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Introducción
La
metapolítica no es otra manera de hacer política. No es en absoluto una
"estrategia" que tratara de imponer una hegemonía intelectual;
tampoco pretende descalificar a otras posiciones o actitudes posibles.
Sencillamente, la metapolítica reposa sobre la constatación de que las ideas
juegan un papel fundamental en las conciencias colectivas y, de forma más
general, en toda la historia humana. Heráclito, Aristóteles, Agustín, Tomás
de Aquino, René Descartes, Immanuel Kant, Adam Smith o Karl Marx provocaron en
su día, con sus obras, revoluciones decisivas cuyo efecto aún se percibe. Es
verdad que la historia es resultado de la voluntad y de la acción de los
hombres, pero tal voluntad y tal acción se ejercitan siempre en el marco de un
cierto número de convicciones, creencias y representaciones que les confieren
un sentido y las orientan. La ambición de la IDEGA es contribuir a la renovación
de esas representaciones sociales-históricas.
Tribalismo
y mundialismo, nacionalismo e internacionalismo, liberalismo y marxismo,
individualismo y colectivismo, progresismo y conservadurismo se oponen, en
efecto, dentro de la misma lógica complaciente del tercio excluso. Pero desde
hace un siglo estas oposiciones fácticas enmascaran lo esencial: la amplitud de
una crisis que impone una radical renovación de nuestros modos de pensamiento,
de decisión y de acción. En vano, pues, se buscará en estas páginas el
rastro de unos precursores de quienes nosotros no seríamos más que los
herederos: la IDEGA ha sabido beber en las más diversas aportaciones teóricas
que la han precedido. Practicando una lectura extensiva de la historia de las
ideas, IDEGA no duda en recuperar aquellas que le parecen acertadas en cualquier
corriente de pensamiento. Bien es cierto, por otro lado, que tal posición
transversal provoca regularmente la cólera de los cancerberos del pensamiento,
que se afanan en congelar las ortodoxias ideológicas con el fin de paralizar
cualquier nueva síntesis que pudiera amenazar su confort intelectual.
I.
Situaciones
Todo
pensamiento crítico es, de entrada, una puesta en perspectiva de la propia época.
Hoy estamos en un periodo de transición, un cruce de caminos en forma de
"interregno" que se inscribe en el marco de una crisis mayor: el fin
de la modernidad.
I.1.
¿ Qué es la modernidad?
La
modernidad designa el movimiento político y filosófico de los tres últimos
siglos de la historia occidental. Se caracteriza principalmente por cinco
procesos convergentes: la individualización, por la destrucción de las
antiguas comunidades de pertenencia; la masificación, por la adopción de
comportamientos y modos de vida estandarizados; la desacralización, por el
reflujo de los grandes relatos religiosos en provecho de una interpretación
científica del mundo; la racionalización, por el imperio de la razón
instrumental a través del intercambio mercantil y de la eficacia técnica; la
universalización, por la difusión planetaria de un modelo de sociedad implícitamente
presentado como el único racionalmente posible y, por tanto, como un modelo
superior.
Este
movimiento tiene raíces antiguas. En muchos aspectos, representa una
secularización de nociones y perspectivas tomadas de la metafísica cristiana,
que han sido reconducidas hacia la vida profana tras haberlas vaciado de toda
dimensión trascendente. En efecto, en el cristianismo se hallan en germen las
grandes mutaciones donde han bebido las ideologías laicas de la era
post-revolucionaria. El individualismo estaba ya presente en la noción de
salvación individual y en la relación íntima privilegiada que el creyente
mantiene con Dios, que prevalece sobre cualquier arraigo terrenal. El
igualitarismo encuentra su fuente en la idea de que todos los hombres están
llamados por igual a la redención, pues todos están igualmente dotados de un
alma individual cuyo valor absoluto toda la humanidad comparte. El progresismo
nace de la idea de que la historia posee un principio absoluto y un fin
necesario, de modo que su desarrollo queda globalmente asociado al plan divino.
El universalismo, finalmente, es la expresión natural de una religión que
afirma poseer una verdad revelada, válida para todos los hombres, lo cual
justifica el que se exija su conversión. La misma vida política se basa sobre
conceptos teológicos secularizados. El cristianismo, actualmente reducido al
estatuto de una opinión más entre otras posibles, ha sido víctima de este
movimiento, que él puso en marcha a su propio pesar: en la historia de
Occidente, el cristianismo habrá sido la religión de la salida de la religión.
Las
diferentes escuelas filosóficas de la modernidad, concurrentes entre sí y
ocasionalmente contradictorias en sus fundamentos, coinciden sin embargo en lo
esencial: la idea de que existe una solución única y universalizable para
todos los fenómenos sociales, morales y políticos. La humanidad es percibida
como una suma de individuos racionales que por interés, por convicción moral,
por simpatía o por miedo, está llamada a materializar su unidad en la
historia. En esta perspectiva la diversidad del mundo se convierte en un obstáculo,
y todo lo que diferencia a los hombres empieza a verse como accesorio o
contingente, atrasado o peligroso. En la medida en que no ha sido sólamente un
corpus doctrinal, sino también un modo de acción, la modernidad ha intentado
por todos los medios arrancar a los hombres de sus vínculos singulares y específicos
para someterlos a un modelo universal de asociación. El más eficaz ha
demostrado ser el mercado.
I.2.
La crisis de la modernidad
El
imaginario de la modernidad estuvo dominado por los deseos de libertad e
igualdad. Estos dos valores cardinales han sido traicionados. Apartados de las
comunidades que les protegían y que daban sentido y forma a su existencia, los
individuos han de someterse hoy a la férula de inmensos mecanismos de dominación
y de decisión frente a los que toda libertad resulta puramente formal; han de
obedecer al poder mundializado del mercado, de la tecnociencia o de la
comunicación sin poder decidir en ningún caso sobre sus objetivos. La promesa
de igualdad también ha fracasado, y doblemente: el comunismo la traicionó
instaurando los regímenes totalitarios más sangrientos de la historia; el
capitalismo se burló de ella al legitimar mediante una igualdad de principio
las más odiosas desigualdades económicas y sociales. La modernidad proclamó
"derechos", pero sin proporcionar los medios para ejercerlos. Ha
exacerbado todas las necesidades y crea necesidades nuevas sin cesar, pero sólo
una pequeña minoría puede satisfacerlas, lo cual alimenta la frustración y la
cólera del resto. En cuanto a la ideología del progreso, que había dado una
respuesta a la esperanza humana con su promesa de un mundo cada vez mejor, hoy
conoce una crisis radical: el futuro, que se advierte imprevisible, ya no porta
en sí esperanza alguna, sino que a la gran mayoría sólo le inspira miedo. Hoy
cada generación ha de afrontar un mundo diferente del de sus padres: esta
perpetua novedad, construida sobre el menosprecio de la filiación y de las
antiguas experiencias, junto a la transformación uniformemente acelerada de los
modos de vida y de los entornos de existencia, no produce la felicidad, sino la
angustia.
El
"fin de las ideologías" designa el agotamiento histórico de los
grandes relatos movilizadores que sucesivamente se encarnaron en el liberalismo,
el socialismo, el comunismo, el nacionalismo, el fascismo e incluso el nazismo.
El siglo XX ha hecho doblar las campanas por la mayor parte de estas doctrinas,
cuyos efectos concretos han sido los genocidios, los etnocidios y las matanzas
en masa, las guerras totales entre las naciones y la competencia permanente
entre los individuos, los desastres ecológicos, el caos social, la pérdida de
todas las referencias significativas. El crecimiento y el desarrollo materiales,
al haber destruido el mundo vivo en provecho de la razón instrumental, han traído
consigo un empobrecimiento sin precedentes del espíritu y han generalizado la
angustia, la inquietud de vivir en un presente siempre incierto, en un mundo
privado tanto de pasado como de futuro. Así la modernidad ha alumbrado la
civilización más vacía que la humanidad haya conocido jamás: el lenguaje
publicitario se ha convertido en paradigma de todos los lenguajes sociales, el
reino del dinero impone la omnipresencia de la mercancía, el hombre se
transforma en objeto de cambio en una atmósfera de pobre hedonismo, la técnica
encierra el mundo vivo en la red pacificada y racionalizada de un narcisista
"para sí"; la delincuencia, la violencia y el incivismo se propagan
en una guerra de todos contra todos y de cada cual contra sí mismo; un
individuo inseguro flota por entre los mundos irreales de la droga, lo virtual y
lo mediático; el campo queda abandonado en beneficio de suburbios inhabitables
y megalópolis monstruosas; el individuo solitario se funde en una masa anónima
y hostil, mientras las antiguas mediaciones sociales, políticas, culturales o
religiosas se hacen cada vez más inciertas e indiferenciadas.
Esta
difusa crisis que hoy atravesamos señala que la modernidad toca a su fin, en el
mismo momento en que la utopía universalista que la fundó está a un paso de
convertirse en realidad bajo la égida de la mundialización liberal. El fin del
siglo XX marca, al mismo tiempo que el fin de los tiempos modernos, la entrada
en una posmodernidad caracterizada por una serie de nuevas temáticas: la
aparición de la preocupación ecológica, la búsqueda de la calidad de vida,
el papel de las "tribus" y las "redes", la renovada
importancia de las comunidades, la política de reconocimiento de los grupos, la
multiplicación de los conflictos infra o supraestatales, el retorno de la
violencia social, el declive de las religiones institucionales, la creciente
oposición de los pueblos hacia sus elites, etc. Los paladines de la ideología
dominante, que ya no tienen nada que decir, pero que constatan el creciente
malestar de las sociedades contemporáneas, se encierran en un discurso mágico
machaconamente repetido por los media en un universo que corre peligro de
implosión. Implosión, ya no explosión: la superación de la modernidad no
adoptará la forma de un "gran crepúsculo" (versión profana de la
parusía), sino que se manifestará mediante la aparición de millares de
auroras, es decir, por la eclosión de espacios soberanos liberados de la
dominación moderna. La modernidad no será superada por una vuelta atrás, sino
mediante el retorno de determinados valores premodernos dentro de una óptica
resueltamente posmoderna. Conjurar la anomia social y el nihilismo contemporáneos
exige pagar el precio de esa radical refundación.
I.3.
