NACIMIENTO DE BOLIVAR
Cuando los Bolívar vivían en la lujosa mansión de
Caracas, don Juan Vicente vivía entregado a los deberes de su cargo y a la
administración de sus muchas haciendas, mientras que doña María se entregaba al cuidado
de sus hijos y de la casa, a la atención maternal de los criados que estaban a su
servicio, a la asistencia a misa en compañía de varias criadas, y a la organización de
aquellas elegantes reuniones que daban fama a su familia. En una de sus permanencias en la
casa solariega de Caracas ocurrió el hecho que haría saltar para siempre el apellido
Bolívar a las más brillantes páginas de la historia.
Era el mes de julio de 1783, y era la noche del día 24. En el hogar del matrimonio
Bolívar-Palacios abría los ojos al mundo el cuarto y último de sus hijos. La suave y
delicada doña María dió a luz un robusto varoncito que vino a colmar el orgullo del
casi sexagenario don Juan Vicente. Al igual que sus tres hermanos mayores, el pequeño fue
confiado para su alimentación a una nodriza, según era costumbre entre las ricas
familias. El privilegio de amamantar al benjamín de los Bolívar recayó en una robusta y
bonachona negra llamada Hipólita, a la que profesó un profundo cariño durante toda su
vida, llamándola madre y tratándola como tal. Desde el mismo momento de su nacimiento el
niño provocó una amistosa pero terca discusión entre su padre y su tío, don Feliciano
Palacios y Blanco, hermano de doña María, que iba a ser su padrino en la pila bautismal.
-Te digo que habiendo nacido en la noche en que se celebra la festividad del patrón de
España, lo justo es que el niño se llame Santiago- argumentaba don Feliciano.
-Y yo te digo que deseo continuar en mi hijo la tradición familiar en lo que respecta al
nombre. Se llamará Simón, que ha sido siempre nombre de gran relieve entre los Bolívar-
aseguraba don Juan Vicente.
-Pero me parece una absurda terquedad no querer seguir la costumbre de imponer a los
chiquillos el nombre del santo del día, y mucho más cuando es tan significativo como
Santiago.
-No insistas, Feliciano. Si tú eres el padrino, yo soy el padre y no pienso cambiar de
idea. Presiento que este niño ha de jugar un papel importante en su patria y quiero que
perpetúe el nombre de Simón- decidió rotundamente don Juan Vicente.
La discusión entre padre y padrino estaba todavía sobre el tapete cuando seis días
después del nacimiento, el 30 de julio, el niño fue llevado a la pila del bautismo. Pero
en el momento decisivo, fue don Juan Vicente quien ganó, y al niño se le impusieron los
nombres de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, según consta en fé de
bautismo que se conserva en la Catedral de Caracas. El sacerdote que le hizo cristiano fue
el doctor don Juan Félix Jerez y Aristeguieta, pariente de doña María, y se dice que
como espléndido regalo el padrino hizo donación al niño de una hacienda que ya por
entonces producía saneadas rentas, algo así como unos veinte mil duros anuales. El
pequeño Simón no tardó en mostrarse bien distinto de sus hermanos, incluso en lo
físico. Sólo con su hermana mayor, María Antonia, puede decirse que tenía semejanza.
Ambos eran muy morenos, de cabellos y ojos muy negros y gestos voluntariosos.
En cambio, Juana María y Juan Vicente tenían los cabellos rubios y los ojos azules, y su
carácter era delicado y dócil. Tal vez por ello Simón siempre se sintió lejos de sus
hermanos, conservando únicamente una cierta compenetración con María Antonia,
sentimiento que pese a todos los avatares perduró con el paso de los años.
La vida del matrimonio Bolívar y sus cuatro hijos transcurría plácidamente. EI
nacimiento del pequeño no alteró el ritmo de vida al que hasta entonces estaba entregada
la familia, porque en realidad el cuidado del chiquillo dependía de los criados negros, y
en especial de la buena Hipólita. En el palacio caraqueño, pues, seguían celebrándose
animadas reuniones y suntuosos bailes.
