SILENCIO...  SE LEEN...
    RELATOS ... 
ISLAS

AUTOR:  Silfo
 

“Todos somos islas inmersos en un piélago de pesadumbres y temores, de arrepentimientos vanos, de instintos soeces”. Reconocí que, como esquela, era francamente original y de una elegancia más que dudosa.

Apuré el café que, como cada mañana, me estaba tomando en el bar de la esquina de la calle en la que vivo, mientras recordaba el extraño sentido del humor que siempre había cultivado mi amigo Juan, mal llamado el Grillo por sus escasos aunque fieles asistentes a las fiestas privadas que cada nueve de Septiembre se empeñaba en celebrar en su casa. Era un piso fantástico, lleno de muebles que él mismo había diseñado y construido, y que exhibían una estética sorprendente, vagamente orgánica pero, aún así, terriblemente funcionales y adaptados a sus escasas aunque preciadas posesiones que, probablemente, solo tenían valor para él. A mi me gustaba particularmente un busto de arcilla que, según el Grillo, había sido comprado en un mercadillo de Nairobi (extremo del que siempre dudé), y que representaba un ser andrógino e inquietante, de mirada turbia y facciones atractivas; lo tenía colocado en una esquina del salón, iluminado por un foco halógeno que proyectaba unas sombras duras que contribuían a realzar su sorprendente y vacua expresión de ominosa advertencia.

Con todo, lo mejor de las propiedades del Grillo eran los libros. Los tenía a cientos, quizá a miles. De todos los tipos, tamaños y temas. Estupenda biblioteca la del Grillo, si señor.
Durante sus fiestas, y mientras los demás charlábamos de lo que fuera, él se aislaba en su sillón (una butaca antigua, de tapizado inmundo por lo sucio), y se dedicaba a leer y observar como nos emborrachábamos con lo mejor de su abundante colección de vinos y licores varios. De tanto en cuanto, levantaba la vista de su lectura y nos dedicaba una sonrisa que tal vez fuera cruel, pero que yo siempre supe era amarga y desdichada, una sonrisa que surgía de sus recuerdos que jamás compartió con nadie. Lo cierto es que el pasado del Grillo fue un misterio para todos y nadie duda de que debió de llevar una vida sorprendente por su plenitud y acontecimientos. Conocía prácticamente todos los sitios de los que quisieras hablarle y nunca le sorprendí en un error o indecisión en sus declaraciones sobre bares, hoteles, restaurantes o prostíbulos.

Ahora, el Grillo, al parecer ha muerto, y en mi alma siento que algo de mí ha desaparecido al mismo tiempo. El Grillo era mi amigo, el único que tuve, y siento que, si alguna vez realmente fuimos islas, hoy el mar que nos circunda y separa, se ha hecho más profundo ante mí y más tenebrosos los miedos que, en su profunda oscuridad, anidan callados, a la espera de surgir cualquier noche, para poblar mis sueños.
 
 

















DRAGON

AUTOR:  Silfo
 

Esta es la historia de Dragón, un perrito chiquitín y travieso que, falto de hogar, deambulaba a sus anchas por la gran ciudad, buscando entre las basuras su alimento, disfrutando de su libertad, y aunque en ocasiones su pequeño corazón echaba de menos a alguien con quien comentar lo hermoso de la vida, lo cierto es que su existencia transcurría de un modo más que aceptable, casi satisfactorio.

Aquella mañana comenzó como cualquier otra.  Despertó entre bolsas de basura en un callejón sin nombre y buscó su desayuno en los restos que un restaurante de prestigio desperdiciaba cada día; y así, después de darse un atracón de huesos no exentos de algún pedazo de carne tierna y especiada, echó a andar por las calles que ya conocía como el guía más experto que pudiera encontrarse. Primero se acercó hasta el quiosco donde, de un vistazo rápido, se puso al tanto de las novedades del día que, realmente, tampoco resultaban tan  novedosas como pretendían los titulares: guerras variadas, hambrunas y catástrofes, algún político pagado de sí mismo que prometía hacerse rico en cuanto alcanzara el poder y el último devaneo de una estrella del espectáculo, sin más mérito que el tener un cuerpo casi perfecto. Lo de siempre.

Reanudó su paseo a la búsqueda de un rincón soleado donde digerir sin prisas el desayuno, y mientras recorría la calle reparó de pronto en que los coches que normalmente se empeñaban en atropellarle, hoy no circulaban y un extraño silencio se había apoderado de la ciudad. Sorprendido, se detuvo, se rascó prolongadamente tras la oreja y se reafirmó en su opinión de que los seres humanos estaban francamente desquiciados, hasta resultar del todo incomprensibles para una mente sencilla como la suya. Y ahí estaba Dragón, sentado en la acera, rascándose con  ganas, cuando cayó en la cuenta de que las noticias del quiosco que había leído eran idénticas a las del día anterior; y no solo eso, sino que tampoco había humanos en las calles...

"Vaya, vaya”, se dijo,”que extraño”.

Y lo cierto es que si resultaban extrañas las calles desiertas y silenciosas, como si formaran parte de un decorado aún por utilizar, abandonado por algún cineasta despistado o falto de fondos.

Dragón estaba perplejo. Durante toda su corta e intensa vida, había tenido que huir de los humanos que continuamente trataban de apresar su cuello con collares y someterle a toda clase de caricias que, francamente, le resultaban mas bien molestas, por no hablar de bozales o perreras que llenaban sus pesadillas de terrores y escalofríos; aún recordaba aquella vez que le anduvieron persiguiendo durante tanto tiempo que, cuando al fin logró despistar a aquel humano de la gorra ridícula, el corazón le batía en el pecho como un tambor... jamás corrió tan deprisa como ese día; ni siquiera cuando Khan, el doberman, se empeñó en demostrarle que él era el amo del callejón de la valla gris... ¡ Como si hubiera alguna duda !

