DISCURSO DE BOLIVAR ANTE EL CONGRESO DE ANGOSTURA
Discurso publicado en el Correo del Orinoco, números 19,
20, 21 y 22 del 20 de febrero al 13 de marzo de 1819. El Libertador, en carta de Tunja de
26 de marzo de 1820, escribía lo siguiente al general Santander: «Mando a usted la
Gaceta. Número 22, para la continuación de mi discurso; en ella es menester tomar el
mayor interés en sus enmendaduras, porque lo he hecho en el mayor desorden, pero lo que
está borrado debe no ponerse. Lo que está subrayado, como son las expresiones de
Montesquieu, que se ponga en letra bastardilla, y la divisa en letra mayúscula»
La reproducción la hizo Nicomedes Lora en la imprenta de B. Espinosa, año de 1820.
Nosotros hemos adoptado la versión del Correo del Orinoco.
1819
Señor. ¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la
soberanía nacional para que ejerza su voluntad absoluta! Yo, pues, me cuento entre los
seres más favorecidos de la Divina Providencia, ya que he tenido el honor de reunir a los
representantes del pueblo de Venezuela en este augusto Congreso, fuente de la autoridad
legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del destino de la nación.
Al trasmitir a los representantes del pueblo el Poder Supremo que se me había confiado,
colmo los votos de mi corazón, los de mis conciudadanos y los de nuestras futuras
generaciones, que todo lo esperan de vuestra sabiduría, rectitud y prudencia. Cuando
cumplo con este dulce deber, me liberto de la inmensa autoridad que me agobiaba, como de
la responsabilidad ilimitada que pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente una
necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del pueblo, me habría sometido al
terrible y peligroso encargo de Dictador Jefe Supremo de la República. ¡Pero ya respiro
devolviéndoos esta autoridad, que con tanto riesgo, dificultad y pena he logrado mantener
en medio de las tribulaciones más horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social!
No ha sido la época de la República, que he presidido, una mera tempestad política, ni
una guerra sangrienta, ni una anarquía popular, ha sido, sí, el desarrollo de todos los
elementos desorganizadores; ha sido la inundación de un torrente infernal que ha
sumergido la tierra de Venezuela. Un hombre, ¡y un hombre como yo!, ¿qué diques podría
oponer al ímpetu de estas devastaciones? En medio de este piélago de angustias no he
sido más que un vil juguete del huracán revolucionario que me arrebataba como una débil
paja. Yo no he podido hacer ni bien ni mal; fuerzas irresistibles han dirigido la marcha
de nuestros sucesos; atribuírmelos no sería justo y sería darme una importancia que no
merezco. ¿Queréis conocer los autores de los acontecimientos pasados y del orden actual?
Consultad los anales de España, de América, de Venezuela; examinad las Leyes de Indias,
el régimen de los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio
extranjero; observad los primeros actos del gobierno republicano, la ferocidad de nuestros
enemigos y el carácter nacional. No me preguntéis sobre los efectos de estos trastornos
para siempre lamentables; apenas se me puede suponer simple instrumento de los grandes
móviles que han obrado sobre Venezuela; sin embargo, mi vida, mi conducta, todas mis
acciones públicas y privadas están sujetas a la censura del pueblo. ¡Representantes!
Vosotros debéis juzgarlas. Yo someto la historia de mi mando a vuestra imparcial
decisión; nada añadiré para excusarla; ya he dicho cuanto puede hacer mi apología. Si
merezco vuestra aprobación, habré alcanzado el sublime título de buen ciudadano,
preferible para mí al de Libertador que me dio Venezuela, al de Pacificador que me dio
Cundinamarca, y a los que el mundo entero puede dar.
¡Legisladores!
Yo deposito en vuestras manos el mando supremo de Venezuela. Vuestro es ahora el augusto
deber de consagraros a la felicidad de la República; en vuestras manos está la balanza
de nuestros destinos, la medida de nuestra gloria, ellas sellarán los decretos que fijen
nuestra libertad. En este momento el Jefe Supremo de la República no es más que un
simple ciudadano; y tal quiere quedar hasta la muerte. Serviré, sin embargo, en la
carrera de las armas mientras haya enemigos en Venezuela. Multitud de beneméritos hijos
tiene la patria capaces de dirigirla, talentos, virtudes, experiencia y cuanto se requiere
para mandar a hombres libres, son el patrimonio de muchos de los que aquí representan el
pueblo; y fuera de este Soberano Cuerpo se encuentran ciudadanos que en todas épocas han
mostrado valor para arrostrar los peligros, prudencia para evitarlos, y el arte, en fin,
de gobernarse y de gobernar a otros. Estos ilustres varones merecerán, sin duda, los
sufragios del Congreso y a ellos se encargará del gobierno, que tan cordial y
sinceramente acabo de renunciar para siempre.
La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término
de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas
populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo
ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo;
de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la
libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo
magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente.
Ya, pues, que por este acto de mi adhesión a la libertad de Venezuela puedo aspirar a la
gloria de ser contado entre sus más fieles amantes, permitidme, señor, que exponga con
la franqueza de un verdadero republicano mi respetuoso dictamen en este Proyecto de
Constitución que me tomo la libertad de ofreceros en testimonio de la sinceridad y del
candor de mis sentimientos. Como se trata de la salud de todos, me atrevo a creer que
tengo derecho para ser oído por los representantes del pueblo. Yo se muy bien que vuestra
sabiduría no ha menester de consejos, y sé también que mi proyecto acaso, os parecerá
erróneo, impracticable. Pero, señor, aceptad con benignidad este trabajo, que más bien
es el tributo de mi sincera sumisión al Congreso que el efecto de una levedad
presuntuosa. Por otra parte, siendo vuestras funciones la creación de un cuerpo político
y aun se podría decir la creación de un sociedad entera, rodeada de todos los
inconvenientes que presenta una situación la más singular y difícil, quizás el grito
de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido.
Echando una ojeada sobre lo pasado, veremos cuál es la base de la República de
Venezuela.
Al desprenderse América de la Monarquía Española, se ha encontrado, semejante al
Imperio Romano, cuando aquella enorme masa, cayó dispersa en medio del antiguo mundo.
Cada desmembración formó entonces una nación independiente con forme a su situación o
a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer
sus primeras asociaciones. Nosotros ni aun conservamos los vestigios de lo que fue en otro
tiempo; no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y
los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el
conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el
país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el
más extraordinario y complicado. Todavía hay más; nuestra suerte ha sido siempre
puramente pasiva, nuestra existencia política ha sido siempre nula y nos hallamos en
tanta más dificultad para alcanzar la libertad, cuanto que estábamos colocados en un
grado inferior al de la servidumbre; porque no solamente se nos había robado la libertad,
sino también la tiranía activa y doméstica. Permítaseme explicar esta paradoja. En el
régimen absoluto, el poder autorizado no admite límites. La voluntad del déspota, es la
ley suprema ejecutada arbitrariamente por los subalternos que participan de la opresión
organizada en razón de la autoridad de que gozan. Ellos están encargados de las
funciones civiles, políticas, militares y religiosas, pero al fin son persas los
sátrapas de Persia, son turcos los bajáes del gran señor, son tártaros los sultanes de
la Tartaria. China no envía a buscar mandarines a la cuna de Gengis Kan que la
conquistó. Por el contrario, América, todo lo recibía de España que realmente la
había privado del goce y ejercicio de la tiranía activa; no permitiéndonos sus
funciones en nuestros asuntos domésticos y administración interior. Esta abnegación nos
había puesto en la imposibilidad de conocer el curso de los negocios públicos; tampoco
gozábamos de la consideración personal que inspira el brillo del poder a los ojos de la
multitud, y que es de tanta importancia en las grandes revoluciones. Lo diré de una vez,
estábamosabstraídos, ausentes del universo, en cuanto era relativo a la ciencia del
gobierno.
Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no
hemos podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud. Discípulos de tan perniciosos
maestros las lecciones que hemos recibido, y los ejemplos que hemos estudiado, son los
más destructores. Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza; y por el
vicio se nos ha degradado más bien que por la superstición. La esclavitud es la hija de
las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la
ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia, de hombres ajenos de
todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras
ilusiones; toman la licencia por la libertad; la traición por el patriotismo; la venganza
por la justicia. Semejante a un robusto ciego que, instigado por el sentimiento de sus
fuerzas, marcha con la seguridad del hombre más perspicaz, y dando en todos los escollos
no puede rectificar sus pasos. Un pueblo pervertido si alcanza su libertad, muy pronto
vuelve a perderla; porque en vano se esforzarán en mostrarle que la felicidad consiste en
la práctica de la virtud; que el imperio de las leyes es más poderoso que el de los
tiranos, porque son más inflexibles, y todo debe someterse a su benéfico rigor; que las
buenas costumbres, y no la fuerza, son las columnas de las leyes; que el ejercicio de la
justicia es el ejercicio de la libertad. Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más
ímproba cuanto que tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del
error, y por incentivos nocivos. «La libertad-dice Rousseau es un alimento suculento,
pero de difícil digestión». Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer
su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad.
Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las
mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿eran capaces de marchar con
pasos firmes hacia el augusto templo de la libertad? ¿Serán capaces de admirar de cerca
sus espléndidos rayos y respirar sin opresión el éter puro que allí reina?
Meditad bien vuestra elección, legisladores. No olvidéis que vais a echar los
fundamentos a un pueblo naciente que podrá elevarse a la grandeza que la naturaleza le ha
señalado, si vosotros proporcionáis su base al eminente rango que le espera. Si vuestra
elección no está presidida por el genio tutelar de Venezuela que debe inspiraros el
acierto de escoger la naturaleza y la forma de gobierno que vais a adoptar para la
felicidad del pueblo; si no acertáis, repito, la esclavitud será el término de nuestra
transformación.
Los anales de los tiempos pasados os presentarán millares de gobiernos. Traed a la
imaginación las naciones que han brillado sobre la tierra, y contemplaréis afligidos que
casi toda la tierra ha sido, y aún es, víctima de sus gobiernos. Observaréis muchos
sistemas de manejar hombres, mas todos para oprimirlos; y si la costumbre de mirar al
género humano conducido por pastores de pueblos, no disminuyese el horror de tan chocante
espectáculo, nos pasmaríamos al ver nuestra dócil especie pacer sobre la superficie del
globo como viles rebaños destinados a alimentar a sus crueles conductores. La naturaleza,
a la verdad, nos dota al nacer del incentivo de la libertad; mas sea pereza, sea
propensión inherente a la humanidad, lo cierto es que ella reposa tranquila aunque ligada
con las trabas que le imponen. Al contemplarla en este estado de prostitución, parece que
tenemos razón para persuadirnos que, los más de los hombres tienen por verdadera aquella
humillante máxima, que más cuesta mantener el equilibrio de la libertad que soportar el
peso de la tiranía.
¡Ojalá que esta máxima contraria a la moral de la naturaleza, fuese falsa! ¡Ojalá que
esta máxima no estuviese sancionada por la indolencia de los hombres con respecto a sus
derechos más sagrados!
Muchas naciones antiguas y modernas han sacudido la opresión; pero son rarísimas las que
han sabido gozar de algunos preciosos momentos de libertad; muy luego han recaído en sus
antiguos vicios políticos; porque son los pueblos, más bien que los gobiernos, los que
arrastran tras sí la tiranía. El hábito de la dominación, los hace insensibles a los
encantos del honor y de la prosperidad nacional; y miran con indolencia la gloria de vivir
en el movimiento de la libertad, bajo la tutela de leyes dictadas por su propia voluntad.
Los fastos del universo proclaman esta espantosa verdad.
Sólo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad; pero ¿cuál
es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia?
¿Y no se ha visto por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y
poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de China?
¿Qué República ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿El Imperio
Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene Francia catorce siglos de monarquía? ¿Quién
es más grande que Inglaterra? Estas naciones, sin embargo, han sido o son aristocracias y
monarquías.
A pesar de tan crueles reflexiones, yo me siento arrebatado de gozo por los grandes pasos
que ha dado nuestra República al entrar en su noble carrera. Amando lo más útil,
animada de lo más justo, y aspirando a lo más perfecto al separarse Venezuela de la
nación española, ha recobrado su independencia, su libertad, su igualdad, su soberanía
nacional. Constituyéndose en una República democrática, proscribió la monarquía, las
distinciones, la nobleza, los fueros, los privilegios; declaró los derechos del hombre,
la libertad de obrar, de pensar, de hablar y de escribir. Estos actos eminentemente
liberales jamás serán demasiado admirados por la pureza que los ha dictado. El primer
Congreso de Venezuela ha estampado en los anales de nuestra legislación con caracteres
indelebles, la majestad del pueblo dignamente expresada, al sellar el acto social más
capaz de formar la dicha de una nación. Necesito de recoger todas mis fuerzas para sentir
con toda la vehemencia de que soy susceptible, el supremo bien que encierra en sí este
Código inmortal de nuestros derechos y de nuestras leyes. ¡Pero cómo osaré decirlo!
¿Me atreveré yo a profanar, con mi censura las tablas sagradas de nuestras leyes?... Hay
sentimientos que no se pueden contener en el pecho de un amante de la patria; ellos
rebosan agitados por su propia violencia, y a pesar del mismo que los abriga, una fuerza
imperiosa los comunica. Estoy penetrado de la idea de que el gobierno de Venezuela debe
reformarse; y que aunque muchos ilustres ciudadanos piensan como yo, no todos tienen el
arrojo necesario para profesar públicamente la adopción de nuevos principios. Esta
consideración me insta a tomar la iniciativa en un asunto de la mayor gravedad, y en que
hay sobrada audacia en dar avisos a los consejeros del pueblo.
Cuanto más admiro la excelencia de la Constitución federal de Venezuela, tanto más me
persuado de la imposibilidad de su aplicación a nuestro estado. Y, según mi modo de ver,
es un prodigio que su modelo en el Norte de América subsista tan prósperamente y no se
trastorne al aspecto del primer embarazo o peligro. A pesar de que aquel pueblo es un
modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral; no obstante que la
libertad ha sido su cuna, se ha criado en la libertad, y se alimenta de pura libertad; lo
diré todo, aunque Bajo de muchos respectos, este pueblo es único en la historia del
género humano es un prodigio, repito, que un sistema tan débil y complicado como el
federal haya podido regirlo en circunstancias tan difíciles y delicadas como las pasadas.
