El Observatorio de Barlovento

Volumen 1, Número 2

Julio 2000

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El cronista gastrónomo de Santo Domingo

por: Arambilet/OB

Gonzalo Fernández de Oviedo, buena espada, fluida pluma y mejor paladar, se refociló en los manjares exóticos que descubrió en los rincones remotos del Nuevo Mundo. Nació en Madrid en 1478, de familia asturiana. Entró desde los doce años al servicio de importantes cortesanos, primero como paje y luego como secretario, pues desde muy temprano se inclinó por los estudios y alcanzó una sólida formación autodidacta que lo llevó a escribir más tarde una extensa y variada obra en la cual sobresale el Sumario de la Natural Historia de Las Indias (Toledo 1526), epítome de una historia general más extensa, (Historia General y Natural de las Indias - 50 tomos), parte de la cual publicó en Sevilla en 1535 (20 Tomos), debiendo aguardar el resto de esta importantísima obra, varios siglos para salir completa y no hasta mediados del siglo XIX.

No sólo adquirió habilidad con la pluma y con la espada, sino, curiosamente, también con las tijeras, pues según testimonios de su época, fue un maestro en recortar con ellas figuras de papel.

Ducho en las armas, tuvo variada experiencia de primera mano, con los habitantes índígenas. Desde 1505, en la ciudad de Toro, y fallecida ya la reina Isabel la Católica, Fernando el Católico encargó a Fernández de Oviedo, la compilación de las noticias sobre los Reyes de España y sus colonias en las Indias.

Salió hacia América en 1514, viajando extensamente por las posesiones, hasta que en el 1532, en su cuarta travesía, es designado Cronista Oficial y en 1533 acepta la alcaidía de la fortaleza levantada años antes por el gobernador Ovando, en la ribera del río Ozama, en Santo Domingo.

En 1536, Fernández de Oviedo, luego de viajar nuevamente por la colonias en pos de información y peritaje, hace su quinto viaje y retorna nueva vez a la Hispaniola, donde permanecerá por diez años. Volvió a España en 1546 y poco después, finalmente, retornó a Santo Domingo como Regidor perpetuo de la ciudad. Murió en el 1557, luego de larga obra y cerca de los ochenta años, un hombre laborioso y un sibarita renacentista. Su entierro fue en la "muy noble y leal ciudad de Santo Domingo", como el mismo le llamare.

Al momento de morir, apretadas en sus manos reposaban las llaves del estudio en el cual escribió su Historia y las Quinguagenas.

Fue testigo de numerosos acontecimientos de aquella época turbulenta, además de interlocutor de los más conocidos conquistadores y recopilador de innumerables y valiosos datos de primera mano que le permitieron dibujar uno de los más completos y espléndidos tapices del colonialismo español.

Su inclinación por la historia natural, y sin duda su inquieto y desprejuiciado paladar, lo llevaron a familiarizarse con las plantas y animales del Nuevo Mundo, los cuales describió con esmerado cuidado, intercalando en sus largas crónicas, las evocaciones que en su vida le produjeron los sabrosos y exóticos condumios americanos.

Así, por ejemplo, cuando probó la piña, que consideraba "una de las más hermosas frutas que yo he visto en todo lo que del mundo he andado", afirmaba que en ninguno de los dominios del emperador Carlos V "no hay tan linda fruta aunque entren los milleruelos de Sicilia, ni peras moscarelas. Ni todas aquellas frutas excelentes que el rey Fernando de Nápoles acumuló en sus jardines del parque y el paraíso. Ni se halla en los jardines del duque de Ferrara, ni en la huerta portátil en carretones, del señor Ludovico Esforza, Duque de Milán, en las que le llevaban los árboles, cargados de frutas, hasta la mesa y a su cámara", estas, apenas fueron reminiscencias relumbrantes de la extraordinaria vida que hubo de disfrutar.

Así, Fernández de Oviedo celebraba su vasto conocimiento sobre las frutas, colocando en lugar especial a la piña, por la hermosura de su forma, la particularidad de su olor inconfundible y su excelente sabor.

Muestra también nuestro goloso cronista su buen humor al referir lo que le aconteció al comer por primera vez tunas, también llamadas higos.