El liberalismo, enemigo principal
El
liberalismo encarna la ideología dominante de la modernidad; fue la primera en
aparecer y será también la última en extinguirse. En un primer momento, el
pensamiento liberal permitió que lo económico cobrara autonomía frente a la
moral, la política y la sociedad, en las que antes estaba inserto. En una
segunda fase, el liberalismo hará del valor mercantil la instancia soberana de
cualquier vida en común. El advenimiento del "reino de la cantidad"
define ese trayecto que nos ha llevado desde las economías de mercado hasta las
sociedades de mercado, es decir, la extensión a todos los terrenos de las leyes
del intercambio mercantil, coronado por la "mano invisible". El
liberalismo, por otra parte, ha engendrado el individualismo moderno a partir de
una antropología que es falsa tanto desde el punto de vista descriptivo como
desde el normativo, basada en un individuo unidimensional que extrae sus
"derechos imprescriptibles" de una "naturaleza"
fundamentalmente no social, y al que se supone consagrado a maximizar
permanentemente su mejor interés eliminando toda consideración no
cuantificable y todo valor ajeno al cálculo racional.
Esta
doble pulsión individualista y economicista viene acompañada por una visión
"darwinista" de la vida social, donde esta última queda reducida, en
última instancia, a la competencia generalizada, nueva versión de la
"guerra de todos contra todos", con el fin de seleccionar a los
"mejores". Pero la competencia "pura y perfecta" es un mito,
pues las relaciones de fuerza ya existen antes de que la competición aparezca
y, además, la selección competitiva no nos dice absolutamente nada sobre el
valor de lo seleccionado: tan posible es que seleccione lo mejor como lo peor.
La evolución selecciona a los más aptos para sobrevivir, pero precisamente el
hombre no se contenta con sobrevivir, sino que ordena su vida en función de
unas jerarquías de valores —y justamente aquí, en estas jerarquías de
valores, el liberalismo pretende permanecer neutro.
El
carácter inicuo de la dominación liberal engendró, en el siglo XIX, una legítima
reacción con la aparición del movimiento socialista. Pero éste se desvió de
su camino bajo la influencia de las teorías marxistas. Y pese a todo lo que les
opone, liberalismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo,
heredado del pensamiento de las Luces: el mismo individualismo de fondo, el
mismo universalismo igualitario, el mismo racionalismo, la misma primacía del
factor económico, la misma insistencia en el valor emancipador del trabajo, la
misma fe en el progreso, la misma aspiración al fin de la historia. En muchos
aspectos, el liberalismo ha realizado con mayor eficacia ciertos objetivos que
compartía con el marxismo: erradicación de las identidades colectivas y de las
culturas tradicionales, desencantamiento del mundo, universalización del
sistema productivo…
Del
mismo modo, los desmanes del mercado han producido la aparición y el
reforzamiento del Estado-Providencia. En el curso de la historia, el mercado y
el Estado aparecieron al mismo tiempo. El Estado buscaba someter a servidumbres
fiscales los intercambios intracomunitarios no mercantiles, antes inasibles, y
convertir ese espacio económico homogéneo en un instrumento de su poder. La
disolución de los lazos comunitarios, provocada por la mercantilización de la
vida social, hizo necesario el progresivo reforzamiento de un Estado-Providencia
que paliara la desaparición de las solidaridades tradicionales mediante el
recurso a la redistribución. Lejos de obstaculizar la marcha del liberalismo,
estas intervenciones estatales le permitieron prosperar, pues evitaron la
explosión social y, en consecuencia, garantizaron la seguridad y la estabilidad
indispensables para el librecambio. Pero el Estado-Providencia, que no es más
que una estructura redistributiva abstracta, anónima y opaca, ha generalizado
la irresponsabilidad, transformando a los miembros de la sociedad en simples
asistidos que hoy ya no reclaman tanto la rectificación del sistema liberal
como la ampliación indefinida y sin contrapartidas de sus derechos.
Finalmente,
el liberalismo implica la negación de la especificidad de lo político, pues éste
siempre entraña arbitrariedad en la decisión y pluralidad en las finalidades.
Desde este punto de vista, hablar de "política liberal" es una
contradicción de términos. El liberalismo, que aspira a construir el entramado
social a partir de una teoría de la elección racional que subordina la
ciudadanía a la utilidad, se reduce a un ideal de gestión "científica"
de la sociedad global, situándose bajo el limitado horizonte de la pericia técnica.
Paralelamente, el Estado de derecho liberal, muy comúnmente sinónimo de república
de los jueces, cree poder abstenerse de proponer un modelo de vida buena
y aspira a neutralizar los conflictos inherentes a la diversidad de lo social
echando mano de procedimientos puramente jurídicos destinados a determinar no
qué es el bien, sino qué es lo justo. El espacio público se disuelve en el
espacio privado, mientras la democracia representativa se reduce a un mercado
donde se dan cita una oferta cada vez más restringida (giro al centro de los
programas y convergencia de las políticas) y una demanda cada vez menos
motivada (abstención).
En
la hora de la globalización, el liberalismo ya no se presenta como una ideología,
sino como un sistema mundial de producción y reproducción de hombres y mercancías,
presidido por el hipermoralismo de los derechos humanos. Bajo sus formas económica,
política y moral, el liberalismo representa el bloque ideológico central de
una modernidad que se acaba. Es, pues, el adversario principal de todos aquellos
que trabajan por la superación del marco moderno.
II.
Fundamentos
"Conócete
a ti mismo", decía la divisa délfica. La clave de toda representación
del mundo, de todo compromiso político, moral o filosófico, reside en primer
lugar en una antropología. Por otro lado, nuestras acciones se materializan en
diferentes órdenes de la praxis, órdenes que representan otras tantas esencias
de las relaciones de los hombres entre sí y con el mundo: lo político, la
economía, la técnica y la ética.
II.1.
El hombre: un instante de la existencia
La
modernidad ha negado la existencia de una naturaleza humana (teoría de la tabla
rasa) o la ha remitido a predicados abstractos desconectados del mundo real y de
la existencia viva. De esta ruptura radical emergió el ideal moderno de un
"hombre nuevo", maleable hasta el infinito por la transformación
progresiva o brutal de su entorno. Esta utopía desembocó en las experiencias
totalitarias del siglo XX. En el mundo liberal, el ideal del hombre nuevo se
tradujo en la creencia supersticiosa en la omnipotencia del medio, idea que no
ha generado menos decepciones, particularmente en el terreno educativo: en
efecto, en una sociedad estructurada por el uso de la razón abstracta, son las
capacidades cognitivas las que constituyen el principal determinante del status
social.
El
hombre es ante todo un animal, y como tal se inscribe en el orden de lo vivo,
cuya edad se mide en cientos de millones de años. Si comparamos la historia de
la vida orgánica con una jornada de 24 horas, la aparición de nuestra especie
no ha sobrevenido hasta los últimos treinta segundos. El propio proceso de
hominización hubo de emplear varias decenas de miles de generaciones para
desarrollarse. En la medida en que la vida se propaga principalmente por la
transmisión de información contenida en el material genético, el hombre no
nace como una página en blanco: cada uno de nosotros es ya portador de las
características generales de nuestra especie, a las que se añaden
predisposiciones hereditarias hacia determinadas aptitudes particulares y
determinados comportamientos. El individuo no decide esta herencia, que limita
su autonomía y su plasticidad, pero que también le permite ofrecer resistencia
a los condicionamientos políticos y sociales.
Pero
el hombre no es solamente un animal: cuanto en él hay de específicamente
humano —conciencia de su propia conciencia, pensamiento abstracto, lenguaje
sintáctico, capacidad simbólica, aptitud para la constatación objetiva y el
juicio de valor— no contradice su naturaleza, sino que la prolonga, confiriéndole
una dimensión suplementaria y única. Por eso negar las determinaciones biológicas
del hombre es tan absurdo como reducir sus rasgos específicos a la zoología.
La parte hereditaria de nuestra humanidad no es más que el zócalo sobre el
cual crece nuestra vida social e histórica: el objeto de los instintos humanos
no está programado, de manera que el hombre posee siempre una parte de libertad
(debe tomar decisiones tanto morales como políticas) cuyo único y verdadero límite
natural es la muerte. El hombre es primeramente un heredero, pero puede disponer
de su herencia. Histórica y culturalmente nos construimos sobre la base dada de
nuestra constitución biológica, que es el límite de nuestra humanidad. El más
allá de este límite puede ser denominado Dios, cosmos, nada o Ser: la cuestión
del "por qué" no tiene aquí sentido, pues lo que está más allá de
los límites humanos es por definición impensable.
IDEGA
propone, pues, una visión equilibrada del hombre, que tiene en cuenta a la vez
lo innato, las capacidades personales y el medio social. Recusamos las ideologías
que acentúan abusivamente uno sólo de estos factores de determinación, ya sea
el biológico, el económico o el mecánico.
II.2.
El hombre: un ser arraigado, peligroso y abierto
El
hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, pero es capaz de ser una cosa u
otra. En esto es un ser abierto y "peligroso", siempre susceptible de
superarse a sí mismo o de degradarse. Las reglas sociales y morales, como las
instituciones o las tradiciones, permiten conjurar esta permanente amenaza
alentando al hombre a construirse en el marco de unas normas que fundamentan,
orientan y dan sentido a su existencia.
El
término "humanidad", definido como el conjunto indistinto de los
individuos que la componen, designa ya sea una categoría biológica (la
especie), ya una categoría filosófica nacida del pensamiento occidental. Desde
el punto de vista social-histórico, el hombre en sí no existe, pues la
pertenencia a la humanidad está siempre mediatizada por una pertenencia
cultural particular. Esta constatación no implica relativismo alguno: todos los
hombres tienen en común su naturaleza humana, sin la cual no podrían
entenderse, pero su común pertenencia a la especie se expresa siempre a partir
de un contexto singular. Los hombres comparten las mismas aspiraciones
esenciales, pero éstas cristalizan bajo formas siempre diferentes según las épocas
y los lugares. La humanidad, en este sentido, es irreductiblemente plural: la
diversidad forma parte de su misma esencia. La vida humana se inscribe
necesariamente dentro de un contexto que precede al juicio, aun crítico, que
los individuos y los grupos formulan sobre el mundo, y ese contexto modela tanto
las aspiraciones como las finalidades que les son propias: en el mundo real sólo
hay personas concretamente situadas. Las diferencias biológicas no son
significativas en sí mismas, sino en referencia a unos rasgos culturales y
sociales. En cuanto a las diferencias entre las culturas, no son ni el efecto de
una ilusión, ni características transitorias, contingentes o secundarias.
