Viajes de Arturo

Miguel Ángel Godínez Gutiérrez

Para Amalia, Daniel y Manuel

en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

CINTURÓN.

A Jaime Augusto Shelley.

Siempre he sido gordito. No marrano, cerdo, jamonzote, sino gordito. Desde niño me identificaban así: "Mira, Arturo es aquel gordito que está en aquella esquina". Luego crecí, y seguí siendo rechoncho. Dice mi esposa que soy hasta guapo, pero que ojalá que bajara un poquito de peso para estar más cuero. Yo le digo que no, bromeando, que a lo mejor si adelgazo y me veo guapérrimo no voy a saber como evitar que las muchachas se me echen encima gritando ¡profesor, profesor!, le digo, y levanto los brazos para abrazarme. Lo cierto es que estoy rechoncho, panzoncito, cachetón. Con los años, lo que es peor, se me ha venido desarrollando una papada — "mamada" sería si fuera mujer, le digo a mi esposa— y el abdomen me crece sin control; tanto que cuando me pongo el cinturón relaciono su nombre con un buen apodo para mí; o llega a morderse, como las serpientes, y tengo que ponerlo un poco abajo, para que me descanse la panza y no cambiar de guardarropa. Los pechos también me han crecido: parecen chichitas de treceañera, pero con pezones y pelos de hombre. De todas maneras, mi esposa me quiere. Y le gusto, dice.

Una vez vi un anuncio en el Metro: "Controle su peso. Tome Nopalina. Quita el apetito, favorece la digestión en general y la eliminación de grasas. Nopalina". Nopal deshidratado en ayunas. Chale, ni que fuera perico. "Una dieta equilibrada y Nopalina". No soy afecto a los medicamentos, pero lo malo fue que mi esposa vio también el anuncio y fue a la tienda naturista y la compró. Veinte pesos. Barata. "Que su marido evite carbohidratos, harinas, azúcares y sal", le dijo el dependiente. No lo hubiera hecho, pues ella me hizo jurar que no comería tacos en un mes, por lo menos. Quería que ya nunca, pero qué esperanzas. Si los tacos son la base de mi alimentación, de mi vida... que nunca, quería. Quedó en un mes. Bueno, me dije, si no los necesito. "Cuídate el colesterol, acuérdate de tu tío Pablo, que murió de un infarto de tanto comer tortas ahogadas". Para qué se preocupaba tanto; de todas maneras, de qué otra cosa podría morirme: ¿cáncer, herpes, SIDA o alguna cosa así de horrible, y sin saber siquiera cuándo ni cómo. Pero me discipliné y desayunaba un jugo de zanahoria, en vez de mis cinco reglamentarios de suadero o longaniza, "con limón, por favor", y me tragaba mi Nopalina, "Sin sal, por favor". El primer día, pensé que el juguero me diría: "Cómo de que sin sal? Así sabe horrible. ¿Qué no sabe usted comer?" Pero no me dijo nada. Yo miraba junto el puesto de las hamburguesas, sentía su olor, y el de tortas: de pierna, jamón, queso, huevo, chorizo; todo prohibido. ¿Tacos? Suadero, longaniza, birria, riñones, cachete, tripa, oreja, ojo, buche, arroz con huevo duro, atún en salsa roja, carne deshebrada; prohibidos. ¿Quesadillas? Sesos, queso, hongos, pancita, huitlacoche. Prohibidas. ¿Es vida esa? Pero sólo por un mes, y para ver qué pasa, si bajo la panza o qué. Unos días después era mi santo y me preparé. Inventé un trabajo urgente y me fui a los tacos del Güero. Diez nada más, con doble tortilla. Y dos tepaches. Le dije a mi esposa y no se enojó mucho. Era mi Santo. Ya hasta me había preparado una quesadilla de hongos. También me la comí. Pero eso fue sólo en mi Santo. La hora de la comida en el trabajo, ese agradable descanso, dejó de tener interés para mí. Llevaba mi itacate: un frasco con verduras cocidas sin sal ni mayonesa ni nada, una fruta y agua mineral. Hasta me acordé de un amigo vegetariano a quien conocíamos como el "Comehojas". Debo haber bajado unos tres kilos de puro sufrimiento. Avancé un agujero en el cinturón, todavía debajo de la panza. Triste. Mis tacos.

Otra semana, igual. A la siguiente, mi esposa se fue a Veracruz a ver a sus papás. Se llevó a los niños. Me brillaron los ojos: podría comer lo que quisiera. Pero no. Me hizo jurar: "Por lo que más quieras, sorpréndeme a la vuelta". "Tres agujeros más en el cinturón, me vas a decir ‘Cinturita’ en vez de ‘Cinturón", le dije. "Que sean dos agujeritos; dos nomás", me respondió. Esa fue mi perdición. Yo decía que tres y ella que dos. "Bueno, me dije, un hoyo son unos taquitos". Pero no me los tomé al primer día. Me aguanté como los meros machos. Ya llevaba dos semanas de desearlos, hasta que una noche me decidí: "Me bajo en Hidalgo y me como unos tacos". Y ya se acercaba la estación Hidalgo, y yo saboreándome. Y ya era la siguiente, y que no me bajo. Hasta yo me sorprendí. No me bajé. Estaba eufórico, escuchando mi guocman, cantando en voz baja. Algunos pasajeros me miraron con extrañeza, qué iban a saber. Llegué a la estación Tlatelolco. Iba feliz: me había controlado. Pero me llegó un aroma: los tacos del Güero; una pequeñísima accesoria que más bien parecía la trinchera de la fritanga. Miré el anuncio: cinco por tres cincuenta. Torcí el camino. Me quité el guocman para escuchar la música del lugar. "Buenas noches", le dije. "Qué milagro", me contestó el taquero, gordo y ojiverde güero de rancho. Gordísimo, más bien; de seguro que comía a todas horas en su negocio. Me ubiqué lejos del apestoso tanque de gas, que estaba debajo del inmenso comal. "Cinco de cachete, por favor". Lo observé con cuidado: Como de mi edad, llantudo, sudoroso. "Son ricos los tacos, ¿verdad?" "Mj", le contesté, "lo malo es que hacen engordar. A mí pueden matarme. Tengo el colesterol altísimo; fíjese, puedo morírmele aquí mismo y no de salmonelosis fulminante", bromeé. Los tacos chorreaban manteca hirviente, el comal despedía un calor exagerado, el Güero sudaba atrapado detrás del comal. "Es importante por lo menos elegir de qué se muere uno y cuándo, ¿no cree?" "Pues sí", contestó, "yo también estoy enfermo, dice el doctor que a punto del infarto, pero mejor eso que el pinche SIDA, ¿no, mi joven?" Sus últimas palabras. Fui pidiendo los siguientes cinco taquitos, de buche, para no perder el ritmo. Me los comí a una velocidad increíble, pagué y salvé la vida.

