiden que los esfuerzos laborales y empresariales rindan frutos de bienestar
y progreso.
Si persiste
es, sin duda, porque ofrece beneficios particulares. Entre otros, ganan los
organismos de erradicación que tienen garantizados recursos, empleos e incluso
prestigio. Y también algunos dirigentes y entidades sociales que renuevan su
liderazgo, y obtienen también recursos y prestigio, a medida que se renuevan
las víctimas de esta política. Pero el país sigue vulnerable a presiones
internacionales, y en el exterior
disponen de elementos de presión y chantaje. Los costos sociales, políticos y
económicos de esta “solución” son gigantescos. Lo penoso es que tiene las
mayores posibilidades de persistir dado el lugar que ocupan sus beneficiarios
en el sistema que decide estas políticas... y en las negociaciones que por algo
terminan sin cambiar nada.
Hay
quienes, con buena voluntad, creen que
esta opción puede acercarse poco a poco a una situación deseable, que estaría
definida por la desaparición de la coca, de la demanda de cocaína, o por el
desarrollo de oportunidades alternativas de mejores empleos e ingresos. Tal vez
sea así, pero es imposible calcular dónde está ese horizonte ni cuánto costará
llegar a él.
Y mientras
tanto los riesgos se acrecientan. La guerra en Colombia puede desplazar
narcotraficantes y guerrilleros hacia aquellas zonas del continente en las que
el conflicto impide el fortalecimiento institucional, la vigencia de la
democracia y el dinamismo económico. Debería bastar este aspecto para
obligarnos a buscar nuevas opciones.
Pero hay
además tres elementos que no existían cuando se inició la actual política
represiva y que sí permiten pensar alternativas. Uno de ellos es el hecho
objetivo de que los cultivos de coca se han reducido considerablemente y apenas
representan una parte muy pequeña del posible mercado ilegal, de modo que el
desafío actual debería plantearse no en términos de reducción sino más bien en
cómo evitar su expansión. Otro es el de haberse desarrollado en todo el país,
incluido el Chapare, una nueva estructura institucional basada en las
municipalidades, donde se cuenta con una capacidad local de diseño y ejecución
de proyectos que simplemente no existía en los años 80. Y el otro es el
asentamiento en la zona de toda una división del ejército que puede (y debe)
ser mejor preparada para respetar los derechos humanos y garantizar allá la
vigencia del Estado de derecho.
Por lo
tanto, no solamente es urgente sino también posible pensar en una opción que ya
fue puesta en la agenda anteriormente pero que no encontró condiciones para ser
considerada con seriedad. Me refiero a la autorización controlada de cultivos
familiares de coca en el Chapare. Es la idea del cato legal –o una extensión
fija y controlada- que muy bien podría aplicarse también en los Yungas para
evitar que una genérica autorización siga sirviendo para una odiosa e
injustificada discriminación.
En contra
de esta idea se esgrime el argumento de la dificultad de controlar los cultivos
dada la extensión y las características geográficas del Chapare. Pero éste no
es en verdad un problema insoluble pues puede involucrarse a los sindicatos en
el control y la vigilancia de las normas, estableciendo penalidades tanto
personales como colectivas de modo que, aún cuando sea baja la probabilidad de
detectar a quienes incumplan, sean tan severos los castigos que desalienten la
transgresión. Adicionalmente, esta opción requeriría y facilitaría el
saneamiento y la titulación de las propiedades, así como podría evitar
invasiones y ocupaciones a terrenos públicos o parques nacionales.
Esta opción
daría seguridad jurídica y económica a los campesinos de la zona, los liberaría
de la tentación del narcotráfico y de los chantajes que sufren a diario y, por
tanto, mejoraría también la viabilidad de otros esfuerzos de desarrollo
agrícola, industrial y turístico en un área que es crucial para el país y la
región. Y si al mismo tiempo se hacen esfuerzos para ampliar los usos y los
mercados legales de la coca se avanzaría aún más en la lucha contra el tráfico
ilegal.
Debemos
reconocer que vivimos una nueva situación. Bolivia en el 2002 no es el mismo
país que en 1988 puso en marcha la política vigente, ni la que en 1997 inició
el Plan Dignidad. Hay nuevas condiciones y nuevas oportunidades... y se puede
cambiar para avanzar. No será fácil ni
rápido, pero es más lo que podemos ganar que lo que perdemos al intentarlo.
· Publicado en Los Tiempos (Cochabamba) y en La Razón (La paz) el 8 de octubre de 2002