Todas las culturas tienen su "centro de gravedad" propio: culturas
diferentes dan respuestas diferentes a las cuestiones esenciales. Por eso toda
tentativa de unificarlas significa destruirlas. El hombre se inscribe por
naturaleza en el registro de la cultura: ser de singularidad, su sitio está
siempre en la intersección de lo universal (su especie) y lo particular (cada
cultura, cada época). Así, la idea de una ley absoluta, universal y eterna,
llamada a determinar en última instancia nuestros juicios morales, religiosos o
políticos, carece de fundamento. Y esa la idea que está en la base de todos
los totalitarismos.
Las
sociedades humanas son a la vez conflictivas y cooperativas, sin que se pueda
eliminar una de estas características en beneficio de la otra. La creencia irénica
en la posibilidad de hacer desaparecer los antagonismos, en el seno de una
sociedad reconciliada y transparente a sí misma, no es más válida que la visión
hipercompetitiva (liberal, racista o nacionalista) que hace de la vida una
guerra perpetua entre individuos o entre grupos. Es verdad que la agresividad
forma parte de la actividad creadora y de la dinámica vital, pero también es
cierto que la evolución ha favorecido en el hombre la aparición de
comportamientos cooperativos (altruistas) que no se limitan a la esfera del
parentesco genético. Por otra parte, las grandes construcciones históricas sólo
han podido durar largo tiempo en la medida en que han sido capaces de establecer
una armonía fundada en el reconocimiento del bien común, la reciprocidad de
derechos y deberes, la ayuda y el reparto mutuos. Ni pacífica ni belicosa, ni
buena ni mala, ni hermosa ni fea, la existencia humana se desarrolla en tensión
trágica entre estos polos atractivos y repulsivos.
II.3.
La sociedad: un conjunto de comunidades
La
existencia humana es inseparable de las comunidades y de los conjuntos sociales
en los que se inscribe. La idea de un "estado de naturaleza" primitivo
en el que habrían coexistido individuos autónomos es pura ficción: la
sociedad no es resultado de un contrato que los hombres suscriben con la
finalidad de maximizar su mejor interés, sino de una asociación espontánea
cuya forma más antigua es, sin duda alguna, el clan.
Las
comunidades en las que se encarna lo social dibujan un complejo tejido de
cuerpos intermedios situados entre el individuo, los grupos de individuos y la
humanidad. Algunas de estas comunidades son heredadas (nativas), otras son
escogidas (cooperativas). El lazo social, cuya autonomía nunca ha sabido
reconocer la vieja derecha, y que en modo alguno se puede confundir con la
"sociedad civil", se define ante todo como un modelo para las acciones
de los individuos, no como el efecto global de éstas. Y reposa precisamente
sobre el consentimiento compartido a esa anterioridad: se reconoce que el modelo
es anterior. La pertenencia colectiva no anula la identidad individual, sino que
constituye su base: cuando se abandona la comunidad de origen, normalmente es
para unirse a otra. Nativas o cooperativas, todas las comunidades tienen por
fundamento la reciprocidad. Las comunidades se construyen y se mantienen sobre
la certidumbre, compartida por cada uno de sus miembros, de que todo lo que se
le exige a cada uno puede y debe ser exigido también a los otros. Reciprocidad
vertical de derechos y deberes, de contribución y redistribución, de
obediencia y asistencia; reciprocidad horizontal de don y contra-don, de
fraternidad, de amistad, de amor. La riqueza de la vida social es proporcional a
la diversidad de los vínculos de pertenencia que propone; una diversidad que en
todo momento se encuentra amenazada por defecto (uniformización, indiferenciación)
o por exceso (secesión, atomización).
La
concepción holista, según la cual el todo excede a la suma de sus partes y
posee cualidades que le son propias, ha sido combatida por el
individual-universalismo moderno, que ha identificado la idea de comunidad con
la insoportable jerarquía, con el encierro en sí mismo o con el espíritu de
campanario. Este individual-universalismo se ha desplegado bajo dos figuras: la
figura política del contrato y la figura económica del mercado. Pero, en
realidad, la modernidad no ha liberado al hombre emancipándolo de sus antiguas
pertenencias familiares, locales, tribales, corporativas o religiosas; lo que ha
hecho ha sido someterlo a otras coacciones, más duras por ser más lejanas, más
impersonales y más exigentes: una sujección mecánica, abstracta y homogénea
ha reemplazado a los viejos marcos orgánicos y multiformes. Más solitario, el
hombre también ha quedado más vulnerable y más indefenso. Ha perdido el
contacto con el sentido porque ya no le es posible identificarse con un modelo,
porque para él ya no hay sentido en situarse en el punto de vista del todo
social. El individualismo ha desembocado en la desafiliación y el aislamiento,
la desinstitucionalización (la familia, por ejemplo, ya no socializa) y el
secuestro del lazo social por parte de las burocracias estatales. Al hacer
balance, el gran proyecto de emancipación moderna muestra más bien los
perfiles de una alienación a gran escala. Las sociedades modernas pretenden
reunir a individuos que se ven unos a otros como extraños y que carecen de
cualquier atisbo de mutua confianza; por eso estas sociedades no pueden concebir
ninguna relación social que no esté sometida a una instancia
"neutra" de regulación. Las formas puras de tal instancia neutra son
el librecambio (sistema mercantil de la ley del más fuerte) y la sumisión
(sistema totalitario de obediencia al omnipotente Estado central). Hoy padecemos
una forma mixta: mientras proliferan normas jurídicas abstractas que poco a
poco van reglamentando cada palmo de la existencia, se desarrolla un control
permanente de la relación con el prójimo para conjurar la amenaza de implosión.
Sólamente
el retorno a las comunidades y a las ciudades de dimensiones humanas permitirá
poner remedio a la exclusión, a la disolución del lazo social, a su reificación
o a su juridización.
II.4.
Lo político: una esencia y un arte
Lo
político descansa en el hecho de que las finalidades de la vida social son
siempre múltiples. Lo político posee su esencia y sus propias leyes, que no
son reductibles a la racionalidad económica, a la ética, a la estética, a la
metafísica o a lo sagrado. Supone aceptar y distinguir nociones tales como lo público
y lo privado, el mando y la obediencia, la deliberación y la decisión, el
ciudadano y el extranjero, el amigo y el enemigo. En lo político cabe la moral
—pues la autoridad aspira al bien común y se inspira en los valores y
costumbres de la colectividad en cuyo seno se ejerce—, pero esto no significa
que una moral individual sea políticamente aplicable. Los regímenes que
rehusan reconocer la esencia de lo político, que niegan la pluralidad de las
finalidades o que favorecen la despolitización, son por definición "impolíticos".
El
pensamiento moderno ha desarrollado la ilusoria idea de una
"neutralidad" de la política, reduciendo el poder a la eficacia en la
gestión, a la aplicación mecánica de normas jurídicas, técnicas o económicas:
el "gobierno de los hombres" debería calcarse sobre la
"administración de las cosas". Ahora bien, la esfera pública siempre
es el lugar donde se afirma una visión particular de la "vida buena".
De esta concepción del bien procede lo justo, y no a la inversa.
La
primera finalidad de toda acción política es, en el interior, hacer reinar la
paz civil, es decir, la seguridad y la armonía entre los miembros de la
sociedad, y en el exterior, protegerlos frente a las amenazas. En relación con
esta finalidad, la selección entre los diversos valores concurrentes (más
libertad, igualdad, unidad, diversidad, solidaridad, etc.) contiene
necesariamente una parte arbitraria: no es demostrable, sino que se afirma y se
juzga según los resultados. La diversidad de visiones del mundo es una de las
condiciones para el surgimiento de lo político. La democracia es un régimen
eminentemente político porque reconoce la pluralidad de aspiraciones y
proyectos, y porque se propone organizar la confrontación pacífica de tales
aspiraciones y tales proyectos en todos los escalones de la vida pública. Por
eso la democracia es preferible a las clásicas confiscaciones de la legitimidad
por el dinero (plutocracia), la competencia (tecnocracia), la ley divina
(teocracia) o la herencia (monarquía), y también a las más recientes formas
de neutralización de lo político a través de lo moral (ideología de los
derechos humanos), la economía (mundialización mercantil), el derecho
(gobierno de los jueces) o los media (sociedad del espectáculo). Si el
individuo se hace persona en el seno de una comunidad, donde se hace ciudadano
es dentro de la democracia, pues éste es el único régimen que le ofrece
participar en las discusiones y decisiones públicas, así como la posibilidad
de alcanzar la excelencia a través de la educación y de la construcción de sí
mismo.
La
política no es una ciencia, reductible a la razón o a un simple método, sino
un arte que en primer lugar exige prudencia. La política implica siempre una
incertidumbre, una pluralidad de alternativas, una decisión sobre las
finalidades. El arte de gobernar confiere un poder de arbitraje entre las
distintas posibilidades, poder que ha de ser paralelo a la capacidad para
imponer, para obligar. El poder no es más que un medio, que no vale sino en
función de las finalidades a las que pretende servir.
Para
Bodino, heredero de los legalistas, la fuente de la independencia y de la
libertad reside en una soberanía ilimitada del poder del príncipe, concebido a
partir del modelo del poder absolutista papal. Esta concepción es una
"teología política" fundada sobre la idea de un órgano político
supremo, un "Leviatán" (Hobbes) al que se atribuye el control de
cuerpos, espíritus y almas. Tal teología política inspiró el modelo del
Estado-nación absolutista, unificado, centralizado, que no tolera poderes
locales ni acepta compartir derecho con los poderes territoriales vecinos, y que
se construye mediante la unificación administrativa y jurídica, la eliminación
de los cuerpos intermedios (denunciados como "feudalidades") y la
progresiva erradicación de las culturas locales. Esta dinámica ha conducido
sucesivamente al absolutismo monárquico, al jacobinismo revolucionario y después
a los totalitarismos modernos, pero también a la "República sin
ciudadanos", donde ya no hay instancia intermedia entre una sociedad civil
atomizada y el Estado gestor. A este modelo de sociedad política, IDEGA propone
otro modelo alternativo, heredado de Altusio, donde la fuente de la
independencia y de la libertad reside en la autonomía, y donde el Estado se
define principalmente como una federación de comunidades organizadas y vínculos
múltiples.