Y así, su mente se debatía entre el alivio y el temor a lo desconocido de la situación, mientras una extraña sensación de prudencia le urgía a abandonar las calles desiertas y huecas de ruidos, como si algún peligro desconocido le anduviera pisando las huellas, buscando el instante más propicio para saltar sobre su
espalda y someterle a un destino que, sin duda, sería francamente desagradable o doloroso.  Dragón, aunque joven y sin grandes estudios, tampoco era tan tonto como para no atender a lo que le decía su instinto y fue encaminando sus pasos hacia las afueras de aquella ciudad, y no es que le hiciera mucha gracia, porque en los basureros que la rodeaban habitaban los Señores de la basura, una manada de perros grandes, hambrientos y feroces, que no consentían que ningún extraño merodeara por su territorio, pero la voz pequeña e insistente que sonaba en su cerebro de superviviente le exigía que se alejara inmediatamente de allí y no podía hacer oídos sordos a la sensación de que un peligro terrible planeaba en el ambiente, algo que él no sabría describir pero que le helaba la sangre en las venas y llenaba su alma diminuta y sencilla de pánico, un terror que aumentaba a cada segundo que transcurría y que le obligó a correr como loco en busca del límite de la ciudad, huyendo de algo que no podía ver pero que le atemorizaba hasta provocar temblores en sus patas... Y Dragón corrió y corrió como un demente con el miedo persiguiéndole, con la voz de su instinto gritándole que tenía que escapar de allí a cualquier precio, como fuera, enseguida. Cruzaba el Parque Grande a toda velocidad cuando empezó a oír el ruido; era como un silbido agudo y penetrante que azuzó su miedo y aunque ya estaba casi en los suburbios, aceleró cuanto pudo su carrera sintiéndose al borde del colapso cardiaco. Aquél silbido se intensificó paulatinamente y ya resultaba casi ensordecedor cuando Dragón llegó al límite de los edificios y, agotado, se dejó caer sobre su vientre con la sangre golpeándole el cerebro, la vista nublada por el esfuerzo.

Súbitamente el estruendo cesó y una luz deslumbrante hirió sus ojos, y aunque alcanzó a ver la sorprendente nube que se alzaba sobre la ciudad, su alma de perrito chiquitín y travieso no comprendió que, de nuevo, los humanos habían enloquecido y se destruían entre sí con todos los medios a su alcance; sintió como la carne le era arrancada de sus huesos por la onda expansiva y apenas alcanzó a preguntarse el por qué de aquello, cuando le fue arrebatada por los humanos y sus guerras, su vida de perro vagabundo y sin hogar.
 
 


















SUEÑOS Y CAOS

AUTOR:  Silfo
 
 

Según relata la leyenda, Caos surgió de la diversidad primigenia, allá en los albores del tiempo, cuando la materia era aún una quimera absurda.

Creado quizá por un estertor de la Energía, Caos tomó conciencia de su realidad; observó su entorno con asombro, maravillándose de la complejidad esencial de la que era parte y totalidad simultáneamente.

La aparente paradoja le sumió por un instante en la confusión, y aunque brevemente se sumió en ella, en un acto de voluntad, exilió al enigma que, de otro modo, tal vez hubiese anulado su consustancial multiplicidad. Muy al contrario, se regodeó en su informidad, matriz de toda forma, y le satisfizo el ser amorfo; se reconoció como manantial de espacios y tiempos. Se supo único y múltiple, Dios de dioses, fuente de todo.

Desperezó su identidad inabarcable creando abismos de sueños que, acaso, inquieten las mentes de los seres finitos, circunstanciales, causados. Seres temporales, sometidos, confinados a la materia. Breves seres aterrados por sus sueños.

Según recuerda la leyenda, Caos era consciente de su crear. Caos renunciaba a su íntima diversidad por el mero placer de contemplar la materia compactada, los universos diseñados por el gesto impalpable de un dios creando el tiempo. Era el placer de Caos compartirse y habitar en los sueños de los vivos, y así, Caos se disgregó en materias aisladas y autistas entre sí, y habitando los sueños permanece, temiendo el despertar.
 


 
 

EL FRUTO AMARGO DEL DESAMOR

AUTOR:  dreamer
 

Los tigres de la Ira son más sabios que los caballos del saber, nada más cierto que un proverbio infernal, y ahora los tigres de la Ira me llevan una vez más a separar mi camino del tuyo, algo que debería haber hecho hace ya tiempo, algo que tu no te has molestado en hacer, claro que tampoco te has molestado en mantenerlos juntos.
Podrías decir que se han mantenido juntos por azar, pero sin duda ha sido Mi Azar el que los mantuvo juntos, y ahora es Mi Ira la que los separa, y es Mi Odio y Mi Desprecio el que los mantendrá separados. Deberás ser tu quien los junte, pero, desgraciada, yo se que tu no harás ese esfuerzo, antes morirías de dolor y amargura que intentarías juntar estos dos caminos, por mi parte, ¡que nunca más se junten! Porque sólo me trae dolor y no es eso para lo que he nacido, no soy un estúpido Durmiente que carga con su vida, yo soy dueño de mi Ira y de mi Azar, y si ellos me dictan que debo irme porque no eres tu la que busco, me iré entonces, ¿qué me importas tu si no eres lo que necesito? Muérete a solas ahora que puedes morir a gusto, saciado tu deseo de Durmiente, muérete, muere porque no importas ya más a mi camino.
 
 


 
 
 
 
 
 
 

SUSPIROS DEL ALMA YA TRANQUILA

AUTOR:  dreamer


 

Después de la tempestad viene la calma, y qué calma más grande ha dejado este aguacero que, lejos de anegar mi camino, lo ha dejado limpio y despejado, ahora puedo avanzar nuevamente porque con un alud de roca y polvo, he caído del mayor obstáculo que había en mi senda, se imponía atravesarlo y no rodearlo, porque es incontable el saber que he encontrado entre los despojos que dejo atrás.
Era menester que sólo mis pies y mis manos me ayudasen a traspasar este obstáculo y no hube de aceptar ayuda ajena, sólo así habría de aprender todo lo que ahora conozco.
Difícil el camino, tempestuosos vientos soplaban en su cima, se imponía atravesarlos o caer, ahora estoy debajo de nuevo, hermosas pruebas de valor me ofrece la senda de los espinos y ésta la más hermosa de todas porque con ella he aprendido a amar las pasadas y las venideras.
Ahora vuelvo a estar sobre la senda y ahora amo su amarga tierra más que nunca porque esto por encima de mi, hermoso es el destino que me depara mi amarga senda, y hermosas son todas y cada una de las pruebas que me propone.
Al fin mis palabras han sido escuchadas con la seriedad que merecen, y al fin ha sido encontrada la verdad que portan ¿acaso soy yo culpable de las reacciones de un alma incapaz de contener tanta verdad?
No cabe en mi tanta alegría, y por eso escapa de mi bañada en mis lágrimas, ciertos son una vez más los infernales proverbios, y sabiendo, lloro de felicidad y de gozo, mi orgullo se hincha en mi y por encima de mi, mi alma se engrandece a la vista de su victoria, ahora estoy preparado para seguir mi camino y para afrontar las pruebas de la Senda de los Espinos.
No hay nada más hermoso que la búsqueda del saber.