No recuerdo exactamente el momento del estallido; pasaron unos niños corriendo y luego vino el flamazo. Luego se supo que fue el tanque de gas. Pobre taquero, tuvieron problemas para sacarlo. "Salió en cachitos", dijo un bombero, "no sabíamos distinguirlo de los pedazos chamuscados de cerdo". A mí se me hizo ver en el suelo, regado de salsa, un objeto pequeño y de un verde diferente. Siempre he pensado que era un ojo del Güero. No me agaché a comprobarlo.

Cuando regresó mi esposa le mostré que había avanzado cuatro hoyos más en el cinturón, y eso que ya ni tomaba Nopalina.

EL GATO.

El gato se volvió a meter en la cocina y se comió la carne molida que saqué anoche del refrigerador para que se descongelara. Iba a hacerme unas albóndigas en chile chipotle. Desde hace meses nos enfrentamos en una lucha el gato y yo. Él intenta meterse a la cocina y yo prevengo lo que puedo, pues no me voy a pasar la noche en vela por un méndigo gato, así que cierro puertas y ventanas. Sin embargo, siempre le doy alguna ventaja. Pobre gato, si viene a robar comida es porque no tiene qué llevarse al hocico en todo el día, tal vez sólo basura. A veces le emparejo la puerta del pasillo o le dejo una ventana abierta, de modo que tenga que brincar alto para caer dentro de la cocina.

Una vez destrozó unos panes de azúcar que olvidé encima de la mesa. Al día siguiente descubrí el piso regado de migajas. Esto puede pasar, pero lo que no le voy a perdonar es que se haya comido mi carne molida, mi ración de la semana, mis albóndigas en chipotle. Lo he visto una sola vez; o supongo que era él: es de color amarillo y tiene manchones negros en los costados del lomo, flaquísimo. Una noche, al buscar un libro, lo encontré en mi estudio. Tenía cara de mustio: combinada de "¿qué me vas a hacer?" y de "si te acercas más, te chingo". Lo ahuyenté con un simple movimiento de manos: "¡Úchale, pinche gato!" No lo he vuelto a ver.

No hay más que arroz para comer y él se zampó mi carne molida. Ojalá que no estuviera bien descongelada y se le hayan destemplado todos los dientes o le haya dado catarro —¿moquillo?— o pulmonía; ojalá que por lo menos haya tenido que comer un raspado de carne cruda en el frío de la noche. ¡Mis albóndigas!

Ayer se me había ocurrido poner una cubeta con agua en la cocina, abajo de la ventana. Todo fácil por fuera: noche, sin moros en la costa, ventana abierta, olor a carne cruda... Salto por la ventana y caída intempestiva al agua. Extrañeza al principio e inmediatamente después terror, sensación de asfixia y todo el cuepecillo mojado; lucha del gato con la cubeta, con el agua, con fantasmas instantáneos. ¿Y si se ahogara? Un gato hambriento, débil, envuelto inesperadamente en una pesadilla de agua fría. Lucha vigorosa al principio, que va amainando al tragar agua y perder poco a poco el sentido hasta ahogarse entre estertores esporádicos. La mañana de hoy me hubiera encontrado con un gato ahogado en una cubeta y tal vez se me habrían quitado las ganas de mis albóndigas en chipotle.

En fin, me quedo sin comer carne una semana, pero salvé una de sus siete vidas; pinche gato.

 

EDUCACIÓN SOBRE RUEDAS.

Me habían dicho que la ciudad de México es grande, pero nunca pensé que tanto. Vengo de lo que los chilangos llaman el "interior" del país, metiendo a Colima y Veracruz, Yucatán y Coahuila, tan diferentes, en la misma bolsota de millones de habitantes. Llegué por un mes, pues estoy tomando un cursillo de trámites documentales del banco en el cual trabajo. De donde vengo ni siquiera se llama "ciudad", pues aunque tiene categoría oficial de Villa, todos le decimos "el pueblo".

Me hospedé con mi primo Julio, y tengo que ir desde Nezahualcóyotl —una ciudad dentro de la ciudad— hasta el Centro de Adiestramiento Bancario, en la Villa Olímpica, por lo que abordo un colectivo hasta el metro Pantitlán, cambio en Balderas a la línea tres, me voy hasta la estación Universidad, y de ahí tomo otro colectivo hasta mi trabajo. Tardo unas dos horas en total sólo en transportarme. Aunque resultó difícil al principio —una vez hasta me equivoqué en un transbordo—, creo que ya puedo presumir en mi tierra de ser un experto en el laberinto del metro.

El curso comenzó hace una semana y antes me había pasado algunos días de vacaciones aquí. Yo veía mucho movimiento por todos lados, pero Julio me decía que no, que estaba muy tranquilo: que me fijara en el azul del cielo, que en la tarde podían verse los volcanes y el resto de montañas que rodean el hermoso valle de Anáhuac, que si quería ver acción verdadera me esperara al primer día de clases, que es hoy, en el cual unos seis millones de niños regresan a sus aulas; que fuera previsor y saliera de casa una hora antes. No le hice caso, aunque ya me imaginaba el metro llenísimo, y sí, abundaban los escolares —un poco amarillos— por aquí y por allá, con sus carcajadas y pláticas, aventándose papeles hechos bola por todo el vagón. Pronto llegarían a su escuela, para estudiar y ser hombres de provecho. De repente, todos ellos se quedaron callados, pues al abrirse las puertas en la estación Aeropuerto subió un individuo trajeado, algo mayor, bastante flaco y de piel amarillenta, que dijo: "Buenos días, niños". Para mi asombro, los escolares contestaron: "Buenos días profesor". Me pareció extraño que lo conocieran; esto sólo sucede en los pueblos y no aquí, donde uno puede estar seguro que no volverá a ver el rostro de la gente que ve en la calle. Este señor comenzó a leer en voz bastante alta una lista de apellidos: "Algarra, Alvarez, Arrivillaga, Barragán, Castillo, Díaz Moreno, Díaz Rivera, Herros, Flores Pacheco, González, Lagunes, Rojas, Vallejo... Cada niño respondía "presente" y levantaba la manita. Cuando terminó, el maestro le solicitó a cada uno que se aproximara para revisar si sus útiles estaban completos, y ellos se acercaban a él con sus cuadernos, bamboleándose al compás del tren.