En
esta segunda concepción, que ha inspirado las construcciones imperiales y
federales, la existencia de una delegación en el soberano nunca hace perder al
pueblo la facultad de hacer o derogar las leyes. El pueblo, en sus diferentes
colectividades organizadas (o "estados"), es en última instancia el
único poseedor de la soberanía. Los gobernantes son superiores a todo
ciudadano individualmente considerado, pero siempre inferiores a la voluntad
general expresada por el cuerpo de los ciudadanos. El principio de
subsidiariedad se aplica en todos los niveles. La libertad de una colectividad
no es incompatible con una soberanía compartida. Y el terreno de lo político
no se reduce al Estado: la persona pública se define como un espacio lleno, un
tejido continuo de grupos, familias, asociaciones, colectividades locales,
regionales, nacionales o supranacionales. Lo político no consiste en negar esta
continuidad orgánica, sino en apoyarse sobre ella. La unidad política procede
de una diversidad reconocida, y por eso debe aceptar la "opacidad" de
lo social: el mito de la perfecta "transparencia" de la sociedad es
una utopía que, lejos de estimular la comunicación democrática, favorece la
vigilancia totalitaria.
II.4.
Lo económico: más allá del mercado
Tan
lejos como nos remontemos en la historia de las sociedades humanas, siempre
hallaremos determinadas reglas que presiden la producción, la circulación y el
consumo de los bienes necesarios para la supervivencia de los individuos y los
grupos. Pero, contrariamente a lo que el liberalismo y el marxismo presuponen,
la economía nunca ha constituido la "infraestructura" de la sociedad:
la sobredeterminación económica (el "economicismo") es la excepción,
y no la regla. De otra parte, numerosos mitos asociados a la maldición del
trabajo (Prometeo, la violación de la Madre Tierra), del dinero (Creso,
Gullveig, Tarpeia) o de la abundancia (Pandora), ponen de relieve que la economía
fue muy pronto percibida como la "parte maldita" de toda sociedad, la
actividad que amenaza con romper su armonía. La economía estaba entonces
desvalorizada, y no porque no fuera útil, sino, precisamente, porque no era más
que eso. Del mismo modo, se era rico porque se era poderoso, y no a la inversa
—y en un contexto donde el poder estaba asociado a un deber de reparto y de
protección de los subordinados. El "fetichismo de la mercancía" no
es sólo un avatar del capitalismo moderno, sino que nos remite a una constante
antropológica: la producción en abundancia de bienes diferenciados suscita la
envidia, el deseo mimético, que a su vez produce el desorden y la violencia.
En
todas las sociedades premodernas lo económico está encajado, contextualizado
en los otros órdenes de la actividad humana. La idea de que el intercambio económico,
desde el trueque hasta el mercado moderno, ha estado siempre regulado por la
confrontación entre la oferta y la demanda, con la consecuente aparición de un
equivalente abstracto (dinero) y de valores objetivos (valores de uso, de
cambio, de utilidad, etc.), es una fábula inventada por el liberalismo. El
mercado no es un modelo ideal, universalizable por su naturaleza abstracta.
Antes que un mecanismo, es una institución, y como tal institución no puede
ser abstraída de su historia ni de las culturas que la han engendrado. Las tres
grandes formas de circulación de bienes son la reciprocidad (don asociado al
contra-don, reparto paritario o igualitario), la redistribución (centralización
y reparto de la producción por una autoridad única) y el intercambio. Estas
formas no representan sucesivos "estadios de desarrollo", sino que
siempre han coexistido más o menos a la vez. La sociedad moderna se caracteriza
por la hipertrofia del intercambio mercantil: se ha pasado de la economía con
mercado a la economía de mercado, y después a la sociedad de
mercado. La economía liberal ha traducido la ideología del progreso en religión
del crecimiento: cree que el "cada vez más" del consumo y la producción
conducirá a los hombres a la felicidad. Y es innegable que el desarrollo económico
moderno ha satisfecho determinadas necesidades primarias que hasta ese momento
eran inaccesibles para la gran mayoría, pero no es menos cierto que el
crecimiento artificial de las necesidades mediante las estrategias de seducción
del sistema de objetos (publicidad) conduce necesariamente a un callejón sin
salida. En un mundo de recursos finitos y sometidos al principio de entropía,
el horizonte inevitable de la humanidad es un cierto decrecimiento.
La
mercantilización del mundo, entre los siglos XVI y XX, ha sido uno de los fenómenos
más importantes que la humanidad ha conocido por la amplitud de las
transformaciones que ha impuesto. Su desmercantilización será uno de los
principales desafíos del siglo XXI. Para ello es preciso volver al origen de la
economía: "oikos-nomos", las leyes generales de nuestro hábitat en
el mundo, leyes que incluyen los equilibrios ecológicos, las pasiones humanas,
el respeto a la armonía y a la belleza natural y, de forma más general, todos
los elementos no cuantificables que la ciencia económica ha excluido
arbitrariamente de sus cálculos. Toda vida económica implica la mediación de
un amplio abanico de instituciones culturales y de instrumentos jurídicos. Hoy,
la economía debe ser recontextualizada en el mundo vivo, en lo social, en la
política y en la ética.
II.5.
La ética: construcción de sí
Desde
los griegos, la ética designa para los europeos aquellas virtudes cuyo
ejercicio constituye la base de la "vida buena": la generosidad contra
la avaricia, el honor contra la vergüenza, el coraje contra la cobardía, la
justicia contra la iniquidad, la templanza contra la desmesura, el sentido del
deber contra la renuncia, la franqueza contra la doblez, el desinterés contra
la avidez, etc. El buen ciudadano es el que tiende siempre hacia la excelencia
en cada una de estas virtudes (Aristóteles). Tal voluntad de excelencia no
excluye en modo alguno el que haya diversos modos de vida (contemplativa,
activa, lucrativa, etc.), cada uno de los cuales obedece a códigos morales
diferentes y que hallan su jerarquía en la ciudad: por ejemplo, la tradición
europea, expresada en el antiguo modelo trifuncional, coloca a la sabiduría por
encima de la fuerza, y a ésta por encima de la riqueza.
La
modernidad ha suplantado la ética tradicional, a un tiempo aristocrática y
popular, por dos tipos de morales burguesas: la moral utilitarista (Bentham),
basada en el cálculo materialista de placeres y penas (es bueno aquello que
aumenta el placer de la mayoría), y la moral deontológica (Kant), basada en
una concepción unitaria de lo justo hacia la cual deberían tender todos los
individuos acatando una ley moral universal. Esta última perspectiva subyace en
la ideología de los derechos humanos, ideología que es al mismo tiempo una
moral mínima y un arma estratégica del etnocentrismo occidental. Pero la
ideología de los derechos humanos es contradictoria en sus propios términos.
Todos los hombres tienen derechos, pero nadie puede ser titular de un derecho si
es un ser aislado: el derecho sanciona una relación de equidad, y esto implica
la preexistencia de lo social. Así pues, no cabe concebir ningún derecho si no
hay previamente un contexto específico para definirlo, una sociedad para
reconocerlo y para sentar su contrapartida en deberes, y unos medios de coacción
suficientes para que tal derecho sea aplicado. En cuanto a las libertades
fundamentales, éstas no se decretan, sino que exigen ser conquistadas y
garantizadas. El hecho de que los europeos lo hayan logrado, imponiendo a base
de luchas un derecho de gentes basado en la autonomía, en modo alguno implica
que todos los pueblos del planeta hayan de contemplar de la misma manera la
garantía de sus derechos.
En
fin, contra el "orden moral", que confunde norma social y norma moral,
hay que defender la pluralidad de las formas de la vida social, pensar simultáneamente
el orden y su transgresión, Apolo y Dionisos. Para salir del relativismo y del
nihilismo del "último hombre" (Nietzsche), que hoy se perfilan sobre
un paisaje de materialismo práctico, es preciso restituir el sentido, es decir,
volver a los valores compartidos, portadores de certezas concretas
experimentadas y defendidas por unas comunidades conscientes de sí mismas.
II.6.
La técnica: movilización del mundo
La
técnica acompaña al hombre desde sus orígenes: la carencia de defensas
naturales específicas, la desprogramación de nuestros instintos y el
desarrollo de nuestras capacidades cognitivas han ido a la par con una
transformación creciente de nuestro entorno. Pero durante mucho tiempo la técnica
ha sido regulada por imperativos no técnicos: necesaria armonía del hombre, la
ciudad y el cosmos; respeto a la naturaleza como casa del Ser; sumisión del
poder (prometeico) a la sabiduría (olímpica); rechazo de la hybris, búsqueda
de la calidad antes que de la productividad, etc.
La
explosión técnica de la modernidad se explica por la desaparición de esos
imperativos éticos, simbólicos o religiosos. Sus raíces remotas están en el
imperativo bíblico: "Llenad la tierra y dominadla" (Génesis),
que Descartes retomará dos milenios más tarde invitando al hombre a hacerse
"amo y señor de la naturaleza". La escisión dualista teocéntrica
entre el ser increado y el mundo creado se transforma así en escisión dualista
antropocéntrica entre el sujeto y el objeto, donde el segundo queda entregado
sin reservas a la dominación del primero. La modernidad ha sometido igualmente
la ciencia (contemplativa) a la técnica (operativa), dando nacimiento a la
"tecnociencia" integrada, cuya única razón de ser es transformar el
mundo de manera cada vez más acelerada. Nuestro modo de vida ha conocido más
transtornos en el siglo XX que en los quince mil años que le han precedido. Por
vez primera en la historia humana, cada nueva generación debe integrarse en un
mundo que la generación precedente no ha conocido.
La
técnica se desarrolla por esencia como un sistema autónomo: todo nuevo
descubrimiento es inmediatamente absorbido por el impulso global de
operatividad, contribuyendo a reforzarlo y a hacerlo más complejo. El
desarrollo reciente de las tecnologías de almacenamiento y circulación de la
información (cibernética, informática) acelera a una velocidad prodigiosa
esta integración sistémica, cuyo ejemplo más conocido es Internet: esta red
no tiene centro de decisiones, ni control de entradas y salidas, pero mantiene y
aumenta permanentemente la interacción de los millones de terminales conectadas
a ella.
La
técnica no es neutra, sino que obedece a un cierto número de valores que guían
su curso: operatividad, eficacia, competitividad. Su axioma es simple: todo lo
que es posible puede ser y será efectivamente realizado, dando por supuesto que
sólo con más técnica pueden paliarse los defectos de las técnicas vigentes.