 
 
 
 
 

LA HORA DE COMPLETAS

AUTOR:  dreamer
 
 

Existen momentos, mientras el mundo duerme, en los que las pasiones llegan al corazón, esos momentos en los que una mente embriagada de licor necesita una mano que confirme el sueño de esos labios que está viviendo, y al que después se aferrará en su soledad.
Y no me pienso arrepentir, y volveré una vez más, bajo la pálida mirada de la luna, a repetirlo, noche tras noche volveré a vivir esta osadía hasta el momento glorioso en que el sueño no se desvanezca al salir el sol.
Amarga existencia la de los seres de la Noche, que, como nosotros, viven y vivimos en la ilusión, etéreo y efímero nuestro ser por más que nos apoyemos en el suelo.
 
 
 
 

                                                            LOS SERES QUE NUNCA VIMOS
 

AUTOR:  dreamer

 

Existen imágenes, espectros en la hora mágica, que me explican sin palabras, al son de completas, que hay algo que yo no soy, vapores en las tinieblas que me dicen que se puede ver más allá del lejano horizonte, que existen las Brumas y los Reinos, y que esto no es nuevo para mi.
La magia de la noche ampara fantasmas que me conocen y a los que conozco, gente menuda que susurra en mi oído y criaturas de la noche que me invitan a conocer algo de lo que soy consciente.
Mientras dure la hora de completas, habrán hadas que tiren de mi alma con risa burlona, y la fuerza incomprensible de los magos arrastrará mi mente más allá del umbral de la conciencia, y mientras me deje guiar por semejantes criaturas, a las que llamo amigas, seguiré encontrando tu alma inocente en un mundo que no conoce, y mientras siga despertando cada día, añoraré que estés conmigo.
 
 
 
 
 
 

MEMORIAS DE UN HOMBRE AMADO 

AUTOR:  dreamer
 

Quebrados recuerdos de lo que fue mi vida, historias de amores, ciertos a medias, falsos por entero, todos sufridos, ninguno gozado, amores fingidos, alguno inventado.
Recuerdos extraños y tristes de un alma inquieta, locura ingente por acopio de amor, licor encarcelado con las puertas abiertas, vida en un mundo extraño que no sabe amar.
Delicioso presente en un nuevo reino, creado de la nada, para ti y para mi, instalado en el Horizonte, más allá de las Brumas, creciente y sin nombre, pues los dos sabemos cual es, y sabemos que en él nos habremos de esperar, porque haremos hogar de un planeta efímero, porque nos alimentaremos de nuestro mutuo amor.
 
 
 
 
 
 
 

LA HUIDA DEL ESPIRITU

AUTOR:  dreamer
 

Mi alma se expande, y no me cabe en el cuerpo, por encima de mi, niebla púrpura se cierra, estoy cerca de las Brumas y siento que mi cuerpo se muere, queda fláccido y anhelante porque ya no estoy en él.
Mi espíritu baila libre ahora, y conoce un mundo nuevo de orden y caos inusitados, donde todo es posible y de nada somos capaces, donde mi alma elige y es elegida, el mundo de todo y nada. Ah!, mi alma viajera, ve ya adonde quieras.
 
 



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

LA LIBRERIA

AUTOR:  Silfo


 
 