Pero sea lo que fuere de este gobierno con respecto a la nación norteamericana, debo
decir, que ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de los
Estados tan distintos como el inglés americano y el americano español. ¿No sería muy
difícil aplicar a España el Código de libertad política, civil y religiosa de
Inglaterra? Pues aun es más difícil adaptar en Venezuela las leyes de Norteamérica.
¿No dice el Espíritu de las Leyes que éstas deben ser propias para el pueblo que se
hacen? ¿Que es una gran casualidad que las de una nación puedan convenir a otra? ¿Que
las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno,
a su situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos? ¿Referirse al grado
de libertad que la Constitución puede sufrir, a la religión de los habitantes, a sus
inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus
modales? ¡He aquí el Código que debíamos consultar, y no el de Washington!
La Constitución venezolana sin embargo de haber tomado sus bases de la más perfecta, si
se atiende a la corrección de los principios y a los efectos benéficos de su
administración, difirió esencialmente de la americana en un punto cardinal y, sin duda,
el más importante. EL Congreso de Venezuela como el americano participa de algunas de las
atribuciones del Poder Ejecutivo. Nosotros, además, subdividimos este Poder habiéndolo
sometido a un cuerpo colectivo sujeto, por consiguiente, a los inconvenientes de hacer
periódica la existencia del gobierno, de suspenderla y disolverla siempre que se separan
sus miembros. Nuestro triunvirato carece, por decirlo, de unidad, de continuación y de
responsabilidad individual; está privado de acción momentánea, de vida continua, de
uniformidad real, de responsabilidad inmediata y un gobierno que no posee cuanto
constituye su moralidad, debe llamarse nulo.
Aunque las facultades del Presidente de los Estados Unidos están limitadas con
restricciones excesivas, ejerce por sí solo todas las funciones gubernativas que la
Constitución le atribuye, y es indudable que su administración debe ser más uniforme,
constante y verdaderamente propia, que la de un poder diseminado entre varios individuos
cuyo compuesto no puede ser sernos menos que monstruoso.
El poder judicial en Venezuela es semejante al americano, indefinido en duración,
temporal y no vitalicio, goza de toda la independencia que le corresponde.
El Primer Congreso en su Constitución federal más consultó el espíritu de las
provincias, que la idea sólida de formar una República indivisible y central. Aquí
cedieron nuestros legisladores al empeño inconsiderado de aquellos provinciales seducidos
por el deslumbrante brillo de la felicidad del pueblo americano, pensando que, las
bendiciones de que goza son debidas exclusivamente a la forma de gobierno y no al
carácter y costumbres de los ciudadanos. Y, en efecto, el ejemplo de los Estados Unidos,
por su peregrina prosperidad, era demasiado lisonjero para que no fuese seguido. ¿Quién
puede resistir al atractivo victorioso del goce pleno y absoluto de la soberanía, de la
independencia, de la libertad? ¿Quién puede resistir al amor que inspira un gobierno
inteligente que liga a un mismo tiempo, los derechos particulares a los derechos
generales; que forma de la voluntad común la ley suprema de la voluntad individual?
¿Quién puede resistir al imperio de un gobierno bienhechor que con una mano hábil,
activa, y poderosa dirige siempre, y en todas partes, todos sus resortes hacia la
perfección social, que es el fin único de las instituciones humanas?
Mas por halagüeño que parezca, y sea en efecto este magnifico sistema federativo, no era
dado a los venezolanos gozarlo repentinamente al salir de las cadenas. No estábamos
preparados para tanto bien; el bien, como el mal, da la muerte cuando es súbito y
excesivo. Nuestra constitución moral no tenía todavía La consistencia necesaria para
recibir el beneficio de un gobierno completamente representativo, y tan sublime que podía
ser adaptado a una república de santos.
¡Representantes del Pueblo! Vosotros estáis llamados para consagrar, o suprimir cuanto
os parezca digno de ser conservado, reformado, o desechado en nuestro pacto social. A
vosotros pertenece el corregir la obra de nuestros primeros legisladores; yo querría
decir, que a vosotros toca cubrir una parte de la belleza que contiene nuestro Código
político; porque no todos los corazones están formados para amar a todas las beldades;
ni todos los ojos, son capaces de soportar la luz celestial de la perfección. EL libro de
los Apóstoles, la moral de Jesús, la obra Divina que nos ha enviado la Providencia para
mejorar a los hombres, tan sublime, tan santa, es un diluvio de fuego en Constantinopla, y
el Asia entera ardería en vivas llamas, si este libro de paz se le impusiese
repentinamente por código de religión, de leyes y de costumbres.
Séame permitido llamar la atención del Congreso sobre una materia que puede ser de una
importancia vital. Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano
del norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de
Europa, pues que hasta España misma, deja de ser Europa por su sangre africana, por sus
instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana
pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con
el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo.
Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en
sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza
trae un reato de la mayor trascendencia.
Los ciudadanos de Venezuela gozan todos por la Constitución, intérprete de la
naturaleza, de una perfecta igualdad política. Cuando esta igualdad no hubiese sido un
dogma en Atenas, en Francia y en América, deberíamos nosotros consagrarlo para corregir
la diferencia que aparentemente existe. Mi opinión es, legisladores, que el principio
fundamental de nuestro sistema, depende inmediata y exclusivamente de la igualdad
establecida y practicada en Venezuela. Que los hombres nacen todos con derechos iguales a
los bienes de la sociedad, está sancionado por la pluralidad de los sabios; como también
lo está que no todos los hombres nacen igualmente aptos a la obtención de todos los
rangos; pues todos deben practicar la virtud y no todos la practican; todos deben ser
valerosos, y todos no lo son; todos deben poseer talentos, y todos no lo poseen. De aquí
viene la distinción efectiva que se observa entre los individuos de la sociedad más
liberalmente establecida. Si el principio de la igualdad política es generalmente
reconocido, no lo es menos el de la desigualdad física y moral. La naturaleza hace a los
hombres desiguales, en genio, temperamento, fuerzas y caracteres. Las leyes corrigen esta
diferencia porque colocan al individuo en la sociedad para que la educación, la
industria, las artes, los servicios, las virtudes, le den una igualdad ficticia,
propiamente llamada política y social. Es una inspiración eminentemente benéfica, la
reunión de todas las clases en un estado, en que la diversidad se multiplicaba en razón
de la propagación de la especie. Por este solo paso se ha arrancado de raíz la cruel
discordia. ¡Cuántos celos, rivalidades y odios se han evitado!
Habiendo ya cumplido con la justicia, con la humanidad, cumplamos ahora con la política,
con la sociedad, allanando las dificultades que opone un sistema tan sencillo y natural,
mas tan débil que el menor tropiezo lo trastorna, lo arruina. La diversidad de origen
requiere un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta
sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la
más ligera alteración.