La política, la moral o el derecho intervienen sólamente después para
juzgar los efectos deseables o indeseables de cada innovación. La naturaleza
acumulativa del desarrollo tecnocientífico —que conoce periodos de
estancamiento, pero no de regresión— ha reforzado durante mucho tiempo a la
ideología del progreso al certificar el aumento del poder humano sobre la
naturaleza y al reducir sus riesgos e incertidumbres. La técnica ha dado así a
la humanidad nuevos medios de existencia, pero al mismo tiempo le ha hecho
perder sus razones para vivir, pues se diría que el futuro sólo depende de la
extensión indefinida del dominio racional del mundo. De ahí resulta un
empobrecimiento que, cada vez con mayor nitidez, es percibido como la desaparición
de una vida auténticamente humana sobre la Tierra. Tras haber explorado lo
infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la tecnociencia pretende ahora
someter al hombre mismo, que es la mismo tiempo sujeto y objeto de sus propias
manipulaciones (clonación, procreación artificial, mapas genéticos, etc.). El
hombre se convierte en simple prolongación de las herramientas que él mismo ha
creado, adoptando una mentalidad tecnomorfa que aumenta su vulnerabilidad.
Tecnofobia
y tecnofilia son actitudes igualmente reprobables. El conocimiento y sus
aplicaciones no son censurables en sí mismos, pero lo que da valor a la
innovación no es el simple hecho de su novedad. Contra el reduccionismo
cientifista, el positivismo arrogante y el oscurantismo obtuso, lo importante es
someter el desarrollo técnico a nuestras decisiones sociales, éticas y políticas,
al mismo tiempo que a nuestra capacidad de anticipación (principio de
prudencia), y reinsertarlo dentro de una visión del mundo como pluriverso
y como continuum.
II.7.
El mundo: un pluriverso
La
diversidad es inherente al movimiento mismo de la vida, que evoluciona
bruscamente y se va haciendo cada vez más complejo. La pluralidad y variedad de
razas, etnias, lenguas, costumbres o también religiones caracterizan al
desarrollo humano desde sus orígenes. Ante este hecho, caben dos actitudes
opuestas. Para unos, esta diversidad biocultural es una pesada losa y lo que hay
que hacer siempre y en todo lugar es reducir a los hombres a lo que tienen en
común, actitud que no deja de entrañar, por reacción, toda una serie de
efectos perversos. Para otros —y aquí nos contamos nosotros—, las
diferencias son una riqueza que conviene preservar y cultivar. La verdadera
riqueza del mundo reside, ante todo, en la diversidad de las culturas y de los
pueblos.
La
conversión de Occidente al universalismo ha sido la causa principal de su
voluntad de convertir a su vez al resto del mundo, antaño a su religión
(cruzadas), ayer a sus principios políticos (colonialismo), hoy a su modelo
económico y social (desarrollo) o a sus principios morales (derechos humanos).
La occidentalización del planeta, emprendida bajo la égida de los misioneros,
los militares y los mercaderes, ha representado un movimiento imperialista
alimentado por el deseo de borrar toda alteridad imponiendo al mundo un modelo
de humanidad supuestamente superior, movimiento invariablemente presentado como
"progreso". El universalismo homogeneizante no ha sido más que la
proyección y la máscara de un etnocentrismo ampliado a dimensiones
planetarias.
Esta
occidentalización-mundialización ha modificado la manera en que percibimos el
mundo. Las tribus primitivas se denominaban a sí mismas como "los
hombres", dejando entender que se consideraban como los únicos
representantes de su especie. Un romano y un chino, un ruso y un inca podían
vivir en la misma época sin tener conciencia de su recíproca existencia. Esos
tiempos han pasado: por la desmesurada pretensión occidental de hacer el mundo
totalmente presente a sí mismo, hoy vivimos una época nueva donde las
diferencias étnicas, históricas, lingüísticas o culturales coexisten en
plena conciencia tanto de su identidad como de la alteridad que, frente a sí,
las refleja. Por primera vez en la historia, el mundo es un pluriverso, un orden
multipolar donde grandes conjuntos culturales se hallan confrontados entre sí
en una temporalidad planetaria compartida, es decir, en tiempo cero. Sin
embargo, la modernización se desconecta poco a poco de la occidentalización:
nuevas civilizaciones acceden a los modernos medios de poder y de conocimiento,
sin renegar por ello de sus herencias históricas y culturales en provecho de
los valores o las ideologías de Occidente.
Es
falsa la idea de que hoy estamos llegando a un "fin de la historia"
caracterizado por el triunfo planetario de la racionalidad mercantil, que
generalizaría el modo de vida y las formas políticas del Occidente liberal. Al
contrario, lo que estamos viviendo es la aparición de un nuevo "nomos de
la Tierra", un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales. La
Antigüedad y la Edad Media fueron testigos del desigual desarrollo de grandes
civilizaciones autárquicas. El Renacimiento y la Edad Clásica estuvieron
marcadas por el ascenso y consolidación de los Estados-nación, que compitieron
por el dominio de Europa, primero, y luego del mundo. El siglo XX ha visto cómo
se dibujaba un orden bipolar donde se enfrentaban el liberalismo y el marxismo,
la potencia talasocrática americana y la potencia continental soviética. El
siglo XXI vendrá definido por el advenimiento de un mundo multipolar articulado
en torno a civilizaciones emergentes: europea, norteamericana, iberoamericana,
árabe-musulmana, china, hindú, japonesa, etc. Estas civilizaciones no suprimirán
los ancestrales arraigos locales, tribales, provinciales o nacionales, pero sí
se impondrán como la forma colectiva última con la que los individuos pueden
todavía identificarse más acá de su humanidad común. Probablemente se verán
llamadas a colaborar en determinados campos para defender los bienes comunes de
la humanidad, sobre todo los ecológicos. En un mundo multipolar, el poder no se
define como capacidad para imponer la propia voluntad, sino más bien como
capacidad para resistir ante la influencia ajena. El principal enemigo de este
pluriverso de grandes conjuntos autocentrados será toda civilización de
pretensiones universales, que se crea investida de una misión redentora y
quiera imponer su modelo a todas las demás civilizaciones.
II.8.
Lo sagrado.
El
hombre no encuentra ni da sentido a su vida más que adhiriéndose a lo que le
excede, a lo que sobrepasa los límites de su constitución. IDEGA reconoce
plenamente esta constante antropológica, que se manifiesta en todas las
religiones. Consideramos que el retorno de lo sagrado se realizará mediante el
recurso a los mitos fundadores y a través de la implosión de las falsas
dicotomías: sujeto y objeto, cuerpo y pensamiento, alma y espíritu, esencia y
existencia, racionalidad y sensibilidad, dominio mítico y dominio lógico, lo
natural y lo sobrenatural, etc.
El
desencantamiento del mundo refleja la clausura del espíritu moderno, incapaz de
proyectarse más allá de su materialismo y su antropocentrismo constitutivos.
Nuestra época ha transferido al simple sujeto humano los antiguos atributos
divinos (metafísica de la subjetividad), transformando así el mundo en objeto,
es decir, en un conjunto de recursos puestos a la ilimitada disposición de sus
fines. Este ideal de racionalización utilitaria del mundo va de la mano con una
concepción lineal de la historia, supuestamente dotada de un principio (estado
de naturaleza, paraíso terrenal, edad de oro, comunismo primitivo) y de un
final (sociedad sin clases, reino de Dios, estadio último del progreso, entrada
en la era de la pura racionalidad transparente e irénica), ambos igualmente
necesarios.
.
Pasado y futuro se hallan presentes en toda actualidad. A esta presencia
—categoría fundamental del tiempo— se opone la ausencia: olvido del
origen y oscurecimiento del horizonte. Esta concepción del mundo ya aparece
expresada en la antigüedad europea: se encuentra tanto en los relatos cosmogónicos
como en el pensamiento presocrático.Frente a los sucedáneos sectarios de
religiones caídas, la posición de IDEGA se inscribe en la más larga memoria:
el sentido de lo que viene surge siempre de la relación con el origen.
III.
Orientaciones
III.1.
Contra la indiferenciación y el tribalismo, por unas identidades fuertes
Hoy
planea sobre el mundo una amenaza de homogeneización sin precedentes, que como
efecto de retorno ha conducido a las crispaciones identitarias: irredentismos
sangrientos, nacionalismos convulsivos y chauvinistas, tribalizaciones salvajes,
etc. El primer responsable de estas condenables actitudes es la globalización
(política, económica, tecnológica, financiera) que las ha producido. Al negar
a los individuos el derecho a inscribirse en identidades colectivas heredadas de
la historia y al imponer un modo uniforme de representación, el sistema
occidental ha hecho nacer, paradójicamente, formas delirantes de afirmación de
lo propio. El miedo al Otro ha dejado lugar al miedo a lo Mismo. La cuestión de
la identidad está llamada a cobrar una importancia cada vez mayor en los próximos
decenios. En efecto, la modernidad, al quebrar los sistemas sociales que atribuían
a los individuos un lugar en un orden reconocido, ha estimulado las preguntas
sobre la identidad, despertando un deseo de comunión y de reconocimiento en la
escena pública. Pero la modernidad no ha sabido ni querido satisfacer esas
preguntas. Y el "turismo universal" no es más que una alternativa
irrisoria al repliegue sobre sí mismo.
Frente
a la utopía universalista y a las crispaciones particularistas, afirmamos la
fuerza de las diferencias, que no son ni un estado transitorio hacia una unidad
superior, ni un detalle accesorio de la vida privada, sino la sustancia misma de
la existencia social. Estas diferencias son, por supuesto, nativas (étnicas,
lingüísticas), pero también políticas. La ciudadanía designa al mismo
tiempo la pertenencia, el compromiso y la participación en una vida pública
que se distribuye en diversos niveles: así, es posible ser al mismo tiempo
ciudadano del barrio, de la ciudad, de la región, de la nación y de Europa,
según la naturaleza del poder delegado a cada una de estas escalas de soberanía.
Por el contrario, no es posible ser "ciudadano del mundo", pues el
"mundo" no es una categoría política. Querer ser ciudadano del mundo
es remitir la ciudadanía a una abstracción que procede del vocabulario de la
Nueva Clase liberal.