En el pasado mes de Octubre, paseaba yo por cierta avenida de una populosa ciudad, cuando un cartel en el escaparate de una librería de segunda mano me capturó la atención: “Vendo dientes”. Así de escueto estaba redactado el anuncio, escrito de modo precario, sin adornos, bolígrafo azul sobre papel blanco y cuadriculado, como de cuaderno de colegial. Me detuve y lo releí, agradecido por lo admirable del azar cotidiano que me deparaba la oportunidad de confirmar lo que siempre he mantenido: que nada hay más sorprendente que lo que te acecha tras cualquier esquina, especialmente en las callejuelas recónditas de los viejos barrios de ciudades más que milenarias y que poseen ese aroma de conocimientos prohibidos, de comercios inconfesables aunque notorios. Lo cierto es que en aquella ocasión mi tiempo estaba plenamente ocupado por distintas obligaciones que no eran ciertamente soslayables y que no tienen para el caso, mayor importancia, por lo que continué con mis afanes, lo que no impidió que en mi recuerdo quedase de algún modo entretejido aquél cartel tan singular.
No fue sino tras algunas semanas que, ya libre de otras urgencias, pude dedicar mi tiempo a indagar acerca del sorprendente vendedor de dientes. Volví pues a aquella avenida y a la librería del escaparate y, decepcionado, comprobé que el anuncio había desaparecido. Algo desconcertado atisbé el interior de la tienda y al fin me decidí por entrar. La librería representaba cuanto se puede esperar de un almacén de memorias y sueños: polvorienta y desordenada, no parecía haber sido transitada ni interrogada por otras curiosidades que la mía (que en aquél instante no era ciertamente literaria), y en ella se podía percibir un halo intangible de irrealidad, de secretos confinados en el interior de aquellas páginas olvidadas a la espera del lector que les infundiera la vida que proporciona la lectura ávida y entregada, de alguien que supiera desentrañar la belleza o el horror que sin duda habitaban entre sus márgenes. Despacio, me demoré entre sus estantes acariciando ocasionalmente algún tomo con el dedo, vagamente reacio a acercarme al mostrador del fondo, tras el que reinaba un anciano que parecía surgido de cualquiera de los libros estacionados en los largos anaqueles y que me observaba fijamente por encima de unos lentes de montura metálica tan antiguos como él mismo. Algunos de los libros que vi resultaban extrañamente inquietantes por su encuadernación o quizá por su evidente senectud; otros, titulados en gramáticas que no estaba a mi alcance descifrar, parecían despertar en mi una honda repulsión. El siguiente estante estaba, extrañamente, dedicado a la pornografía; abundaban tanto las representaciones gráficas como las evocaciones más o menos literarias y de todas las épocas. No tuve más remedio que admitir que aquella era la más extraña librería en la que había entrado nunca, lo que me hizo recordar el motivo por el cual entré en el local y mi recelo a penetrar más profundamente en sus secretos se acentuó. Los siguientes estantes aparecían repletos de tratados de aritmética y geometría, absurdamente escritos a mano en cientos, tal vez miles, de folios atados entre si con cintas de colores marchitos y desvaídos, y daban la sensación de que nadie los hubiera tocado desde hacía siglos. El ambiente a mi alrededor se palpaba opresivo y lo cierto es que no me sentía nada cómodo en aquel lugar... eso sin querer recordar el ominoso anuncio del cristal. Cautelosamente eché un vistazo de reojo al viejo del mostrador y comprobé sobresaltado que no me quitaba el ojo de encima. Para disimular cogí el primer libro que me vino a mano y empecé a hojearlo mientras el viejo me seguía mirando fijamente. Paseé la mirada por las páginas del volumen que tenía en las manos: ilustraciones de curiosos objetos metálicos de formas inquietantes, cada uno con su correspondiente leyenda en latín. Pasé algunas páginas con aire de indiferencia y cuando de nuevo miré aquella en la que se había quedado abierto al azar mis manos perdieron su fuerza y el libro cayó al suelo con ruido sordo. Lo recogí y coloqué en su sitio con torpeza y brusquedad y entonces vi el titulo: “Compendio de Odontología patológica. Catálogo de mutaciones y deformidades” Francamente, yo estaba acojonado. Acojonado y arrepentido de haber entrado en la dichosa tienda que me tenía los nervios de punta; y el viejo tras su mostrador, tras sus lentes arcaicos, tenía en la mirada un algo indefinible que me hizo estremecer y yo, de verdad, no me estaba divirtiendo nada. Lo pensé todo en una fracción de segundo y me empecé a dirigir hacia la puerta de salida, cuando una voz cavernosa y como de ultratumba que surgió del fondo del local me paralizó la sensación de estar vivo.
– ¿De verdad no desea usted nada?
Fue solo un instante pero lo sufrí como una eternidad: tuve la duda de si podría jamás salir de allí. Afortunadamente mis piernas decidieron por mi y corrí como alma que huye del diablo a la calle, con sus ruidos y gentío, a la seguridad de la masa.
Como ya dije, esto me ocurrió el pasado mes de Octubre y durante casi un año he evitado pasar de nuevo por la avenida en cuestión, hasta que ayer, unos cortes por obras en la ciudad me forzaron a recorrer en un taxi la calle de la vieja librería y, gozoso, vi que en el lugar que antes ocupaba había un moderno supermercado. Juro que nunca me he sentido tan agradecido al progreso que padecemos, que ha logrado el difícil arte de humillar al librero y exaltar al tendero.
 
 















LA ALDEA

AUTOR:  Silfo
 

Desde que tengo uso de razón he vivido en la aldea que mis antepasados fundaron junto al río.
Es una aldea pequeña y sin ambiciones de crecer más de lo que lo ha hecho ya. Rodeada por los huertos comunales de hortalizas y legumbres que nos mantienen vivos aunque hambrientos, el poblado se compone de una docena de chozas habitadas por los distintos clanes familiares que arribaron a estas tierras huyendo de la hambruna y la guerra, para intentar sobrevivir en este mundo convulso que nos ha tocado padecer. Lo que cuento no es más que la tradición oral que nos ha sido relatada junto a los fuegos nocturnos, cuando las bestias merodean y nos estremecen con sus rugidos, sabedores de que la muerte acecha en el exterior de la empalizada a quien quiera que ose desafiar la oscuridad; escuchamos, sobrecogidos, la historia de lo que fue una huída hacia delante, un abalanzarse hacia un futuro que algunos intuían tras las lejanas montañas... un futuro de penurias, de llanto y desconsuelo, de muerte, de miedo al pasado, al porvenir, a un presente tan negro como nuestra piel.

Fueron cerca de doscientos seres los que iniciaron el viaje, incluyendo once cabras, un puñado de gallinas apenas domesticadas y tres vacas flacas y demacradas que hacían el papel de animales de tiro de unas angarillas donde eran transportadas las semillas de las que dependería el improbable éxito en un lugar aún desconocido y sin duda lejano.

Cruzar las montañas fue una hazaña que se cobró la vida de 23 personas (6 hombres, 12 mujeres y 5 niños), ocho cabras, todas las gallinas y dos vacas. El frío nocturno, las fieras y la inanición fueron sus verdugos, la desesperanza su delito.

Aquel viaje duró no menos de un año y medio, a lo largo del cual, siete nuevos miembros se añadieron al grupo, uno de los cuales fue mi propio abuelo nacido en las montañas en el instante en que su madre, agotada por el dolor y el miedo, se despidió de las penurias de este mundo y se marchó a enfrentarse a lo desconocido que nos aguarda tras el velo de la vida. Los otros incorporados eran, al parecer, unos vagabundos harapientos y famélicos que se unieron a la caravana al no tener nada que perder ya; ninguno de ellos llegó al final del viaje.

Poco más he de contar ya, puesto que el fuego agoniza y mañana será un día tan duro como los anteriores o más. Al amanecer vendrán los guerreros para llevarme al mercado de los esclavos; espero que mi venta les permita comprar las semillas que la aldea necesita para plantar de nuevo tras las inundaciones que tuvimos el mes pasado en los huertos.

Si algún Dios es testigo de mi pena, ruego que me arranque la vida antes que la esperanza y no permita que el hambre asole mi aldea, porque aquí dejo cuanto amé. Que el viento se apiade de mí.


