Sobre el pudor

Roxana Kreimer

 

Si hicieramos la experiencia de reunir a cuatro mujeres desnudas en una habitación –una árabe, una china, una occidental y una yanomami- y dejaramos entrar sorpresivamente a un hombre, la mujer árabe cubriría su rostro, la china acaso se taparía los pies, la occidental inclinaría los brazos para cubrirse los senos y el pubis y la yanomami seguiría haciendo sus cosas como si nada. El experimento no solo mostraría que el pudor no es un valor universal, sino que las comunidades que cultivan algún tipo de recato no siempre ocultan las mismas partes ante los ojos de la mayoría de sus habitantes.

La moda del topless y el nudismo en general, que aún con marchas y contramarchas se impone progresivamente en un número creciente de playas del mundo entero, lleva a formularse la pregunta: ¿Qué es el pudor? ¿Su existencia depende estrictamente de la invención de los ornamentos y del vestido?

Para el historiador de la moda Nicola Squicciarino, en Occidente el pudor aparece como el "angustioso" recuerdo de nuestra parte animal, instintiva y no racional. La concepción cristiana del cuerpo como una "cárcel del alma" es coronada en la afirmación de Hegel de que "el hombre que toma conciencia de su destino superior, es decir, de su esencia espiritual, oculta las partes de su cuerpo que sirven solamente para desempeñar las funciones animales". Durkheim también define al pudor como la lucha contra la animalidad, pero con el matiz que supone la afirmación de que su origen también se vincula con los "peligrosos" efluvios sexuales femeninos.

El español aún conserva un testimonio de esta consideración del cuerpo como un ignominioso revestimiento del espíritu cuando designa con la palabra genérica verguenzas a los genitales masculino y femenino, tal como atestigua el Arcipreste de Talavera en su libro El Corbacho: "Una mujer cortó las verguenzas de su hombre porque supo que con otra se había echado. Un día tomó su vergüenza en la mano y se la cortó con una navaja", y Fernando García Pavón en El reinado de Witiza: "Las mujeres dieron de mamar a sus hijos y se lavaron las verguenzas".

En diversas culturas –incluida la occidental- los celos masculinos habrían sido una de las razones poderosas para crear el vestido y, con él, el pudor, que se manifestaría principalmente a través de un abanico de tabúes. Mientras en algunas de estas comunidades los hombres circulan desnudos y las mujeres tienden a cubrirse, en otras es frecuente que las mujeres casadas vayan vestidas, y que las demás, aunque adultas, no usen ropa.

Como es de suponer, el desnudo no ejerce ninguna función erótica en los pueblos en los que no existe la vestimenta. La curiosidad, la fantasía y hasta la obsesión por el cuerpo desnudo fueron despertados justamente por el hábito de permanecer siempre vestidos y por el consiguiente impacto que se obtiene al desvestirse. Como una suerte de switch mediante el cual el interés sexual puede avivarse o aplacarse, el vestido aparece como un mecanismo regulador de las fronteras del erotismo y del pudor. La paradoja planteada en Occidente es que la propensión a cubrir el propio cuerpo no ha reducido el interés sexual sino que, por el contrario, lo ha refinado y potenciado. "Donde hay un tabú hay un deseo", recordaba Freud al llamar la atención sobre esta función ambivalente de las prendas de vestir.

Así es como los denodados esfuerzos realizados por los jesuitas para "educar" en el pudor a los pueblos indígenas, acostumbrándolos a cubrirse partiendo de las zonas genitales, produjeron exactamente el efecto opuesto, estimulando una gran curiosidad por el sexo contrario. La función erótica del vestido fue la razón por la que en algunos pueblos de Africa Occidental los varones se han negado a que las mujeres incrementaran su atractivo sexual utilizando cualquier tipo de ropa. No es muy diverso el efecto producido en las playas nudistas, donde al parecer la atracción sexual por los cuerpos completamente desnudos es considerablemente menor que en las playas en las que los bañistas están provistos de diminutos trajes de baño. El nudismo suele practicarse en compañía de los hijos y cualquier tipo de exhibicionismo grosero es rápidamente descalificado. La exposición a la que aspiran gran cantidad de nudistas es afable y delicada: en la isla de San Martin, por ejemplo, los turistas circulan desnudos por las boutiques, por el supermercado y por el restoran sin que ninguna patota de muchachos asome sus risitas para espiar a las chicas. Incluso en más de una de estas playas los guardias llaman la atención si un nudista circula con su miembro erecto o si, de cara al sol, decide abandonar por completo el temple pudoroso y copular delante de todos.

Las nuevas formas del pudor. Para el antropólogo Desmond Morris, la cola sería el "último grito" de las prácticas del pudor: a su modo de ver, no obstante, la voluntad que tienen gran cantidad de mujeres de exhibir el trasero mientras caminan se remontaría al antiquísimo hábito de la mayor parte de las especies animales, en las que la sumisión de la hembra se revela en su costumbre de ofrecer su trasero al macho.

¿Cómo es que la mujer parece más pudorosa y al mismo tiempo más exhibicionista que el hombre? Algunos psicólogos sostienen que la tendencia femenina a mostrar el cuerpo deriva de la fisiología misma de la mujer, cuyas zonas erógenas están más extendidas por toda la superficie corporal que en el caso del hombre. El exhibicionismo aparecería así como una suerte de Mr. Hide del Dr. Jeckill del pudor: mientras el primero tendería a mostrar el cuerpo y a tornarlo más atractivo, el segundo perseguiría el mismo propósito ocultándolo total o parcialmente.

Las ceremonias del pudor no refieren con exclusividad al cuerpo y son sumamente complejas en culturas en las que este valor reviste una importancia capital. En el Japón, uno de los juegos de seducción de la geisha consiste en servir una simple taza de té haciéndole creer al hombre que tiene delante que le permite ver una parte de su cuerpo a la que ningún otro tiene acceso. La geisha debe subirse la manga del kimono dando la impresión de que el gesto es inconsciente, de que está concentrada en el té. Occidente parece haber ignorado sutilezas semejantes, aunque no ha sido indiferente a este doble juego en el que mostrar y ocultar son las dos caras de Jano de una idéntica dinámica del recato. La pregunta del millón sería: ahora que todo va camino a ser develado, ahora que las tangas –y con ellas el pudor- han llegado a su mínima expresión, ahora que no queda casi nada por destapar, ¿cuáles son los nuevos acicates del deseo que nos tiene reservados el siglo XXI?