El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible,
mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política. Por las leyes que
dictó el primer Congreso tenemos derecho de esperar que la dicha sea el dote de
Venezuela; y por las vuestras, debemos lisonjearnos que la seguridad y la estabilidad
eternizarán esta dicha. A vosotros toca resolver el problema. ¿Cómo, después de haber
roto todas las trabas de nuestra antigua opresión podemos hacer la obra maravillosa de
evitar que los restos de nuestros duros hierros no se cambien en armas liberticidas? Las
reliquias de la dominación española permanecerán largo tiempo antes que lleguemos a
anonadarlas; el contagio del despotismo ha impregnado nuestra atmósfera, y ni el fuego de
la guerra, ni el específico de nuestras saludables leyes han purificado el aire que
respiramos. Nuestras manos ya están libres, y todavía nuestros corazones padecen de las
dolencias de la servidumbre. EL hombre, al perder la libertad, decía Homero, pierde la
mitad de su espíritu.
Un gobierno republicano ha sido, es, y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la
soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de
la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios. Necesitamos de la
igualdad para refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las
opiniones políticas y las costumbres públicas. Luego, extendiendo la vista sobre el
vasto campo que nos falta por recorrer, fijemos la atención sobre los peligros que
debemos evitar. Que la historia nos sirva de guía en esta carrera. Atenas, la primera,
nos da el ejemplo más brillante de una democracia absoluta, y al instante, la misma
Atenas, nos ofrece el ejemplo más melancólico de la extrema debilidad de esta especie de
gobierno. El más sabio legislador de Grecia no vio conservar su República diez años, y
sufrió la humillación de reconocer la insuficiencia de la democracia absoluta para regir
ninguna especie de sociedad, ni con la más cuita, morígera y limitada, porque sólo
brilla con relámpagos de libertad. Reconozcamos, pues, que Solón ha desengañado al
mundo; y le ha enseñado cuán difícil es dirigir por simples leyes a los hombres.
La República de Esparta, que parecía una invención quimérica, produjo más efectos
reales que la obra ingeniosa de Solón. Gloria, virtud moral, y, por consiguiente, la
felicidad nacional, fue el resultado de la legislación de Licurgo. Aunque dos reyes en un
Estado son dos monstruos para devorarlo, Esparta poco tuvo que sentir de su doble trono,
en tanto que Atenas se prometía la suerte más espléndida, con una soberanía absoluta,
libre elección de magistrados, frecuentemente renovados. Leyes suaves, sabias y
políticas. Pisístrato, usurpador y tirano fue más saludable a Atenas que sus leyes; y
Pericles, aunque también usurpador, fue el más útil ciudadano. La República de Tebas
no tuvo más vida que la de Pelópidas y Epaminondas; porque a veces son los hombres, no
los principios, los que forman los gobiernos. Los códigos, los sistemas, los estatutos
por sabios que sean son obras muertas que poco influyen sobre las sociedades: ¡hombres
virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados constituyen las repúblicas!
La Constitución Romana es la que mayor poder y fortuna ha producido a ningún pueblo del
mundo; allí no había una exacta distribución de los poderes. Los Cónsules, el Senado,
el Pueblo, ya eran Legisladores, ya magistrados, ya Jueces; todos participaban de todos
los poderes. El Ejecutivo, compuesto de dos Cónsules, padecía el mismo inconveniente que
el de Esparta. A pesar de su deformidad no sufrió la República la desastrosa
discordancia que toda previsión habría supuesto inseparable de una magistratura
compuesta de dos individuos, igualmente autorizados con las facultades de un monarca. Un
gobierno cuya única inclinación era la conquista, no parecía destinado a cimentar la
felicidad de su nación. Un gobierno monstruoso y puramente guerrero, elevó a Roma al
más alto esplendor de virtud y de gloria; y formó de la tierra un dominio romano para
mostrar a los hombres de cuánto son capaces las virtudes políticas; y cuán diferentes
suelen ser las instituciones.
Y pasando de los tiempos antiguos a los modernos encontraremos a Inglaterra y a Francia
llamando la atención de todas las naciones, y dándoles lecciones elocuentes de toda
especie en materia de gobierno. La revolución de estos dos grandes pueblos, como un
radiante meteoro, ha inundado al mundo con tal profusión de luces políticas, que ya
todos los seres que piensan han aprendido cuáles son los derechos del hombre y cuáles
sus deberes; en qué consiste la excelencia de los gobiernos y en qué consisten sus
vicios. Todos saben apreciar el valor intrínseco de las teorías especulativas de los
filósofos y legisladores modernos. En fin, este astro, en su luminosa carrera, aun ha
encendido los pechos de los apáticos españoles, que también se han lanzado en el
torbellino político; han hecho sus efímeras pruebas de libertad, han reconocido su
incapacidad para vivir bajo el dulce dominio de las leyes y han vuelto a sepultarse en sus
prisiones y hogueras inmemoriales.
Aquí es el lugar de repetiros, legisladores, lo que os dice el elocuente Volney en la
dedicatoria de su Ruinas de Palmira: «A los pueblos nacientes de las Indias Castellanas,
a los jefes generosos que los guían a la libertad: que los errores e infortunios del
mundo antiguo enseñen la sabiduría y la felicidad al mundo nuevo». Que no se pierdan,
pues, las lecciones de la experiencia; y que las secuelas de Grecia, de Roma, de Francia,
de Inglaterra y de América nos instruyan en la difícil ciencia de crear y conservar las
naciones con leyes propias, justas, legítimas, y sobre todo útiles. No olvidando jamás
que la excelencia de un gobierno no consiste en su teórica, en su forma, ni en su
mecanismo, sino en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien
se instituye.
Roma y la Gran Bretaña son las naciones que más han sobresalido entre las antiguas y
modernas; ambas nacieron para mandar y ser libres; pero ambas se constituyeron no con
brillantes formas de libertad, sino con establecimientos sólidos. Así, pues, os
recomiendo, representantes, el estudio de la Constitución británica, que es la que
parece destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan; pero por
perfecta que sea, estoy muy lejos de proponeros su imitación servil. Cuando hablo del
Gobierno británico sólo me refiero a lo que tiene de republicanismo, y a la verdad
¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce la soberanía popular,
la división y el equilibrio de los poderes, la libertad civil, de conciencia, de
imprenta, y cuanto es sublime en la política? ¿Puede haber más libertad en ninguna
especie de república? ¿y puede pretenderse a más en el orden social? Yo os recomiendo
esta Constitución popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad
civil, de como la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos
del hombre y a toda la felicidad política que es compatible con nuestra frágil
naturaleza.
