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El Pozo


Él era como el pozo que había al lado de la casa: claro, generoso, pleno; y con las manos siempre prontas a dar. Todo el que tenía sed iba al pozo; por eso, él cuidaba de que estuviese limpio, sin alimañas ni bruscas amargas.


Un día, detúvose frente al pozo un lujoso automóvil, y el dueño –con voz de patrón intransigente-, pidió un poco de agua para sofocar el calor de la máquina.

Cuando el automóvil avanzó de nuevo por el camino arenoso y desigual, un pobre hombre que iba delante con una lata de agua al hombro, turbóse de tal manera, que la lata rodó al suelo empapándole las piernas.

El conductor del vehículo, volvióse rápidamente y gritóle que era un imbécil por obstruir el paso y pone poca atención en su marcha. Yo estaba en el brocal del pozo, y pense que mientras el pobre campesino no podía caminar por el peso de la lata colmada, el rico propietario hubiera tenido que detenerse allí por falta de agua para el buen servicio de la máquina.

Tal vez, este mismo hombre hubiese dado agua de su lata, si el despótico conductor no se hubiera fijado en el pozo que se empinaba detrás de la cerca como para llamar a todos los sedientos del camino. Sin embargo, lejos de aliviarle la carga y llevarle de un lugar a otro, llenólo de improperios y burlóse de sus pocas fuerzas.

El aire mordiente y travieso que venía de la espesura, seguía agitando con sus manos transparentes el cabello suelto y liso de las campesinas que llegaban jubilosas y cantarinas a llenar sus cántaros.










Después se marcharon cantando por diferentes caminos. Yo también me alejé, pero iba pensando que todos en la vida vivimos de limosnas. El mismo conductor del automóvil recibió su limosna de agua clara; pero él se creyo merecedor de tal servicio, porque provenía de un hombre inferior a él. Y en este pequeño mundo, los superiores creen que deben ser servidos por los inferiores.

Pocas son las cosas que merecemos y muchas las que negamos; pero en las leyes de la compensación y la justicia, el bien con la maldad nunca se paga.