Al llegar a la estación Gómez Farías, el maestro inició una disertación sobre los próceres de la Reforma y la Constitución del 57, reseña histórica que combinó con las figuras de las siguientes estaciones. Miré mi reloj: la clase llevaba ya sesenta minutos, debido a las continuas detenciones del convoy. Luego, el profesor les dicto algunas mecanizaciones y dijo: "No se asusten. Sólo quiero saber que tan bien preparados están, aunque veo algunas caras conocidas. Tienen el camino hasta la estación Observatorio para contestarlas". Las demás personas del carro lo miraban con indiferencia, pero yo, curioso, me acerqué a él con el objeto de preguntarle de qué se trataba todo aquello.

— La Secretaría de Educación Pública —me dijo, mirándome de reojo— piensa que es mejor usar las escuelas, pero, fíjese usted, estos niños viven más allá de la Aurora y su escuela está en San Angel. Hacen dos horas de camino y cuando llegan —si es que no les cierran la puerta antes— ya vienen cansados, por lo que no aprovechan y se duermen, o bien se dedican a echar relajo y molestan a sus compañeros. De regreso a su casa llegan medio zombis y casi nunca cumplen con las tareas, así que me veo obligado, por reglamento, a disminuirles la calificación. Sus padres pierden toda la mañana en llevarlos y recogerlos, y sé de algunas mamás que hasta hacen sus compras en el mercado que está la vuelta de la escuela. Por otro lado, a mí no me alcanzaba el tiempo para llegar a mi otro trabajo —tuve que conseguirlo, pues no me ajusta el sueldo—. Era una situación insostenible, y en una junta con los padres de familia les propuse dar las clases aquí en el metro, con el objeto de ahorrarnos tiempo a todos. Avisamos de nuestro acuerdo al Sindicato y a la Dirección y listo. —¡Mendiola y Lagunes! —se interrumpió— ¡Si los vuelvo a ver copiando les quito el examen!—. Hoy daremos cuatro vueltas de Pantitlán a Observatorio —agregó satisfecho y bajando la voz—. Los festivales se hacen en la estación respectiva al onomástico o conmemoración patria; ya sabe: Hidalgo, Juárez, Zapata, Pino Suárez, La Raza, Tlatelolco, etcétera. Hacemos un poco de Educación Física empleando asientos y pasamanos; desde luego, fuera de las "horas pico". Enseguida, aprovechó un apagón de veinte minutos y les mostró unas diapositivas de cuestiones biológicas con un proyector de baterías. Al no haber pizarrón, usaba los espacios enmarcados en plateado y unos pliegos de papel manila, muy económicos, y marcadores de agua, a la manera que lo hacen en mi cursillo de trámites documentales.

Como de todas maneras iba a llegar tarde, los acompañé‚ hasta la estación terminal y luego de regreso, haciendo labor de prefecto. Dos horas y cuarto después, sonó el clásico tururú, que anunciaba, entre una gritería ensordecedora, la salida al recreo.

UN CALVARIO.

"Pelo fue aquí, en donde calavero...", dice Don Francisco de Quevedo, en un soneto burlesco refiriéndose a un "calvo que no quiere encabellarse". Seguramente que desde antes del Siglo de Oro los calvos, los pelones, han sido el blanco de toda clase de burletas y cotorreos: Si hace fro, "ahi te cubres la sesera, para que no se te congelen los pensamientos"; si hace calor, "tápate del sol que se te broncean las ideas"; si se trata de persignarse, se dice que lo hacen desde donde les empieza la frente; esto es, a medio cráneo; si les van a sacar una fotografía, les dicen que levanten el rostro para no dar "charolazo" con el flash..., hasta los niños, en la calle, les gritan uno que otro improperio.

A pesar de que a veces inspiren respeto, pareciera que nadie quisiese tener la cabeza tan púdicamente desnuda (incluso hay quien les tiene miedo, debido acaso a la siniestra figura del archienemigo de Supermán, Lex Luthor; aquel que decía: "Primero Metrópolis y después el mundo").

Aunque todos los calvos se dicen "prematuros", lo cierto es que factores genéticos o simples jalones nerviosos (de pelos) son los que contribuyen a descabellarlos y, aunque sea a temprana edad, se ven más "grandes"; parte de lo que llamábamos la "momiza" hace años. Así, la preocupación fundamental está en sentir la pérdida del atractivo con el llamado "sexo débil". Woody Allen se anima ante la inminente caída de su cabello, y tan sólo duda entre ser "un zorrito plateado o un calvo erótico". Y claro, ahí están galanes (dice una tía mía) como Kojak o Yul Brinner, quienes donan sus nombres para apodar a los pelones, a quienes por cierto no hay productor de champú, ni fabricante de peines o cepillos que les vendan un artículo que evidentemente no necesitan.

A mí se me empezó a caer el pelo desde mi más tierna infancia. Por ahí —acaso polvo— deben andar aquellos cabellitos que se desprendían suicidamente de lo alto de la coronilla. El caso es que me quedé lo que se dice con una frente pronunciada o entradas amplias (las mías son como de final de campeonato: entradones). Preocupado, resolví raparme hace unos quince años, cuando me alarmaba ver como se quedaba mi pelo enredado en el peine. No sucedió nada nuevo; es decir, el cabello siguió creciéndome y desprendiéndose igual, en una labor pendular que me obsedía, y de la que mi madre me ayudó a salir. Ella es una santa y una vez me dio un consejo que atendí mientras me lo decía, sabedor de su conocimiento profundo de la herbolaria y los remedios caseros. Me dijo: "Qué Maevans ni qué nada. Lo que debes hacer para evitar la caída del pelo es untarte muy bien la cabeza con miel de la más pura que encuentres; así te estás unas dos horas y luego vas a la peluquería más cercana y arrastras la cabeza por el piso".

No volví a preocuparme de mi futura calvicie. Hace como un mes mi pequeño hijo Daniel me comunicó que quería raparse y como yo ya sabía a lo que le iba a entrar, decidí acompañarlo en ese viaje.

Ya nos está creciendo el pelo, aunque casi cualquier niño que pasa por la calle sigue gritándome: "¡Ese pelón no quiere a su mamá!"

LA MERMELADA.

En vista de la situación financiera, mi madre resolvió que si vendíamos mermelada hecha en casa saldríamos de la pobreza o por lo menos la iríamos pasando mejor.

— La cosa está cabrona, —me dijo—, vamos a ver si pega.

Ella es pensionada por la seguridad social, pero con eso no alcanza. Yo perdí el trabajo por motivos de ajuste de personal. Espero que mi desempleo sea breve, porque no sé nada de conservas, y de negocios menos. Desde niño me acostumbraron a que se necesita más bien un ingreso estable, gota que dure.

