LA BELLEZA DEL MUNDO

 

Simone Weil

"Zeus ha terminado todas las cosas –dice un verso órfico-, y Baco les ha dado remate. Este remate es la creación de la belleza".

La belleza es la única finalidad aquí abajo. Como Kant dijo muy bien, es una finalidad que no contiene ningún fin. Una cosa bella no contiene ningún bien que no sea ella misma, en su totalidad, tal como se nos aparece. Vamos hacia ella sin saber qué pedirle. Nos ofrece su propia existencia. No deseamos otra cosa, la poseemos, y sin embargo deseamos más aún. Ignoramos totalmente qué es eso que deseamos. Quisiéramos llegar hasta detrás de la belleza, pero no es más que superficie. Es como un espejo que nos devuelve nuestro propio deseo de bien. Es una esfinge, un enigma, un misterio dolorosamente irritante. Quisiéramos alimentarnos de ella, pero solo es objeto de la mirada, aparece a cierta distancia. El gran dolor de la vida humana es que comer y mirar sean dos operaciones diferentes.

Ya los niños cuando miran largamente un dulce y lo toman para comerlo –casi lamentándolo, pero sin poder evitarlo- sienten ese dolor. Quizá los vicios, las depravaciones y los crímenes sean casi siempre (o siempre, en esencia) tentativas de comer la belleza. Comer lo que solo hay que mirar.

El universo es bello como podría serlo una obra de arte perfecta si pudiera haber alguna que mereciera ese nombre. Por eso no contiene nada que pueda ser un fin o un bien. No contiene otra finalidad fuera de la belleza universal. Una verdad fundamental que debe conocerse respecto a este universo es que está absolutamente vacío de finalidad. Ninguna relación de finalidad puede aplicársele si no es por engaño o error. La pregunta de Beaumarchais "¿Por qué estas cosas y no otras?" jamás tendrá respuesta, porque el universo carece de finalidad.

Porque la belleza no contiene ningún fin, constituye aquí abajo la única finalidad. Pues aquí abajo no hay fines en absoluto. Todo lo que tomamos por fines son medios.

Solo la belleza no es un medio para otra cosa. Solo la belleza es buena en sí misma, pero sin que encontremos en ella ningún otro bien. Solo se da a sí misma, nunca da otra cosa.

Sin embargo, como es la única finalidad, está presente en todos los afanes humanos. Aunque todos persiguen solo medios, pues todo lo que existe aquí abajo es solo medio, la belleza les da un resplandor que los colorea de finalidad. De otro modo no podría haber deseo ni, en consecuencia, energía en la persecución.

Para el avaro del tipo de Harpagon, toda la belleza del mundo está encerrada en el oro. Y realmente el oro, materia pura y brillante, tiene algo de hermoso. La desaparición del oro como moneda parece haber hecho desaparecer también ese género de avaricia. Actualmente, aquellos que amasan fortunas buscan el poder.

La mayor parte de los que ansían la riqueza lo hacen pensando en el lujo. El lujo es la finalidad de la riqueza. Y el lujo es la belleza misma para toda una especie de hombres. Constituye el único ambiente en el que pueden sentir vagamente que el universo es bello, así como San Francisco, para sentir que el universo era bello tenía necesidad de ser vagabundo y mendigo. Ambos casos serían igualmente legítimos si en ambos casos la belleza del mundo se experimentara de manera igualmente directa, pura y plena. Pero la pobreza tiene un privilegio, una disposición sin la cual el amor a la belleza del mundo entraría fácilmente en contradicción con el amor al prójimo. No obstante, el horror a la pobreza –y toda disminución de riqueza se siente como pobreza-, o incluso la falta de crecimiento de las fortunas, es esencialmente horror a la fealdad. El alma a quien las circunstancias impiden sentir algo, aunque sea confusamente, a través de una mentira, se siente invadida por una especie de horror.