IDEGA
defiende la causa de los pueblos porque juzgamos que el derecho a la diferencia
es un principio cuya validez reside en su generalidad: sólo puede defender su
diferencia quien también es capaz de defender la de los otros, lo cual
significa que el derecho a la diferencia no puede ser instrumentalizado para
excluir a los diferentes
III.3.
Contra la inmigración, por la cooperación
Por
su rapidez y por su carácter masivo, la inmigración de poblaciones, tal y como
la conocemos hoy en Europa, constituye un fenómeno incontestablemente negativo.
Esencialmente, la inmigración representa una forma de desarraigo forzoso, cuyas
motivaciones son al mismo tiempo de orden económico —movimientos espontáneos
u organizados desde países pobres y poblados hacia países ricos con menor
vitalidad demográfica— y de orden simbólico —atracción de la civilización
occidental, que se impone mediante la desvalorización de las culturas autóctonas
en provecho de un modo de vida consumista—. No cabe achacar la responsabilidad
de la inmigración a los inmigrantes, sino a los países industrializados, que,
tras haber impuesto la división internacional del trabajo, han reducido al
hombre a la condición de mercancía deslocalizable. La inmigración no es
deseable ni para los emigrantes, que se ven obligados a abandonar su país natal
por otro donde son acogidos como simples complementos de necesidades económicas,
ni para las poblaciones de acogida, que sin haberlo deseado se ven enfrentadas a
modificaciones frecuentemente brutales de su entorno humano y urbano. Es claro
que los problemas de los países de origen no se van a resolver mediante
transferencias generalizadas de población. En consecuencia, IDEGA es favorable
a una política restrictiva de la inmigración, necesariamente combinada con un
incremento sustancial de la cooperación con los países del Tercer Mundo, donde
las solidaridades orgánicas y las formas de vida tradicionales aún están
vivas, para superar los desequilibrios inducidos por la mundialización liberal.
III.4.
Contra el sexismo, por el reconocimiento de los géneros
La
diferencia entre los sexos es la primera y más fundamental de las diferencias
naturales, pues nuestra humanidad no asegura su reproducción sino a través de
ella: la humanidad, sexuada desde su origen, no es una, sino doble. Más allá
de la biología, esta diferencia se reinscribe en los géneros masculino y
femenino, que determinan en la vida social dos maneras de percibir al otro y al
mundo, y constituyen para los individuos su modelo de destino sexuado. El hecho
de que existan una naturaleza femenina y una naturaleza masculina no excluye el
que los individuos de cada sexo puedan divergir respecto a ellas por mor de los
azares genéticos o de las influencias socioculturales. Globalmente, sin
embargo, numerosos valores y actitudes pueden atribuirse ya al género femenino,
ya al masculino, según qué sexo sea el más apto para materializarlos:
cooperación y competición, mediación y represión, seducción y dominación,
empatía y desapego, relacional y abstracto, afectivo y directivo, persuasión y
agresión, intuición sintética e intelección analítica, etc. La concepción
moderna de unos individuos abstractos y liberados de su identidad sexual, que
procede de una ideología "indiferencialista" que neutraliza la
diferencia entre sexos, no es menos perjudicial para la mujer que el sexismo
tradicional, que durante siglos ha considerado a las mujeres como hombres
incompletos. Estamos aquí ante una variante de la dominación masculina, cuyo
efecto principal fue excluir a las mujeres del campo de la vida pública para,
finalmente, acogerlas... a condición de que se despojen de su feminidad.
El
feminismo universalista, al pretender que los géneros masculino y femenino son
simples construcciones sociales ("la mujer no nace, sino que se
hace"), ha caído en una trampa androcéntrica que consiste en la adhesión
a unos valores "universales" abstractos que, en último análisis, no
son sino valores masculinos. Por el contrario, el feminismo diferencialista, al
que se adhiere IDEGA, no duda en proponer que la diferencia de los sexos se
inscriba en la esfera pública y en afirmar derechos específicamente femeninos
todo ello favoreciendo, contra el sexismo y contra la utopía unisexual, la
promoción tanto de los hombres como de las mujeres mediante la afirmación y la
constatación del igual valor de sus naturalezas propias.
III.5.
Contra la Nueva Clase, por la autonomía a partir de la base
La
civilización occidental, al paso que se unifica, promueve hoy el ascenso
planetario de una casta dirigente cuya única legitimidad reside en la
manipulación abstracta (lógico-simbólica) de los signos y valores del sistema
establecido. Esta Nueva Clase, que aspira al crecimiento ininterrumpido del
capital y al definitivo reinado de la ingeniería social hoy triunfante,
constituye el armazón de los medias, de las grandes empresas nacionales o
multinacionales, de las organizaciones internacionales, de los principales
organismos del Estado. En todas partes produce y reproduce el mismo tipo humano:
fría competitividad, racionalidad desvinculada de lo real, individualismo
abstracto, convicciones utilitaristas, humanitarismo superficial, indiferencia
hacia la historia, notoria incultura, alejamiento del mundo vivo, sacrificio de
lo real por lo virtual, propensión a la corrupción, al nepotismo y al
clientelismo. Este proceso se inscribe en la lógica de concentración y
homogeneización sobre la cual se basa la dominación mundial: cuanto más se
aleja el poder del ciudadano, menos siente aquél la necesidad de justificar sus
decisiones y de legitimar su orden; cuanto más propone la sociedad tareas
impersonales, menos se abre ésta a los hombres de calidad; cuanto más se
somete lo público a lo privado, menos reconocimiento general se otorga a los méritos
individuales; cuanto más preciso se hace cumplir una función, menos
posible resulta jugar un papel. Así la Nueva Clase despersonaliza y
des-responsabiliza la dirección efectiva de las sociedades occidentales.
Tras
el fin de la guerra fría y el hundimiento del bloque soviético, la Nueva Clase
se halla de nuevo enfrentada a toda una serie de conflictos (entre el capital y
el trabajo, entre la igualdad y la libertad, entre lo público y lo privado) que
durante el medio siglo anterior había tratado de externalizar. Paralelamente,
su ineficacia, sus despilfarros y su contraproductividad resultan cada vez más
evidentes. El sistema tiende a cerrarse sobre sí mismo mediante la cooptación
de los servidores de la máquina, como engranajes intercambiables entre sí,
mientras los pueblos sienten indiferencia o cólera hacia una elite gestora que
ya no habla el mismo lenguaje que ellos. En todos los grandes temas sociales
crece el abismo entre unos gobernantes que repiten el mismo discurso tecnocrático
de mantenimiento del desorden establecido y unos gobernados que sufren sus
consecuencias en su vida cotidiana, mientras el espectáculo mediático levanta
una pantalla para desviar la atención del mundo presente y lanzarla
hacia el mundo representado. En la cúspide del sistema, la jerigonza
tecnocrática, el parloteo moralizante y las rentas confortables; en la base, la
áspera confrontación con la realidad, la insistente pregunta por el sentido y
el deseo de hallar valores compartidos.
El
objetivo de satisfacer la aspiración popular (o "populista"), que no
siente más que desprecio hacia las "elites" e indiferencia ante unos
clisés políticos tradicionales hoy obsoletos, pasa por hacer más autónomas
las estructuras de base que se corresponden con los modos de vida (nomoi)
reales y cotidianos. Para recrear de manera más convivencial unas condiciones
de vida social que permitan al imaginario colectivo formar representaciones
específicas del mundo, lejos del anonimato de masa, de la mercantilización de
los valores y de la reificación de las relaciones sociales, las comunidades
deben estar en condiciones de decidir por sí mismas en todos los campos que les
conciernen, y sus miembros han de poder participar en todos los niveles de la
deliberación y la decisión democráticas. El proceso no debe consistir en que
el Estado-Providencia, burocratizado y tecnocrático, se descentralice en favor
de las comunidades, sino en que sean las propias comunidades las que concedan al
Estado el poder de intervenir única y exclusivamente en aquellos terrenos en
que ellas no sean competentes.
III.6.
Contra el jacobinismo, por la Europa federal
El
Estado-nación, engendrado por la monarquía absoluta y el jacobinismo
revolucionario, es hoy demasiado grande para administrar los problemas pequeños
y demasiado pequeño para afrontar los problemas grandes. En un planeta
mundializado, el futuro pertenece a los grandes conjuntos de civilización
capaces de organizarse en espacios autocentrados y de dotarse de la suficiente
fuerza para resistir la influencia de los otros. Así, frente a los Estados
Unidos y a las nuevas civilizaciones emergentes, Europa está llamada a
construirse sobre una base federal que reconozca la autonomía de todos sus
componentes y organice la cooperación entre las regiones y las naciones que la
constituyen. La civilización europea se construirá sobre la suma —que no
sobre la negación— de sus culturas históricas, permitiendo así a todos sus
habitantes tomar plena conciencia de sus orígenes comunes. La clave de bóveda
de esta Europa debe ser el principio de subsidiariedad: en todos los niveles, la
autoridad inferior no delega su poder hacia la autoridad superior más que en
los terrenos que escapan a su competencia.
Contra
la tradición centralizadora, que confisca todos los poderes en un sólo nivel;
contra la Europa burocrática y tecnocrática, que consagra los abandonos de
soberanía sin remitirlos hacia un nivel superior; contra una Europa reducida a
espacio unificado de libre cambio; contra la "Europa de las naciones",
simple suma de egoísmos nacionales que no nos previene contra un retorno de las
guerras; contra una "nación europea", que no sería más que una
proyección ampliada del Estado-nación jacobino, Europa (occidental, central y
oriental) debe reorganizarse desde la base hasta la cima, y los Estados
existentes han de ir federalizándose hacia adentro para así mejor federarse
hacia afuera, en una pluralidad de estatutos particulares atemperada por un
estatuto común. Cada nivel de asociación debe tener su función y su dignidad
propias, no derivadas de la instancia superior, sino basadas en la voluntad y en
el consentimiento de todos los que en él participan. Así, a la cúspide del
edificio sólo han de llegar las decisiones relativas al conjunto de los pueblos
y comunidades federados: diplomacia, ejército, grandes decisiones económicas,
puesta a punto de las normas jurídicas fundamentales, protección del medio
ambiente, etc. La integración europea es igualmente necesaria en determinados
campos de la investigación, la industria y las nuevas tecnologías de la
comunicación. Respecto a la moneda única, debe estar administrada por un Banco
Central sometido al poder político europeo.
III.7.