Mi mamá sí conoce de eso, y le gusta.

—Si vendemos cien, nos alcanza para contratar tele de paga.

— A ver si para comer —repuse, realista.

Le diseñé una etiqueta en la computadora: "Conservas de las tías", en tipo Desdémona de catorce puntos. En fin.

"Los negocios familiares son rentables", se leía en la portada de una revista. Poca inversión para hacer bien y vender lo que se sabe hacer muy bien.

Para algunos, el problema es el pudor al vender o el miedo a la gente, otros están impelidos a ejercer la profesión que estudiaron en la escuela a los 21 años, beber la gota lo que dure y así no dan el paso a vivir de lo que les gusta hacer; a otros los detiene imaginar que necesitan una cantidad inmensa de dinero para empezar el bisne: Un Préstamo, y luego se necesita otro préstamo para pagarlo, por los intereses. Porque los prestamistas también ganan, porque el chiste del negocio es que todos ganemos y no sólo yo.

Dan ganas de pensar qué no mejor que ganen menos los prestamistas, los empresarios, millonarios. Cuánto se necesite para vivir bien depende de qué tan bien se quiera vivir. Muchos viven sin automóvil (créelo, lector motorizado), muchos viven sin anís, muchos comen tres veces al día, pero viven "mejor" los que ganan más, ¿porqué no mejor repartir esa riqueza, en acto de buena voluntad, para que a todos toque mejor, y no por la fuerza, con muertos y heridos?, que la decisión de dar fuera un problema de organización más que de voluntad. ¿Y quién decidiría cómo repartir, bajo qué criterios? ¿De a cuánto nos tocaría por cráneo? ¿en proporción con nuestros oficios, con nuestras temporales desgracias económicas? ¿Habría en el mundo tantos justos?

Mi mamá ya sabe en qué gastar futuras ganancias:

— Pongo un florero aquí con nardos, para que siempre huela bien la casa, compramos jamón y tocino de vez en cuando, o una latita de salchichas o de elotitos tiernos que tanto te gustan. Que vivamos más o menos, ¿no?

No se comparte de buen agrado la frase "generar la riqueza", porque pensamos que sólo la producimos para el rico, que gana hasta el mil por uno, el diez mil por uno. Cómo pedirle, cómo convencerlo de que gane menos, ¡qué sé yo cuánto necesita para vivir a gusto!, que no debe fijarse en lo que le quitan, sino en cuánto necesita para vivir. ¿A quién le van a tocar los yates y los aviones privados y los kilos de caviar? Pues a todos, entre todos, con otros modos; vender a menores precios, con menor utilidad financiera. Igual los fabricantes del tocino, el jamoncito y los elotitos que quiere mi mamá.

Le estoy diseñando la publicidad: inventamos la línea mermeladas finas: membrillo, mandarina, piña con canela y clavo. Las quiere hacer elegantiosas, como ella dice, para venderlas más caras. ¿Cómo la convenzo de que le baje al precio?

CAÍDO DEL CIELO.

Me dirigía a comprar unos cartuchos para mi pluma en una antigua calle del Centro, como a las seis y media de la tarde. Iba con mi único billete de cien pesos, lo estricto para cinco días, pensando que tenía que buscar en varias papelerías para encontrar el mejor precio, cuando miré a un señor distinguido que salió de un pasaje en el que está la entrada a un restorán buenísimo, vedado para asalariados de mi nivel, ubicado en una azotea detrás de la torre Latinoamericana. Era un elegante señor de traje gris, con pañuelo rojo fuego en la bolsa del saco. Me miró con insistencia y me dijo:

— Oiga usted, ¿nos conocemos?

— Creo que no, señor.

— Mire usted, mi nombre es Rubén Escalargoitia. Vengo de hablar con Jiménez Macedo. Usted, ¿cómo se llama?

— Arturo Domínguez.

— Entonces es usted pariente del Senador Domínguez. Se llama igual que él.

Mi nombre es, en efecto, idéntico al de un conocido Senador de la República.

— No lo sé —le dije—, hace mucho que no veo a la familia de mi padre. Verá usted, él murió cuando —y aquí me interrumpió:

— Yo creo que sí —me dijo con la soltura de un hombre de mundo—, porque el apellido Domínguez viene de una sola familia en nuestro país; es una sola rama, como el Escalargoitia. Recuerdo que conocí a su tío Arturo hace unos veinte años, cuando Silva Bracamontes me vendió veinte mil metros de costa del pacífico; fuimos allá y llevamos a Domínguez. Mi familia viene de una sola rama también. Mi sobrino Abel era el presidente del Acuerdo Obrero; mi primo Carlos fue Senador también, y director del Programa de Vivienda.

— Ahí trabajo —le dije, y era cierto—, soy el Contador.

— Qué bien. Mira, hermano —me dijo en tono confidencial, tomándome amistosamente del hombro. Fíjate que me acaban de asaltar, y vengo del dentista. No se si se me escucha bien la voz ni si se me entiende, porque vengo anestesiado todavía.

Abrió desmesuradamente la boca y me mostró una alarmante falta de muelas y las pocas que había estaban tan amarillas como las encías. Este tipo no tiene dinero, pensé.

— Hazme un favor. Regálame veinte pesos para un taxi.

— Mire —le dije, continuando lo que preferí tomar como una buena broma y no por un detestable embuste—. Sólo puedo darle diez.

— Es que mi esposa chocó y se rompió dos costillas y está en el hospital, tengo que ir para allá.

— Está bien, le dije. Déjeme cambiar este billete. Voy a comprar unos cigarros.

Me acompañó, fingiendo un dolor de imaginarias muelas. Compré los cigarros más caros, y le di dos billetes:

— Órale —dije de buen modo—, que aprovechen.

De inmediato se santiguó con ellos, como lo hacen los taxistas con su primer cliente.

—¿Tienes teléfono? —me dijo—. Dame una tarjeta, voy a llamarte. Consígueme un trabajo.

Le pregunté, con intención irónica, que cuál era su profesión.

— ¡Soy político! —me dijo, haciendo la seña corporal del que se asombra de no haberse dado a entender—. Mira, soy Doctor en Derecho. Aquí donde me ves; estudié en Vancouver y en Boston. Pertenezco a la Barra de Abogados de los Estados Unidos. Sé muchas de muchas cosas, puedo hacer muchas cosas, ayudar. Los políticos, como Vega del Águila, me piden consejo y uno les dice una cosa y hacen exactamente lo contrario. Así son nuestros gobernantes, ya sabes. El gobierno está muy mal —musitó, moviendo la cabeza—, terrible, habrá que ver qué hace ahora.