Valéry, en el poema Semiramis muestra muy bien el lazo que existe entre el ejercicio de la tiranía y el amor a lo bello. Luis XIV, fuera de la guerra, instrumento para acrecentar el poder, solo se interesaba por la arquitectura y las fiestas. Por otra parte, la guerra misma, sobre todo tal como era en otros tiempos, toca en forma vive y punzante la sensiblidad para la belleza.

El arte es una tentativa para transportar a una materia finita modelada por el hombre una imagen de la belleza infinita del universo entero.

La ciencia tiene por objeto el estudio y la reconstrucción teórica del orden del mundo: el orden del mundo en relación a la estructura mental, psíquica y corporal del hombre.

Reconstruimos la imagen del orden del mundo a partir de datos limitados, numerables, rigurosamente definidos. Entre esos términos abstractos y por tanto manejables por nosotros, anudamos lazos al concebir relaciones. Así podemos contemplar en una imagen, imagen cuya existencia misma depende del acto de nuestra atención, la necesidad, que es la sustancia del universo, pero que como tal se nos manifiesta en forma discontinua.

No se contempla sin que haya algún amor. La contemplación de esta imagen del orden del mundo constituye cierto contacto con la belleza del mundo. La belleza del mundo es el orden del mundo amado.

El trabajo físico constituye un contacto específico con la belleza del mundo y, hasta en los mejores momentos, un contacto de tal plenitud que no tiene equivalentes en otra parte. El artista, el hombre de ciencia, el pensador, el contemplativo, deben admirar realmente al universo, atravesar esa película de irrealidad que lo vela y que constituye para casi todos los hombres en casi todos los momentos de sus vidas un sueño o un decorado de teatro. Deben, pero la mayoría no puede. El que tiene los miembros deshechos por una jornada de trabajo, es decir, una jornada en la que ha estado sometido a la materia, lleva en su carne como una espina la realidad del universo. Para él la dificultad es mirarlo y amarlo. El exceso de fatiga, la acosadora preocupación por el dinero y la falta de verdadera cultura les impide darse cuenta. Bastaría cambiar un poco su condición para abrirles el acceso a un tesoro. Es desgarrador ver cuán fácil sería para los hombres procurar un tesoro a sus semejantes y, no obstante, dejan pasar siglos sin tomarse el trabajo de hacerlo. En tiempos en que existía una civilización popular, cuyas migajas coleccionamos hoy como piezas de museo y bajo el nombre de folclore, el pueblo sin duda tenía acceso a ese tesoro. La mitología también, pariente proxima del folclore, es un testimonio, si se sabe descifrar su poesía. En la antigüedad el amor por la belleza del mundo ocupaba un lugar importante en el pensamiento de la gente. Fue así en China, en India, En Grecia, en todos los pueblos. En cuanto a Israel, ciertos pasajes del Antiguo Testamento, de los Salmos, del libro de Job, de Isaías, de los libros sapienciales, encierran una expresión incomparable de la belleza del mundo.

El amor carnal en todas sus formas tiene por objeto la belleza del mundo. Muy a menudo también en la búsqueda del placer carnal los dos movimientos se combinan, el movimiento de correr hacia la belleza pura y el movimiento de huir lejos de ella en una confusión indiscernible. Si el amor carnal en todos los niveles se dirige más o menos a la belleza –y las excepciones no son más que aparentes- es porque la belleza en un ser humano hace de él por la imaginación algo equivalente al orden del mundo. El amor que se dirige al espectáculo de los cielos, las llanuras, el mar, las montañas, el silencio de la naturaleza que se hace sentir en mil leves sonidos, al soplo de los vientos, al calor del sol, ese amor que todo ser humano presiente al menos vagamente en un momento, es un amor incompleto, doloroso, porque se dirige a cosas incapaces de responder a la materia. Los hombres desean trasladar ese mismo amor a un ser que sea su semejante, capaz de responder a su amor, de decir sí, de entregarse. El sentimiento de la belleza que a veces está ligada a un aspecto particular de un ser humano hace posible esa transferencia, al menos de manera ilusoria. Pero la belleza del mundo, la belleza universal, es el objeto de ese deseo.

