Esta calle en que vivo yo, debiera llamarse Calle de la Amargura. Y
mejor aún, Calle de la Muerte. A seis cuadras, oeste, me queda el
Hospital, a donde va, a todas horas, una caravana de dolientes, pobres
o miserables los más, a ver si les dan algún alivio. A cinco
cuadras, en dirección contraria, me quedan tres estancos, donde
se bebe día y noche; donde la pianola, el fonógrafo, los
gritos de los ebrios y el chocar de vasos y botellas ensordecen los oídos
de los transeúntes, y también su conciencia, para que no
piensen en los dramas que ahí se incuban.
Frente a mi, a una cuadra, está la Penitenciaria, donde viven
los criminales desvalidos; los que no tienen la llave dorada que abre las
puertas de la Justicia.
Los domingos, desde muy de mañana y todo el día, la vida
enlaza esos tres antros en que el vicio, el crimen y el dolor se funden
en una trinidad fatídica. Desde las siete de la mañana comienzan
a pasar viniendo del Volcán, labriegos jóvenes y viejos.
Vienen a divertirse. Han trabajado toda la semana, curvados sobre el suelo,
sembrando, arando o escardando, para que el maíz, el arroz, el,
frijol y el plátano colmen nuestra mesa; para que las flores más
bellas adornen nuestros búcaros; para que la leche y los huevos
nos conforten y nutran; para que la vida, en toda forma, descienda de allá
arriba, y venga, en ondas de salud y alegría, a reavivar las fuerzas
decaídas de los que penamos y pecamos en la ciudad.
Han trabajado toda la semana esos labriegos, ellos y sus mujeres y sus
hijos. Mientras ellos escardan o desmontan, la mujer y las hijas mayores
lavan, remiendan y aplanchan, muelen y cocinan, vienen diariamente al mercado
a vender flores y legumbres, y a llevar provisiones y medicinas: cosen
la enagua y la camisa; cuidan de las gallinas y de los cerdos: atienden
al enfermo; van al no lejano, a traer el cántaro de agua para los
menesteres urgentes. Ya noche, cansadas, fatigadas, caen pesadamente sobre
el camastro o el tapesco, y duermen como troncos-si no hay niño
pequeño que las desvele-, hasta que Venus, el apacible Nixtamalero,
comienza a desvanecerse ante los blancores del alba.
Así es la vida en el Volcán, así se trabaja toda
la semana. ¿Qué cosa más justa que bajar el domingo
para descansar, para divertirse? Por eso desde muy de mañana bajan
los labriegos, limpios, endomingadós, decididores, ligeros; dan
una vuelta por la ciudad mientras se abre el estanco, y apenas éste
despliega sus fauces, entran y beben. Un vaso tras otro, de pie, o apenas
sentados en bancos miserables, beben el aguardiente, se embriagan, se embrutecen,
pierden el sentido, se vuelven hoscos, agresivos, pendencieros, sacan las
cuchillas, y hieren. Hieren al compañero, al camarada, al amigo,
á quien se le enfrenta, a cualquiera. El aguardiente, el guaro de
caña el más hostil de los licores, en que un verdadero
demonio se esconde, sediento de lucha y de sangre, ofusca con sus
vapores su rudo entendimiento y les impele a la riña y al crimen.
En breves horas, todo el trabajo de la semana es disipado. Si la mujer,
con mimos a escondidas, logró sustraer algunos reales, va habrá
siquiera para comenzar la semana. Si no, ella y las pobres muchachas corretearán
el lunes, angustiadas, para encontrar el quécomer, la medicina
para el herido y los honorarios para el abogado, inflexible en la exigencia
de los anticipos que han e cubrir los primeros gastos.
En breves horas, todo el bregar, todo el afán, todo el sudor
de la semana, pasan, convertidos en dinero
maldito, a la gaveta de la cantina. Con el mismo tesón e ímpetu
con que trabajan la semana, así tragan veneno, un vaso tras otro,
hasta que Las piernas les flaquean, la voz enronquece, Las palabras se
confunden y huyen, la mente se nubla. el corazón se encrespa, y
la fiera surge de Las profundidades del hombre, presto a desgarrar y a
devorar.
Beben, beben más, siempre más. Primero son copas sencillas,
espaciadas con risas y charlas; después son copas dobles, alternadas
con abrazos y cantos, o promesas y lágrimas; después es la
sed, la sed del licor, que no se apaga sino que se enciende cuanto más
se bebe. Y entonces todo huye, todo se desvanece: la memoria, la atención,
el juicio, el sentimiento del yo, el discernimiento del bien y del mal:
es la locura, última forma de la embriaguez, que franquea el paso
del hombre a la bestia, a La fiera.
Y entonces, viene la sangre.
Desde Las cuatro de la tarde, a veces antes, comienza el desfile del
regreso. Los que vi pasar por la mañana alegres, ligeros, con la
fiesta en el corazón y en Los ojos, vuelven vacilantes, dando tumbos,
cayendo aquí y allá; Los ojos extraviados o mortecinos, las
ropas salpicadas de lodo, Los labios escurriendo baba y barbotando palabras
sin sentido. Algunos caen, pesadamente, y quedan ahí, tendidos,
largo a largo, vuelta al cielo la faz inexpresiva, o son llevados por los
camaradas, a quienes insultan y rechazan, o apaleados por el policial,
que castiga como desacato lo que es simple locura o inconsciencia.