— ¿Y por qué, con sus influencias, no se consigue un buen trabajo?

— No se puede ahorita. Ya dijo el Presidente que los Escalargoitia hemos vivido mucho tiempo del erario y que ahora nos toca trabajar sin cobrar— dijo entristecido. Yo soy Rubén Escalargoitia.

— Bueno —le dije, tendiéndole la mano— este fue un encuentro interesante.

— Sí, excelente —dijo, enfatizando cejijunto—.

— Se debió a la suerte.

— ¡A Dios! —dijo, señalando al cielo—. Voy al hospital, con mi mujer.

—¿Cuántas costillas se rompió? ¿cuatro?

— Dos costillas —me dijo, y apoyó las manos a la altura del corazón.

***

Compré los cartuchos para la pluma con la que escribí esto. En el Metro, se me acercó un borracho y me pidió una moneda —para una cerveza, me dijo— que le proporcioné de inmediato.

 

DE PUERTA EN PUERTA.

Al abrir la puerta lo supe: habría algo más entre nosotros y no un simple comercio de vajillas con filito dorado. Ya tengo muchos platos, le dije, vivo solo; nadie llega a visitarme. En ese momento me miró de una manera distinta. Sus ojos se humedecieron. No desplegó la seguridad mostrada por los vendedores para convencer a los clientes. "No he vendido nada. He caminado durante todo el día" —me dijo. La invité a pasar. Le ofrecí un café y lo aceptó. Luego hicimos el amor sin amor, con una furia parecida al reencuentro, usándonos, advirtiendo lo efímero del encanto, como si ya tuviéramos muchísimo tiempo de conocernos. Se quedó conmigo esa noche. A ella tampoco la esperaba nadie — según me dijo—, vivía sola como yo y acababa de sufrir una decepción amorosa: se había entregado, pura y casta, a un hombre que había venido engañándola desde el primer día de su matrimonio y luego olvidaba haberlo hecho, por lo cual su engaño era, de cierta manera, inocente (así nos dice Horacio, el poeta: el adúltero borra esos actos de su vida para mantener su conciencia tranquila). Cuando ella descubrió la vida real de su amado, el desengaño fue demoledor; acabó con toda su confianza en quien se le acercara. Se fue de su casa y entró a trabajar en esto de las vajillas, para mantenerse con algo. Un silencio tenue era su rasgo característico, aunque me habló de su exmarido en el transcurso de la noche. Cuando amaneció, pude por fin ver sus ojos mirándome sólo a mí, y volvimos a hacer el amor, como si fuera la primera vez, entregados el uno al otro. Esta vez sentí que no estaba haciéndolo con él, sino conmigo, sólo conmigo. Se fue como a las diez de la mañana, bañada y cargando las cajas de vajillas. Prometió regresar y nunca lo hizo.

Hoy encontré un papelito abajo de la puerta: "Contigo encontré el amor verdadero, nunca me olvides, regresé con él".

La recuerdo, claro; un tipo solitario vive intensamente estas experiencias; pero más allá del contacto con su cuerpo, tengo presentes unos ojos húmedos, su determinación y vida a la mañana siguiente al alejarse con sus cajas de vajillas con filito dorado y dejarme para siempre un poco menos solo.

ROTOS Y DESCOSIDOS.

Odio a la gente chismosa, y conozco a tanta... Como mi vecina de enfrente, la de ojos negros y tan flaca como una escoba. Debe de ser chismosísima: todo el día está asomada a la ventana mirando a quien pase. No usa aretes ni se maquilla. Tiene unos veintitantos años. No le conozco pretendientes ni amigos, sólo familiares que están metidos todo el día en su casa; unos seis o siete: el papá, la mamá, la abuelita y una bola de hermanos. Tiene la mirada como de borrego enfermo; es bastante feíta. ¿Habrá ido al cine alguna vez con un galán? ¿habrá fajado con pasión? "La suerte de la fea, la bonita la desea", dice el refrán. Lo malo es que haya feas como con mala suerte, tan indefensas. El sábado pasado la vi salir del brazo de un tipo que, por lo menos, le duplicaba la edad. Se fueron a dar la vuelta por las calles del pueblo. Los seguí de lejos, intrigado. Caminaron unas veinte cuadras, tomados de la mano. Reían; él con la cabeza levantada, muy seguro de sí, y ella como con pena, escondiendo su cara entre los olanes de su blusa azul. A una distancia prudente, pude sentir el sudor en sus manos, las caricias imaginarias, las bromas inocentonas, las promesas... Mi vecina (la 'lombriz parada', le dicen los chiquillos de la cuadra) se ruborizaba; ¿qué le estaría diciendo el tipo ése? "estás muy solita, Clarita, necesitas alguien que te consienta, que te cuide". Lo cierto es que ella se veía feliz; contrastaba su expresión con la que le conozco: triste, cansada, interesada en todos, en toda la gente que pasa por la calle; siempre con la mirada fija, los ojos demasiado redondos, como sin párpados, el movimiento del cuello para asomarse por la ventana y ver a sus anchas. Esta vez era diferente: se veía alegre, sonreía, seguramente a causa de las insinuaciones de su acompañante; abusaba de su ingenio, le contestaba, creo, con frases que dejaban una esperanza, pero sin animarlo demasiado: "pos todo será cosa de que me encuentre con ese alguien", le diría la muy coquetona, picándose una oreja con el dedo. "No busques más, aquí me tienes, puedo hacerte feliz". Cuando escuchara esto, ella, tal vez sin pensarlo más, se decidiría a abrazársele sin importarle el qué dirán de la gente chismosa, como ella misma, la que los miraba por la ventana, detrás de cortinas mugrosas. Un gran abrazo, un beso como de película, un mismo aliento, saliva única. Sin embargo, no se detuvieron; caminaron y caminaron por la calle sin que, a la distancia, se apreciara que "el momento" hubiera llegado. Atardecía, el sol llenaba de luz amarilla el pueblo. De pronto, al dar la vuelta en una esquina, lo esperado: él intentó besarla. Contra mis expectativas, ella se revolvió sobre sí misma y casi le dio la espalda. ¿Cómo podía desperdiciar ese momento único? ¿por qué darle la espalda a ese hombre, a cualquiera? Se alejaba de él a medida de que se le acercaba; parecía angustiada. Decidí intervenir. Me presentaría de improviso y le diría: "algún problema, vecina?" ¿Y si sólo era una treta de la flaca para atraerlo, para llenarlo de deseo, para que se decidiera a más y no sólo a darle un beso? Esta duda me paralizó, aunque continué acercándome. Ella parecía gritar en voz baja ("auxilio; déjame; no me toques"). Cuando estuve a unos cinco pasos de ellos ya se estaban besando. No detuve mi andar y pasé de largo. De reojo, vi a mi vecina guiñarme el ojo derecho mientras besaba a su novio de más de cuarenta años.