En nada alteraríamos nuestras leyes fundamentales, si adoptásemos un Poder Legislativo
semejante al Parlamento británico. Hemos dividido como los americanos la representación
nacional en dos Cámaras: la de Representantes y el Senado. La primera está compuesta muy
sabiamente, goza de todas las atribuciones que le corresponden y no es susceptible de una
reforma esencial, porque la Constitución le ha dado el origen, la forma y las facultades
que requiere la voluntad del pueblo para ser legítima y competentemente representada. Si
el Senado en lugar de ser electivo fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el
lazo, el alma de nuestra República. Este Cuerpo en las tempestades políticas pararía
los rayos del gobierno, y rechazaría las olas populares. Adicto al gobierno por el justo
interés de su propia conservación, se opondría siempre a las invasiones que el pueblo
intenta contra la jurisdicción y la autoridad de sus magistrados. Debemos confesarlo: los
más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses y constantemente procuran
asaltarlos en las manos de sus depositarios; el individuo pugna contra la masa, y la masa
contra la autoridad. Por tanto, es preciso que en todos los gobiernos exista un cuerpo
neutro que se ponga siempre de parte del ofendido y desarme al ofensor. Este cuerpo
neutro, para que pueda ser tal, no ha de deber su origen a la elección del gobierno, ni a
la del pueblo; de modo que goce de una plenitud de independencia que ni tema, ni espere
nada de estas dos fuentes de autoridad. El Senado hereditario como parte del pueblo,
participa de sus intereses, de sus sentimientos y de su espíritu. Por esta causa no se
debe presumir que un Senado hereditario se desprenda de los intereses populares, ni olvide
sus deberes legislativos. Los senadores en Roma, y los lores en Londres, han sido las
columnas más firmes sobre que se ha fundado el edificio de la libertad política y civil.
Estos senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado
llaman la primera atención del gobierno, que debería educarlos en un colegio
especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria.
Aprenderían las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre
público; desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la Providencia los destinaba y
desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los espera.
De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado
hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer, porque, como ha dicho un
célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio
para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los
medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la
ventura en las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza
perfeccionada por el arte; y aunque es verdad que estos senadores no saldrían del seno de
las virtudes, también es verdad que saldrían del seno de una educación ilustrada. Por
otra parte, los Libertadores de Venezuela son acreedores a ocupar siempre un alto rango en
la República que les debe su existencia. Creo que la posteridad vería con sentimiento,
anonadados los nombres ilustres de sus primeros bienhechores; digo más, es del interés
público, es de la gratitud de Venezuela, es del honor nacional, conservar con gloria
hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados que
superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa de los más heroicos
sacrificios. Y si el pueblo de Venezuela no aplaude la elevación de sus bienhechores, es
indigno de ser libre, y no lo será jamás.
Un Senado hereditario, repito, será la base fundamental del Poder Legislativo y, por
consiguiente, será la base de todo gobierno. Igualmente servirá de contrapeso para el
gobierno y para el pueblo; será una potestad intermediaria que embote los tiros que
recíprocamente se lanzan estos eternos rivales. En todas las luchas la calma de un
tercero viene a ser el órgano de la reconciliación, así el Senado de Venezuela será la
traba de este edificio delicado y harto susceptible de impresiones violentas; será el
iris que calmará las tempestades y mantendrá la armonía entre los miembros y la cabeza
de este cuerpo político.
Ningún estímulo podrá adulterar un Cuerpo Legislativo investido de los primeros
honores, dependiente de sí mismo, sin temer nada del pueblo, ni esperar nada del
gobierno, que no tiene otro objeto que el de reprimir todo principio de mal y propagar
todo principio de bien; y que está altamente interesado en la existencia de una sociedad
en la cual participa de sus efectos funestos o favorables. Se ha dicho con demasiada
razón que la Cámara alta de Inglaterra, es preciosa para la nación porque ofrece un
naluarte a la libertad, y yo añado que el Senado de Venezuela, no sólo sería un
baluarte de la libertad, sino un apoyo para eternizar la República.
El Poder Ejecutivo británico está revestido de toda la autoridad soberana que le
pertenece; pero también está circunvalado de una triple línea de diques, barreras y
estacadas. Es Jefe del Gobierno, pero sus ministros y subalternos dependen más de las
leyes que de su autoridad, porque son personalmente responsables, y ni aun las mismas
órdenes de la autoridad real los eximen de esta responsabilidad. Es Generalísimo del
Ejército y de la Marina; hace la paz, y declara la guerra; pero el Parlamento es el que
decreta anualmente las sumas con que deben pagarse estas fuerzas militares. Si los
Tribunales y Jueces dependen de él, las leyes emanan del Parlamento que las ha
consagrado. Con el objeto de neutralizar su poder, es inviolable y sagrada la persona del
Rey; y al mismo tiempo que le dejan libre la cabeza le ligan las manos con que debe obrar.
El Soberano de Inglaterra tiene tres formidables rivales: su Gabinete que debe responder
al Pueblo y al Parlamento; el Senado, que defiende los intereses del Pueblo como
Representante de la Nobleza de que se compone, y la Cámara de los Comunes, que sirve de
órgano y de tribuna al pueblo británico. Además, como los jueces son responsables del
cumplimiento de las leyes, no se separan de ellas, y los administradores del Erario,
siendo perseguidos no solamente por sus propias infracciones, sino aun por las que hace el
mismo gobierno, se guardan bien de malversar los fondos públicos. Por más que se examine
la naturaleza del Poder Ejecutivo en Inglaterra, no se puede hallar nada que no incline a
juzgar que es el más perfecto modelo, sea para un Reino, sea para una Aristocracia, sea
para una democracia. Aplíquese a Venezuela este Poder Ejecutivo en la persona de un
Presidente, nombrado por el Pueblo o por sus Representantes, y habremos dado un gran paso
hacia la felicidad nacional.
Cualquiera que sea el ciudadano que llene estas funciones, se encontrará auxiliado por la
Constitución; autorizado para hacer bien, no podrá hacer mal, porque siempre que se
someta a las leyes, sus ministros cooperarán con él; si por el contrario, pretende
infringirlas, sus propios ministros lo dejarán aislado en medio de la República, y aun
lo acusarán delante del Senado. Siendo los ministros los responsables de las
transgresiones que se cometan, ellos son los que gobiernan, porque ellos son los que las
pagan. No es la menor ventaja de este sistema la obligación en que pone a los
funcionarios inmediatos al Poder Ejecutivo de tomar la parte más interesada y activa en
las deliberaciones del gobierno, y a mirar como propio este departamento. Puede suceder
que no sea el Presidente un hombre de grandes talentos, ni de grandes virtudes, y no
obstante la carencia de estas cualidades esenciales, el Presidente desempeñará sus
deberes de un modo satisfactorio; pues en tales casos el Ministerio, haciendo todo por sí
mismo, lleva la carga del Estado.
Por exorbitante que parezca la autoridad del Poder Ejecutivo de Inglaterra, quizás no es
excesiva en la República de Venezuela. Aquí el Congreso ha ligado las manos y hasta la
cabeza a los magistrados. Este cuerpo deliberante ha asumido una parte de las funciones
ejecutivas contra la máxima de Montesquieu, que dice que un Cuerpo Representante no debe
tomar ninguna resolución activa: debe hacer leyes y ver si se ejecutan las que hace. Nada
es tan contrario a la armonía entre los poderes, como su mezcla. Nada es tan peligroso
con respecto al pueblo, como la debilidad del Ejecutivo, y si en un reino se ha juzgado
necesario concederle tantas facultades, en una república, son éstas infinitamente más
indispensables.
