7 de
abril de 2005
Amén. Cuentan que, con gran
esfuerzo, fue lo último que salió de tus labios
antes de volver al Padre.
Mientras todos los
corresponsales del mundo se afanaban en elaborar una semblanza de tu
vida, tú la elaboraste magistralmente en sólo una
palabra, describiendo detalladamente tu existencia terrena.
Yo tenía 13
años, casi 14, cuando la vida me situó frente a
ti. En aquel momento no fui consciente del significado de la mano que
tomé ni del anillo que besé. Los años
siguientes, mi vida siguió sin grandes cambios, pero ya para
siempre llevé grabada una imagen que con el andar del tiempo
se haría mucho más presente, y en estos
días vuelve insistentemente a mi mente. Recuerdo y
recordaré por siempre esos ojos azules que miraban con una
enorme intensidad, con una enorme fuerza, con una increíble
autoridad, pero a la vez con un apasionante cariño y
conmovedora dulzura.
Recuerdo de aquellos
años tu atronadora voz, tus discursos claros y valientes, tu
fortaleza ante los poderosos, tu cercanía a los humildes, y
siempre, siempre, tu alegría al proclamar a Cristo ante toda
la humanidad.
Pasados los
años, y asistiendo a la lección magistral que
diste al mundo con tu vejez y enfermedad, cuando me llegaba tu voz que
se iba haciendo más y más débil, y tu
rostro mostraba con orgullo las huellas del tiempo y el esfuerzo y tus
ojos iban perdiendo luz, mi sensación era que tu fortaleza y
tu luz seguían ahí, simplemente la fortaleza que
huía de tu cuerpo se asentaba en tus palabras, siempre
jóvenes, siempre alegres, siempre mensajeras de esperanza y
amor, y la luz de tus ojos resplandecía cegadora en la Cruz
que abrazabas.
Hoy, al contemplar tu
cuerpo vencido del que tu alma inmortal se ha liberado, el sentimiento
de cariño y agradecimiento sigue creciendo día
tras día. Y cerrando mis ojos, me vuelven siempre a la
memoria los tuyos, irradiando luz, derramando esperanza, inculcando
amor, y mi cabeza repite sin cesar tantas palabras tuyas, bien con
aquella voz potente y segura, o cuando ya tu voz era débil y
tu cuerpo vacilante. Te escucho perfectamente proclamar tu
alegría por dedicarte a la causa de Cristo. Y no puedo sino
evocarte flanqueado por tu antecesor Pedro, que te abrirá
las puertas del Cielo de par en par, y tras ellas, a Cristo y a su
Madre recibiéndote en su eterno abrazo diciéndote
Ellos mismos: Amén.
Juan Pablo Magno, ruega
por nosotros.
Gonzalo
García Yangüela.
|
Agradezco
todo tipo de comentarios, no tienes mas que escribirme:
Volver