NOVATO.

Nomás me dice por dónde y llegamos de volada, mister. No crea que no sé mi trabajo, pero es que lo estoy aprendiendo. Llevo apenas tres meses de darle al taxi y además la ciudad es muy grande. Un día fuí hasta Villa de las Flores, ¿usted conoce?, otro día a la Unidad Ermita Zaragoza; otra vez, me llevaron hasta a las colonias que hay detrás de la "Cabeza de Juárez" ¾ dicho sea sin albur¾ .De dinero, ahi me la voy llevando. Hubo un mes muy difícil, cuando empezó la crisis, ¿se acuerda?, que aumentaron el taxímetro, y además era la cuesta de enero tradicional, y todo mundo andaba en metro y peseras. Estuvo de la patada. Hasta me asaltaron tres veces. La última, era un chavito desos que se ven mugrosos, ya sabe, la misma cantaleta: "¡Ora sí ya chingastes a tu madre!" Y yo que le digo, cálmate, carnal, no hay necesidad de que me apuntes con ese cuchillo, hijo ¾ y me quise estacionar para darle las llaves y decirle órale, yo sé perder, ahi está el carro¾ . "¡No te orilles no te orilles!, me gritó, no quiero el coche, quiero la lana". Ya me ganaba la risa, porque eran las siete de la mañana y yo iba apenas empezando y no traía ni un quinto. "Ah, ¿entonces vas comenzando apenas?" Pus, claro, hijo, y ahí sí hasta me sonreí, porque me respondió: "Chido, carnal, ya será para la otra". Sí, cabrón, para la otra, ¿no? Es que está duro el desempleo, y no es que sean malos, están desesperados, pero otros sí son locos: éstos hasta matan nomás por matar. Yo conozco a uno de esos chavillos y le digo, hijo, voy de acuerdo en que los atraques, pero para qué los ponchas ¿verdad? A mí me tocó el recorte en una fábrica de lámina, pero con la liquidación me compré este coche y ahi lo voy pagando poco a poco. Yo soy tornero, le manejo el vertical y el horizontal y buriles, y de calidad, no se crea. Pero me tocó el recorte y no hay dónde trabajar en lo que sé y entonces me metí a esto del taxi y sale para comer más o menos. "Veces en que se oga el pato y veces que ni a beber agua alcanza", como dice un tío mío, y además está saliendo con que hasta se entretiene uno: hay que saber muchas cosas. Yo creía que ser taxista nomás era saber manejar y respetar los semáforos; pero no, es un oficio, y hay que conocer de calles, colonias, rutas de pecerdas, cines, hoteles, aprender a lidiar con borrachos; aunque a veces se pone buena la cosa cuando se llega a subir cada muchachona de campeonato que pa qué le digo. El otro día se subió una preciosa: medio señorona, de ojo claro, y salió con que me quería pagar con cuerpo, pero es que como le decía: mira, estás muy bonita y todo, pero a mis hijos no les voy a dar de tragar de aquellito. No, si le digo que está entretenido esto de la ruleteada. De todas maneras extraño el taller, y a los compañeros. Fíjese que uno de ellos, que es mi compadre, en lugar de taxi se compró una pistola y anda por ahí atracando. Quién sabe cómo le irá, también es nuevo en eso.

 

LOS NIETOS GLOBETROTTERS.

¾ No pude venderlos¾ comenzó diciéndome.

Los había comprado para sus nietos un mes antes, haciendo ahorros sabios, estirando el gasto. Pero su hijo y su nuera se llevaron a los niños de vacaciones a Huatulco y para recuperar el dinero se fue a vender los boletos para ver a los Harlem GlobeTrotters al Palacio de los Deportes. Los niños querían ir.

Nunca había vendido boletos, ni mucho menos revendido en la vía pública, y se siente rara. Además, nadie se los compra: Unos quieren dos de adulto y ella tiene sólo uno; otros, cuatro de niño, y ella, dos nietos.

Observa que dos policías la miran suspicazmente. Se identifica con ellos con su credencial de jubilada, que lo es, status digno, y les manifiesta que lo menos que ella quisiera es que se le confundiese con revendedora.

Los policías le contestan que sabían reconocer a los revendedores desde como a tres estaciones del metro y que no se preocupara, aunque que sí se cuidara, porque "ellos son muy envidiosos", le dijeron.

¾ Pero ya ve que hay gente buena y gente mala en todo.

Pasaba el tiempo. Empezó a hacerse tarde y nadie le compraba. Caminó hacia la puerta principal del estadio: Nada, nadie... (ella es tlatelolca), y además ahí venía la lluvia.

Se le acercó un revendedor: " ¿Qué boletos trae?"

¾ Uno de adulto y dos de niño.

¾ Le doy cien pesos por ellos, señito.

Le regateó: "Pero si lo único que quiero es recuperar mi dinero: ciento ochenta".

¾ Cien pesos.

¾ Valen ciento ochenta.

¾ Mire, mejor véndamelos. Después para qué le van a servir si hasta ya comenzó el show.

¾ Pues me los guardo como recuerdo.

Vender boletos después de acabada la función, para perspectiva que le quedaba; además, se aproximaba un aguacero de proporciones bíblicas.

¾ A continuación, el tipo este se fue directamente a platicar con unos patrulleros, de los que nos cuidan, y ellos se me quedaron viendo; pero, qué cree, que llega mi ángel guardián, que resultó ser uno de los policías de a pie, quien me dijo: "Véngase, señito, por favor, hágame caso", y me fui con él, hacia la cerca.

¾ Mejor váyase para el puente del metro. Como ya empezó, la gente viene corriendo a conseguir boletos y a lo mejor los vende. Ahorita la dejan en paz porque creen que la llevo detenida.

Ella le dio las gracias y le dijo: "Gracias, Poli. Si no supiera que a ustedes no los dejan entrar por andar de uniforme, créame que se los regalaba".

La estación del metro Velódromo está frente a la Ciudad Deportiva y a la Escuela Superior de Educación Física, y hasta allá escuchaba la emoción y las risas del respetable público. Se acordó de sus nietos y lo que le hubiera gustado venir con ellos, claro que no a vender los boletos, aunque tal vez sí a compartir con ella esta aventura entre "buenos" y "malos", como en películas de final feliz.