Fijemos nuestra atención sobre esta diferencia y hallaremos que el equilibrio de los
poderes debe distribuirse de dos modos. En las repúblicas el Ejecutivo debe ser el más
fuerte, porque todo conspira contra él; en tanto que en las monarquías el más fuerte
debe ser el Legislativo, porque todo conspira en favor del monarca. La veneración que
profesan los pueblos a la magistratura real es un prestigio, que influye poderosamente a
aumentar el respeto supersticioso que se tributa a esta autoridad. El esplendor del trono,
de la corona, de la púrpura; el apoyo formidable que le presta la nobleza; las inmensas
riquezas que generaciones enteras acumulan en una misma dinastía; la protección
fraternal que recíprocamente reciben todos los reyes, son ventajas muy considerables que
militan en favor de la autoridad real, y la hacen casi ilimitada. Estas mismas ventajas
son, por consiguiente, las que deben con firmar la necesidad de atribuir a un magistrado
republicano, una suma mayor de autoridad que la que posee un príncipe constitucional.
Un magistrado republicano, es un individuo aislado en medio de una sociedad, encargado de
contener el ímpetu del pueblo hacia la licencia, la propensión de los jueces y
administradores hacia el abuso de las leyes. Está sujeto inmediatamente al Cuerpo
Legislativo, al Senado, al pueblo: es un hombre solo resistiendo el ataque combinado de
las opiniones, de los intereses y de las pasiones del Estado social que, como dice Carnot,
no hace más que luchar continuamente entre el deseo de dominar, y el deseo de substraerse
a la dominación. Es, en fin, un atleta lanzado contra otra multitud de atletas.
Sólo puede servir de correctivo a esta debilidad, el vigor bien cimentado y más bien
proporcionado a la resistencia que necesariamente le oponen al Poder Ejecutivo, el
Legislativo, el Judiciario y el pueblo de una república. Si no se ponen al alcance del
Ejecutivo todos los medios que una justa atribución le señala, cae inevitablemente en la
nulidad o en su propio abuso; quiero decir, en la muerte del gobierno, cuyos herederos son
la anarquía, la usurpación y la tiranía. Se quiere contener la autoridad ejecutiva con
restricciones y trabas; nada es más justo; pero que se advierta que los lazos que se
pretenden conservar se fortifican sí, mas no se estrechan.
Que se fortifique, pues, todo el sistema del gobierno, y que el equilibrio se establezca
de modo que no se pierda, y de modo que no sea su propia delicadeza, una causa de
decadencia. Por lo mismo que ninguna forma de gobierno es tan débil como la democracia,
su estructura debe ser de la mayor solidez; y sus instituciones consultarse para la
estabilidad. Si no es así, contemos con que se establece un ensayo de gobierno, y no un
sistema permanente; contemos con una sociedad díscola, tumultuaria y anárquica y no con
un establecimiento social donde tengan su imperio la felicidad, la paz y la justicia.
No seamos presuntuosos, legisladores; seamos moderados en nuestras pretensiones. No es
probable conseguir lo que no ha logrado el género humano; lo que no han alcanzado las
más grandes y sabias naciones. La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los
escollos adonde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas. Echad una mirada
sobre las repúblicas antiguas, sobre las repúblicas modernas, sobre las repúblicas
nacientes; casi todas han pretendido establecerse absolutamente democráticas, y a casi
todas se les han frustrado sus justas aspiraciones. Son laudables ciertamente hombres que
anhelan por instituciones legítimas y por una perfección social; pero ¿quién ha dicho
a los hombres que ya poseen toda la sabiduría, que ya practican toda la virtud, que
exigen imperiosamente la liga del poder con la justicia? ¡Ángeles, no hombres, pueden
únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana!
Ya disfruta el pueblo de Venezuela de los derechos que legítima y fácilmente puede
gozar; moderemos ahora el ímpetu de las pretensiones excesivas que quizás le suscitaría
la forma de un gobierno incompetente para él. Abandonemos las formas federales que no nos
convienen; abandonemos el triunvirato del Poder Ejecutivo; y concentrándolo en un
presidente, confiémosle la autoridad suficiente para que logre mantenerse luchando contra
los inconvenientes anexos a nuestra reciente situación, al estado de guerra que sufrimos,
y a la especie de los enemigos externos y domésticos, contra quienes tendremos largo
tiempo que combatir. Que el Poder Legislativo se desprenda de las atribuciones que
corresponden al Ejecutivo; y adquiera no obstante nueva consistencia, nueva influencia en
el equilibrio de las autoridades. Que los tribunales sean reforzados por la estabilidad, y
la independencia de los jueces; por el establecimiento de jurados; de códigos civiles y
criminales que no sean dictados por la antigüedad, ni por reyes conquistadores, sino por
la voz de la naturaleza, por el grito de la justicia y por el genio de la sabiduría.
Mi deseo es que todas las partes del gobierno y administración, adquieran el grado de
vigor que únicamente puede mantener el equilibrio, no sólo entre los miembros que
componen el gobierno, sino entre las diferentes fracciones de que se compone nuestra
sociedad. Nada importaría que los resortes de un sistema político se relajasen por su
debilidad, si esta relajación no arrastrase consigo la disolución del cuerpo social, y
la ruina de los asociados. Los gritos del género humano en los campos de batalla, o en
los campos tumultuarios claman al cielo contra los inconsiderados y ciegos legisladores,
que han pensado que se pueden hacer impunemente ensayos de quiméricas instituciones.
Todos los pueblos del mundo han pretendido la libertad; los unos por las armas, los otros
por las leyes, pasando alternativamente de la anarquía al despotismo o del despotismo a
la anarquía; muy pocos son los que se han contentado con pretensiones moderadas,
constituyéndose de un modo conforme a sus medios, a su espíritu y a sus circunstancias.
No aspiremos a lo imposible, no sea que por elevarnos sobre la región de la libertad,
descendamos a la región de la tiranía. De la libertad absoluta se desciende siempre al
poder absoluto, y el medio entre estos dos términos es la suprema libertad social.
Teorías abstractas son las que producen la perniciosa idea de una libertad ilimitada.
Hagamos que la fuerza pública se contenga en los límites que la razón y el interés
prescriben; que la voluntad nacional se contenga en los límites que un justo poder le
señala; que una legislación civil y criminal análoga a nuestra actual Constitución
domine imperiosamente sobre el poder judiciario, y entonces habrá un equilibrio, y no
habrá el choque que embaraza la marcha del Estado, y no habrá esa complicación que
traba, en vez de ligar la sociedad.
Para formar un gobierno estable se requiere la base de un espíritu nacional, que tenga
por objeto una inclinación uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad
general, y limitar la autoridad pública. Los términos que fijan teóricamente estos dos
puntos son de una difícil asignación, pero se puede concebir que la regla que debe
dirigirlos, es la restricción, y la concentración recíproca a fin de que haya la menos
frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo. Esta ciencia se adquiere
insensiblemente por la práctica y por el estudio. El progreso de las luces es el que
ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu es la que ensancha el
progreso de las luces.
