Entre diciembre y enero se debatió en Pulso sobre cómo deberían ser representados los indígenas en el Estado boliviano. Xavier Albó, especialista en el tema, siguió lo escrito y nos entrega ahora su opinión. Una versión previa y más amplia de este texto apareció en “Temas en la Crisis” (nº 65, abril 2004) y en la memoria del Foro: “Participación indígena y Formas de Representación” (2004).

 

 

Identidad y acceso indígena al poder

                                                                                        Cuoteo étnico:¿sí o no?

                                                                        Xavier Albó

 

 

En el censo 2001, el 62% de los bolivianos mayores de 15 años declaró “pertenecer” a alguno de los 33 pueblos indígenas ahí especificados. Un sector importante de ellos ya vive en las ciudades. En La Paz, el 50% se autoasignó aymara y otro 10%, quechua, mientras en El Alto, un 74% se dijo aymara y otro 6% quechua.  Hasta en Santa Cruz hay hoy casi un tercio de habitantes que se identifica como indígena.

 

Estos datos subyacen al debate sobre cómo lo indígena debiera tener una nueva presencia en el futuro Estado boliviano. La discusión podría sintetizarse en la pregunta: cuoteo étnico, ¿sí o no? La corriente inclinada por el “sí” arguye que los indígenas deberían tener por ley cuotas fijas u otros mecanismos correspondientes a su peso demográfico en la estructuración de las jurisdicciones y su sistema de gobierno. De no ser así, acabaríamos cayendo en las exclusiones de siempre. A ella pertenecen Álvaro García Linera, Javier Medina y Hugo Fernández. La otra corriente piensa que a este nivel sólo sigue siendo viable la fórmula de la democracia occidental de “un ciudadano - un voto”, sin cuoteos ni etiquetas étnicas, que les huelen a viejas experiencias nazis. Añaden que por el camino hasta ahora adoptado, los indígenas ya están logrando una mayor participación. Están en esta línea Jorge Lazarte, Rafael Archondo y Roberto Laserna. En ambas corrientes hay suposiciones de filosofía política, que en el primer caso subrayan más la diversidad pasada y futura; y, en el segundo, el racionalismo modernista que tiende a uniformizar. El debate ha refinando y acercado algo las propuestas, que no entraré a discutir aquí, pues me limitaré a analizar algunas premisas.

 

La primera es sobre la validez y alcance de los censos. Varios autores han cuestionado estos datos y su metodología. En inicio fueron Lavaud y Lestage en T’inkazos (nº 13, 2002). Concluían que “categorías como etnia y cultura se han transformado en una trampa que introduce clasificaciones abusivas, da continuidad a los prejuicios y provoca enfrentamientos”. Laserna volvió a la carga en Pulso (9-I-04) cuestionando la pregunta del censo que buscaría saber “con qué grupo originario se identificaba el entrevistado”, lo que supondría “un criterio de exclusión” (al no incluir mestizos ni extranjeros) y otro “de simpatía”, cual si se tratara de expresar “apoyo” a tal o cual grupo. Él cita además una encuesta del PNUD, en la que el 65% se declaró mestizo, muy por encima de otras opciones (blancos o indígenas). Concluye de ahí: “cuán efímera puede ser la identidad étnica a la que apela el movimiento indígena”.

 

¿Qué decir ante ello? Medir identidades es ciertamente más complejo que preguntar el sexo o la edad, pero sería peor omitir preguntas relevantes sólo por ser más difíciles de formular. De hecho, el tema ha motivado ya dos reuniones latinoamericanas para pulir las formas de medición. En la de 2002, se llegó a conclusiones útiles para este debate. Allí se coincidió en que las lenguas no bastan para definir la identidad étnica. Menos aún la indumentaria, lugar de residencia o rituales. Por eso se recurre a lo que se llama la “autoasignación” de la propia población censada. El asunto es entonces cómo refinar las preguntas para que reflejen lo que se pretende medir.  De particular interés, para responderle a Laserna, fue que en vez emplear categorías genéricas como “blanco” o “indígena”, se recomendó usar las específicas: “aymara”, “guaraní”, etc. La razón es simple. Las primeras fueron puestas por los grupos dominantes y siguen cargadas de connotaciones despectivas; por lo cual llevan a refugiarse en una identidad como “mestizo”, menos comprometedora. El caso más ilustrativo fue el del censo del Ecuador en 2001 que, por usar dichas categorías genéricas, registraba un 77% de mestizos y menos de un 7% de indígenas. Lo sorprendente es que esto ocurrió cuando todos hablaban de “levantamientos indígenas” y cuando éstos llegaban al poder. Este “refugio” o mecanismo de defensa ya no funciona tanto si se pregunta por el nombre específico de cada pueblo. Por cierto, Laserna está mal informado cuando insinúa que el censo en Bolivia preguntaba si el entrevistado se identificaba con algún grupo. La pregunta 45 decía: “¿Se considera perteneciente a alguno de los siguientes pueblos originarios o indígenas?”.