 
 
 
 
 

EL CAZADOR DE RATAS

AUTOR:  Silfo







El Señor

El día estaba muriendo pero la jornada no había terminado para el Señor del Torreón. Asomado a una ventana contemplaba el valle que era su herencia y que administraba con toda la justicia que se podía permitir en aquellos tiempos convulsos; el bosque en el que había aprendido a cazar cuando aún no era más que un niño y que se extendía hasta las lejanas montañas que marcaban el límite de sus tierras, el río que abastecía de agua y peces a sus siervos, los campos cultivados con el mimo y paciencia de quienes, aún sin ser felices, se sabían protegidos. Todo aquello se hallaba ahora en peligro. El mensaje que le habían entregado pocas horas antes no dejaba lugar a la duda: la horda de extranjeros que llevaban vigilando desde hacía un mes, se dirigía directamente hacía sus dominios, arrasando cuanto encontraban en su camino, quemando granjas y cosechas, exterminando la vida a su paso.

Nadie sabía exactamente de donde procedían aquellos seres bárbaros y crueles, que rezaban a unos dioses desconocidos mientras bebían la sangre aún humeante de sus prisioneros. Al parecer, surgieron de la niebla del invierno aullando como bestias enloquecidas, armados de garrotes y piedras, las hembras tan feroces como el más aguerrido de sus guerreros. Repetidas veces –hasta tres– envió en su contra a sus mejores tropas con el objetivo de tenderles celadas en las montañas, antes de que se acercaran demasiado, pero fue en vano. El valor demencial que demostraban les otorgó la victoria una y otra vez.

Así, de forma absolutamente inesperada, tanto sus soldados como los campesinos se vieron obligados a retroceder, abandonando rebaños y bienes, en una desbandada caótica hacia el castillo y los supuestos ejércitos que allí residían. Nadie pensó en almacenar comida, tal era el miedo que les provocaba aquél feroz y extraño pueblo en el que todos eran guerreros despiadados y en el que hasta los niños carecían de escrúpulos a la hora de rematar heridos, sobre los que saltaban aullando para aplastarles la cabeza a pedradas o garrotazos; no hacían prisioneros, sino que extraían la sangre de sus víctimas y aquél parecía ser su único alimento. Se lanzaban a la batalla invocando los nombres de tenebrosos y desconocidos dioses, adornados de plumas, los rostros grotescamente tatuados de negro y azul... Las gentes huían frente a ellos y nada parecía capaz de detenerles.

Sus consejeros y su propia experiencia le decían que el plazo se acortaba y tan solo escasos días les restaban antes de afrontar la batalla definitiva. Previsores, habían acumulado cuantos víveres pudieron con el fin de soportar el asedio, mientras esperaban la llegada de las tropas de ayuda que había solicitado de sus vecinos; también habían cerrado las puertas de la fortaleza e izado el puente levadizo, puesto que el recinto no admitía más refugiados.

Desde lo alto de su Torreón, veía por la serpenteante senda de la llamada Ruta de los Mercaderes como quienes habían confiado en su tácita protección, eran forzados a continuar su viaje sin destino ni esperanza, persiguiendo al tiempo, traicionados por él, Señor de aquella tierra, preso en su castillo.
 
 

Campesinos

El carro se había atascado de nuevo. Las lluvias de la pasada noche habían reblandecido el camino de tierra apisonada por el que avanzaban desde hacía días, convirtiendo la antigua Ruta de los Mercaderes en una sucesión de charcos fangosos en los que las ruedas –apenas unos círculos burdamente confeccionados con tablones– se atoraban continuamente. Afortunadamente estaban ya muy próximos a su destino y en pocas horas se  hallarían en el castillo del Señor de aquellas tierras que les debía protección y cobijo. Fueron necesarios los esfuerzos combinados de cinco hombres para que el carro reiniciara su marcha entre maldiciones, juramentos y burlas de quienes les adelantaban en su peregrinar, pero al fin pudieron continuar al ritmo cansino y sin esperanza del viejo buey uncido a la destartalada carreta.

El camino había sido largo y angustioso, siempre temerosos de que  los bárbaros les alcanzaran y exterminasen como habían hecho con tantos  otros menos afortunados, pero lo cierto es que lo habían conseguido al fin, puesto que ya se vislumbraban las murallas de la fortaleza y una renovada ilusión vino a calentar los ateridos miembros de los viajeros e se oyeron incluso algunas notas de las dulzainas y chirimías que amenizarían el baile de aquella noche con el que habían de celebrar la seguridad que les prometían aquellos muros altos y fuertes, testigos de innumerables batallas y que jamás se habían visto humillados por la derrota.

Sin embargo, un rumor vino a turbar la incipiente felicidad que les animaba la mirada: al parecer, las puertas del castillo estaban cerradas y, desde las almenas, los guardias hacían oídos sordos a las súplicas y amenazas de los campesinos que habían visto como el escaso contingente de tropas que hasta entonces les había escoltado y protegido se había adelantado y, tras entrar en el recinto amurallado, les dejaba indefensos en la explanada, inermes entre los muros y el bosque. Algunos de quienes veían frustradas sus esperanzas lanzaron vanamente piedras contra el castillo bajo la mirada impasible de los centinelas, indiferentes ante los reniegos de los campesinos y sus familias; alguno de aquellos bravos soldados tensó su arco, pero una orden seca y tajante le hizo contener su ansia de matar. Ante las atrancadas puertas del castillo los hombres maldecían, las mujeres se lamentaban y los niños aturdían a todos con preguntas sin respuesta... y las horas pasaron sin que se ablandara el corazón de aquel noble Señor de negra alma. Las voces callaron y un tenso silencio se adueñó de la caravana de siervos.

Un viento gélido sopló acercando el lamento de algún ave nocturna que, con el crepúsculo en sus pupilas de luna llena, sentía acercarse el momento de salir en busca de alimento.

Al fin, una de las carretas se puso en marcha y tras esta, otra, y así, con una extraña sensación de incredulidad, ultrajados, volvieron a ponerse en movimiento a lo largo de la antigua Ruta de los Mercaderes –senda de barro serpenteante– aquellos seres que, confiados en la nobleza de su Señor, se veían traicionados de nuevo por el destino, reos del hambre y el miedo, náufragos en un mar de angustia y estrellas.
 
