Las
metáforas en la charla común
Las metáforas no son de uso
exclusivo de poetas soñadores o periodistas con aires de grandeza. Cualquier
lego en el tema de la literatura las utiliza a diario, la mayoría de las veces
en forma inconsciente. Por más que muchos de ellos se burlen de las cursilerías
leídas en una poesía y del uso excesivo de palabras complicadas que sólo
demuestran el placer morboso que da al escritor soberbio sentirse mas culto que
sus lectores, ninguno de ellos podría sostener una conversación coloquial sin
hacer uso de las agraviadas metáforas.
¿Cuántas veces he
oído decir que un auto “es un avión” o que alguien insoportable “es
un plomo”? Las utilizamos para adjetivar toda clase de objetos y personas,
tanto para halagar como para criticar. Para ganar un juicio siendo culpables no
hay nada mejor que contratar un buen “cuervo”, del mismo modo que
rehuiremos de los amigos “dormilones” a la hora de las conquistas
amorosas sin que nadie dude en afirmar que hablamos de abogados inescrupulosos (¿existen
de los otros?) y de amigos tímidos aunque usemos los nombres de pájaros negros
y de amantes de la pereza para referirnos a ellos. Si un grupo de amigos
sentados a la mesa de un bar le piden al mozo “una rubia” o “una
negra”, la única duda que el hombre podría tener sería sobre la
marca de la cerveza que le piden, sin que nunca se le cruzara por la cabeza
enviarles a alguna de sus compañeras camareras.
Lejos de deformarla, estoy
convencido que estas metáforas, que bien podrían catalogarse dentro del
lunfardo porteño y bonaerense, no hacen otra cosa que otorgarle una belleza
adicional a esta lengua de la ciudad de poetas analfabetos. ¿Qué otra
explicación justificaría que su uso esté tan difundido entre gente de todas
las edades? Incluso alguien que no se destaca por su facilidad de palabra ni su
cultura, ha patentado metáforas como “Se te escapó la tortuga” o
“Éste le toma la leche al gato” haciendo que citar tanto su significado
como el nombre del autor represente una obviedad.
Muchas de las metáforas y
comparaciones que todos utilizamos tienen como significado la caricaturización
de algún animal, pudiendo fácilmente afirmar que alguien es “astuto como
un zorro”, “lento como una tortuga”, “solitario como un lobo”,
“valiente como un tigre” o “peludo como un oso” sin detenernos a
pensar que podrían existir muchos zorros torpes, tortugas veloces, lobos
sociables, tigres cobardes y osos lampiños. ¿Dónde han surgido estas
descripciones que todos aceptamos? Podría apostar que la mayoría de nosotros
no ha conocido a casi ninguno de esos animales, aunque todos nombrarían en
primer lugar los adjetivos que yo utilicé si se les pidiera que los
describieran con sólo una palabra. No puedo evitar pensar con algo de sorna cuál
sería la metáfora referida a los humanos que utilizarían los animales si
pudieran hablar con palabras. ¿Se referirían a nuestra soberbia, nuestra
avaricia, nuestra propensión a la traición o nuestra carencia de comprensión
a todos ellos? Posiblemente aunarían todas ellas en una sola metáfora para
ahorrar tiempo y se insultarían diciendo “eres homicida y autodestructivo
como un humano”, de no ser porque los animales no verían ninguna
necesidad de ahorrar tiempo como así tampoco utilizarían los insultos
verbales, que no son otra cosa que una invención humana.
Pero esto me
desvía de mi tema central, que son las metáforas y no la conducta animal. Los
animales no son los únicos que inspiran metáforas que describen características
humanas y dejan en muchas oportunidades su lugar de privilegio a una amplia
variedad de objetos de uso común. Ya es menos frecuente que en otros tiempos oír
en la calle que alguien es “sordo como una tapia”, “tiene la
boca como un buzón” o “es más aburrido que una carrera de
babosas”, pero han aparecido frases nuevas del estilo de “tener menos
onda que una bandera de chapa” o “estar mas desprestigiado que el ángel
de la guarda de los Kennedy”.
Así como afirmé
que muchas de las metáforas tienen significados obvios, muchas otras tienen por
contraposición un significado deformado u olvidado. No creo que muchos podrían
contestarme si les preguntara por qué “hacen pucheros” cuando están
tristes, pero eso ni impide ni impedirá que sigan utilizando esta expresión.
