Winston Churchill

 

 

¡ WINSTON HA VUELTO !

Con la declaración de guerra de Inglaterra a Alemania (el 3 de septiembre de 1939), el hombre que en 1929 había sido ignominiosamente separado de la Cancillería y que durante diez años fuera el "franco-tirador" en la Cámara de los Comunes, volvía inmediatamente al gobierno. Chamberlain acababa de confiarle el cargo de Lord del Almirantazgo: ese mismo cargo que Churchill había tenido que abandonar en 1915 después del desastre de los Dardanelos. "Winston is back" ("Winston ha vuelto") fue el mensaje que los Lores del Mar dirigieron la noche del 3 de septiembre a las tripulaciones de la flota, diseminadas por todos los océanos.

Churchill desplegó en este retorno a las funciones de gobierno su habitual dinamismo. Adopta una serie de medidas para la defensa de las naves inglesas contra los ataques de los submarinos alemanes; refuerza el sistema defensivo de las minas y trata de hacer impracticable para los transportes alemanes el curso del Rin. Fue bajo su dirección que la flota inglesa dio caza al acorazado alemán Graf Von Spee, que había cumplido múltiples empresas corsarias sobre los mares, y que fue hundido el 17 de diciembre de 1939 en el Río de la Plata. Pero esta vez, la guerra no se decidiría en el mar, ni mucho menos encontraría su decisión durante la permanencia de Churhill en el Almirantazgo. No obstante el crecimiento que había podido registrar después del acuerda naval anglo-alemán de 1935, la flota alemana se hallaba muy lejos de la potencia que tenía su antecesora de 1914; y la flota inglesa no podía ser protagonista de ninguna acción decisiva en momentos en que los alemanes detentaban la superioridad aérea. Pero era sobre todo el carácter que asumía la segunda guerra mundial en su primera fase, lo que impedía toda tentativa de acción resolutiva. Phoney war, la llamaron los ingleses; Drôle de guerre, los franceses; Sitzkrieg, los alemanes. Y éstas eran tres definiciones que, en una acepción ligeramente diversa, correspondiente a la idiosincrasia de los tres pueblos, individualizaban las características de una "extraña guerra" en el curso de la cual los contendientes no habían roto por completo sus relaciones. La "extraña guerra", antes que una fase de estancamiento de las operaciones militares, fue un momento de incertidumbre política. Podía preludiar una ruptura del pacto Ribbentrop-Stalin y la eventualidad de una coalición antisoviética: podía ser el preludio de una intensificación de la guerra en Occidente.

Este fue el camino elegido por Hitler: primero con la ocupación de Dinamarca y de Noruega (abril de 1940), y luego con el ataque desencadenado contra el frente occidental a través de Bélgica y Holanda. El mismo día en que Hitler iniciaba esta ofensiva (10 de mayo de 1940), Churchill dejaba el Almirantazgo para trasladarse al Nº 10 de Downing Street y asumir la dirección de gobierno. Jorge VI lo había designado sucesor de Chamberlain por consejo del mismo primer ministro renunciante. El gobierno Chamberlain, débil ya por la escasa preparación con que había enfrentado la guerra, se debilitó aún más a consecuencia de los éxitos de la operación que Hitler había emprendido en la Europa septentrional. El diputado conservador independiente, Leo Amery había apostrofado al primer ministro que prometía, después del pacto de Munich, una era de paz, con las famosas palabras dirigidas por Cromwell al Parlamento: "Hace demasiado tiempo que estáis en el cargo, por el escaso bien que habéis cumplido. Retiraos, os pido; que esto termine con vos! En nombre de Dios, retiraos!". El sucesor no podía ser sino aquel que, sin ser escuchado, había predicado contra toda ilusión, había rechazado la política de pacificación con Hitler, había recomendado la formación de una coalición preventiva y estable contra el hitlerismo. La absoluta naturalidad de esta elección se incorporó a la leyenda nacional con el informe que Churchill dio -con escueto humor británico y en su historia de la segunda guerra mundial- del coloquio que mantuvo con el rey al confiarle la formación del nuevo ministerio: era una grave elección que se cumplía en una hora decisiva, y ni a ésta ni a aquélla parece que este coloquio se haya referido explícitamente. Churchill había pasado ya los sesenta y cinco años cuando fue designado primer ministro, después de haber afrontado la responsabilidad de los más diversos cargos. Llegaba al poder en el momento más duro de la historia de Inglaterra. Tenía que hacer frente a problemas de dirección política y militar de gravísima responsabilidad. E hizo frente a ellos con la soltura de quien desde hacía mucho tiempo se hubiera preparado cuidadosamente y se moviera completamente a sus anchas en esa atmósfera saturada de dificultarles. Su primera preocupación fue robustecer la dirección del gobierno y transformar el gabinete conservador en un gabinete de coalición, con la participación de los laboristas y los liberales que aceptaron su invitación y acordaron lo que pocos días antes le habían negado a Chamberlain. Este último continuaba en el gobierno con el título poco menos que representativo de Lord Presidente del Consejo Privado, mientras Eden, ex ministro de Relaciones Exteriores, renunciante como protesta contra la política de apaciguamiento, era llamado a integrarlo en calidad de ministro de Guerra. Toda la estructura del gobierno quedaba transformada con la creación, en su propio seno, de un "gabinete de guerra" compuesto por Churchill y además, por Chamberlain y el ministro Halifax, ambos Conservadores, y por los laboristas Attlee y Greenwood. Churchill ejercía pleno dominio sobre el gobierno. Ministro de Defensa, Presidente del Consejo, trabajaba en directo contacto con los jefes de Estado Mayor del Ejército, de la Marina y la Aviación.