Esa suerte de transferencia es lo que expresa toda la literatura que gira en torno al amor, desde las metáforas y comparaciones más antiguas, más usadas por la poesía, hasta los sutiles análisis de Proust.

No es asombroso que el hombre tenga tan a menudo el sentimiento de algo absoluto que lo rebasa infinitamente y a lo que no puede resistir. Lo absoluto está allí.

La belleza es la eternidad aquí abajo.

Todos los llamados vicios, el uso de estupefacientes, en sentido literal o metafórico, constituyen la búsqueda de un estado en el que la belleza del mundo se haga sensible. En general, todos los gustos de los hombres, desde los más comunes hasta los más raros, están en relación con un medio donde les parece tener acceso a la belleza del mundo.

El alma solo busca el contacto con la belleza del mundo. Cuando el alma huye de algo, huye siempre del horror a la fealdad o del contacto con lo verdaderamente puro. Pues todo lo mediocre huye de la luz, y en todas las almas, excepto las que están próximas a la perfección, hay mucha mediocridad.

En las ocupaciones humanas, cualesquiera sean, nunca está ausente la preocupación por la belleza del mundo, aún cuando sea percibida en imágenes más o menos deformes.

La desgracia obliga a sentir con toda el alma la ausencia de finalidad. Porque la ausencia de finalidad, la ausencia de intención, es la esencia de la belleza del mundo, Jesús hizo observar cómo la lluvia y la luz del sol descienden sobre justos e injustos. Esto recuerda el grito supremo de Prometeo: "cielo por quien gira para todos la misma luz". Platón en el Timeo nos aconseja hacernos por la contemplación semejantes a la belleza del mundo, semejantes a la armonía de los movimientos circulares que hacen suceder y volver los días y las noches, los meses, las estaciones, los años. También en esos movimientos circulares, en su combinación, la ausencia de intención y de finalidad es manifiesta, y la belleza pura resplandece en ellos.

El universo es una patria porque puede ser amado por todos en virtud de su belleza. Es nuestra única patria aquí abajo. Este pensamiento es la esencia de la sabiduría estoica. En cierto sentido es demasiado difícil de amar, porque no la conocemos, pero en otro sentido es demasiado fácil de amar porque podemos imaginarla como nos plazca.

Aquí abajo nos sentimos extranjeros, desarraigados, en exilio. Como Ulises, a quien unos marineros habían transportado durante su sueño, despertaba en un país desconocido y deseaba Itaca con un deseo que desgarra el alma. De pronto Atenas le abre los ojos y se da cuenta de que está en Itaca. Así, todo hombre que desea infatigablemente su patria, todo hombre a quien no lo distraen en su deseo Calipso o las sirenas, percibe un día de pronto que está en su patria.

Siempre que un hombre se eleva a un grado de excelencia aparece en él algo impersonal, algo anónimo. Esto se manifiesta en las grandes obras de arte o del pensamiento, en las grandes acciones. Es pues verdadero en cierto sentido que hay que concebir a un dios impersonal, en el sentido en que supone el modelo divino de una persona que se rebasa a sí misma al renunciarse.

No hay contradicción entre el amor a la belleza del mundo y la compasión. Este amor no impide sufrir por uno mismo cuando se es desgraciado. Tampoco impide sufrir porque los otros sean desgraciados. Está en un plano distinto del plano del sufrimiento. El amor a la belleza del mundo lleva como amor secundario y subordinado a él el amor a todas las cosas verdaderamente preciosas que la mala suerte puede destruir. Excluir a seres humanos de la ciudad arrojándolos entre los desechos sociales es cortar todo lazo de poesía y de amor entre almas humanas y el universo. Es sumergirlos por la fuerza en el horror de la fealdad. Casi no hay crimen mayor. Todos participamos por complicidad en una cantidad casi innumerable de crímenes semejantes. Todos deberíamos, si lo comprendemos, derramar lágrimas de sangre.

(De Espera de Dios, Sudamericana, Buenos Aires, 1954)