El niño crecía en edad y crecía también en personalidad, cada día más acusada, más
vigorosa y más rebelde. Le gustaba escuchar los cantos nostálgicos de los negros cuando
al caer la noche se reunían en su patio para enviar al aire los sones tradicionales de su
raza. Esta era una de las distracciones favoritas del niño.
-No está bien que amito Simón aún esté levantado - decía Hipólita.- Hay que ir a
dormir. Es muy tarde.
-¿Por, qué los niños no pueden ser como los mayores?
-Pues ... no sé, porque no- respondía la apurada nodriza.
-Quiero ser mayor- decía resueltamente el niño.
-Ya lo serás, amito Simón, y entonces podrás hacer lo que quieras.
La verdad es que ya entonces hacía Simón lo que quería, porque difícil era dominarle
cuando a él se le antojaba una cosa.
Un día, 19 de enero de 1786, cuando aún no había cumplido los tres años, el hogar de
los Bolívar sufrió una pérdida irreparable. Don Juan Vicente, el padre, moría a los
sesenta años, dejando tras sí una joven viuda de veintiocho años, cuatro hijos menores
y una inmensa fortuna repartida en diversas propiedades. No cabe duda que la carga caída
de pronto sobre los frágiles hombros de doña María había de resultar muy pesada. La
joven señora tuvo que aplicarse a la complicada administración de la vastísima hacienda
heredada y a la no menos complicada educación de sus hijos, quienes debían de estar en
todo a la altura de su ilustre apellido. En ambas tareas, harto delicadas, doña María se
vio asesorada y aconsejada, conforme a las disposiciones hechas por su esposo, por su
propio padre, el señor Palacios.
La muerte de su padre no hizo demasiada mella en el ánimo de Simón. Su escasa edad no le
permitía calibrar el alcance de aquella pérdida que, sin embargo, era muy importante en
su vida, pues con ella puede decirse que perdía una influencia que hubiera podido ser
decisiva en su formación.
Aparte, parte de la tutoría que sobre él ejercía por derecho su madre, como el niño
era propietario de la importante hacienda que le regaló su padrino, ya fallecido
también, la Audiencia de Santo Domingo le nombró un tutor para que administrase su
propiedad. El cargo recayó en un joven de treinta y pico de años, hombre muy enérgico,
llamado Miguel José Sanz, que ejercía con gran éxito la abogacía en Caracas y que era
un buen consejero de la familia.
A pesar de su juventud, doña María se alejó de todo cuanto había constituido su alegre
vida anterior y se encerró en una vida de reclusión, austera y de trabajo, como
correspondía a una dama viuda, de su linaje.
Las temporadas en el palacio caraqueño dejaron de ser animadas y sociales, y en cambio se
hicieron mucho más largas las estancias en los Valles de Aragua, en la espléndida
hacienda de San Mateo, donde entre riquísimas plantaciones se alzaba la bella casa
familiar de los Bolívar. Fue aquí donde el niño, que ya empezaba a tener edad para
saber apreciar las cosas, y mucho más, teniendo en cuenta su despierta inteligencia,
comenzó a amar la naturaleza y la libertad. El chiquillo era revoltoso, de temperamento
inquieto, de carácter indómito. La vida al aire libre era mucho más adecuada para sus
ansias que las horas pasadas en las lujosas habitaciones del palacio de Caracas. Se
erigió en capitán de los demás chiquillos de la hacienda, hijos de los indios, de los
mestizos, de los criollos y de los esclavos negros que trabajaban en las plantaciones y en
otros menesteres, y organizaba sus juegos y correrías. Incluso sus hermanos se unían a
veces a él y le seguían como si en vez de ser el más pequeño, fuese el mayor de ellos.