Vio venir a dos muchachos que "andaban todos sudados, con un balón de basket en las manos, como si vinieran de jugar", me dijo.

Los detuvo con suavísima exigencia: "¡Ahoritita te me lanzas al estadio a preguntar si con dos boletos de niño entra un adulto; ándale, de una vez, te me vas corriendo/ ya estás allá!", le dijo al de la pelota.

Los chavos, "se veían buenos muchachos", contestaron un tanto sorprendidos:

¾ ¿Por qué, señito?

¾ Porque acaba de empezar el juego y les voy a regalar estos— y les dió los tres boletos.

¾ Gracias, seño/¡Híjole, carnal, y son de los caros!

¾ Pero se me van volando para allá. Óra, diviértanse/ ya se están yendo, ya, no me vaya a arrepentir.

¾ Sí señito, no señito; uta, gracias, señito. Órale, carnal— y se fueron corriendo.

***

¾ La verdad, lástima que no fueron mis nietos conmigo ¾ concluyó sonriente ¾ , pero otro día los invito al cine.

 

TARDE DE DOMINGO.

No sé por qué no lo hice antes. Hoy lo tenía todo preparado, así que salí de mi casa con mis sobrinos. Estaba cansado de escuchar a mis parientes: las mismas caras y los mismos problemas cada domingo, en esa falsa unidad familiar de dientes para afuera; ritos vacíos. Todo mundo empeñado en discutir acerca de telenovelas, los lujos —los que tienen o desean—, la moda, los futbolistas y sus equipos, los toreros, los niños y su educación —creen ser una autoridad en esa materia—, las vedetes y los locutores; en ese orden.

Los domingos la gente se muestra en la calle de una manera distinta a como lo hace entre semana: disimulos, encuentros y adioses: saludos en su casa, Don Carlitos; igualmente, señora; ¡adiós, tillita! Los domingos todo está en calma. Apenas se escucha a la gente pasear por calles y parques. Ni quien se pare en los supermercados a las dos de la tarde, cuando el señor de la casa está terminando de ver el fut en la tele.

Durante todo el día, la gente bien nacida fluye hacia la iglesia y luego compran buñuelos y jotqueics —¿con cajeta o con miel?— o esquites o elotes con mayonesa y salsa roja. Apenas se les oye moverse, entre el ruido de los automóviles que pasan. Se ve a la gente y, si uno pone atención, escucha historias diversas, vanalidades que se olvidan al ratito. Declaraciones y voces, moralísticas o recriminatorias (¡niño, no te bajes de la banqueta!), etc. Las campanas llaman a misa de siete, la de los que ya casi no iban a alcanzarla, la de los que regresan de días o fines de semana de campo, "las parejitas" —diría mi tía Luisa con una entonación incomprensiva —; gente común y corriente, papás de los papás de los niños, simpáticas "cabecitas blancas" —madre sólo hay una— rosario en mano; muchachitas casaderas, jóvenes enlocionados, etc., gente; miles de historias, vanidades de vanidades.

Siempre he vivido en esta colonia. El parque tiene cocodrilos y pelícanos de cemento en la fuente, jardínes más o menos cuidados, columpios, resbaladillas y volantines, además de espacio para echar una "cascarita" de futbol. De niños, mi hermano y yo íbamos todas esas tardes de domingo, después de comer. Siempre fue nuestro lugar preferido. Frente a él estaba la juguetería de Don Miguel, y a ella íbamos a comprar una chuchería. No podíamos fallar; por eso nos portábamos muy bien toda la semana. Siempre me gustaron los domingos; era un día de fiesta.

Desde que tengo uso de razón ha venido a comer a mi casa toda mi familia. Una antigua tradición nos congrega cada domingo; además del negocio familiar de fabricación de baterías de cocina, de cuyo equipo de ventas formo parte (o de caminatas, porque nunca he logrado vender ni una batería; son tan corrientitas...) o mientras afuera está la feria, los juegos mecánicos, las carpas de cantantes, la estación del ferrocarril de Buenavista... Dan ganas de salir, como antes, de irse y ver el atardecer y luego la luna acostado en el parque.

Las reuniones de los domingos están plagadas de parientes: tíos, sobrinos, primas, tías, abuelas y bisabuelas: como veinte. Esa ha sido una ley de vida. Desde antes de enviudar he sido para ellos una especie de adolescente con hijo. Siempre me verán como niño. Por cierto que una vez a mi hijo se le ocurrió cantar el rock "La plaga" cambiándole la letra. En lugar de cantar "ai viene la plaga, me gusta bailar", cantó "ya se va la plaga, voy a descansar". Una de mis tías, que es muy sentida, pensó que se refería a ella y sus hermanas, que en ese momento se estaban despidiendo. Se armó el escándalo. Nos dejaron de hablar durante varios domingos y una primera comunión; unos tres meses, hasta que se dieron cuenta que se había tratado de una broma de Danielito. Tiempo después, el incidente pasó a formar parte del abundantísimo anecdotario familiar y se convirtió en un recuerdo chistoso. Mi tía Marichuy —que así se llamaba la exagraviada—, siguió bromeando con Daniel durante varios años: "Conque la plaga, ¿verdad?", le decía, enterrándole una uña en la pancita.

Las reuniones dominicales duran toda la tarde y parte de la noche. Por lo general, me salgo de la casa con la coartada que me facilita mi bella prima Inocencia: "A los niños les gusta ir al parque contigo, Arturo, llévalos". Miro sus ojos negros ¿"Sí? Ándale". Leo su intención en la mirada. "¿Sí?, que el tío Juan Manuel quiere contar unos cuentos colorados y no puede por los niños; luego te los cuento ¿sí?" Da a entender que le hago un favor, que me ve la cara de tarugo; porque nadie se quiere encargar de pasear a los niños, como si fueran perritos latosos o no se qué. Me gusta caminar por la calle y echarme a correr con ellos. Asentí con sonrisa cómplice.

Esta situación ya había durado demasiado tiempo. Hace unos domingos, mientras masticaba un bocado de chicharrón en salsa verde —la especialidad de mi tía María Eugenia—, pensé que sólo borrándome por completo podría zafarme del ambiente en que vivía; adiós a la rutina dominical en ese día que debía ser distinto a los de toda la semana, que también eran insufribles; adiós a las caminatas cargando baterías. Así pues, me decidí. Ahora dejaré a mis sobrinos en el parque, encargados con el primer policía que pase; les diré que no me tardo, que voy a comprar unas cosas al "super" y que regreso enseguida. Entonces agarro a mi hijo y nos trepamos en cualquier camión que pase para la estación de trenes. Ya en la taquilla decidiremos a dónde nos vamos.