 

El centinela

El asalto se produciría en cualquier momento, probablemente poco antes del amanecer, ya que era el instante en el que los cuerpos agotados por la vigilia hacían que la atención se relajase y el escozor de los ojos, cansados de escudriñar las tinieblas, provocaban un parpadeo constante que incitaba al sueño a tomar posesión de las almas de los centinelas. Eric se frotó de nuevo los ojos, pensando que ojalá les atacasen por fin, deseoso de que un término, fuese cual fuese, pusiera punto final a aquél asedio que se prolongaba desde hacía ya demasiado tiempo. Sabía que tras la línea de los árboles se hallaban las hordas de guerreros que les habían puesto sitio y cortado las vías de suministro de víveres que tanto escaseaban en la fortaleza; era consciente también de que les superaban en número y ferocidad, puesto que huían del hambre y nada enardece más que la desesperación de saberse sin alternativas. Realmente, era muy poco lo que sabían de aquel ejercito, excepto que viajaban con sus mujeres e hijos, arrastrando sus escasas pertenencias; aquello no era una guerra de conquista, sino la migración de todo un pueblo en busca de una nueva patria en la que establecerse, empeñados en labrarse un futuro.

Súbitamente el silencio de la noche se desgarró con el llanto de un niño que fue rápidamente acallado. Eric se estremeció a su pesar. Angustiado, pensó en sus propios hijos que también tenían que soportar la escasez de comida que les había forzado a comerse los caballos, cabras y gallinas del recinto, y se le ocurrió pensar que quizá fuera la dieta de ratas lo que estaba provocando aquella extraña enfermedad que cada vez más personas padecían.

No hacia falta remontarse muy lejos en el tiempo para recordar como las ratas campaban por sus respetos por las cuadras –ahora desiertas–, por los albañales, cocinas, e incluso por el mismísimo patio del castillo, sin que significaran más que un incordio y una ligera preocupación para las madres que, en ocasiones, tenían que restañar alguna leve herida provocada por un mordisco de tales animales, que en aquél entonces se mostraban sin miedo e incluso con un atisbo de arrogancia en sus brillantes ojillos rebosantes de astucia. Ahora, eran un suculento ingrediente de sopas y potajes y escaseaban de un modo tan manifiesto, que incluso se decía de quien se mostraba soberbio, si no tendría la casa llena de ratas.

Eric observó la linde del bosque; entre los árboles se movían algunas luces procedentes de las antorchas que portaban los centinelas de los sitiadores, tan seguros de sí mismos, que ni siquiera trataban de ocultar sus movimientos en el cambio de turno de guardia. Se imaginó los fuegos de campamento alrededor de los cuales se reunirían al romper el día para degustar una comida que les era negada a sus enemigos. Desde luego, ellos no debían estar pasando hambre, puesto que en el bosque la caza abundaba y el río siempre había sido pródigo en alimentos; allí, las plateadas truchas nadaban perezosas en los umbríos recodos, mientras eran observadas desde la orilla por venados, roedores y otros seres que atesoraban proteínas y grasas que le hacían soñar pesadillas de banquetes y fiestas de abundantes manjares. Pasó de nuevo la lengua por los agrietados labios, casi paladeando exquisitos asados y dorada cerveza de lujuriosa espuma, recordando los días de abundancia que había vivido cuando aún no sabía hacerles el aprecio que se merecían.

¿Cuánto duraba ya el asedio?... no podía recordarlo, meses, años... Lo cierto es que no tenía importancia, puesto que se morían de hambre y miedo, por no hablar de la enfermedad, del Mal que se estaba llevando a tantos, que los muertos se apilaban al pie de las murallas donde eran arrojados para evitar la peste, la pandemia. El médico del castillo fue de los primeros en morir, empeñado en atender a los agonizantes en busca de un remedio que se antojaba imposible. Tras su fallecimiento, se multiplicaron los bebedizos y ungüentos supuestamente milagrosos que provocaron a su vez tantas muertes o más que la propia enfermedad, sin que lograran atajar ni las pústulas supurantes, ni los vientres grotescamente inflamados, ni las fiebres que anunciaban el fin de los pesares.

El Señor del Torreón mandó entonces ahorcar a quienes se dedicaban a la confección de tales remedios y pócimas y ordenó la construcción de un cadalso en el patio central y todos fueron obligados a presenciar otra orgía de muerte, mientras que cuantos tenían algún conocimiento de las hierbas que curan o de plegarias sanadoras padecieron la venganza de la impotencia y el pánico.

Aquella fue una triste jornada.

Apenas el sol despuntaba en el horizonte cuando aparecieron aherrojados algunos ancianos y un par de viejas de mirada huidiza, preñados de odio sus ojos profundos como la memoria del tiempo. En medio de un silencio tenso y cargado de presagios avanzaron escoltados por la guardia del Señor que, desde la ventana de sus aposentos, contemplaba ceñudo la macabra escena. No duró mucho. Unos minutos después siete cuerpos se balanceaban grotescamente al extremo de las sogas, y la escasa multitud se dispersó presa de un sentimiento de culpabilidad y pavor. El Señor se mantuvo durante largo tiempo en la ventana y hasta hubo quien comentó que lloraba las vidas que había mandado segar. Luego, los mismos guardias que condujeron a aquellos infelices a su destino, descolgaron sus cuerpos y los despeñaron al foso bajo las murallas, donde quedaron como muñecos rotos, mutilados por el azar.

Con la mente abstraída en el recuerdo, Eric deambulaba junto a las almenas observando de reojo el cercano bosque, cuando un violento impacto en la espalda hizo estremecerse el cuerpo que aún soportaba su alma; asombrado, contempló brevemente la punta de la flecha que le había atravesado la coraza de cuero que portaban todos los guardias del castillo; como en un sueño se sintió caer, consciente de que la vida se le escapaba a través de la herida; entre las brumas de su perplejidad creyó oír una risotada obscena, soñó a alguien que le escupía en el rostro y mientras exhalaba su último aliento, angustiado, se preguntó qué sería ahora de su familia.
 
 
 

Noche de ratas

Gregor llevaba colgando de la mano un saco de arpillera, mientras musitaba para sus adentros su plegaria preferida: “Amo de las Ratas, cédeme tu compasión. Amo de las Ratas, sé generoso. Amo de las Ratas, dame de comer”. A paso vivo, para evitar que otros se le adelantaran, se encaminó hacia la parte trasera del Torreón del Señor, donde la experiencia le había enseñado que aún se escondía algún que otro roedor al que quizá tuviera la suerte de cazar.