Contra la despolitización, por el reforzamiento de la democracia
La
democracia no apareció con la Revolución de 1789, sino que constituye una
tradición constante en Europa desde la ciudad griega y las antiguas
"libertades" germánicas. La democracia no se reduce ni a las antiguas
"democracias populares" de los países del Este, ni a la democracia
parlamentaria liberal hoy dominante en los países occidentales. Por democracia
no hay que entender el régimen de partidos, ni tampoco el corpus procedimental
del Estado liberal de derecho, sino que democracia es, ante todo, el régimen
donde el pueblo es soberano. No es la discusión perpetua, sino la decisión con
la vista puesta en el bien común. El pueblo puede delegar su soberanía en los
dirigentes que designe, pero no abandonarla en provecho de éstos. La ley de la
mayoría, que se desprende del voto, no significa considerar que la verdad
proceda del mayor número: no es más que una técnica que permite asegurar al máximo
la concordancia de objetivos entre el pueblo y sus dirigentes. La democracia es,
finalmente, el régimen más capaz para tomar a su cargo el pluralismo de la
sociedad: resolución pacífica de los conflictos de ideas y relaciones no
coercitivas entre la mayoría y la minoría, donde la libertad de expresión de
las minorías se deduce de su posibilidad de ser la mayoría de mañana.
En
la democracia, donde el pueblo es el sujeto del poder constituyente, el
principio fundamental es el de la igualdad política. Este principio es distinto
del de la igualdad en derecho de todos los hombres, que no puede dar origen a
ninguna forma de gobierno (la igualdad común a todos los hombres es una
igualdad apolítica, pues carece del corolario de una desigualdad posible). La
igualdad democrática no es un principio antropológico (no nos dice nada acerca
de la naturaleza humana), no plantea que todos los hombres hayan de ser
naturalmente iguales, sino solamente que todos los ciudadanos son políticamente
iguales, porque todos pertenecen por igual a la misma polis. Es, pues,
una igualdad sustancial, fundada sobre la pertenencia. Como todo principio político,
implica la posibilidad de una distinción; en este caso, entre ciudadanos y
no-ciudadanos. La noción esencial de la democracia no es ni el individuo ni la
humanidad, sino el conjunto de los ciudadanos políticamente reunidos como
pueblo. La democracia es el régimen que, situando en el pueblo la fuente de la
legitimidad del poder, se esfuerza por llevar a cabo lo mejor posible la
identidad de gobernantes y gobernados: la diferencia objetiva, existencial,
entre unos y otros nunca puede ser una diferencia cualitativa. Esa identidad es
la expresión política de la identidad del pueblo, que, mediante la elección
de sus gobernantes, adquiere la posibilidad de hacerse políticamente presente a
sí mismo. La democracia implica, pues, un pueblo capaz de actuar políticamente
en la esfera de la vida pública. El abstencionismo, el repliegue sobre la vida
privada, le quitan todo su sentido.
La
democracia está hoy amenazada por toda una serie de desviaciones y de patologías:
crisis de la representación, intercambiabilidad de los programas políticos,
hurto de la consulta al pueblo para las grandes decisiones que afectan a su
existencia, corrupción y tecnocratización, descalificación de unos partidos
convertidos en máquinas para hacerse elegir y cuyos dirigentes sólo son
seleccionados por su capacidad para hacerse seleccionar, despolitización bajo
el efecto de la doble polaridad moral-economía, preponderancia de lobbies
que defienden sus intereses particulares contra el interés general, etc. A esto
se añade el hecho de que hoy hemos salido ya de la problemática política
moderna: todos los partidos son más o menos reformistas, todos los gobiernos
son más o menos impotentes. La "toma del poder" en el sentido
leninista del término ya no conduce a nada. En el universo de las redes, la
revuelta es posible, no la revolución.
Volver
al espíritu democrático implica no contentarse tan sólo con la democracia
representativa, sino intentar poner en práctica en todos los niveles una
verdadera democracia participativa ("lo que concierne a todos debe ser
asunto de todos"). Para eso hay que desestatalizar la política, creando
espacios ciudadanos desde la base: cada ciudadano debe ser actor del interés
general, cada bien común debe ser señalado y defendido como tal dentro de la
perspectiva de un orden político concreto. El cliente-consumidor, el espectador
pasivo y el individuo reducido a mero poseedor de derechos privados son figuras
que sólo podrán ser superadas a través de una forma radicalmente
descentralizada de democracia de base, que dé a cada cual un papel en la elección
y en el dominio de su destino. El procedimiento del referéndum podría ser
igualmente reactivado por la iniciativa popular. Contra la omnipotencia del
dinero, única autoridad suprema de la sociedad moderna, hay que imponer lo más
posible la separación de la riqueza y el poder político.
III.8.
Contra el productivismo, por el reparto del trabajo
El
trabajo (del latín tripalium, instrumento de tortura) nunca ocupó un
lugar central en las sociedades arcaicas o tradicionales, incluidas aquellas que
jamás conocieron la esclavitud. En la medida en que es una respuesta a las
coacciones de la necesidad, el trabajo no puede en modo alguno realizar nuestra
libertad —al contrario de la obra, donde uno expresa la realización de
sí mismo. Es la modernidad, con su lógica productivista de movilización total
de los recursos, la que ha hecho que el trabajo sea al mismo tiempo un valor en
sí, la principal instancia de socialización y una forma ilusoria de la
emancipación y la autonomía de los individuos ("la libertad por el
trabajo"). Funcional, racional y monetarizado, este trabajo "heterónomo",
que los individuos realizan más frecuentemente por obligación que por devoción,
sólo tiene sentido bajo el punto de vista del intercambio mercantil y se
inscribe siempre en un cálculo contable. La producción sirve para alimentar un
consumo que la ideología de las necesidades ofrece, de hecho, como compensación
del tiempo que se ha perdido para producir. Las antiguas tareas de proximidad
han sido así progresivamente monetarizadas, empujando a los hombres a trabajar
para otros con el fin de pagar a quienes trabajan para ellos. El sentido de la
gratuidad y de la reciprocidad se ha ido borrando progresivamente en un mundo
donde nada tiene ya valor, pero donde todo tiene un precio (es decir, donde lo
que no puede ser cuantificado en términos de dinero es considerado desdeñable
o no existente). Y así ocurre con demasiada frecuencia que en la sociedad
salarial uno ha de perder su tiempo para ganarse la vida.
La
novedad es que, gracias a las nuevas tecnologías, hoy producimos cada vez más
bienes y servicios con cada vez menos hombres. Este incremento de productividad
hace que el paro y la precariedad se conviertan hoy en fenómenos estructurales,
y ya no coyunturales. Y por otro lado, favorece la lógica del capital, que se
sirve del paro y de la deslocalización para reducir la capacidad de negociación
de los asalariados. De ahí resulta que el hombre ya no sólo es explotado, sino
que además se convierte en algo cada vez más inútil: la exclusión sustituye
a la alienación en un mundo globalmente cada vez más rico, pero donde cada vez
hay más pobres (con la consiguiente muerte de la teoría clásica según la
cual la riqueza particular beneficiaba a la generalidad). Como el retorno a una
situación de pleno empleo se ha hecho imposible, la vía de solución más
adecuada habría de consistir en romper con la lógica del productivismo y en
empezar a pensar, desde ahora mismo, cómo salir progresivamente de esta era en
la que el trabajo asalariado se ha convertido en el modo fundamental de inserción
en la vida social.
La
disminución del tiempo de trabajo es un dato que hace obsoleto el imperativo bíblico
("ganarás el pan con el sudor de tu frente"). Hay que estimular el
reparto y la reducción negociada del tiempo de trabajo, pensando fórmulas ágiles
(anualización, descansos sabáticos, estancias de formación, etc.) para todas
las tareas "heterónomas": trabajar menos para trabajar mejor y
liberar tiempo para vivir. Por otra parte, en una sociedad como la actual, donde
la oferta mercantil se extiende sin cesar mientras aumenta el número de quienes
ven reducido o estancado su poder adquisistivo, se hace necesario disociar
progresivamente trabajo y renta, estudiando la posibilidad de instaurar un
salario general de existencia o una renta mínima de ciudadanía, dirigida sin
contrapartidas a todos los ciudadanos desde su nacimiento hasta su muerte.
III.9.
Contra la huida adelante financiera, por una economía al servicio de lo vivo
Aristóteles
distinguía entre la "oeconomia", que aspira a satisfacer las
necesidades de los hombres, y la "crematística", cuya única
finalidad es la producción, la circulación y la apropiación del dinero. El
capitalismo industrial se ha visto poco a poco dominado por un capitalismo
financiero cuyo propósito es organizar la máxima rentabilidad a corto plazo,
en detrimento del estado real de las economías nacionales y del interés a
largo plazo de los pueblos. Esta metamorfosis se ha traducido en la
desmaterialización de los balances empresariales, la titulación del crédito,
el desencadenamiento de la especulación, la emisión anárquica de obligaciones
no fiables, el endeudamiento de los particulares, de las empresas y de las
naciones, el papel de primer plano que juegan los inversores internacionales y
los fondos de inversión especulativos, etc. La ubicuidad de los capitales
permite a los mercados financieros imponer su ley a los políticos. La economía
real queda sometida a la incertidumbre y a la precariedad, mientras que las
bolsas regionales de la inmensa burbuja financiera mundial estallan regularmente
y ocasionan sacudidas que se propagan por todo el sistema.
Por
otra parte, el pensamiento económico se ha petrificado en dogmas alimentados
por formalismos matemáticos que aspiran al título de ciencia mediante la
exclusión por principio de todo elemento no cuantificable. Así, los índices
macroeconómicos (PIB, PNB, tasa de crecimiento, etc.) no indican nada sobre el
estado real de una sociedad: las catástrofes, los accidentes o las epidemias se
consignan en la contabilidad como valor positivo, pues aumentan la actividad
económica.
Frente
a una riqueza arrogante que no piensa más que en crecer especulando con las
desigualdades y los sufrimientos que engendra, hay que volver a poner la economía
al servicio del hombre dando prioridad a las necesidades reales de los
individuos y su calidad de vida, instaurando a escala internacional una tasa
sobre los movimientos de capital y anulando la deuda del Tercer Mundo al mismo
tiempo que se revisa drásticamente el sistema del "desarrollo":
prioridad para la autosuficiencia y para la satisfacción de los mercados
interiores, ruptura con el sistema de la división internacional del trabajo,
emancipación de las economías locales frente a los dictados del Banco Mundial
y del FMI, adopción de reglas sociales y ambientales que encuadren los
intercambios internacionales. Finalmente, conviene salir progresivamente del
doble callejón sin salida que representan una economía dirigida ineficaz y una
economía mercantil hipercompetitiva, reforzando al tercer sector (asociaciones,
mutualidades, cooperativas) y a las organizaciones autónomas de ayuda mútua
(sistemas de intercambios locales), basados en la responsabilidad compartida, la
libre adhesión y la ausencia de afán de lucro.