Correteaba a sus anchas por los inmensos bosques, se bañaba y pescaba en los ríos y
riachuelos, aprendió a cazar y a cabalgar a lomos de un gracioso borriquillo, y
participaba de los cantos y los bailes de los criados negros con una gracia especial que
encandilaba a los pobres esclavos quienes sentían una devoción profunda por aquel niño
al que llamaban amito Simón. Y le querían porque el chiquillo jugaba con sus propios
hijos y no le importaba mezclarse entre ellos y tratarles afectuosamente, sin distinguir
razas ni color.
Era feliz. Nadie podía sujetarle. Hacía cuanto le agradaba. La sólida posición de su
familia le permitía tener cuantos caprichos le apetecía. Por ello el niño era cada día
más descarado, más terco, más rebelde, más salvaje.
Era como si se creyese en posesión del mundo, porque en realidad el mundo que le rodeaba
estaba totalmente a sus pies.
-Simoncito es mi constante preocupación- se quejaba a sus allegados la bondadosa doña
María. Este niño necesita una mano más dura que la mía para que domine sus impulsos o
no sé que será de él.
-Desde luego -asentía uno de sus hermanos-, a pesar de su corta edad, la energía de su
carácter es, desbordante y dudo mucho de que tú puedas ser el freno que necesita.
-Es imprescindible poner remedio a esto, porque creo que el exceso de mimo Y la vida
regalada que hasta ahora ha tenido, han estropeado a nuestro Simoncito -argumentaba la
madre-. Sin la ayuda que mi querido esposo me hubiera proporcionado en esta difícil
tarea, me veo impotente para dominar al niño y he decidido confiarlo a su tutor, don
Miguel José Sanz. El es el único que puede tirar de las riendas a este caballito
desbocado.
Y fue así como el niño pasó a vivir en casa del abogado Sanz. La medida parecía buena,
prudente y sabia, porque el letrado tenía fama de enérgico y justo. Pero con lo que
nadie contaba es que el carácter rebelde del niño no era, ni mucho menos, consecuencia
del ambiente, sino que era el reflejo del extraordinario genio que dentro de sí llevaba
desde la cuna. Nada ni nadie podría arrancar esos destellos que la naturaleza concede a
los elegidos, y por tanto nada ni nadie podría cambiar el temperamento arrebatado y
turbulento del pequeño Bolívar. Su tutor no tardó en darse cuenta de que se le había
confiado una tarea agotadora, pero se dispuso a llevarla a efecto con su mejor voluntad,
por lo que se convirtió en campanero del niño.
Del tiempo pasado en casa de Sanz se cuentan varias anécdotas que en su día hicieron
exclamar al tutor: "Simón es un niño que posee un extraordinario vigor y que para
todo tiene una pronta respuesta". En efecto, una mañana, tutor y pupilo salieron a
dar un paseo como solían hacer muchos días. Sanz montaba un caballo de pura sangre y
Simón un borriquillo, pues sus pocos años no le permitían aún cabalgar de verdad. Pero
el niño, que siempre se había mostrado ambicioso y puntilloso, no se contentó con ir al
paso del caballo de su tutor. Quiso adelantarle. Picó con sus piernas al pobre borrico
que empezó a moverse de tal forma que puso en peligro la estabilidad del niño.
-Ten cuidado, Simón, que vas a caerte - le advirtió Sanz y añadió: me temo que nunca
serás un buen jinete.
-¿Y cómo quiere usted que pueda ser un buen jinete montando un pobre borrico que ni
siquiera tiene fuerzas para cargar leña?- replicó vivamente el niño, con su amor propio
herido.
Otro día, por lo visto, se habían enzarzado en alguna discusión sin demasiada
importancia. De pronto, sonriendo, el tutor exclamó, sin duda aludiendo a la fogosidad de
su temperamento:
-Eres igual que un barrilito de pólvora.
-Pues tenga cuidado, señor, no se me acerque demasiado. Puedo estallar - respondió el
chiquillo con una espontaneidad sorprendente.