Churchill quería extraer todas las enseñanzas posibles de lo que había denunciado como las deficiencias de la conducción en la primera guerra mundial, en el cursor de la cual los militares de carrera habían ejercido un poder excesivamente fuerte en relación con los políticos. Parecía también querer encarnar ese ideal de estadista-guerrero-orador político, que traía de su propia tradición familiar, pero cuya actualidad reverdecía ahora por el carácter total y masivo de la guerra moderna.

Si Lloyd George, durante la primera guerra mundial, había aparecido como un primer ministro no desprovisto de tentaciones autoritarias y dotado de escaso respeto por sus colegas del ministerio por él presidido, Churchill solo, tenía una autoridad excesivamente mayor que la de su predecesor galés y amigo. La suma de Poderes concentrada en sus manos no tenía precedentes en la historia parlamentaria de Inglaterra. La Cámara de los Comunes seguía siendo la instancia suprema de la vida política, pero raras veces la visitó Churchill durante la guerra. Eran los ministros de su gabinete quienes respondían a las interpelaciones y presidían la aprobación dé las medidas legislativas: Churchill sólo se presentó en las grandes ocasiones, para pronunciar discursos de particular solemnidad destinados a repercutir mucho más allá de esos muros. Pero en tanto, mientras se producía la reestructuración del gobierno, Churchill tuvo que tomar, de inmediato decisiones de carácter militar. La ofensiva alemana, sustentada en el empleo conjunto de la aviación y de los tanques, había destrozado el frente occidental y separado del grueso de las fuerzas francesas a las tropas situadas en la aparte septentrional del frente, de las que formaba parte un contingente inglés, y las empujaba hacia el mar. Fracasada una contraofensiva destinada a restablecer el contacto entre los dos sectores, Churchill dispuso el reembarco de las tropas y su regreso a Inglaterra. La operación culminó con un éxito parcial. Protegida por la Real Fuerza Aérea, que por primera vez demostró estar en condiciones de disputar el dominio del cielo a la Luftwaffe, la marina inglesa, empleando unas mil naves de todo tipo, pudo evacuar de las playas de Dunkerque cerca de 335.000 hombres, entre franceses e ingleses. Pero probablemente influyó, en el éxito de la operación, el hecho de que Hitler no quisiera forzar demasiado la mano, porque consideraba aún posible, una vez obtenida la capitulación de Francia una paz de compromiso con Inglaterra.

Era justamente lo que Churchill estaba dispuesto a rechazar con la más firme decisión. No faltaban en Inglaterra los grupos económicos y políticos favorables al plan de Hitler de asegurarse el dominio sobre el continente europeo a cambio de su reconocimiento de la estabilidad del Imperio Británico. El grupo de los conservadores de Cliveden, que había intrigado con el embajador alemán Dirksen hasta septiembre de 1939, tenía ramificaciones hasta en los círculos financieros, en los ambientes políticos, periodísticos, eclesiásticos, y aún no había abandonado sus planes. Pero la decisión de Churchill de quemar todas las naves a sus espaldas e iniciar, contra una Alemania mucho más poderosa, una guerra sin cuartel, descansaba sobre una conciencia realista de las relaciones de fuerza en el tablero de la política mundial.

Churchill desmintió en su historia de la segunda guerra mundial haber dicho en 1944 al general Georges, ex comandante en jefe de las fuerzas francesas, que el armisticio de Francia con Alemania significaba un hecho afortunado para Inglaterra.