Recuenta: "El año mil quinientos quince, viniendo yo de la Tierra Firma a esat cibdad de Sancto Domingo, después que me desembarqué en el fin desta isla Española, viniendo por la provincia de Xaraguá, venían en mi compañía el piloto Andrés Niño e otros compañeros; y con algunos dellos eran más práticos en la tierra que yo, e conoscián esta fructa, comíanla de buena gana, porque en el campo hallábamos mucha della. E yo comencé a les hacer compañía en el manjar, e comí algunas dellas, e supiéranos bien, cuando fue hora de parar a comer, apeámonos de los caballos a par de un río, en el campo, e yo apartéme a verter aguas, e oriné una gran cantidad de verdadera sangre (a lo que a mi me parescía), y aún no osé verter tanta cuanta pudiera o me pedía la nescesidad, pensando que se me podría acabar la vida de aquella manera: porque sin dubda creí que tenía todas las venas del cuerpo rompidas, e que se me había ido la sangre toda a la vejiga, como hombre sin experiencia de la fructa, e que tan poco alcanzaba a entender la compusición e orden de las venas, ni la propiedad de las tunas que había comido. E como quedé empantado e se me mudó la color por mi miedo, llegóse a mí el Andrés Niño (el cual fue aquel piloto que se perdió después en la mar del Sur, en el descubrimiento del capitán Gil González de Avila, como se dirá en su lugar), el cual era hombre de bien e mi amigo, e queriendo burlar conmigo, dijome: "Señor, parénsceme que tenéis mala color. ¿Qué tal os sentís? ¿Duéleos algo? Y esto decíalo él tan sereno e sin alteración, que yo creí que, condoliéndose de mi mal, decía verdad. Respondile así: "Así no me duele nada; más daría yo mi caballo e otros cuatro por estar en Sancto Domingo e cerca del licenciado Barreda, que es gran médico; porque sin dubda yo debo de tener rotas cuantas venas tengo en el cuerpo". He dicho esto él no pudo encubrir más la risa, y porque me vido en congoja (y a la verdad no era poca), replicó riéndose: "Señor, no temaís: que las tunas hacen que penséis eso, y cuando tornéis a orinar, será menos turbia la orina con mucha parte, y a la segunda o tercera vez, no habrá nada deso ni habréis menester al licenciado Barreda que decís, ni habrá causa que déis los caballos, que agora prometíades. Yo quedé consolado y en parte curado, aunque no del todo, hasta que entre los de la compañía vi que había más novicios espantados de la misma manera, y que estaban en el mismo trabajo".

Como típico extranjero que se enamora de la belleza de estas tierras, citemos al cronista de las Indias, dictaminando sobre la iguana y sus huevos: "yo he comido estos animales en la Tierra firme algunas veces, y muchas más en esta cibdad, y aún me los traen por la mar desde la Isla de la Mona, donde hay muchos, que es cincuenta leguas de aquí, y es muy buen manjar, y como experimentado, quiero avisar a quien esto leyere en estas partes (si indios faltaren, como faltan), de la manera e arte que han de tener para guisar los huevos de la iuana, porque hallarán por verdad, que queriendo hacer una tortilla de los huevos, o freírlos como los que dicen estrellados, no se podrá hacer con aceite ni manteca, porque nunca se cuajarán; más echando agua en lugar de aceite, se cuajan e guisan. Esto es cosa probada e cierta, e otro indicio para porfiar a sabiendas los que menos entienden, que éste es pescado, e tan amigo del agua, que se conforma más con ella que con los materiales de la tierra".

Una original receta de tortilla a la que sólo le falta una pizca de sal.

Fernández de Oviedo, además, fue un crítico responsable, humanista y objetivo, de las matanzas y abusos cometidos en las colonias por los súbditos españoles. En carta al Rey de España decía:

Y a los españoles en algunas partes los llaman demonios. Y bien les está ese nombre, porque han pasado a aquellas tierras personas que hicieron a un lado sus conocimientos y el temor de la justicia divina y humana, y han hecho cosas no de hombres sino de dragones.

Pues sin tener respecto alguno humano, han sido causa de que muchos indios que se puedieron convertir y salvarse, muriesen por diversas formas. Y los tales que así murieron podían haber sido útiles, si vivieran, para el servicio de Vuestra Majestad, y provecho y utilidad de los cristianos.

Y entonces no se habría despoblado totalmente ninguna parte de esta tierra. Que por esta causa está casi desierta de gente. Y los que han sido causa de este daño llaman pacificado a lo despoblado. Yo, más que pacífico, lo llamo destruido.

Carta y hombre dignos de un resquicio editorial.


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