De rato en rato, un herido: algunos vienen solos, el brazo en cabrestillo,
roja toda la manga con la sangre que va extendiéndose y goteando.
Otros con la cabeza hendida, o el pecho destrozado,
o un hombro colgante, o los intestinos pugnando por salirse, avanzan
lentamente como anestesiados, apoyándose en Los compañeros-tambaleantes
ellos también-, que llevan el herido al hospital. Un hilo de sangre
mana de esas heridas enormes; ahí donde el dolor o la terquedad
hicieron detenerse al herido, queda un manchón rojo, que luego enjugarán
Los perros vagabundos.
Toda la tarde pasan heridos, y la calle se motea a uno y a otro lado
de gotas y más gotas de sangre. Sangre roja potente, vigorosa, que
se encendió en el sano trabajo de la labranza, al beso del viento
y del sol, para venir a estallar en fiebre y en locura en el estanco. donde
las manos ávidas de la estanquera recogen la vida y escancian la
muerte...
¿Cuántos de esos que pasan arrastrándose hacia
el hospital, saldrán curados de alma y cuerpo, y volverán
su casa, después de sumergir en tristeza y dolor a sus gentes?
¿Cuántos saldrán para el cementerio, ignorados
y despreciados, como inútil carroña que va no puede dar su
labor a cambio de aguardiente?
¿Cuántos al salir, irán a la Penitenciaria, a pudrirse
aguardando que la Justicia les recuerde?
Al fin salen: el defensor les ha comido el trabajo de años; la
casita, la vaca, el huatal, cuanto podía venderse empeñarse,
se vendió o empeñó para cubrir Los gastos de la defensa.
Al fin salen, comprometidos con el patrón, empeñados y arruinados
para muchos años, a veces para siempre. Mientras se pudrían
en la cárcel, se murió el chiquitín; enfermó
y sufrió largamente la madre; la esposa, afanada, fue y vino mil
veces, a suplicar al Juez, llevándole recomendaciones; abandonó
el huatal, y entró al servicio en la ciudad, para estar más
cerca, y ver y consolar al preso, activar la tarda y avariciosa gestión
de la defensa. Y mientras, allá arriba, sola, la muchacha, cuidando
de los hermanitos y de las gallinas, sucumbió a las promesas del
patrón, o fue seducida por el camarada de su padre, y tuvo un niño...
una carga más para el hogar exhausto...
Un niño más, que luego será un hombre, y aprenderá
a beber y a emborracharse, y a herir, y a que le hieran, para que su trabajo,
su vida, vayan a enriquecer las arcas nefandas donde los fabricantes y
vendedores de la muerte guardan el dinero maldito.
Sí, esta calle, donde hace ya cinco años veo desfilar,
domingo a domingo, una caravana de hombres ensangrentados: esta calle que
va del Estanco al Hospital, bordeando la Penitenciaría y ramificándose
por un lado hacia el Volcán, que es el trabajo y la sencillez, y
extendiéndose por el otro hacia la Ciudad, que es la mentira y la
rapiña... esta calle por donde bajan por la mañana la alegría
y la vida, y suben por la tarde cambiadas en tristeza y en muerte. . .
esta calle que debiera ser toda ella roja, tantas la sangre que ha empapado
su suelo... es, de veras, Calle de la Muerte.
Calle del Aguardiente, Calle de la Sangre, Calle de la Cárcel,
Calle del Infierno.
Si; ésta debe llamarse Calle de la Sangre, Nuestra Calle; pues
nosotros vivimos y gozamos de la sangre que mancha y enrojece el suelo
de esta calle. De esa sangre cristalizada en el Presupuesto y transformada
luego en la mentira de la Cultura, vivimos y gozamos nosotros los privilegiados.
Con esa sangre vamos a Europa, a divertirnos y a corrompernos, si todavía
nos falta corrupción; con esa sangre se paga el diploma del médico
y del jurisconsulto; con esa sangre nos costeamos Las fiestas diplomáticas
y los banquetes patrióticos, con esa sangre cubrimos Los gastos
de mil cosas superfluas, dañosas, tontas o inútiles; con
esa sangre sostenemos la vida de monerías que imaginamos civilización
y progreso.
Y con esa sangre, nosotros Los señores de la Tierra y del Comercio
y de la Banca, vosotras Las nobles matronas, vosotras Las señoritas
gentiles y nosotros los caballeritos apuestos; con esa sangre se pagan
nuestros ocios, nuestros lujos, nuestras joyas, nuestras mansiones, nuestras
quintas, toda nuestra vida ociosa y mentirosa. gris y charlatana, alimentada
incesantemente con el dinero maldito!
El dinero maldito... ésa es nuestra vida... ésa también será nuestra ruina...
Tomado del libro "El Dinero Maldito y otros de Alberto Masferrer"
Canoa Editores 1993
"El Dinero Maldito" Alberto Masferrer 19__