Gregor era sin duda uno de los mejores cazadores de ratas de la fortaleza, y él estaba convencido de que su plegaria tenía mucho que ver en aquella casi mágica suerte que le permitía llevar, prácticamente a diario, carne recién muerta a la cazuela de su madre, de la que se alimentaba toda su familia. Cierto es que cada vez eran menos, ya que el Mal había acortado los pesares de tres de sus hermanos, incluida la hermosa Ingrid de los ojos de miel, que tan solo sufrió dos años y medio en aquel infierno que llamaban hogar; también su padre, el valiente Eric, murió recientemente en las almenas, víctima de una flecha que algunos decían había sido disparada desde el interior del propio castillo, aunque jamás se supo a ciencia cierta nada concreto, excepto que al poco tiempo les fue arrebatado el privilegio que poseían de disfrutar de las sobras de las comidas del Señor, puesto que ocupó otra familia –la de Studas, temido por su carácter violento y cobarde- y que les condenó a ellos a procurarse el sustento por medio de aquella caza sin honor.

Esquivando los charcos de inmundicias que salpicaban el patio central, se adentró en el laberinto que formaban las barracas que habían sido cuadras, pasó tras el taller del herrero y tras meditarlo un momento, se acurrucó entre las raíces de un anciano roble que ya era centenario cuando los hombres decidieron edificar una fortaleza en aquél lugar. Allí se mantuvo en un silencio hueco y expectante, un ojo atento a cualquier movimiento que se pudiera producir, el otro, en las estrellas duras, hermosas y distantes que le acompañaban cada noche en su acechar. No fue sino tras un largo rato de paciente espera que Gregor decidió pasar a la acción: tomó el saco de arpillera, salpicó con un par de gotas de su propia sangre el fondo y depositó con infinito cuidado el saco abierto junto a los excrementos y otros restos del Torreón que allí se acumulaban, y se dispuso a permanecer en la más absoluta inmovilidad hasta que su presa asomara. “Amo de las Ratas, cédeme tu compasión. Amo de las Ratas, sé generoso. Amo de las Ratas, dame de comer”. La letanía le mantenía despierto y esperanzado, aún sabiendo que su alma se condenaba creyendo, como si fuese un bárbaro, en el poder del vano conjuro. “Amo de las Ratas, cédeme tu compasión. Amo de las Ratas, sé generoso. Amo de las Ratas, dame de comer”.
El tiempo transcurría; ya las estrellas empezaban a palidecer y Gregor seguía repitiendo en su corazón su plegaria secreta, cuando un movimiento apenas perceptible fijó su atención: ¡ahí estaba! Cautelosamente, el animal se movía entre las quietas sombras, atraído irresistiblemente por el olor de la sangre fresca y joven. La rata –un ejemplar flaco y deslustrado entre los de su especie– olfateó precavida el aire, pero su hocico solo percibió los acostumbrados aromas de excrementos y basuras en putrefacción, y por encima de todo ello, la sangre. Sus bigotes se estremecieron de impaciencia, pero el instinto parecía prevenirla contra algún oculto peligro que no lograba percibir con claridad; pese a todo, siguió avanzando con precaución, sus sentidos embriagados por aquel efluvio enervante, hasta que no pudo soportarlo más y se abalanzó a una velocidad vertiginosa en busca de aquella golosina que le brindaba el azar.

Gregor fue tan rápido como ella o más. Con un ágil movimiento cerró el saco y acorraló al animal en el fondo para, con un gesto fruto de la práctica y exento de crueldad, romperle el cuello y así, evitar que sus chillidos llamasen la atención de otros, quizá tan hambrientos como él mismo, pero con menos recursos o más torpeza.

Con el saco de arpillera en la mano y tomando la precaución de no ser visto, inició el regreso a la barraca donde vivía con su familia, con la satisfacción pintada en su rostro, convencido de que hoy también comerían.
 
 

El hijo de Krun

Yanuek fue arrancado de su sueño por una mano que le abofeteó sin contemplaciones. Con un exabrupto se desperezó y miró a su alrededor: los miembros de la tribu se preparaban para el asalto final a aquellos muros que habían detenido su migración, siempre en busca de tierras que les aportaran una nueva oportunidad de supervivencia. El castillo era el último obstáculo que les quedaba por superar para convertirse en los únicos y reales amos del bosque, el río y cuantos ganados y cosechas habían ido dejando atrás, conscientes de que la velocidad era su mejor arma para derrotar a un ejercito tan atemorizado por la crueldad y eficacia que demostraban los guerreros tatuados que, en su retirada, abandonaban armas y pertrechos.

Apenas tuvo tiempo de masticar una tira de carne seca antes de que se pusieran en marcha hacia la fortaleza. Las estrellas aún brillaban en el cielo pero el aroma del viento traía la promesa del amanecer de un nuevo día en el que la muerte obtendría, sin duda, una importante cosecha de almas con que adornar los salones en los que se diseñan las pesadillas y temores de los vivos. Tomó su garrote de raíz de olivo y se apresuró a ocupar su lugar mientras invocaba a su tótem, Krun, Padre de los Lobos, y le exigía ser valiente y feroz en la lucha de cuyo resultado dependía el futuro de su mujer e hijos. Un ululante gemido se adueñó de la noche que agonizaba, tensando sus nervios, enardeciendo su espíritu para la batalla: Krun le bendecía, y la voz de Yanuek bramó junto a la de sus hermanos, agradeciendo el don de la vida y la salud, desafiando a la muerte.

Agazapados en las sombras avanzaron a través de la explanada que les separaba de las murallas de formidable aspecto y cuando apenas unos pasos les separaban del foso, un chirriar de cadenas anunció que la traición se había consumado. Fugazmente, recordó el rostro de conejo asustado de aquél prisionero a quien le prohibieron degollar; en sus ojos mezquinos, su alma de cobarde asomaba ruin cuando, a cambio de su vida, se ofreció para abrir las puertas a la horda de Krun. El puente levadizo terminó por fin su descenso y allí estaba él, Studas el indigno, sonriendo como un reptil, ignorante de que el propio Yanuek se había reservado el derecho de aplastarle la cabeza cuando empezara la matanza, privilegio que le correspondía al haber sido él quien le capturara en una de las primeras escaramuzas que sostuvieron con aquellos soldados atildados y gordos, que pretendían detenerles en una emboscada pueril que no tuvo el éxito que esperaban.