No reviste mayor interés restablecer la autenticidad del episodio, aun cuando se comprendan bien los motivos por los cuales Churchill pueda haberse rectificado de este modo. Lo que de cualquier modo parece cierto, es que para Churchill resultó bien claro desde el primer momento, que Hitler, en la medida en que era inducido a atacar a Inglaterra, caía en la contradicción más grave entre sus planes político-militares y la ejecución de la guerra. Renunciando a ocupar toda Francia y a asaltar a través de España, el Imperio colonial anglofrancés, Hitler evidenciaba que las demasiado rápidas victorias terrestres, en tanto no le habían dado aún una hegemonía segura sobre el continente europeo, lo ponían en la situación de hacerse promotor de una invasión a Inglaterra, para la cual sus fuerzas armadas, construidas en previsión de una guerra terrestre dirigida sobre todo contra la Unión Soviética, no estaban preparadas. Churchill comprendió, por lo tanto, que la concertación del pacto germano-soviético había introducido una contradicción en la conducta de guerra de Hitler, que no tardaría en estallar. Por eso sabía Churchil1 que un día no lejano ese pacto sería quebrado, como sabía y tenía confianza, en que un día también próximo, no bien hubiera superado la coyuntura electoral y hubiese sido reelecto presidente por tercera vez, Roosevelt intensificaría la corriente de ayuda a Inglaterra. Mientras tanto, debía recaer sobre Inglaterra el peso mayor, y era a ella a quien correspondía durar y resistir.

Fue con el valor nutrido por esta convicción que Churchill afrontó en el verano de 1940 la batalla aérea de Inglaterra, primera etapa de aquella operación "León marino", de invasión, que Göering había preparado para Hitler. Fue una batalla larga, dura, encarnizada, que se prolongó desde agosto de 1940 a 1a primavera de 1941 y conoció los momentos de mayor intensidad entre septiembre y noviembre de 1940, cuando durante cincuenta y siete días y cincuenta y siete noches consecutivas Londres fue blanco de ininterrumpidos y macizos ataques de millares de aviones alemanes. "Nunca en la historia tantos debieron tanto a tan pocos", fue la frase acuñada por Churchill para recordar el papel desempeñado por los aviadores ingleses que con sus Hurricane y sus Spitfire disputaban a los Stukas y a los Messerschmidt el cielo de la capital británica: los hombres cuyo restringido número hacía tan expuesta su preciosa vida y que infligieron a la flota aérea alemana ya sus tripulaciones pérdidas tales que no pudieron ser nunca colmadas. Fueron otras también, sin embargo, las causas de la victoria. Entre éstas, más que la primera aplicación del radar, que permitía la individualización de las grandes formaciones de aviones alemanes, deben tenerse en cuenta la serenidad y la firmeza con que la población londinense hizo frente a un ataque que desbarató su vida cotidiana, envolviendo en una misma destrucción el Palacio Real y los barrios populares, las fábricas y el Parlamento.

Ya desde el momento en que Churchill fue llamado a formar gobierno, una atmósfera de profunda solidaridad se había creado entre el pueblo inglés. "En el período que comenzó el 10 de mayo -escribió el historiador del socialismo G. D. H. Cole en su libro El Pueblo 1746-1946- la historia del pueblo inglés no puede separarse de la nación. La unidad tan frecuentemente promovida o auspiciada en los discursos de los políticos fue durante cierto período una realidad: pudo decirse, por una vez, que fueron pocos, en cualquier clase, los que no hicieron todo lo posible a favor de la comunidad. El programa inmediato prometido por las leyes anunciadas en el mes de mayo fue ejecutado: la cuota de la tasa sobre las ganancias excesivas fue aumentada en el 100 %; por un momento el interés público, en los límites impuestos por la naturaleza humana, sobrepasó al interés privado. No había tiempo para disensiones ni para recriminaciones. Después de Dunkerque, en todas las industrias de capital importancia, los operarios trabajaron todas las horas que les permitían sus fuerzas físicas, a menudo mucho más de lo aconsejado por el buen sentido. Poco a poco se fue introduciendo cierto orden en la organización del esfuerzo bélico de las industrias. Los servicios de protección antiaérea fueron realizados con entusiasmo, frecuentemente por hombres y mujeres que volvían de su trabajo, tras noches enteras pasadas en los refugios. Cuando el Ministerio de Guerra solicitó el concurso de 150.000 voluntarios para la vigilancia contra los lanzamientos de paracaidistas, se presentaron 750.000 para formar lo que se habría de convertir en la Home Guard (Guardia Territorial), y que en menos de un mes superó el millón de personas sin bajar en ningún momento de esta cantidad. También ésta era toda gente que ejecutaba su trabajo propio, aun encontrándose enrolada en un verdadero ejército".

En el planteamiento de la lucha para la defensa nacional, Churchill había rechazado, o por lo menos momentáneamente dejado de lado, los aspectos más reaccionarios de su personalidad política. De su diario contacto con la población de la ciudad bombardeada extraía la energía para reforzar hasta los límites extremos de las posibilidades humanas, su ya enorme capacidad de trabajo; en la altivez con que era recibido en los barrios heridos por la devastación encontraba la energía para anunciar el propio programa estratégico que no consistía en la pura y simple defensa de Londres, sino en la resistencia y en la lucha hasta la aniquilación del enemigo.