 

Añadiré que en nuestro contexto neocolonial, “mestizo” implica una doble negación. Se suele llamar así a quien ya no quiere ser “indio” y aspira a ser: “blanco”; dos opciones con cargas afectivas repelentes o atrayentes. Por lo mismo, “mestizo” es una categoría ambigua, pues intenta construir una identidad a partir de negar identidades positivas.

 

Lo que reconoce este énfasis en la autoasignación es que las identidades étnicas tienen siempre un componente subjetivo. Así, indicadores presuntamente objetivos como la lengua o la indumentaria, no lo son tanto. Ni siquiera el lugar de residencia garantiza hoy el resultado uniforme de una “identidad”, que en el fondo debe ser asumida por quien afirma tenerla. Usando términos útiles para analizar la conciencia de clase, podríamos decir que esos indicios pueden señalar que alguien es “indígena en sí”. Sin embargo ser indígena para sí ya pasa por la propia conciencia. Por ello, la autoasignación subjetiva es, paradójica­mente, una de las aproximaciones más objetivas a la identidad. 

 

Por lo dicho, poseer o no una identidad determinada no es algo exclusivo ni dicotómico. Caben gradaciones. En mi libro ¿Quiénes son indígenas en los gobiernos municipales? (2004) combino lengua, lugar de origen y autopertenencia y salen 5 valores como los “discursivos” (dicen que son, por ejemplo, aymaras, pero no lo parecen por su lengua y/u origen) y los “velados” (lo parecen, pero lo niegan). Ahora analizamos los datos censales para crear la llamada “condición étnico lingüística”, pero entrar en ello exigiría otro artículo.

 

Implicaciones

 

Al ver combinadas cifras censales basadas en autoasignaciones subjetivas, me surgen dudas sobre las dos corrientes en debate: la que propone cuoteos y la que piensa que todo está bien con el sistema vigente. Cada una debe revisar su postura aceptando algo de la otra o cada cual tiene una parte de verdad, pero yerra si la absolutiza.

 

Los primeros ignoran que el elemento subjetivo ya mencionado hace difícil implementar cuoteos, y peor aún definir el carácter indígena o no de cada candidato. ¡Hasta Banzer se presentaba como un humilde “chiquitano” cuando le convenía! Pero los segundos olvidan que el sistema vigente ha mostrado poca sensibilidad para acoplarse a cada situación local. ¿Por qué un pequeño municipio rural debe regirse por los mismos mecanismos de los grandes municipios urbanos? Una pista para llegar a una síntesis es distinguir entre las posibilidades en el sector rural y el urbano. En el primero persisten estructuras que llamamos “originarias”, pese a las constantes adaptaciones que han tenido y seguirán teniendo. Es urgente que nuestra estructura política acepte mecanismos hasta hoy proscritos allí donde sigue habiendo altos porcentajes de uno u otro pueblo indígena. Esta flexibilidad, reconocida en la actual Constitución, debe empezar por admitir márgenes de autonomía en el ejercicio del gobierno comunal e intercomunal, por ejemplo, en el nombramiento de autoridades, el manejo de la justicia, la distribución y control de tierras y otros recursos o el desarrollo del currículo escolar, ámbitos en los que cada pueblo puede tener usos y costumbres distintos.

 

En las grandes ciudades, la situación es más compleja, porque se entrevera gente de muchos orígenes. Por ejemplo, en las culturas originarias prevalece la democracia directa entre gente que se trata cara a cara, día a día, por lo que se puede lograr consensos en asambleas. A niveles superiores, ello ya no es posible y hay que desarrollar mecanismos representativos. Más aún, la doble lógica suele estar en pugna dentro de una misma persona, que actúa de una u otra forma según el contexto. Es difícil por ello pensar en un sistema único, que cubra todas las situaciones. Pero también es difícil imaginar dos (o más) sistemas que se complementen y apliquen, uno u otro, a determinados ciudadanos o en ciertas situaciones. Sin embargo hay que reconocer que también ahí funcionan varias lógicas y que éstas pueden crear nuevos y cambiantes sincretismos político-culturales. Lo que no parece posible ni deseable es que tengan que funcionar con una sola de esas lógicas.   Esto señala otra pista: es preferible ir avanzando de abajo hacia arriba que imponer los cambios desde los niveles superiores. Empezando por lo micro se gana en experiencia para seguir avanzando, mientras en la dirección opuesta, seguiremos imponiendo fórmulas poco probadas, a tientas, sin saber qué, por qué, ni cómo.