EL amor a la patria, el amor a las leyes, el amor a los magistrados son las nobles
pasiones que deben absorber exclusivamente el alma de un republicano. Los venezolanos aman
la patria, pero no aman sus leyes; porque éstas han sido nocivas, y eran la fuente del
mal; tampoco han podido amar a sus magistrados, porque eran inicuos, y los nuevos apenas
son conocidos en la carrera en que han entrado. Si no hay un respeto sagrado por la
patria, por las leyes y por las autoridades, la sociedad es una confusión, un abismo: es
un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a cuerpo.
Para sacar de este caos nuestra naciente república, todas nuestras facultades morales no
serán bastantes, si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del
gobierno en un todo; la legislación en un todo, y el espíritu nacional en un todo.
Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es
diferente, mezclémosla para unirla; nuestra Constitución ha dividido los poderes,
enlacémoslos para unirlos; nuestras leyes son funestas reliquias de todos los despotismos
antiguos y modernos, que este edificio monstruoso se derribe, caiga y apartando hasta sus
ruinas, elevemos un templo a la justicia; y bajo los auspicios de su santa inspiración
dictemos un Código de leyes venezolanas. Si queremos consultar monumentos y modelos de
legislación, la Gran Bretaña, la Francia, la América septentrional los ofrecen
admirables.
La educación popular debe ser el cuidado primogénito del amor paternal del Congreso.
Moral y luces son los polos de una república; moral y luces son nuestras primeras
necesidades. Tomemos de Atenas su areópago, y los guardianes de las costumbres y de las
leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos; y haciendo una santa
alianza de estas instituciones morales, renovemos en el mundo la idea de un pueblo que no
se contenta con ser libre y fuerte, sino que quiere ser virtuoso. Tomemos de Esparta sus
austeros establecimientos, y formando de estos tres manantiales una fuente de virtud,
demos a nuestra República una cuarta potestad cuyo dominio sea la infancia y el corazón
de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana.
Constituyamos este areópago para que vele sobre la educación de los niños, sobre la
instrucción nacional; para que purifique lo que se haya corrompido en la República; que
acuse la ingratitud, el egoísmo, la frialdad del amor a la patria, el ocio, la
negligencia de los ciudadanos; que juzgue de los principios de corrupción, de los
ejemplos perniciosos; debiendo corregir las costumbres con penas morales, como las leyes
castigan los delitos con penas aflictivas, y no solamente lo que choca contra ellas, sino
lo que las burla; no solamente lo que las ataca, sino lo que las debilita; no solamente lo
que viola la Constitución, sino lo que viola el respeto público. La jurisdicción de
este tribunal verdaderamente santo, deberá ser efectiva con respecto a la educación y a
la instrucción, y de opinión solamente en las penas y castigos. Pero sus anales, o
registros donde se consignan sus actas y deliberaciones; los principios morales y las
acciones de los ciudadanos, serán los libros de la virtud y del vicio. Libros que
consultará el pueblo para sus elecciones, los magistrados para sus resoluciones, y los
jueces para sus juicios. Una institución semejante que más que parezca quimérica, es
infinitamente más realizable que otras que algunos legisladores antiguos y modernos han
establecido con menos utilidad del género humano.
¡Legisladores! Por el proyecto de Constitución que reverentemente someto a vuestra
sabiduría, observaréis el espíritu que lo ha dictado. Al proponeros la división de los
ciudadanos en activos y pasivos, he pretendido excitar la prosperidad nacional por las dos
más grandes palancas de la industria, el trabajo y el saber. Estimulando estos dos
poderosos resortes de la sociedad, se alcanza lo más difícil entre los hombres, hacerlos
honrados y felices. Poniendo restricciones justas y prudentes en las asambleas primarias y
electorales, ponemos el primer dique a la licencia popular, evitando la concurrencia
tumultuaria y ciega que en todos tiempos han imprimido el desacierto en las elecciones y
ha ligado, por consiguiente, el desacierto a los magistrados, y a la marcha del gobierno;
pues este acto primordial, es el acto generativo de la libertad o de la esclavitud de un
pueblo.
Aumentando en la balanza de los poderes el peso del Congreso por el número de los
legisladores y por la naturaleza del Senado, he procurado darle una base fija a este
primer cuerpo de la nación y revestirlo de una consideración importantísima para el
éxito de sus funciones soberanas.
Separando con límites bien señalados la jurisdicción ejecutiva, de la jurisdicción
legislativa, no me he propuesto dividir sino enlazar con los vínculos de la armonía que
nace de la independencia, estas potestades supremas cuyo choque prolongado jamás ha
dejado de aterrar a uno de los contendientes. Cuando deseo atribuir al Ejecutivo una suma
de facultades superior a la que antes gozaba, no he deseado autorizar un déspota para que
tiranice la República, sino impedir que el despotismo deliberante no sea la causa
inmediata de un círculo de vicisitudes despóticas en que alternativamente la anarquía
sea reemplazada por la oligarquía y por la monocracia. Al pedir la estabilidad de los
jueces, la creación de jurados y un nuevo código, he pedido al Congreso la garantía de
la libertad civil, la más preciosa, la más justa, la más necesaria. En una palabra, la
única libertad, pues que sin ella las demás son nulas. He pedido la corrección de los
más lamentables abusos que sufre nuestra judicatura, por su origen vicioso de ese
piélago de legislación española que semejante al tiempo recoge de todas las edades y de
todos los hombres, así las obras de la demencia como las del talento, así las
producciones sensatas, como las extravagantes, así los monumentos del ingenio, como los
del capricho. Esta enciclopedia judiciaria, monstruo de diez mil cabezas, que hasta ahora
ha sido el azote de los pueblos españoles, es el suplicio más refinado que la cólera
del cielo ha permitido descargar sobre este desdichado Imperio.
Meditando sobre el modo efectivo de regenerar el carácter y las costumbres que la
tiranía y la guerra nos han dado, me he sentido la audacia de inventar un poder moral,
sacado del fondo de la oscura antigüedad, y de aquellas olvidadas leyes que mantuvieron,
algún tiempo, la virtud entre los griegos y romanos. Bien puede ser tenido por un
cándido delirio, mas no es imposible, y yo me lisonjeo que no desdeñaréis enteramente
un pensamiento que mejorado por la experiencia y las luces, puede llegar a ser muy eficaz.
Horrorizado de la divergencia que ha reinado y debe reinar entre nosotros por el espíritu
sutil que caracteriza al Gobierno federativo, he sido arrastrado a rogaros para que
adoptéis el centralismo y la reunión de todos los Estados de Venezuela en una República
sola e indivisible. Esta medida, en mi opinión, urgente, vital, redentora, es de tal
naturaleza que, sin ella, el fruto de nuestra regeneración será la muerte.
Mi deber es, legisladores, presentaros un cuadro prolijo y fiel de mi administración
política, civil y militar, mas sería cansar demasiado vuestra importante atención y
privaros en este momento de un tiempo tan precioso como urgente. En consecuencia, los
secretarios de Estado darán cuenta al Congreso de sus diferentes Departamentos exhibiendo
al mismo tiempo los documentos y archivos que servirán de ilustración para tomar un
exacto conocimiento del estado real y positivo de la República.
