El Observatorio de Barlovento

Volumen 1, Número 2

Julio 2000

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La geometría del borde.-

por: Arambilet/OB.

Una gran elipse define el borde donde peligrosamente cerca todos andamos, en puntillas, en estampida o en fila india, como equilibristas de circo. Nos encanta sentir la línea del borde.

Derivamos casi al borde de la vida, suicidándonos lentamente con la prisa, el confort, lo vano, lo fútil, la maledicencia, la tecnocracia, los placeres y la bioquímica.

Arribamos casi al borde de la felicidad sin alcanzarla, porque no somos ciegos. Basta ver alrededor para entender por qué nos elude. La felicidad absoluta es de todos o de nadie.

Confluimos casi al borde de la anarquía, pero no siempre nos atrevemos a reventar en improperios, para no perder la forma y evitar así que nos acribille con rencilla algún airado.

A veces hay tanto que perder.

A veces hay tanto que ganar. Según se mire.

Las imágenes importadas nos traen amplios, deliciosos espejismos prestados, agudos puntos de reflexión y severas restricciones.

Hermosos panfletos a todo color del paraíso, esquís alquilados para las montañas nevadas de Colorado, Europa en esmoquin, Alaska en crucero a diez pagos, los caracoles de Borgoña, el último conflicto bélico, majaderías y excentricidades, y conviviendo con esto, la cara mocosa de la miseria plantada en los semáforos, empañando con desgaire y arrobo los cristales recién lavados.

Sin darnos cuenta, enroscada en un rincón hemos dejado olvidada la piedad. Mientras, como autómatas, transeúntes cruzan desbocados fabulosas avenidas, y más allá, en el traspatio de los huesos, siete cuerpos con siete sueños o siete desvelos diferentes, en una misma habitación y dos camastros, se cobijan con retazos de penuria, bajo planchas de asbesto y paredes de lata; los beteús del aire acondicionado central matan de frío a la nana del bebé en el penthouse, la misma nana del bebé que el domingo va a dormir con los otros seis en los dos camastros, con un calor infernal y su abanico a plazos, tras las paredes de lata.

Tenemos para colmo en cartelera al que empuña la pistola para poder comer, el que empuña la pistola para comer mejor, el que empuña la pistola para que lo dejen comer tranquilo, el que empuña la pistola por vicio, por aburrimiento, por cansancio, al que la empuña sin ton ni son, el que empuña la pistola, en fin, para que el otro descanse en paz.

Tenemos por ende el crimen, la íntima convicción y la justicia personal al estilo del honorable Roy Bean.

Las cárceles de las colonias no funcionan en sociedades de altos contrastes como la nuestra. Apenas enlatan y hacinan. Hace falta separar médicamente las sicopatías criminales de los simples hurtos, separar además al trastornado clínico de aquellos cuyas equivocaciones humanas han sido fruto de la inducción o la pasión. Es imprescindible una constante, seria y programada educación vocacional unida a la pena correccional. El individuo que va a la cárcel hoy entra dañado y si sale, sale podrido. Se reinserta dinamita en un plazo no mayor a treinta años.

Parecería que necesitamos epidemias, guerras y desastres divinos que nos diezmen como purga y correctivo, que nos permitan vernos de nuevo como hermanos y semejantes. Nada como el sufrimiento para recordar nuestro diminuto lugar en el universo.

Derivamos pues, entre sentimientos altruistas e inhóspitos, entre la algarabía y la pena, entre la lectura del último Premio Planeta, la fetidez de la basura acumulada bajo la alfombra, el inapelable y conveniente correo electrónico, las ensaladas y los aeróbicos, las deudas a corto plazo y el ritmo lánguido de una bachata maldita de afroantillas que surge sin esperarla, entre dos cubos de hielo, dentro de un vaso plástico, sin rumbo fijo y sin embargo en el centro exacto de la desidia.

Buscamos refugio espiritual en un lugar impreciso entre el yoga y el altar de los solios con sotana, entre pastores y borregos, en las palabras sagradas proferidas por otros colegas pecadores, en los escarnios y las penitencias.

Estallamos furibundos cuando no somos escuchados por los sordos y cuando la ira colectiva tiene más sentido que la propia. Con sorna pero con disimulo nos burlamos de las repetidas propuestas de los prohombres del presente, por pura conveniencia colocamos fuera de proporción la historia y convertimos los pecados pasados en virtudes presentes.

Abjuramos a la poesía frente al llanto de un anciano doblegado; la invocamos nuevamente cuando nos sonríen los recuerdos más lejanos y nos conforta los sentidos alguna licencia diminuta.

La ingenuidad y la malicia, el torpe, el inocente, el justo y el desalmado, todos juntos y a veces entremezclados, reclaman sus derechos soslayando sus deberes, paso a paso marchan sobre la línea de la elipse. Algunos atinan a evitar el borde por milímetros, abrazando la tangente encuentran de manera temporal otra ocasión para remendar la humildad o glorificar su vanidad. Otros, en el momento justo y en centrípeta abandonan la elipse, abrazando con certeza su final en este corto tiempo que nos toca.

¿Entonces, a qué viene tanta maldad?


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