Irme, irme por las vías —tal vez a Guadalajara— a la chingada, a la tierra del Nunca-Jamás o al País de las Maravillas —Chihuahua o Veracruz—, pero irme, irme a la chingada.

Cuando estemos a bordo del tren voy a recordar a mis parientes. Dentro de una hora algunos de ellos ya estarán despidiéndose, juntando las mejillas para besar el aire.

— No me despido de ellos; ya lo hice muchísimas veces—, le digo en el taxi a mi prima Inocencia; "Cómo serás", me contesta.

FERMÍN

—La solución para España es que avienten una bomba atómica en el centro de Madrid. Eso sí, tendrían que calcularla muy bien, para que no afectara a una hermana mía que vive en Toledo.

Quien tan seriamente me decía esto se llamaba Fermín, que llevaba dos años sin trabajo y se dedicaba a pedir dinero en la calle. Era un tipo singular, delgado en extremo, no muy alto, y que por toda propiedad tenía lo que llevaba puesto y una bolsa de polietileno en la que llevaba alguna otra cosa. Caminábamos de regreso del estadio Santiago Bernabeu, ese gran coso en el que cada quince días jugaba el "Real Madrid", uno de los equipos locales de balón pié. De su comentario pasamos a calcular el número de megatones que tal bomba debería tener. El día fue infructuoso y no habíamos colectado ni una moneda, y —como él decía— "un duro lo tiene cualquiera, pero estos madrileños son más duros que una roca".

Conocí a Fermín una vez en el comedor colectivo del albergue "Charitas", cuando uno de los comensales, el "Titi", al saber mi origen, me arrojó a la cara que el había conocido el bellísimo puerto de Veracruz y que en el malecón había un gran monumento, "una estatua de su conquistador, el Capitán Hernando Cortés". Yo le hice ver que tal vez lo habría confundido con Don Venustiano Carranza, héroe de la revolución mexicana. El "Titi" se puso colorado e insistió en que la estatua era de Hernán Cortés: "Este hijoputa no me va a decir mentiroso en frente de ustedes, coño". Mientras uno de sus amigos, el "Malaquitas", trataba de calmarlo diciéndole que tal vez se trataba de alguna otra ciudad, Fermín aprovechó para decirme que en voz muy baja que el "Titi" acababa de pasar una larga temporada en la cárcel por el delito de asesinato y que además era sabido que debía otras vidas. Cuando aquella fiera —que en eso se había convertido— golpeó en la mesa y me miró como mira la muerte: "En Veracruz". Asentí, claro, y ahí paró todo.

Desde entonces Fermín y yo nos hicimos amigos o más bien compañeros o más bien amigos, e íbamos por las calles de Madrid pidiendo limosna a los transeúntes.

Por cierto que el "Malaquitas" —llamado así por su malagueño origen—, una vez que se apagaban las luces y reinaba la calma en el dormitorio, decía a voz en cuello el "Nocturno sonámbulo", de García Lorca, para rematar con su clásico: "¡Si aquí está lo mejor de Europa, hijos de super perra! ¡Somos lo mejor de Europa!"

Como ya dije, Fermín cargaba a diario una bolsa de polietileno, lo que suena fácil, pero es que hay que saber lo que es "ganarle al día" y caminar de un lado a otro como héroe beketiano para saber que uno no desea cargar nada. Lo que llevaba en la bolsa eran unos zapatos que se deshacían nomás de verlos. Una vez le pregunté el objeto de llevar aquél estorbo, pues aunque no había dinero, los zapatos aquellos resultaban inservibles hasta para venderlos. Me miró un momento y luego sólo dijo: "Deja, deja, que así das más lástima".

Los días se iban lentos de una estación del metro a otra, de una parroquia a otra. La primera vez que visité una de éstas con él, poco antes de hablar con un sacerdote, me advirtió:

— Tú no hables, para que el cura piense que eres andaluz —pues mi piel es morena—, y luego al ministro:

— Padre, mire, estamos parados; mi amigo es de Málaga. Somos gente de bien, trabajadora, y queremos pedirle que nos haga la caridad de ayudarnos con unos duros, que deseamos regresar a nuestra tierra.

—¡Qué duros ni qué blandos! —contestó— por qué no buscáis empleo; sois fuertes y jóvenes.

Es que estamos parados, Padre, sin currelo, nos despidieron de la fábrica, no hemos comido en todo el día, Padre, tenga caridad...

— Mira hijo —dijo casi molesto el cura— no me currelées a mí con esas mentiras, y si queréis comida id a Atocha, que sirven bocadillos para indigentes a las doce... Y tú —agregó, mirándome— ¿también estás parado?

—Sí, Padre —dije— pudiendo haber dicho que era mexicano, que andaba de paso y sin un céntimo en la bolsa.

— De Málaga, ¿verdad?

— Sí, Padre.

—Pues nada, a Atocha, hijos —remató.

—Gracias, Padre —dijo Fermín, y salimos.

"Diantre de cura —gritó al salir—. Pero ya lo dice el Evangelio: 'Haced lo que os digan, pero no repitais lo que hacen'. Raza de víboras".

Como dije antes, aquel día habíamos ido al estadio del Real Madrid.

—Si gana el Real Sociedad, estamos hechos. Los vascos son muy generosos cuando están contentos —me dijo casi al llegar—. Los madrileños son tacaños siempre; aunque gane su equipo.

Faltaban unos quince minutos para que terminara el juego y en una de las puertas nos franquearon el paso. Ansiosos, buscamos el marcador: Real Madrid, cuatro; Real Sociedad... cero. Todavía alcanzamos a ver el quinto gol del equipo merengue.

Luego de despotricar contra los capitalinos durante una media hora más, Fermín exclamó:

—Por eso, no hay otra tierra más bella que la mía: "Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma ¿de quién son los olivos?"

Yo continué diciendo el poema y él mostró un enorme azoro:

— Pero, ¿es que conoces ese poema?

— Y el nombre de su autor: Miguel Hernández.

— Ya ves, te digo que Jaén es tierra buena. ¿Mira tú que darle al mundo un hijo como Miguel Hernández!

— Bueno, Fermín, yo sé que el Perito en lunas nació en Orihuela.

Él repuso que no, y estaba tan necio que no quiso escuchar mis argumentos. Estaba comenzando a enojarse realmente y yo corté mi demostración, hice como que recordaba y otra vez concedí la razón a quien no la tenía; sólo que en esta ocasión más por compañerismo que por desconfianza.

 

© Miguel Ángel Godínez.

migueloncito@yahoo.com

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