Todo esto no es
nuevo ni mucho menos, como prueba podría citar más de un tango orillero en los
que el “calavera” que oficia de protagonista de turno se resiste a “poner
el gancho” en la temida libreta roja. Muchas de ellas, como los ejemplos
citados, aún se mantienen con mayor o menor constancia, pero de seguro que
muchas otras se han olvidado y han sido reemplazadas por otras nacidas en años
mas cercanos a los días que vivimos en cualquier esquina de barrio donde un
grupo de amigos adolescentes se juntan a despilfarrar el tiempo que les queda de
libertad antes de ingresar de lleno en la vida adulta. Sin embargo, la historia
se repite y, al igual que el lunfardo de principios de siglo pasado, las nuevas
metáforas que cobran mas fuerza y se distribuyen con mayor rapidez son las que
nacen en las cárceles y en barrios donde ningún literato salido de una
universidad se atrevería siquiera a acercarse. Tal como ocurrió con los
vocablos
tangueros cuando
comenzaron a ser utilizados, muchos de los actuales son ignorados o despreciados
por la mayoría de la población, que siente que utilizarlos los haría parecer
criminales ante los ojos de sus pares. Mientras que hace un par de décadas se
afirmaba que un “punga” no llevaba “bufoso”, hoy se dice
que el que “labura de perfume” no “anda calzado”; así
como un “palomo” que está
“guardado” en la “tumba” sabe que si no deja a alguien de “campana”
que “dé la iza” cuando ve acercarse al “candado” se arriesga a que lo manden al “pozo”, riesgo que
crece si le cae mal a algún “estrelludo”. Es muy probable que para
nuestros hijos o nietos estas metáforas suenen tan anticuadas como cuando los jóvenes
de estos días escuchamos hablar de “sables sin remaches” o de la “grela”
que no hace otra cosa que gastarse el sueldo de su marido en vestidos.
Justamente al recordar el ejemplo
que acabo de citar, caí en la cuenta de dos cuestiones que se me habían pasado
por alto hasta entonces: hay metáforas cuyo significado depende del contexto en
el que se encuentre inmersa e incluso dependen de quien las utilice ya que
cambian con las generaciones. La otra cuestión que me llamó la atención, fue
que me fue difícil hallar ejemplos de conceptos u objetos que cuenten con
varias metáforas al mismo tiempo. Por lo general, con una comparación es
suficiente para llenar el lugar que deja la palabra a la que se le desea agregar
forma lírica, sin embargo encontré un claro ejemplo que prácticamente cubre
todas las descripciones y usos que adjudiqué a las metáforas al empezar a
escribir. Analizando un poco más en profundidad el tema y “echando mano”
a mis escasos conocimientos de psicología llegué a la conclusión de que la
son los hombres los creadores de la mayoría de estos términos. Antes de que se
me acuse de machista, voy a dar mi justificación: me fue imposible encontrar un
término al que se refiera un número tan grande de metáforas como a la mujer,
lo que refleja una gran necesidad de describirla, ya sea halagándola o criticándola.
Este deseo de darle nuevos significados da prueba del lugar privilegiado que
ocupan dentro de la vida de cualquier hombre, que no perdería el tiempo en
encontrar metáforas adecuadas para algo que no le causa ningún interés. Es
bien sabido que las mujeres han inspirado toda clase de poesías, canciones y
manifestaciones artísticas, ¿Por qué no habrían de inspirar, entonces, a
millones de poetas urbanos que prometen bajar estrellas del firmamento con el único
fin de conseguir que se les dedique aunque sea una mínima sonrisa?
Al haber un número
tan considerable, me he propuesto clasificar las metáforas en varias categorías
para facilitar su estudio. Un hombre tiernamente enamorado, afirmaría si dudar
que la dama poseedora de su amor es un “bombón”, una
“princesita” con “ojos de estrellas y labios de rosas” ;
mientras que un amante de lo místico la llamaría “diosa”, ”hada” o
“ángel”. Como bien afirme con anterioridad, los animales ocupan un
lugar de privilegio en el lunfardo porteño, por lo que metáforas del estilo de
“potra” y “perra” emanan con mucha frecuencia de obras en
construcción y automóviles en movimiento.
Por supuesto, como
una herida causada por alguien amado siempre en más profunda, también es usual
que se utilicen las metáforas para criticarlas y en ese caso la dulzura se ve
reemplazada por furibundos aullidos de “perra”, “yegua” o el
menos utilizado “arpía”, sin olvidar el ahora desactualizado “más
rápida
que el Concorde”, o el clásico caso de la “bruja”
manipuladora que nos convence con sus “lágrimas de cocodrilo”. Debe
ser porque es tan frecuente que “caigamos como chorlitos” en los “lazos”
que nos tienden algunas “lobas vestidas con piel de cordero” que
inventamos nuevas metáforas y les otorgamos nombres de cosas bellas buscando
ser mas creativos, dulces y ocurrentes con el único fin de “gambetear como
postes” o “mandar al descenso” a los otros candidatos que
compiten con nosotros por una misma mujer, para luego reemplazarlos por otras
metáforas, agraviantes en este caso, cuando se “quitan la máscara”
o, simplemente, entregan el primer puesto a otro de los poetas urbanos.
Todo esto se condice con lo afirmado por el filósofo contemporáneo
argentino Roberto Fontanarrosa: “Todo lo que hacemos los hombres es para
levantarnos minas”.
Tras mucho analizar, estoy
convencido que las metáforas en nuestro hablar corriente son una parte
inseparable de todos nosotros y no tiene caso buscar su origen preciso ni
pronosticar el final, porque es demasiado posible que ninguno de los dos exista.
Aunque, por supuesto, nunca faltará alguno como yo que pase demasiado tiempo “en
la luna de Valencia” y “buscándole la quinta pata al gato” que
vuelva a intentarlo convencido de que hay “una luz al final del túnel”
y no se trata del tren que viene de frente.
Matias Ariel Seoane
Lic.
en Chamuyología y Discusiones Inútiles
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