Dentro de la fortaleza sonaban voces de alarma, entrechocar de metales.

Studas murió con aquella estúpida sonrisa en los labios, el cráneo reventado por un golpe de garrote que sonó hueco y ominoso. Yanuek aulló en un alarido jubiloso y vital su victoria y no vio acercarse al muchacho que, espada en mano y escondido en las sombras del portón de acceso al castillo, con los ojos inyectados en sangre le hundió el acero en el vientre. El hijo de Krun intentó sujetar las vísceras que se escapaban por la herida abierta, pero las fuerzas le abandonaban con la sangre que manaba a borbotones por entre sus dedos; su vista se nubló y cayó en el barro ante la mirada salvaje de Gregor, el cazador de ratas, que, sigilosamente, se fundió con la noche, oculto a los ojos de Krun, Padre de los Lobos, y de su hermana la muerte.
 
 

ANA

AUTOR:  Xurko
 
 

Ana, amor mío:
Quiero guirnalda de besos entre tus dedos para que me los devuelvas
cuando acaricias mi cuerpo con tus manos de alondra. Quiero que tus
ojos, paisajes de olivos y almendros, fértiles en sueños y misterios
orientales, no dejen de mirarme. Quiero estar a tu lado, único lugar
donde el mundo carece de sombras. Quiero bañarme en tu risa, donde un
millón de cosquillas hacen tiritar de alegría. Quiero que me estreches
entre tus pechos que huelen a mies recién cortada. Quiero por almohada
tu vientre de luna, ternura y espuma blanca., para que mis sienes,
preñadas de madrugadas soñadas, alumbren pensamientos de calma.
Si tu lámpara de amor proyecta sobre los rincones de mi alma, la
esperanza de la pequeña muerte, quiero morir hasta el alba.
Quiero ir contigo donde vayas. Si el destino te lleva a las estrellas
antes que a mí, espérame donde van los sueños, a ese lugar remoto donde
no se vuelve jamás, el otro lado del laberinto que existe en los
confines de la soledad, allí nos transformaremos en un eterno silencio
de amor.
Mis pasos estarán siempre tras ese instante donde no se sabe si es el
amor con su locura, que da un miedo terrible, o la pasión, conjuro de
todas las magias, atormenta conocer la verdad de lo sentimientos.
Mientras se anda hacia el final, la gloria de poder volver a amar al
otro lado, cierra las puertas a la desesperación, mientras los amores
parecen huir locos de contentos por no ser de nadie.
 


 
 
 

TULA Y TORDO

Autor:  ATHO DE JAZARIA

El otro día desapareció Tordo. La víspera había ido a cazar la codorniz con su amo.
Baltasar notó su ausencia a la vuelta de la granja, al atardecer, cuando vio que no le esperaba en la puerta de la vivienda. Al día siguiente preguntó a los pocos vecinos de la aldea y ninguno supo dar razón, nadie sabía nada.
Tordo llevaba algún tiempo pensando irse en busca de una libertad que hasta entonces no deseaba.. Quería ver realizado el sueño que le envolvía desde el último verano. Trataría de conseguir la ilusión más grande de su vida.
Sendas, atajos, cañaverales y hasta un lugar desconocido, que él imaginaba feliz, tenía atrapado su instinto con un bozal invisible, que a pesar de su destreza, no le dejaba cazar como antes del verano. Pero no quería dejar al bueno de Baltasar. Siempre le había tratado bien, muy bien. No como a los otros perros del pueblo: les pegaban, casi no les daban de comer, tenían que disputarse la comida del monte, como si de animales salvajes se tratara y al final de la jornada los ataban al lado de las porquerizas.
Aquel día Tordo, de repente, decidió escaparse…
Caminos, ríos y un cielo brillante…, se sintió ligero como el viento que olfateaba. La libertad soñada estaba tomando forma. La aventura estaba comenzando. Percibía la ciudad en un recodo del paisaje. Por fin podría ver a Tula, se lo había prometido en el verano, cuando los veraneantes la trajeron al pueblo. ¡Olía tan bien! Le contado como se vivía en la gran ciudad: alimentación sana, cuidados esmerados, paseos tranquilos todos los días por un hermoso parque y, sobre todo, muchas caricias.
Al atardecer llegó a la ciudad. Tordo notó que las patas le flaqueaban, tenía la garganta seca y la lengua le colgaba alargada por un lado de la boca. Permaneció tendido, recuperando fuerza, mientras olfateaba tratando de percibir el olor de su hembra. No tardó en oír a lo lejos unos ladridos. Trató de aguzar su sentido, pero el ruido de los coches que pasaban constantemente no le dejaba oír con nitidez. Tordo se arregló apresuradamente el hermoso pelaje de las orejas, había visto al otro lado de la riada de vehículos, el hocico rizado de su amada Tula. Se lanzó rápido para acariciarla como tantas noches había soñado.
No lo consiguió. Aquel 16 válvulas rojo descapotable lo arrojó sobre la acera muy cerca de donde estaba Tula. Aún tuvieron tiempo de acariciarse con el hocico… después, un terrible y lastimero aullido, fue repetido de fachada en fachada, de roca en roca, hasta que se perdió al otro lado del mundo, atravesando el vaho de la muerte del valiente Tordo.
La luz de aquel día se vació de amor. Desde entonces Tula no quiso comer. Primero se murieron sus tristes ojos, se volvió cano su pelaje y sus piernas no le aguantaban, su amo, que tanto le mimó, de un tiro acabó con su vida.
Tula fue enterrada junto a Tordo en el pueblo, al lado de los viejos árboles que dan sombra al río. Desde ese lugar contemplaron muchas veces, mientras esperaban a sus dueños, como el horizonte cambiaba los bellos colores del atardecer por los tristes del anochecer.
La zarzamora cubre sus tumbas y las mañanas dibujan estrellas de rocío.
Dos cuervos, mensajeros de los dioses, se llevaron las almas de Tula y Tordo por el camino que lleva al otro lado del ocaso eterno.
En aquel lugar, en las aguas de los barrancos que hay entre las montañas ceñidas de pinos, los cuervos negros por la maldición de Apolo, depositaron las almas de la pareja junto a las almas de los amores no consumados.
Todas las noches, desde entonces, los colores del amor de Tula y Tordo, dan luz a la oscuridad.
 


 
 
 

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