Y así, en un tira y afloja constante por parte del tutor Sanz, y en una tira siempre por
parte del pupilo, transcurrieron dos años. Al cabo de este tiempo, el inteligente abogado
se dió por vencido y devolvió al niño al hogar materno.
-Lo siento, señora -explicó a doña María-, la tutoría de su hijo me ocupa demasiado
tiempo, mucho más del que puedo dedicarle. Además, no creo que mi gestión diese ningún
resultado. Dos años a su lado me han convencido que el pequeño rebelde no tiene remedio,
o al menos, yo no sé encontrarlo.
-¿Quiere usted decir que renuncia a su educación? - preguntó angustiada la madre.
-Así es, señora. En mi opinión, sólo usted puede saber lo que al chiquillo conviene.
Yo no puedo dedicar todo mi tiempo a Simón, pues la verdad es que, con la viveza de su
carácter ha logrado absorber todas mis horas.
De nuevo se vio entre los suyos, más libre que nunca y más feliz que nunca. Reemprendió
sus correrías por la hacienda y sus fechorías como capitán de la pandilla que le
seguía. Su madre le regaló un bonito caballo sobre el que aprendió a montar como un
consumado jinete, bajo la enseñanza del capataz de la hacienda que adoraba a su amito
Simón. El chiquillo contaba entonces apenas ocho años de edad.
En Caracas existían buenas escuelas en donde se educaba la elegante juventud criolla,
pero esta educación nunca alcanzaba grados superiores. Es por esto por lo que don Juan
Vicente siempre había acariciado la idea de que sus hijos estudiaran en España, al igual
que solían hacer todos los hijos de las ricas familias criollas. Pero la muerte del padre
truncó estos sueños. No obstante, doña María, que conocía bien los deseos de su
esposo, pensó realizarlos ella cuando llegara el momento oportuno. Entretanto intentó
inclinar al pequeño Simón hacia el estudio, cosa que resultó del todo imposible, pues
el niño se resistía a ser instruido mientras que se entregaba con todo entusiasmo a los
juegos y diversiones.
Corría el año de 1792 cuando, según cuentan los escritos de la época, el día 13 de
mayo doña María realizó uno de los muchos viajes que hacía a caballo desde la hacienda
de San Mateo hasta Caracas. La joven viuda siempre había sido de naturaleza frágil, pero
su salud no parecía estar en peligro. Sin embargo, tal vez debido a las muchas
responsabilidades que con la viudedad habían caído sobre ella, al agotador trabajo o a
los problemas relacionados con la educación de sus cuatro hijos, se le declaró una
tuberculosis laríngea. Dos meses más tarde, el 6 de julio, a punto de cumplirse los
nueve años de su hijo Simón, doña María Palacios y Blanco murió.
Huérfanos ya los cuatro hermanos de Bolívar, se hizo cargo de ellos el abuelo Palacios.
Pero esta tutela fue muy corta, porque pocos meses después, el destino implacable
arrebató la vida del anciano, dejando cada vez más al descubierto la soledad familiar
del niño, que desde su nacimiento parecía destinado a ir de mano en mano, en una
sucesión de tutorías que en realidad a nada bueno podían conducirle, aunque ciertamente
ninguna de ellas ejerció una influencia importante en su temperamento de natural muy
definido. A su lado, la única persona que fiel y constante velaba por el pequeño, con un
celo y un cariño incomparables, era la negra Hipólita, la nodriza que hizo de madre
cuando falleció doña María.
A la muerte del abuelo Palacios y tras un consejo familiar en la hacienda de San Mateo,
don Carlos Palacios y Blanco, hermano de la madre, se hizo cargo de la tutoría del
pequeño. Con ello se abría una nueva etapa en la vida de Bolívar, etapa que había de
ser indudablemente mucho más importante y decisiva que la vivida hasta entonces. Puede
decirse que Simón Bolívar iba ya a dejar la inquieta y turbulenta infancia, para
ascender el nuevo escalón de la adolescencia.
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