El carácter épico de la batalla aérea por la posesión de los cielos de Inglaterra no debe nublar, sin embargo, un rasgo extremadamente característico de la conducción de la guerra por parte de Churchill en este año de supremas dificultades: su estrategia imperial. Aun cuando los ataques aéreos se sucedían día y noche sobre la capital británica, devastando los barrios populares y convirtiendo en ruinas los edificios más representativas, Churchill no perdió nunca la convicción de que la operación "León Marino" no constituía la totalidad del conflicto y que la defensa de la metrópoli no podía agotar la salvaguarda de los intereses y del prestigio del Imperio. Así es como no vaciló en llevar a cabo actos que rozaban la temeridad, y en los cuales se refleja en forma significativa su concepción de la guerra.

Mientras sobre Inglaterra estaba pendiente aún el peligro de la invasión, encaró la ofensiva que el ejército italiano había iniciado en las fronteras de Egipto y que podía convertirse en una grave amenaza para el Medio Oriente, llave de paso del Imperio Británico. Desguarneció a Inglaterra de una parte de las fuerzas acorazadas para enviarlas a los campos de batalla de Egipto, a través del Cabo de Buena Esperanza. Guiadas por el general Wavel, estas tropas derrotaron con facilidad a un numeroso ejército italiano, mal dirigido y desprovisto de medios mecanizados, y rechazaron sus restos hasta el golfo de Sirtes.

Jefe político y militar, Churchill surgió en esta fase de la guerra con un gran temple de combatiente también en el plano moral. No sólo le correspondió a él, el más anciano en años y vida política de los "grandes" de la segunda guerra mundial, establecer la costumbre del hombre de gobierno que no se encierra ya en su propio despacho, sino que alterna frecuentemente la visita a los campos de batalla con los viajes a través del mundo para reunirse con los jefes de los países amigos. También en otro de los aspectos que la segunda guerra mundial mostró como guerra total -esto es, el encuentro ideológico y la batalla de las propagandas- el viejo líder conservador no estuvo a la zaga de ninguno de ellos, y su oratoria fue un arma poderosa para romper el aislamiento de Inglaterra y para aislar a sus enemigos. No sin razón un historiador alemán, Golo Mann, el hijo del autor de La montaña mágica, dijo que los discursos de Churchill permanecerán memorables "mientras la palabra humana siga teniendo validez". Pronunciados en la Cámara de los Comunes, o leídos ante los micrófonos de la BBC, precedidos por los rituales toques de tambor, signaron con dichos famosos las principales fases de la guerra y fueron un coeficiente decisivo para hacer de la batalla de Inglaterra una lucha por la libertad del mundo.

Goebbels hacía trasmitir por las ondas de Radio Berlín una cancioncilla que hizo escribir expresamente para envolver a Churchill en el descrédito y el sarcasmo; titulada Lügenlord (El Lord de las mentiras), decía: "Hay en Londres un hombrecillo, que no puede nunca decir la verdad. Con sólo abrir la boca le salen mentiras, y de esto todo el extranjero ríe". Sin embargo, el "extranjero" no se reía de Churchill. Aumentaba, antes bien, el número de los hombres que, en los países todavía neutrales u ocupados por los nazis, e incluso en los mismos países que formaban parte del eje, advertían la sobria inspiración de liberta que había detrás de la sanguínea fuerza de esos discursos. A la campaña descomedida y vulgar lanzada contra su persona por la propaganda nazi y fascista, Churchill respondía modelando, golpe tras golpe, un rasgo tras otro, un epíteto tras otro, el retrato de los dictadores que combatían contra él. Cuando se releen los discursos de Churchill de estos años, se advierte la habilidad del escritor que estrecha la mano del político, y se nota que el perfil de Hitler que ha entrado en la conciencia de los pueblos, ha nacido en gran parte de esta obra de retratista y polemista de Churchill. Y, al lado de Hitler, circundado siempre por una confusa aureola de desprecio más que de odio, Mussolini. "Un hombre, y solamente un hombre -dijo Churchill dirigiéndose directamente al pueblo italiano en la primavera de 1941- ha empujado a Italia al torbellino de la guerra. ¿Dónde ha conducido el Duce a sus compatriotas después de dieciocho años de dictadura? A sufrir los golpes del Imperio Británico en el mar, en los cielos y en Africa. Y también a llamar a Atila a través del Brenner, a Atila con su soldadesca desenfrenada y con sus bandas de esbirros". ¿Acaso preveía Churchill que estas caracterizaciones tan tajantes y tan eficaces habrían sido invocarlas como testimonios de descargo por las clases dirigentes que habían colaborado con Hitler y con Mussolini?

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