III.11.
Contra el gigantismo, por las comunidades locales
La
tendencia al gigantismo y a la concentración produce individuos aislados, y por
ello vulnerables y desprotegidos. La exclusión generalizada y la inseguridad
social son la consecuencia lógica de este sistema, que ha arrasado todas las
instancias de reciprocidad y de solidaridad. Frente a las antiguas pirámides
verticales de dominación, que ya no inspiran confianza, y frente a las
burocracias, que cada vez alcanzan más rápidamente su nivel de incompetencia,
hoy entramos en un mundo fluido de redes cooperativas. La antigua oposición
entre una sociedad civil homogénea y un Estado-Providencia monopolístico está
siendo superada poco a poco por la aparición en escena de todo un tejido de
organizaciones creadoras de derechos y de colectividades deliberativas y
operativas. Estas comunidades están naciendo en todos los niveles de la vida
social, desde la familia al barrio, desde la aldea hasta la ciudad, desde la
profesión hasta el terreno del ocio, etc. Es sólamente en esta escala local
donde puede recrearse una existencia a la altura de los hombres, no parcelaria,
liberada de los opresivos dictados de la rapidez, la movilidad y el rendimiento,
apoyada en valores compartidos y fundamentalmente orientada hacia el bien común.
La solidaridad no puede seguir siendo la consecuencia de una igualdad anónima
(mal) garantizada por el Estado-Providencia, sino que ha de ser el resultado de
una reciprocidad llevada a cabo desde la base por colectividades orgánicas que
tomen a su cargo las funciones de protección, reparto y equidad. Sólo personas
responsables en comunidades responsables pueden establecer una justicia social
que no sea sinónimo de una mentalidad de individuo asistido.
La
vuelta a lo local, que eventualmente puede ser facilitada por el tele-trabajo en
común, tiende por naturaleza a devolver a las familias su vocación (también
natural) de ser instancias de educación, socialización y ayuda mutua,
permitiendo así la interiorización de reglas sociales hoy impuestas
exclusivamente desde el exterior. La revitalización de las comunidades locales
debe también ir a la par con un renacimiento de las tradiciones populares, que
la modernidad ha borrado o, aún peor, mercantilizado. Las tradiciones, que
cultivan la convivencialidad y el sentido de la fiesta, imprimen ritmos a la
vida y proporcionan puntos de referencia; las tradiciones celebran las edades y
las estaciones, los grandes momentos de la existencia y los periodos del año, y
con ello alimentan el imaginario simbólico y refuerzan el lazo social. Nunca
congeladas, viven en constante renovación.
III.12.
Contra la ciudad-hormigón, por unas ciudades de dimensión humana
El
urbanismo sufre desde hace cincuenta años la dictadura de la fealdad, del
sinsentido o del corto plazo: ciudades-dormitorio sin horizonte, zonas
residenciales sin alma, suburbios grises que sirven como vertederos municipales,
interminables centros comerciales que desfiguran la entrada de las ciudades,
proliferación de "no-lugares" anónimos concebidos para usuarios con
prisa, centros urbanos exclusivamente dedicados al comercio y a los que se ha
despojado de su ambiente tradicional (cafés, universidades, teatros, cines,
plazas, etc.), yuxtaposición de inmuebles sin un estilo común, barrios
deteriorados y entregados al abandono entre dos chapuzas o, al contrario,
permanentemente vigilados por guardias y cámaras-espía, desertización rural y
superpoblación urbana...
Ya
no se construyen hábitats para vivir, sino para sobrevivir en un entorno urbano
desfigurado por la ley de la rentabilidad máxima y de la funcionalidad
racional. Ahora bien, un hábitat es ante todo una habitación: trabajar,
circular y habitar no son funciones que puedan ser aisladas, sino actos
complejos que afectan a la totalidad de la vida social.
La
ciudad debe ser repensada como el lugar de encuentro de todas nuestras
potencialidades, el laberinto de nuestras pasiones y de nuestras acciones, antes
que como la expresión geométrica y fría de la racionalidad planificadora.
Arquitectura y urbanismo se inscriben, por otra parte, en una historia y una
geografía singulares, y deben ser su reflejo. Esto implica la revalorización
de un urbanismo arraigado y armonioso, la rehabilitación de los estilos
regionales, el desarrollo de los pueblos y las pequeñas ciudades a modo de red
en torno a las capitales regionales, la promoción de las zonas rurales, la
destrucción progresiva de las ciudades-dormitorio y de las concentraciones
estrictamente comerciales, la eliminación de una publicidad omnipresente, así
como la diversificación de los modos de transporte: abolición de la dictadura
del automóvil individual, transporte de mercancías por ferrocarril,
revitalización del transporte colectivo, consideración a los imperativos ecológicos...
III.13.
Contra el daimon de la técnica, por una ecología integral
En
un mundo finito, no es posibe que todas las curvas sean perpetuamente
ascendentes: tanto los recursos como el crecimiento encuentran necesariamente
sus límites. La rápida generalización a escala planetaria del nivel
occidental de producción y consumo desembocará, en pocos decenios, en el
agotamiento de la casi totalidad de los recursos naturales disponibles y en una
serie de transtornos climáticos y atmosféricos de imprevisibles consecuencias
para la especie humana. La desfiguración de la naturaleza, el empobrecimiento
exponencial de la biodiversidad, la alienación del hombre por la máquina y la
degradación de nuestra alimentación están demostrando que "cada vez más"
no es sinónimo de "cada vez mejor". Esta constatación, que rompe sin
equívocos con la ideología del progreso y con cualquier otra concepción
monolineal de la historia, ha sido muy justamente formulada por los movimientos
ecologistas. Y nos obliga a tomar conciencia de nuestras responsabilidades
respecto a los mundos orgánico e inorgánico en cuyo seno evolucionamos.
La
"megamáquina" no conoce más principio que el de rentabilidad. Hay
que oponerle el principio de responsabilidad, que ordena a las generaciones
presentes actuar de tal manera que las generaciones futuras conozcan un mundo
que no sea menos bello, menos rico y menos diverso que el que hemos conocido.
Del mismo modo, hay que reafirmar la primacía del ser sobre el tener. En un
paso más allá, la ecología integral llama a la superación del
antropocentrismo moderno y a tomar conciencia de que el hombre y el cosmos se
co-pertenecen. Esta trascendencia inmanente hace de la naturaleza una compañera,
y no un adversario; no borra la especificidad humana, pero le deniega el lugar
exclusivo que le habían otorgado el cristianismo y el humanismo clásico.
Frente a la hybris económica y frente al prometeismo técnico, opone el
sentido de la mesura y la búsqueda de la armonía. Es necesaria una concertación
a escala mundial para establecer normas obligatorias en materia de preservación
de la biodiversidad —el hombre tiene deberes también hacia los animales y los
vegetales— y de disminución de las poluciones terrestres y atmosféricas. Las
empresas o las colectividades contaminantes deben pagar tasas en proporción con
su cantidad de emisiones negativas. Una cierta desindustrialización del sector
agro-alimentario debería favorecer la producción y el consumo locales, al
mismo tiempo que facilitaría la diversificación de las fuentes de
aprovisionamiento. Los sistemas que respetan la renovación cíclica de los
recursos naturales deben ser preservados en el Tercer Mundo y redesplegados
prioritariamente en las sociedades "desarrolladas".
III.14.
Por la libertad de espíritu y el retorno al debate de ideas
Incapaz
de renovarse, impotente y desilusionado ante el fracaso de su proyecto, el
declinante pensamiento moderno se está metamorfoseando poco a poco en una
verdadera policía intelectual, cuya función es excomulgar a todos aquellos que
se apartan de los dogmas de la ideología dominante. Los antiguos
revolucionarios "arrepentidos" se han adherido voluntariamente al
sistema establecido, pero de sus antiguos amores conservan el gusto por las
purgas y los anatemas. Esta nueva traición de los intelectuales se apoya en la
dictadura de una opinión pública modelada por los media sobre el patrón de la
histeria purificadora, de la sensiblería consoladora o de la indignación
selectiva. En vez de intentar comprender el siglo que viene, se prefiere remover
problemáticas obsoletas y reciclar argumentos que no son más que medios para
excluir o descalificar. Por otra parte, la reducción de lo político a mera
gestión óptima de un crecimiento cada vez más problemático excluye la opción
de un cambio radical de sociedad e incluso, sencillamente, la posibilidad de una
discusión abierta sobre las finalidades últimas de la acción colectiva.
El
debate democrático se ve así reducido a la nada: ya no se discute, se
denuncia; no se argumenta, se acusa; no se demuestra, se impone. Todo
pensamiento, toda obra sospechosa de "desviación" o de
"deriva" es acusada de simpatía consciente o inconsciente hacia unas
ideas presentadas como repelentes. Incapaces de desarrollar un pensamiento
propio o de refutar el de los otros, los censores se aplican ahora también a
los juicios de intenciones. Este empobrecimiento sin precedentes del espíritu
crítico se ve aún más agravado en Francia por el ombliguismo parisino, que
reduce a algunos distritos de la capital el círculo de los medios
frecuentables. Todo esto conduce a olvidar las reglas normales del debate. Se
olvida que la libertad de opinión, cuya desaparición se acepta hoy con
indiferencia, no admite, por principio, excepción alguna. Por miedo a la decisión
y por desprecio a las aspiraciones del pueblo, hoy se prefiere cultivar la
ignorancia de masas.
Para acabar con esta manta de plomo, IDEGA preconiza un retorno al pensamiento crítico, al mismo tiempo que milita por una total libertad de expresión. Contra toda censura, contra el pensamiento-clínex y contra la futilidad de las modas, IDEGA afirma más que nunca la necesidad de un auténtico trabajo del pensamiento. Militamos por un retorno al debate de ideas, al margen de las viejas divisiones que obstaculizan las posiciones transversales y las nuevas síntesis. Y hacemos un llamamiento al frente común de los espíritus libres.
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