Yo no os hablaría de los actos más notables de mi mando si éstos no incumbiesen a la
mayoría de los venezolanos. Se trata, señor, de las resoluciones más importantes de
este último período.
La atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra de Venezuela, y nuestro
cielo se hallaba recargado de tempestuosas nubes, que amenazaban un diluvio de fuego. Yo
imploré la protección del Dios de la humanidad, y luego la redención disipó las
tempestades. La esclavitud rompió sus grillos, y Venezuela se ha visto rodeada de nuevos
hijos, de hijos agradecidos que han convertido los instrumentos de su cautiverio en armas
de libertad. Sí, los que antes eran esclavos, ya son libres; los que antes eran enemigos
de una madrastra, ya son defensores de una patria. Encareceros la justicia, la necesidad y
la beneficencia de esta medida, es superfluo cuando vosotros sabéis la historia de los
ilotas, de Espartaco y de Haití; cuando vosotros sabéis que no se puede ser libre y
esclavo a la vez, sino violando a la vez las leyes naturales, las leyes políticas y las
leyes civiles. Yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o la revocación de
todos mis estatutos y decretos; pero yo imploro la confirmación de la libertad absoluta
de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República.
Representaros la historia militar de Venezuela sería recordaros la historia del heroísmo
republicano entre los antiguos; sería deciros que Venezuela ha entrado en el gran cuadro
de los sacrificios hechos sobre el altar de la libertad. Nada ha podido llenar los nobles
pechos de nuestros generosos guerreros, sino los honores sublimes que se tributan a los
bienhechores del género humano. No combatiendo por el poder, ni por la fortuna, ni aun
por la gloria, sino tan sólo por la libertad, títulos de libertadores de la República,
son sus dignos galardones. Yo, pues, fundando una sociedad sagrada con estos ínclitos
varones, he instituido el orden de los Libertadores de Venezuela. ¡Legisladores! A
vosotros pertenecen las facultades de conocer honores y decoraciones, vuestro es el deber
de ejercer este acto augusto de la gratitud nacional.
Hombres que se han desprendido de todos los goces, de todos los bienes que antes poseían,
como el producto de su virtud y talentosos hombres que han experimentado cuanto es cruel
en una guerra honrosa, padeciendo las privaciones más dolorosas, y los tormentos más
acerbos, hombres tan beneméritos de la patria, han debido llamar la atención del
gobierno. En consecuencia he mandado recompensarlos con los bienes de la nación. Si he
contraído para con el pueblo alguna especie de mérito, pido a sus representantes oigan
mi súplica como el premio de mis débiles servicios. Que el Congreso ordene la
distribución de los bienes nacionales, conforme a la ley que a nombre de la República he
decretado a beneficio de los militares venezolanos.
Ya que por infinitos triunfos hemos logrado anonadar las huestes españolas, desesperada
la Corte de Madrid ha pretendido sorprender vanamente la conciencia de los magnánimos
soberanos que acaban de extirpar la usurpación y la tiranía en Europa, y deben ser los
protectores de la legitimidad y de la justicia de la causa americana. Incapaz de alcanzar
con sus armas nuestra sumisión, recurre España a su política insidiosa; no pudiendo
vencernos, ha querido emplear sus artes suspicaces. Fernando se ha humillado hasta
confesar que ha menester de la protección extranjera para retornarnos a su ignominioso
yugo, ¡a un yugo que todo poder es nulo para imponerlo! Convencida Venezuela de poseer
las fuerzas suficientes para repeler a sus opresores, ha pronunciado, por el órgano del
gobierno, su última voluntad de combatir hasta expirar, por defender su vida política,
no sólo contra España, sino contra todos los hombres, si todos los hombres se hubiesen
degradado tanto, que abrazasen la defensa de un gobierno devorador, cuyos únicos móviles
son una espada exterminadora y las llamas de la Inquisición. Un gobierno que ya no quiere
dominios, sino desiertos; ciudades, sino ruinas; vasallos, sino tumbas. La declaración de
la República de Venezuela es el Acta más gloriosa, más heroica, más digna de un pueblo
libre; es la que con mayor satisfacción tengo el honor de ofrecer al Congreso ya
sancionada por la expresión unánime del pueblo de Venezuela.
Desde la segunda época de la República nuestro ejército carecía de elementos
militares, siempre ha estado desarmado; siempre le han faltado municiones; siempre ha
estado mal equipado. Ahora los soldados defensores de la independencia no solamente están
armados de la justicia, sino también de la fuerza. Nuestras tropas pueden medirse con las
más selectas de Europa, ya que no hay desigualdad en los medios destructores. Tan grandes
ventajas las debemos a la liberalidad sin límites de algunos generosos extranjeros que
han visto gemir la humanidad y sucumbir la causa de la razón, y no la han visto
tranquilos espectadores, sino que han volado con sus protectores auxilios, y han prestado
a la República cuanto ella necesitaba para hacer triunfar sus principios filantrópicos.
Estos amigos de la humanidad son los genios custodios de América, y a ellos somos
deudores de un eterno reconocimiento, como igualmente de un cumplimiento religioso, a las
sagradas obligaciones que con ellos hemos contraído. La deuda nacional, legisladores, es
el depósito de la fe, del honor y de la gratitud de Venezuela. Respetadla como la Arca
Santa, que encierra no tanto los derechos de nuestros bienhechores, cuanto la gloria de
nuestra fidelidad. Perezcamos primero que quebrantar un empeño que ha salvado la patria y
la vida de sus hijos.
La reunión de Nueva Granada y Venezuela en un grande Estado ha sido el voto uniforme de
los pueblos y gobiernos de estas Repúblicas. La suerte de la guerra ha verificado este
enlace tan anhelado por todos los colombianos; de hecho estamos incorporados. Estos
pueblos hermanos ya os han confiado sus intereses, sus derechos, sus destinos. Al
contemplar la reunión de esta inmensa comarca, mi alma se remonta a la eminencia que
exige la perspectiva colosal, que ofrece un cuadro tan asombroso. Volando por entre las
próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá,
con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta
región, me siendo arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo,
extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos, que la naturaleza había
separado, y que nuestra patria reúne con prolongados y anchurosos canales. Ya la veo
servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana; ya la veo enviando a todos los
recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro; ya la veo
distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del
antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran
cuan superior es la suma de las luces, a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la
naturaleza. Ya la veo sentada sobre el trono de la libertad, empuñando el cetro de la
justicia, coronada por la gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno.
Dignaos, legisladores, acoger con indulgencias la profesión de mi conciencia política,
los últimos votos de mi corazón y los ruegos fervorosos que a nombre del pueblo me
atrevo a dirigiros. Dignaos conceder a Venezuela un Gobierno eminentemente popular,
eminentemente justo, eminentemente moral, que encadene la opresión, la anarquía y la
culpa. Un Gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y la paz. Un Gobierno que
haga triunfar bajo el imperio de leyes inexorables, la igualdad y la libertad.
Señor, empezad vuestras funciones; yo he terminado las mías.
Arriba